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Authors: Monica Lavin

Yo, la peor (36 page)

BOOK: Yo, la peor
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Ya las lágrimas venían a los ojos de Refugio que había recobrado la visión primera de la niña entrando al aula de la mano de su hermana. La emoción la sofocaba por no poder imaginarse en esos años el camino que recorrería el empeño de la criatura. La tos irrumpió brusca y atosigante, y sin poder contener el acceso manchó la carta y estropeó algunos rasgos de esa letra precisa, de esa confesión del alma, donde, gloria de glorias, Juana Inés le había hecho ese homenaje, mientras perseguía otras intenciones. Con su sinceridad quería subrayar su amor a Dios. Y lo hacía —como la admiraba Refugio— con el instrumento que mejor templaba: la lengua, la palabra escrita. Dejar de escribir era morir. Que no la condenaran por soberbia. Qué ganas sintió Refugio de defenderla con su testimonio; sí, claro que la maestra de la escuela Amiga podía testificar y hablar de su genio temprano, de su disposición al estudio, de su natural talento y de su empeño sostenido, de su amor a Dios con aquella loa ganadora donde el náhuatl y el español se trenzaban en el oído atento y musical de la niña que ya era la que sería.

Testificaría lo que fuera necesario para que obispos y arzobispos dejaran paso franco a su dominio de palabras, a la lucidez de sus estudios y sus ideas. Pero le habían empañado el espíritu. Y estaba sola. No más padrino, ni virreina, ni abuelo, ni padrastro, ni tío, ni ella misma, su maestra, que estaba en cama muy cerca de la muerte.

Pasó la manga del camisón por los papeles manchados, aunque hubiera sido mejor no volver a leer las palabras dolorosas que allí aparecían.

Hasta que alumbrándome personas doctas de que era tentación, la vencí con favor divino, y tomé el estado que tan indignamente tengo. Pensé yo que huía de mí misma, pero ¡miserable de mí!, trájeme a mí conmigo y traje mi mayor enemigo en esta inclinación, que no sé determinar si por prenda o por castigo me dio el Cielo...

La emoción la venció. Dudaba Juana Inés si sus dotes con la palabra y la razón eran para bien o para mal. Refugio notó que las palabras precisas la iban dejando sola; con ellas se desnudaba de razón y se vestía de dudas. Cuánto daño le habían hecho las palabras flamígeras de otros. Refugio no tuvo la certeza de que Juana Inés resistiera. Por primera vez sintió que la sinceridad de su
Respuesta a sor Filotea,
aunque salpicada de una fina ironía, lastimaba a la propia monja. Y tuvo miedo de morir rodeada del silencio de Juana Inés: que no renunciara a las palabras.

La comezón

Sor Filotea metió la mano bajo la casulla y se rascó los testículos. La intimidad del confesionario le permitía no ser visto. A últimas fechas la comezón se había agudizado y cuando se bañaba observaba las marcas de la resequedad y de sus propios dedos ansiosos tratando de acallarla. Era la décima confesión que escuchaba y su cabeza era ya incapaz de concentrarse en los pecados ajenos. Bastaba con dictar la penitencia para absolver al pecador y quedarse en paz. Esa mañana había recibido el ejemplar con el segundo volumen de las obras de la madre Juana Inés de la Cruz publicado en Sevilla. Había llegado a la sacristía de la catedral misma y aún desconocía quién lo mandaba. No pensó que fuera la monja misma, quien después de la respuesta había asentado su distancia y su indiferencia donde antes privaba una amistad y una conversación animada en el locutorio de San Jerónimo. Pero aquéllos eran tiempos de la marquesa de la Laguna que muy probablemente había logrado la publicación de este segundo volumen.

