Authors: Douglas Niles
—Perfecto.
El comentario, dicho con mucha calma y confianza, provino de una figura situada en el centro de la compañía desplegada en la cumbre. En lo alto del largo mástil que tenía a su lado, flameaba un estandarte dorado. Tensado por el viento, se podía ver el emblema: un águila dorada con el pico abierto y las alas y garras desplegadas. Bordado en el pecho del águila, aparecía el ojo vigilante de Helm, dios protector de la Legión Dorada. Ribeteada de negro, el águila resplandecía contra el fondo metálico de la tela.
—Vienen hacia nosotros a toda carrera, sin pensar en la táctica. Todo se desarrolla de acuerdo con lo previsto; todavía les llevará algún tiempo llegar hasta aquí y, cuando lo hagan, tendremos la ventaja de la altura.
El orador dio la espalda a los atacantes, con la tranquilidad que confiere el mando, y habló con el reducido grupo de capitanes a su lado. Era un hombre pequeño, pero hablaba y se movía con tanta confianza que los demás no podían hacer otra cosa que escucharlo. Su barba negra, demasiado escasa para ocultar su piel picada de viruela, le rodeaba la boca, que, en esos momentos, mostraba una gran sonrisa.
—El todopoderoso Helm ha puesto al enemigo en nuestras manos, capitán general Cordell —dijo un hombre alto y barbudo, que cubría su cuerpo delgado con una túnica marrón, bajo la cual llevaba una cota de malla. Sus manos estaban protegidas con guanteletes metálicos, que llevaban el símbolo de Helm el Vigilante. Sostenía en una mano un bastón de mando y una maza colgada al cinto. Si bien era mucho más alto que todos los demás, sus movimientos mostraban la lentitud de la edad. Su rostro, curtido por los elementos, tenía una expresión adusta.
—Y me ha dado las herramientas para destruirlo, fray Domincus —respondió Cordell—. Te has ocupado de la fortaleza moral de la legión, y ahora ha llegado el momento de que la pongamos a prueba, amigo mío.
—Confiemos en que Helm nos juzgue dignos —repuso el fraile con humildad, inclinando la cabeza.
El capitán general se volvió hacia otro guerrero y palmeó con fuerza en la espalda cubierta de acero de su camarada.
—Capitán Daggrande, ¿está lista la emboscada?
—Mis ballesteros sólo esperan la orden, capitán general. —El capitán Daggrande era todavía más bajo que su comandante; la amplitud de sus hombros y sus piernas torcidas marcaban su condición de enano. Llevaba una coraza de acero reluciente y la cabeza protegida por un casco de alas levantadas—. Con vuestra venia, iré a reunirme con mis hombres, señor.
—Adelante —dijo Cordell. Tenía plena confianza en la capacidad del curtido veterano. Daggrande y su centuria de ballesteros eran, en muchos aspectos, el núcleo principal de la legión; sus dardos, siempre certeros, le permitían atacar al enemigo mucho antes de entrar en combate con sus espadachines y la caballería. La sombra de una preocupación más importante apareció en sus ojos al mirar el resto del grupo—. ¿Dónde está Broker?
—Nos ha enviado a nosotros, general Cordell; al capitán Alvarro y a mí —contestó el sargento mayor Halloran. El joven jinete vestía una cota de malla liviana e iba armado con sable y un escudo pequeño. Un esbelto corcel negro que tenía a sus espaldas escarbó la tierra con el casco. A su lado estaba Alvarro, un hombre de cabellos y barba rojos. Su sonrisa dejaba al descubierto sus dientes mal espaciados. El oficial era mayor y no disimulaba su desprecio hacia el subordinado—. Sus heridas —añadió Halloran— le impedirán al capitán Broker participar en esta batalla.
Cordell asintió, sin dejar de observar a los dos hombres. En esta ocasión no podría contar con Broker, jefe de la caballería, y, por el aspecto de las heridas sufridas, se podía pensar que nunca más volvería al servicio activo. Por lo tanto, se imponía una elección obvia.
—Sargento mayor..., quiero decir
capitán
Halloran, usted asumirá el mando de los lanceros en ausencia de Broker. Tendrá a su cargo el mando táctico de los escuadrones Azul y Negro.
Tras una brevísima pausa, Cordell miró directamente a Alvarro, que echaba fuego por los ojos. No hizo ningún intento por justificar la decisión de ascender al más joven. Había dado una orden y la obedecerían.
—Usted tendrá el mando táctico de los escuadrones Verde y Amarillo. ¡Asegúrese de esperar la señal de ataque! —Alvarro asintió con energía—. Quiero que los cuatro escuadrones de lanceros carguen en forma escalonada por el flanco derecho. Las compañías Azul y Negra irán primeras, detrás del estandarte. El capitán Alvarro las seguirá con las Verde y Azul.
—Sí, señor.
—Pero espere a que el clarín le ordene cargar. No quiero ningún obstáculo a los disparos de Daggrande. Dejemos que los ballesteros los preparen para sus lanzas.
Halloran sonrió con severidad ante la perspectiva del combate, y, de pronto, su rostro pareció mucho mayor.
