Authors: Douglas Niles
El veterano vestía una túnica blanca y negra que, gracias a la
pluma,
podía resistir el filo de la mejor espada de obsidiana. Las plumas rojas colgadas de las mangas del caballero y su capa corta flotaban en el aire al caminar.
Sin decir palabra, el Caballero águila se quitó el casco empenachado y se lo entregó al sirviente apostado ante las grandes puertas. Aceptó el chal mugriento que le ofreció el sirviente, y cubrió sus apuestas facciones con la tela, reprimiendo un gesto de disgusto.
El esclavo bajó la mirada, avergonzado por la humillación del caballero; sin embargo, éste era el deseo de Naltecona.
—Puede pasar a la presencia del excelentísimo canciller, honorable capitán de la centuria —dijo el sirviente, y le abrió la puerta.
El caballero entró en la sala, con la mirada baja y el rostro impasible. De inmediato, se arrodilló y besó el suelo. Después se levantó y avanzó hacia el estrado, repitiendo el gesto de sumisión dos veces más antes de llegar al trono. El guerrero evitó mirar a la figura vestida de plumas que tenía delante; en cambio, miró al grupo de cortesanos y clérigos vestidos humildemente, ubicados al fondo de la tarima.
—Excelentísimo canciller, lamento poner en vuestro conocimiento que nuestra expedición contra los kultakas ha acabado en desastre. El enemigo luchó bien, y nos hizo caer en la trampa. Muchos de nuestros guerreros han ido a los altares floridos de Kultaka.
Naltecona se reclinó en el almohadón flotante de plumas esmeraldas, con los ojos medio cerrados. «Debo ocultar mi angustia», pensó.
—Tú y dos de tus camaradas, además de tres Caballeros Jaguares, ofreceréis vuestros corazones en penitencia a Zaltec. ¡Roguemos para que quede satisfecho!
—Sólo deseo que nuestro Primer Dios considere a mis compañeros y a mí mismo como dignos sustitutos. —El rostro cobrizo del caballero permaneció impertérrito.
—Esta noche lo sabremos. —El canciller se levantó y dio la espalda al hombre al que acababa de condenar a muerte. No hizo caso de los movimientos de los abanicos a su alrededor, y se paseó furioso hasta que, de pronto, apartó las plumas mágicas para volver al borde del estrado—. ¡Mañana enviaremos otra expedición! ¡Esto les enseñará a los kultakas los riesgos del desafío!
El Caballero águila no mostró ninguna emoción. Besó el suelo, delante de su príncipe, y retrocedió de espaldas a la puerta, sin olvidarse de repetir el ritual de sumisión.
—Tío... —La voz correspondía a uno de los cortesanos, un joven bien parecido con una mirada que reflejaba su coraje. El manto burdo y sucio que lo cubría no disimulaba su porte. Ahora sólo él se atrevió a hablar, mientras todos los demás, los más viejos y sabios consejeros de Naltecona, contenían la lengua.
—Habla, Poshtli —dijo el canciller.
—¿No desearías, tío, darles una lección inolvidable a los kultakas? ¿No podrías, en tu sabiduría, mandar que recompongan los ejércitos diezmados en esta última campaña? ¡Cuando estén preparados podrán unirse a las nuevas tropas, y marchar a la batalla contra Kultaka! —Poshtli hizo una reverencia
y
esperó tranquilo la respuesta de Naltecona. Sabía, como todos los demás, que el envío de una segunda expedición, organizada rápidamente, sólo podía acabar en un nuevo desastre. En su condición de hijo de la hermana del canciller, Poshtli podía atreverse a dar consejos a Naltecona, aunque no podía saber si su recomendación sería bienvenida.
—Tienes razón —murmuró el canciller, con una mirada despreciativa a sus demás asistentes—. Es lo que haré. Atacaremos Kultaka sólo cuando esté preparado.
Las puertas se abrieron de golpe mientras Poshtli reprimía un suspiro de alivio. Un guerrero muy excitado entró en la sala y realizó el ritual rápidamente, sin dejar de avanzar hacia el trono. Su armadura de algodón asomaba por debajo de la prenda roñosa que le habían dado a la entrada.
—Mu... muy excelentísimo canciller —tartamudeó, temeroso de la reacción de Naltecona.
—¿Qué ocurre? ¡Habla, hombre! —El canciller se irguió en su trono, y miró furioso al intruso.
—¡Es el templo..., el templo de Zaltec! Excelencia, por favor, ¡debéis venir y verlo por vos mismo!
—¿Qué quieres decir? Yo no
debo
hacer nada. ¡Explícate!
—¡El templo ha estallado en llamas! Yo estaba en la plaza y vi la erupción ¡La propia piedra se encendió sin que la hubiese tocado ni una sola chispa! ¡El templo está destruido!
Naltecona se puso de pie y bajó la escalera, seguido de cerca por sus numerosos cortesanos. Los superaba en estatura por una cabeza y el orgullo con que caminaba lo hacía parecer aún más alto.