Sor Filotea sintió la incomodidad de haber sido el verdugo de la monja letrada. Le sofocaba el minúsculo espacio, la picazón entre las piernas, la culpa y el desasosiego. Absolvió tras la celosía a la mujer que había entregado su cuerpo al compadre; no era la primera, administró una carga de rezos severa, pero no tenía tiempo para el sermoneo ni para las preguntas que exaltaban unas veces su ira, otras su fantasía y su deseo de azotar la pecaminosa voluntad de su cuerpo. Aunque de eso hacía años, la ira había vencido a la fantasía y la voluptuosidad y la necesidad de azotes había quedado rezagada. La madurez tenía sus recompensas. Caminó hacia la sacristía y pidió al capellán que oficiara la misa mayor. No se sentía bien. El hombre se afligió, le trajo agua y le ofreció ayuda para llevarlo a su casa. Pero sor Filotea sólo quería la soledad de sus pensamientos. Pidió que lo dejaran en paz, allí mismo frente al impreso de la monja. Se le había ido de las manos el placer que le otorgaba recibir los manuscritos que sor Juana enviaba a prensa en Puebla. El último había sido aquella
Crítica al sermón
que él pidiera a la monja. Con la publicación donde la llamaba al orden,
La Atenagórica,
nunca más tendría el privilegio de sostener en sus manos la tinta fresca, las palabras recién paridas, el gozo de ser el primer lector, el dueño del asombro, el desvirgado por la pluma erudita y florida de la monja sabia. Los villancicos de santa Catarina habían sido publicados en Puebla pero no por su intermediación; el obispo de Oaxaca los reclamaba para ser cantados en Santo Domingo, frente a otra Virgen del Rosario y no a la engalanada por siempre del templo de los dominicos. Sor Filotea estiró las piernas y pensó en aquellas impertinencillas del genio de la monja, y sonrió. Esas la habían salvado de los avatares. Le gustaba su humor. No lo defraudaba su tenacidad; no quería su silencio, tampoco esperaba su rechazo, pero sí había sido preciso atender a las exigencias del arzobispo de prevenir a la monja su salida del carril, su aparente herejía. Urgido por Aguiar y Seijas, él había querido prevenir a la amiga, hacerla atender el camino correcto, antes de que el Santo Oficio encontrase pretexto para cuestionarla en la profesión de su fe y la atención de sus votos. Pero seguramente la monja lo consideraba una traición. ¿Qué no comprendía Juana Inés que estaba en la mira de la Inquisición? ¿Que se había comenzado un auto en su contra? A veces no son los hechos sino la forma de los mismos los que pueden ser nobleza o traición. Y tal vez no haber conversado con sor Juana antes era su falta, aunque de otro modo, en privado, no hubiese sido visible que primero estaba con el arzobispo.

Posó la mano sobre el volumen venido de España y lo inundó una ráfaga de belleza. Era testigo de la escritura de una mujer; por encima de sus deberes religiosos, estaba la voluntad de encajar en la tierra las resonancias divinas de la palabra. ¿No era eso suficiente? ¿No debía él sentirse orgulloso de presenciar tal hecho? El libro que yacía bajo su palma, las cubiertas aún sin ventilarse, los ojos aún sin escudriñar la dedicatoria, la imprenta, los padrinos y los favorecedores de tal hazaña, permanecerían. El libro daría cuenta de aquella voluntad y fineza, del don conquistado y devuelto a los hombres. ¿Acaso no era ésa una forma de complicidad con el Esposo, una manera de alabar la belleza dada por voluntad del Señor para llenar la vida de luz?