—Cabalgaremos con el toque de clarín y no antes —dijo.
Cordell miró a Halloran con atención; los ojos negros del comandante le tomaron la medida al joven guerrero en un instante. «¡Contrólate y me servirás bien!», pensó. Había observado el coraje y la habilidad de estos hombres durante muchos años. Alvarro era el mejor jinete, el más infatigable y denodado luchador. Pero Halloran poseía una seguridad que atraía la confianza de los demás, y parecía tener la capacidad de mantener la disciplina entre los animosos jinetes, aptitud que el impetuoso Alvarro jamás tendría.
El griterío de la carga pirata fue en aumento a medida que se acercaban al último kilómetro que los separaba de la colina. Sin perder ni un segundo, el capitán general se volvió hacia sus otros oficiales; ordenó a los espadachines que se mantuvieran firmes en el centro, y a las reservas, que conservaran la posición hasta ser llamadas. Los capitanes se marcharon a reunirse con sus compañías, y Cordell permaneció en la cumbre junto a una sola persona.
Esta no iba armada como los guerreros, ni era tan alta o fornida. La figura femenina que acompañaba a Cordell tenía los cabellos blancos y la piel translúcida y de color perla. Una capucha bien cerrada le ocultaba el rostro, protegiéndolo de la intensidad del sol. De no haber llevado la capucha, cualquiera hubiese podido ver sus orejas puntiagudas características de los elfos. Su túnica muy amplia y con muchos bolsillos señalaban que era una hechicera.
—Cuando llegue el momento oportuno, mi querida Darién, deberás iniciar la destrucción. —La voz de Cordell tenía un tono distinto del utilizado con sus oficiales. Cogió las manos de la maga entre las suyas y miró de frente a sus ojos claros, pensando como siempre en sus muchos secretos. En el transcurso de los diez años pasados desde que ella lo había rescatado en el campo cubierto de sangre, escenario de la única derrota de Cordell, Darién se había convertido en parte indispensable de su vida y también de la legión. Entre los dos habían reclutado a los capitanes que constituían el núcleo de su fuerza.
—
Lenguahelada
los detendrá. —Darién sacó un bastón corto y negro de uno de sus bolsillos y lo sostuvo entre sus dedos—. Pero su número es muy grande.
—Hoy los venceremos —afirmó Cordell—. Tengo a los mejores capitanes y a los soldados más valientes que haya comandado jamás. ¡La Legión Dorada es la mejor de toda la Costa de la Espada, y sólo obedece mis órdenes!
Darién le dirigió una sonrisa irónica, sus labios casi ocultos en las profundidades de la capucha.
El ejército pirata, precedido por los torbellinos de fuego, continuaba su avance. Los gritos agudos de tres mil gargantas alcanzaron sus oídos, y pusieron un telón de fondo disonante a su conversación.
—Ten cuidado —dijo Cordell—. ¡Pero mátalos!
—Lo haré —susurró la encapuchada, de voz fría como el hielo. El oficial sintió un escalofrío. Como siempre, su indiferencia ante la muerte le resultaba desconcertante; sin embargo, era una gran ventaja desde el punto de vista militar.
—Esta noche, todo Amn celebrará nuestra victoria —exclamó el capitán general—. ¡Y mañana, nos reuniremos con el mismísimo Consejo de los Seis!
Cordell volvió su atención al enemigo. No hizo caso de los fuegos mágicos, y estudió a los bucaneros que avanzaban formando una cinta multicolor, confiando en tener el triunfo en sus manos; las camisas rojas, las túnicas verdes, los fajines y pañuelos azules y amarillos daban a la fuerza una apariencia de día de fiesta.
Darién libró sus manos de las del general con una suave caricia. La sonrisa se mantenía en sus labios.
—Adelante, querida. —Cordell se puso un casco idéntico al de Daggrande, e hizo un gesto en dirección al pie de la colina—. Tenemos que ganar una batalla.
Hoxitl, sumo sacerdote del sangriento Zaltec, buscó su camino en la cueva de los Muy Ancianos. Entró en las tinieblas, mientras su escolta de jóvenes iniciados se sentaban en la ladera azotada por el viento cerca de la cumbre del gran volcán. Como siempre, sus cabellos estaban pringosos de sangre seca, y la ceniza le cubría la piel.
Tal como había hecho durante la larga escalada, pensó una vez más en los motivos de la llamada de sus superiores. Habían pasado diez años desde su último encuentro con los Muy Ancianos. En aquella ocasión les había informado que la niña Erixitl de Palul había desaparecido en la espesura, víctima del ataque de un jaguar. Si bien Zaltec había sido privado de su sacrificio, los Muy Ancianos se habían mostrado satisfechos con la desaparición de la muchacha.