El canciller a duras penas podía contener su agitación, mientras pasaba por la puerta que se abría al gran vestíbulo. Escoltado por su séquito y la guardia, pasó la pasarela tendida sobre uno de los canales interiores del palacio; después subió una escalera y fue a dar a un balcón muy amplio.
Al otro lado de la enorme plaza se levantaba la gran pirámide, la estructura más alta de Nexal. En lo alto de la pirámide se encontraba el templo de Zaltec, flanqueado por los santuarios más pequeños del dios del sol, Tezca, y el dios de la lluvia, Calor, los hijos favoritos del sangriento Zaltec.
Tal como había dicho el guerrero, el templo del centro se resquebrajaba en medio de una fulgurante hoguera. Los muros de piedra al rojo blanco se deformaban. Los espectadores despavoridos pudieron ver cómo el edificio entero se fundía poco a poco.
—No vimos ninguna chispa que pudiera provocar el incendio —repitió el soldado.
—No lo dudo. —Naltecona contempló la escena durante mucho tiempo, con el rostro convertido en una máscara impenetrable. «¿Cuál será el significado de esta catástrofe?», se preguntó a sí mismo.
—¡Tendremos que reconstruirlo de inmediato! —ordenó—. Mientras tanto, que los sacerdotes utilicen la pirámide de la Luna. Zaltec tendrá su fiesta esta noche.
«¡No deben descubrir mi miedo!»
Los profundos gruñidos de los jaguares de guardia todavía sonaban cerca de Hoxitl a medida que el sacerdote avanzaba lentamente hacia la entrada de la Gran Cueva. Ahogó una maldición cuando tropezó con una piedra en la oscuridad.
Durante casi toda la noche, él y un trío de aprendices habían escalado las laderas del humeante Zatal. El volcán dominaba la ciudad de Nexal, y todos lo consideraban como morada del espíritu sagrado del propio Zaltec. Ahora, no muy lejos de la cumbre, Hoxitl y sus acólitos llegaron a la boca de la cueva mística que el patriarca conocía como hogar de los Muy Ancianos.
—Esperad aquí —susurró el sacerdote, y sus asistentes vestidos de negro no necesitaron que les repitiera la orden. Movieron las cabezas al unísono, y sus cabelleras empapadas de sangre seca se sacudieron como tentáculos; después se sentaron, con el rostro sombrío, delante de la cueva.
Jirones de humo y vapores sulfurosos rodearon a Hoxitl a medida que el sumo sacerdote entraba en la caverna. Se quitó la capucha y espió en la oscuridad, rota de tanto en tanto por el resplandor rojizo de los charcos de lava.
Casi ahogado por la tos, Hoxitl contuvo la respiración al pasar junto a un geiser que despedía un vapor acre. Los ojos se le llenaron de lágrimas al punto que apenas si podía ver.
Entonces presintió la presencia de uno de los Muy Ancianos mientras una figura oscura salía de un nicho para cerrarle el camino.
—¡Alabado sea Zaltec! —susurró el sacerdote.
—¡Alabado sea el dios de la noche y de la guerra! —respondió la figura encapuchada, para completar el saludo ritual.
Hoxitl miró al Muy Anciano de la misma manera que lo había hecho mil veces antes, pero no pudo descubrir nada nuevo. «¿Quién eres? ¿Qué eres?», pensó.
El Muy Anciano era más bajo que Hoxitl y más menudo. Su cuerpo aparecía completamente envuelto en tela negra, y hasta las manos estaban tapadas por una gasa que no le impedía mover sus ágiles y finos dedos.
—La señal —dijo Hoxitl—. ¡Necesitamos saber su significado!
—Conocemos vuestras preocupaciones, y su significado. —La figura oscura habló con una voz áspera y ahogada—. Has acertado en tus palabras al canciller. El fuego en el cielo es la señal del hambre de Zaltec. ¡Necesita más corazones! ¡Agoniza por la falta de sangre!
Hoxitl asintió, complacido por su análisis de la señal, aunque también muy perturbado por esta prueba de la sabiduría del Muy Anciano. La frágil figura sabía lo que había ocurrido en la sala del trono aquella misma tarde.
—Pero hay algo más. —La voz del Muy Anciano se hizo aún más grave—. Zaltec desea el corazón de una joven muchacha, una niña que vive en la aldea de Palul. Su nombre es Erixitl, y su vida deberá ser entregada a Zaltec cuando hayan transcurrido diez días.
—Así se hará. Nuestro templo en Palul la reclamará para el sacrificio nocturno tan pronto como reciban mi aviso. —Hoxitl no se molestó en preguntar por qué habían considerado a la niña como una amenaza a Zaltec. Tenía la orden, y la muerte de una niña campesina entre las docenas de sacrificios que se ofrecían a Zaltec cada noche no sería advertida.
—¡No fracases en esta misión!
La tensión en la voz del Muy Anciano despertó el interés de Hoxitl. Intentó imprimir a su respuesta un tono de confianza. Después de todo, él era el sumo sacerdote de Zaltec, el de la Mano Viperina.
—Habrá muerto antes de nuestro próximo encuentro —afirmó, pero sus palabras le sonaron huecas.