¿Y la maldita idea de ser Filotea de dónde le venía? ¿Quería firmar algo como lo hacía Juana Inés que no fueran documentos de su cargo eclesiástico? ¿Trasvestirse? De joven alguna vez profanó el armario de su tía Casilda, con el primo Ventura, cuando todos asistían a los funerales de alguien que él no podía recordar. Habían abierto el armario porque Ventura buscaba una garrafita de anís que sabía que su madre escondía y bebía a sorbitos durante el día. Querían pasarla bien, y no había nadie, y al abrir Ventura aquel mueble y meter nervioso la mano entre los trapos y encontrar el ánfora de la cual dio un trago y la pasó a su primo, los jóvenes empezaron a sentir un cosquilleo en las piernas y la alegría hervir en sus torsos. La apuraron con mucha prisa, y cuando quisieron encontrar más, ya no había. A Manuel le preocupó el que la tía advirtiera la ausencia del líquido, pero cuando Ventura sacó un vestido y se lo pegó al cuerpo divertido y le pasó otro a Manuel, los dos se olvidaron del ánfora vacía. Ataviaron sus cuerpos semidesnudos con aquellos vestidos que apretaron a la cintura y luego encontraron un polvo para echarse en la cara y se rieron mirándose en la luna del armario. Bailaron unos pasos como habían visto hacer en alguna ceremonia y se tomaron de la mano y se pusieron nerviosos de estar muy cerca. Se hartaron de tonterías hasta que se percataron de los ruidos en el portón y a toda prisa conjuraron el orden como pudieron y Ventura dejó el ánfora en su lugar, aunque vacía. Salieron por la ventana para no ser vistos en el pasillo frente al patio y con la manga de la camisa se secaron a medias los polvos de la cara y ahuyentaron el sofoco del susto. Se alejaron caminando por el llano para que por ausentes no sospecharan de su ultraje. No sabían si habían colocado bien las prendas; de hecho las habían lanzado al armario sin cuidado. Alguien notaría el descuido, pero ellos lo negarían. Era la única vez que se había divertido siendo mujer, porque sor Filotea no le había traído alegrías sino una vergüenza íntima que no podría confesarle a su amiga. Había sido vil publicando la respuesta, había dado la espalda a su amiga por dar la cara al arzobispo que tanto despreciaba a las mujeres, y que tantas pruebas de amor a Dios pedía, ostentando un cinturón de púas y el cilicio que usaba tan a menudo. Era una Filotea reculona, una sanguijuela, una mujer despreciable y de poca monta cuando él hubiera querido, de ser hembra, tener las luces de Juana Inés y amistades tan leales y devotas como la marquesa María Luisa que desde el reino se ocupaba de su amiga. Bien sabía el espíritu elegante de Juana Inés qué hacer público y qué dejar en la conciencia de los otros. La respuesta a sor Filotea había llegado a sus manos como una respuesta personal para que la hiciera pública entre las autoridades de la Iglesia, Núñez de Miranda, su antiguo confesor incluido, pero no a la vista de todos. Ella no podía quedarse callada; necesitaba defenderse. Él no podía menospreciar ese gesto.

¿Habría mandado el libro la propia María Luisa, condesa de Paredes? Porque ahora que le hurgaba las guardas y las primeras páginas observaba que, como la
Inundación castálida,
estaba dedicado por su misma autora a don Juan de Orue y Arbieto, caballero de la orden de Santiago, año 1691, impreso por Tomás López de Haro. De haber estado ella aquí, nada tendría que temer la monja. A pesar de que doña Elvira visitaba y escuchaba a la madre Juana, no era esa apasionada protectora. Juana Inés se había ido quedando sola, aunque los ejemplares de su obra desmentían esa soledad. Tendría lectores ahora y para la posteridad. Sor Filotea, en cambio, poseía el recuerdo de Ventura y los vestidos de Casilda, una incierta cercanía con Aguiar y Seijas, la nostalgia por el privilegio de una amistad y esa comezón implacable en los testículos.

