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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (14 page)

BOOK: Yo mato
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—¿Eres el que ya ha llamado una vez?

Morelli salió de la sala corriendo. Regresó poco después con el doctor Cluny, el psicopatólogo de la policía, que estaba en el pasillo, a la espera, como todos. El hombre cogió una silla y se sentó al lado de Frank. Laurent accionó el interfono, que permitía comunicarse directamente con los auriculares de Jean-Loup sin salir al aire.

—Hágale hablar lo más posible —dijo Cluny mientras se aflojaba la corbata y se desabrochaba el cuello de la camisa.

—Sí, amigo mío. He llamado una vez y llamaré más. ¿Los perros están ahí contigo?

La voz electrónica emitía estelas de fuego del infierno y la frialdad del mármol. La atmósfera de la sala parecía viciada, como si los acondicionadores, en vez de echar aire fresco, lo aspiraran.

—¿Qué perros?

Una pausa. Luego la voz.

—Los perros que me dan caza. ¿Están ahí contigo?

Jean-Loup levantó la cabeza y los miró; parecía perdido. Cluny se acercó un poco al micrófono del interfono.

—Sígale el juego. Dígale todo lo que quiera oír, pero hágale hablar...

Jean-Loup reanudó la conversación. Su voz parecía de plomo.

—¿Por qué me lo preguntas? Tú ya sabías que estarían aquí.

—Ellos no me importan. No son nada. Eres tú quien me importa.

—¿Por qué yo? ¿Por qué me llamas a mí?

Otra pausa.

—Ya te lo he dicho: porque eres como yo, una voz sin rostro. Pero tú tienes suerte; de nosotros dos, tú eres el que puede levantarse por la mañana y salir a la luz del sol.

—¿Y tú no puedes hacerlo?

—No.

Ese monosílabo seco contenía una negación absoluta, una negativa que no admite réplicas, una renuncia total.

—¿Por qué? —preguntó Jean-Loup.

La voz cambió. Se volvió más leve, más blanda, como atravesada por ráfagas de viento.

—Porque alguien lo ha decidido así. Y yo no puedo hacer mucho...

Silencio. Cluny se volvió hacia Frank y susurró, sorprendido:

—Está llorando...

Después de una larga pausa, el hombre continuó.

—No puedo hacer mucho. Pero hay un solo modo de remediar el mal, y es combatirlo con el mismo mal.

—¿Por qué hacer el mal, cuando a tu alrededor hay gente que puede ayudarte?

Una nueva pausa. Un silencio, como si reflexionara, y luego de nuevo la voz, una condena rabiosa.

—He pedido ayuda, pero lo único que he obtenido es lo que me ha matado. Díselo a los perros. Díselo a todos. No habrá piedad porque no hay piedad, no habrá perdón porque no hay perdón, no habrá paz porque no hay paz. Solo un hueso para tus perros...

—¿Qué quieres decir?

Una pausa más larga. El hombre había recuperado el control de sus emociones. La voz fue de nuevo como un soplo de viento que venía de la nada.

—Amas la música, ¿verdad, Jean-Loup?

—Sí. ¿Y tú?

—La música no traiciona, la música es la meta del viaje. La música es el viaje mismo.

De golpe, como la vez anterior, sonó por el teléfono, lenta y persuasiva, la voz de una guitarra eléctrica. Pocas notas, suspendidas solares, el juego de un músico con su instrumento.

Frank reconoció las primeras notas de
«Samba para ti»
domesticadas por los dedos y la fantasía de quien la tocaba. Solo la guitarra, en una introducción exasperada, alargada hasta el espasmo, a la que respondió un aplauso estrepitoso.

De repente, como había llegado, la música cesó.

—Este es el hueso que te han pedido los perros. Ahora debo irme, Jean-Loup. Esta noche tengo cosas que hacer.

El locutor hizo la pregunta con voz temblorosa:

—¿Qué tienes que hacer esta noche?

—Ya sabes qué hago de noche, amigo mío. Lo sabes muy bien.

—No lo sé. Te lo ruego, dímelo.

Silencio.

—No es mi mano la que lo ha escrito, pero ya saben todos qué hago de noche...

Otra pausa que fue como el suspenso de un redoble de tambor.

—Yo mato...

La voz desapareció de la línea pero permaneció en sus oídos como un cuervo en los hilos del teléfono. Las últimas palabras fueron el relámpago de un flash. Por un instante sus caras y sus cuerpos se transformaron en un reflejo, como si hubieran perdido la profundidad que permite que el aire llegue a los pulmones.

Frank fue el primero en recobrarse.

—Morelli, llama a los muchachos y pregunta si han logrado algo. Laurent, ¿estamos seguros de que se ha grabado todo?

El director estaba apoyado en el tablero, con el rostro entre las manos. Barbara respondió por él.

—Sí. ¿Ahora puedo desmayarme?

Frank la miró. Su cara era una mancha blanca bajo una madeja de pelo rojo. Las manos le temblaban un poco.

—No, Barbara, ahora la necesito. Haga hacer enseguida una copia de la llamada; la necesito en cinco minutos.