De la
Crónica del Ocaso:
Dedicada a la gloria resplandeciente del Plumífero, el dorado Qotal.
La desaparición de un imperio y de un pueblo es un proceso gradual, que se puede medir no en días o años, sino en generaciones y siglos. Sin embargo, el ocaso de Nexal, si se aplica la misma escala, se convierte en una súbita caída en el desastre.
Aun así, mi crónica debe dejar pasar diez años entre estas palabras. Deben reunirse más madejas de hilo, y los protagonistas del relato deben crecer sanos y fuertes.
Los portentos mostrados a Naltecona se hicieron más terribles. Sus ejércitos no cosecharon más que derrotas en Kultaka. El sangriento Zaltec, de acuerdo con su patriarca, estaba disgustado, y más esclavos y cautivos fueron ofrecidos para saciar su horrible apetito.
La hebra de los niños se alargó hasta alcanzar la adolescencia, una como esclava de los kultakas, el otro como orgulloso soldado que demostró en el campo de batalla la confianza que le había faltado en la torre del hechicero.
Y ahora mis portentos me muestran otra visión: un maestro de guerreros de la misma raza que el joven Halloran. Pero éste es un hombre de gran poder sobre los demás, capaz de actos brillantes y crueldades, de increíble audacia y sorprendente codicia. Es un comandante de guerreros como no había visto jamás, y a su mando éstos parecen invencibles. Sé que él será el instrumento principal del Ocaso.
Se llama Cordell.
Dos docenas de galeras atravesaron el angosto estrecho, con sus remos batiendo el agua en una poderosa cadencia. Dos docenas de estandartes flotaban en el aire, en representación de un número igual de capitanes piratas. Era la flota de los bucaneros más salvajes de las Islas de los Piratas.
Los terribles espolones —vigas con puntas de cobre montadas en la proa de cada navío— apuntaron hacia la costa cuando Akbet—Khrul, gran visir de las Islas de los Piratas y azote de la Costa de la Espada, envió a su flota a toda marcha hacia la playa.
En unos momentos, cada uno de los barcos pintados con colores brillantes embarrancó en la arena, atravesando las olas de la rompiente con la fuerza de su impulso. En el acto las tripulaciones se lanzaron por las bordas y formaron sin mucho orden en la playa; en sus manos resplandecían las cimitarras, lanzas y hachas.
Los hombres de Akbet—Khrul eran los más numerosos y bárbaros de los bucaneros que habitaban en las Islas de los Piratas. Su crueldad y ferocidad sin límites les habían ganado un prestigio sangriento en las islas. Ahora, sólo un pequeño grupo de mercenarios, al servicio de los desesperados mercaderes de Amn, se interponía entre Akbet—Khrul y el dominio total de las aguas frente a la costa central.
—¡Adelante, a destruir la legión! —Akbet—Khrul señaló hacia la línea de defensa en la cima de un altozano bastante lejano—. ¡Que ninguno escape de mi furia!
Los piratas se movieron impacientes, imbuidos de una confianza salvaje. Superaban en una proporción de seis a uno a los defensores, y la única preocupación en la mente de sus capitanes era que los legionarios recuperaran la sensatez y huyeran antes de poder iniciar el combate.
Las voces ásperas resonaron en el aire matinal, y hasta las gaviotas callaron sus graznidos cuando los invasores iniciaron su avance. Los pájaros volaron en círculo por encima de las falanges multicolores que se alejaban de la costa rocosa.
Los estandartes se agitaban en una brisa que poco a poco se convirtió en viento. El ejército pirata, formado por tres mil hombres, se extendía en un frente de casi dos kilómetros. Sus alas avanzaban deprisa para cerrar la tenaza que estrangularía al minúsculo grupo de defensores.
De pronto, la línea atacante se detuvo y los piratas conservaron sus puestos, impacientes por reanudar la marcha.
Diez figuras vestidas de reluciente seda carmesí se separaron de la masa de piratas y se adelantaron, cada una de ellas escoltada por una pareja cargada con un caldero de hierro. Los recipientes contenían ascuas al rojo blanco y el crepitar se escuchaba con toda claridad.
Los diez calderos fueron colocados en un número igual de trípodes y, un instante más tarde, se encendieron diez hogueras. En un primer momento, la luz del sol impidió verlas pero muy pronto el fuego ardió con una fuerza tremenda en cada una de las ollas. Después, las llamas ganaron en altura para formar diez columnas de fuego.
Las columnas tomaron forma, sin dejar de crecer, y desarrollaron miembros y rostros flamígeros hasta que dejaron de ser columnas para transformarse en
seres
ígneos. Los engendros mantuvieron el contacto con los calderos, pero se podían ver sus esfuerzos por liberarse.
Entonces, como si obedecieran una orden inaudible para todos los demás, cada figura de fuego se apartó de la olla para lanzarse a través de la planicie, como un tornado de fuego, en dirección al enemigo. La horda pirata rugió su sed de sangre y avanzó por los caminos de tierra abrasada abiertos por los seres de fuego.