No había jaguares en la entrada, pero, en la débil penumbra rojiza de la caverna, pudo ver a un par de caballeros, vestidos con sus pieles manchadas, que lo observaban tranquilamente desde las fauces abiertas de las cabezas de jaguar que les servían de cascos. El collar de garras de uno de ellos tintineó cuando movió la cabeza, y el sacerdote recordó el poder de la
zarpamagia
que servía de armadura a los Caballeros Jaguares. Estos guerreros montaban la guardia sin sus habituales lanzas o jabalinas, porque no eran armas prácticas en un espacio tan reducido. En cambio, llevaban unas espadas parecidas a porras, con puntas de obsidiana que imitaban dientes en los dos extremos.
Hoxitl apresuró el paso para dejar atrás a los centinelas. Charcas de barro caliente borboteaban como un espeso mucílago rojo, y, de vez en cuando, un chorro de vapor escapaba de las fisuras en la piedra con un silbido agudo.
Una columna de humo verde surgió de pronto ante los pies del sacerdote, que estuvo a punto de caerse de espaldas. El humo se disipó en cuestión de segundos, y Hoxitl descubrió una figura de negro. Su sorpresa aumentó cuando vio varias figuras más vestidas de la misma manera.
—¡Alabado sea Zaltec!
—¡Alabado sea el dios de la noche y de la guerra! —El Muy Anciano completó el saludo, y el sacerdote aguardó nervioso, extrañado del número sin precedentes de figuras encapuchadas que lo rodeaban.
—La muchacha ha sido encontrada —dijo la figura, con una voz suave pero poderosa. Había un fondo de amenaza en el tono—. Está en Kultaka, donde ha sido esclava durante los últimos años.
—¿La muchacha? —La memoria de Hoxitl tuvo que retroceder nada menos que diez años para saber a quién se refería el Muy Anciano—. ¿Erixitl de Palul?
—Sí. Es propiedad de un hombre que no hace caso de Zaltec; es fiel a Qotal y antiguo Caballero águila. Gracias al descubrimiento fortuito hecho por un joven Caballero Jaguar, en uno de sus viajes, tuvimos conocimiento de su captura.
—¿Qué..., qué se debe hacer con ella? —El sacerdote sintió inquietud ante la noticia, pero sólo porque presentía que los ancianos tenían
miedo
de la muchacha.
—ésta es la razón de nuestra llamada. Nuestra
zarpamagia
irá esta noche a Kultaka, con la ayuda de tu hechizo transportador. Un receptáculo ya aguarda la transmisión del encantamiento.
Hoxitl asintió; esto sí lo comprendía. Si bien los Muy Ancianos disponían de una
zarpamagia
mucho más poderosa que los clérigos o los Caballeros Jaguares, todavía necesitaban de la ayuda de un sacerdote para enviar un hechizo a tanta distancia.
El sumo sacerdote se arrodilló en el suelo de piedra junto a los Muy Ancianos, que hicieron lo propio con una agilidad poco previsible en seres tan mayores. Como siempre, Hoxitl descartó cualquier pregunta acerca de la naturaleza de sus superiores, porque sabía que era mejor callar algunas cosas.
Los guardias del templo formaban a los lados, cada uno batiendo su tambor de madera en una cadencia rítmica. La muchedumbre, formada por cien mil, o más, ciudadanos de Nexal, permanecía boquiabierta alrededor de la plaza. ¡Por fin, la gran procesión salió del palacio!
Una exclamación unánime se elevó entre el gentío cuando pudieron ver a la mujer. Resplandeciente sobre su litera dorada, llevada a hombros por diez Caballeros águilas, pasaba con un aire majestuoso, lanzando su mirada sobre la multitud.
—¡Ay! —Erixitl volvió a la realidad cuando una salpicadura de agua hirviendo tocó su brazo desnudo. Enfadada, abandonó su fantasía y prestó atención a su tarea, para evitar sufrir quemaduras más graves.
—¡El joven amo necesita su baño! —canturreó con ironía. Cargó el cántaro lleno de agua hirviendo sobre la cabeza, y siguió con todo cuidado el camino de lajas a través del jardín. La casa de baños de su amo estaba en el otro extremo.
Erix suspiró tal como suspiraba otras cien veces al día y había suspirado un millón de veces en los últimos diez años. En realidad, había tenido suerte, porque Huakal, su dueño, era un hombre bondadoso, amable y de los más ricos de Kultaka. En otros tiempos había sido un Caballero águila de gran renombre, al mando de muchas centurias en las guerras contra Nexal. Se había servido de sus influencias para comprarla en cuanto ella llegó a Kultaka, y ofrecido una suma considerable al Caballero Jaguar que la había capturado. Le había encomendado tareas en la casa principal, antes de que los sacerdotes de Zaltec tuviesen siquiera la oportunidad de verla. Desde entonces, él la había tratado más como una sobrina un poco fastidiosa, que como a una esclava.
Jamás había tenido miedo de que Huakal la destinara al sacrificio; un destino habitual para cualquier esclavo maztica que hubiese incurrido en el desagrado de su amo. Huakal incluso le había permitido conservar su amuleto de plumas, el único recuerdo de su infancia en Palul. Por lo general, ella mantenía el objeto de jade oculto debajo de su túnica para no llamar la atención, pero Huakal sabía de su existencia. De haberlo deseado, podría haberse apoderado de la joya.