La tierra del maíz

Juana de San José hubiera esperado la venia de la patrona, pero asomada al balcón había mirado a los indios y los bozales, los moriscos, los mulatos, los lobos y los negros, como ella, que andaban de prisa como si un gran apuro los llevase por las calles a la plaza. La señora Josefa se había ido a la misa de la parroquia de San Francisco, por eso se podía permitir fisgonear desde el balcón, atender a la prisa de todos los que apretaban el paso y esclarecer el rumor de voces, de gritos confusos. Asomada por el balcón, intentando alargar su cuerpo para mirar hasta el borde mismo de la calle lo que a lo lejos sucedía, Juana de San José decidió que se iría a ver lo que ocurría para volver antes que la patrona. Bajó a la cocina y sacó a Pascuala del cajón en que se entretenía jugando. La niña lloró sobresaltada. La voz de su madre y los brazos que la apretaron contra su pecho le dieron la calma que permitió a Juana de San José coger el manto por si el tiempo de junio cambiaba de súbito; tal vez fuera necesario proteger a la criatura si de pronto caía el agua de ese cielo caprichoso de la ciudad de México.

Cerró el portón y se unió a los pasos de los indios que eran los que más alborotaban en ese momento. Hablaban en su lengua y su voz susurrada producía un murmullo que no podía traducir. Le pareció por sus pasos briosos, por los ojos encendidos de la india que la había interpelado confundiéndola con los suyos, que sus dioses los llamaban. Y sintió temor. Algo pasaba que no era el alboroto normal de las fiestas de Corpus. Se dio prisa porque temía el regreso de la patrona y porque no había manera de atajar esa marejada de cuerpos; pero calle arriba se congestionaba la multitud obligándola a bajar el paso. La caminata y la inquietud de lo inesperado le trajeron el deseo por ver a su negro; para visitarlo los domingos tomaba esa misma calle, nada más que ahora, en lugar de doblar a la derecha hacia el mesón donde lo conoció, se iba de frente hasta la puerta misma del Palacio y entraba a la Cárcel de Corte con otras familias, con otras mujeres, y le llevaba muéganos que separaba de los que hacía en casa para la familia. Siempre iba inquieta por imaginarlo entumido en aquella celda pequeña, entristecido en aquel patio de paredes tan altas que nada más se miraba un cuadro de cielo, como le contaba su negro. Había sido tan fácil echarle la culpa del robo. De entre todos, el lobo callado, el lobo ensimismado, tan enrarecido por indio y por negro, fue fácil presa entre cocineros ladinos, mestizos agachados. La pequeña Pascuala le atenazó el cuello espantada por la turba y el hervidero de la sangre que se adivinaba en el volumen de los gritos.

—¿Por qué estás encerrado, negro condenado? —le dio por pensar sin reminiscencia alguna de su pollera amarilla, de la alegría con que lo iba a visitar al mesón. Odiaba el mesón. La turba la apretujó: no debió haber salido de casa y menos con la niña, pensó cuando puso el pie en la plaza y escuchó los
Muera el virrey, Mueran los españoles,Es nuestro el maíz.
Pero ya era tarde, y aunque tenía temor de esas voces irritadas que lanzaban piedras a la puerta del Palacio, el movimiento inesperado en la plaza también la excitaba. Echó un vistazo al mercado de la plaza, percibió que aunque los puestos seguían allí, había cambiado el orden de las cosas. La mujer de junto quiso comentar algo al verle los ojos agrandados por el asombro y la chiquilla en brazos.

—Mataron a una india en los atropellos de la alhóndiga —le explicó—. Se acabó el maíz y hubo empujones y alguien le dio latigazos y le quitó la respiración.

Juana de San José había escuchado lo ocurrido dos días antes cuando esperaba para ver a su lobo en la cárcel: como se acabó el maíz que las indias hacían tortillas, éstas protestaron, los guardias las golpearon y ni el arzobispo ni el virrey habían dado solución. Los dioses se les estaban metiendo en la sangre de nuevo; ésa era la tierra del maíz, el maíz era suyo. Era una india con la piel morena y el pelo bien fajado en dos trenzas, el rebozo apretándole los brazos y el cuerpo, la alegría iluminándola, quien explicaba vehemente.

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