—Ya está hecha. Había preparado una segunda grabadora en pausa; la he puesto en marcha un segundo después del inicio de la llamada. Basta con rebobinar la cinta.

Morelli echó a la joven una mirada de admiración, de modo tal que no le pasara inadvertida.

—Excelente. Muy hábil. ¿Morelli?

Morelli apartó los ojos de Barbara y se ruborizó, como si le hubieran sorprendido en falta.

—Ya viene uno de los técnicos. Por lo que he entendido, no creo que haya buenas noticias.

En ese momento entró en el estudio un joven de tez negra, de evidente origen africano. Frank se puso de pie.

—¿Y bien?

El técnico se encogió de hombros. En su cara oscura se reflejaba decepción.

—Nada. No hemos logrado localizar la llamada. Ese desgraciado debe de haber usado algún aparato muy eficaz...

—¿Móvil o teléfono fijo?

—No lo sabemos. También disponemos de una unidad de control por satélite, pero no hemos captado ninguna entrada de llamada, ni de un teléfono fijo ni de un móvil.

Frank se volvió hacia el psicopatólogo, que todavía estaba sentado en su silla, pensativo, atormentándose con los dientes la parte interior de la mejilla.

—¿Doctor Cluny?

—No sé; tengo que escuchar la cinta. Lo único que puedo decir es que nunca, en toda mi vida, había visto un sujeto parecido.

Frank extrajo el móvil de su chaqueta y marcó el número de Hulot. Después de una pequeña espera el comisario respondió. Seguramente no dormía.

—Nicolás, aquí estamos. Nuestro amigo ha vuelto a aparecer.

—He escuchado la emisión —dijo de inmediato el comisario—. Me estoy vistiendo. Llego enseguida.

—Bien.

—¿Todavía estáis en la radio?

—Sí, todavía estamos aquí, te esperamos.

Frank cerró el teléfono.

—Morelli, en cuanto llegue el comisario, reunión general. Laurent, también necesito su ayuda. Si no me equivoco, he visto una sala de reuniones cerca de la oficina del director. ¿Podemos hablar allí?

—Claro.

—Muy bien. Barbara, ¿se puede escuchar la cinta en esa sala?

—Sí, hay un DAT y todo lo que queramos.

—Perfecto. Hay poco tiempo; tenemos que volar.

En la confusión se habían olvidado por completo de Jean-Loup. Su voz llegó a través del interfono.

—¿Ya ha terminado todo?

A través del cristal le vieron apoyado en el respaldo de su sillón, firme, inmóvil. Frank pulsó el botón que le permitía hablar con él.

—No, Jean-Loup. Desgraciadamente esto es solo el comienzo. De todos modos, tú has estado muy bien.

En el silencio que siguió vieron que Jean-Loup apoyaba con lentitud los brazos sobre la mesa y escondía en ellos la cabeza.

14

Hulot llegó poco después, al mismo tiempo que Bikjalo. El director parecía algo turbado. Entró en la emisora a unos pasos del comisario, como si distanciarse de él significara automáticamente distanciarse de toda aquella historia. Quizá acababa de darse cuenta de lo que significaba. En la radio había hombres armados dando vueltas; en el aire flotaba una tensión nueva, desconocida. Había una voz, y con esa voz había llegado la sensación de la muerte.

Frank esperaba apoyado en la pared de madera clara, delante de la puerta de la sala de reuniones. A su lado estaba Morelli. Los dos parecían hijos del mismo silencio. Entraron juntos en la estancia, donde todos los demás estaban sentados alrededor de la larga mesa, esperando. El ligero murmullo de los comentarios se interrumpió. Las grandes cortinas estaban recogidas; las ventanas estaban abiertas. De fuera llegaban los rumores ahogados del tranquilo tráfico nocturno de Montecarlo.

Hulot se colocó a la derecha de Frank, dejándole de forma tácita la misión de dirigir la reunión. Llevaba la misma camisa y no parecía más descansado que al marcharse, hacía solo un rato.

—Ya estamos todos. Aparte del comisario y del señor Bikjalo, que han escuchado la emisión en sus casas, esta noche estábamos todos aquí. Todos hemos oído lo que ha pasado. Los elementos de que disponemos no son muchos. Desgraciadamente, no ha sido posible averiguar de dónde provenía la llamada...

Frank hizo una pausa. El joven negro y su colega, que estaban sentados con aire abatido, se movieron incómodos en sus sillas.

. —No es culpa de nadie. Por cierto que el hombre que ha llamado no improvisa y sabe qué hacer para evitar que lo localicen. La técnica que por lo general usamos para este fin hoy se ha utilizado contra nosotros. Por eso, no hay ninguna ayuda en este sentido. Pienso que, antes de formular hipótesis, quizá pueda proporcionarnos algún indicio volver a escuchar la grabación.

El doctor Cluny asintió con la cabeza, y esto pareció resumir el parecer de todos.

Frank se dirigió a Barbara, que se hallaba de pie al fondo de la sala, apoyada en un mueble en el que había un equipo de sonido.

—Barbara, ¿puede poner la cinta?

La joven pulsó una tecla y la estancia volvió a llenarse de fantasmas. Oyeron una vez más la voz de Jean-Loup, del mundo de los vivos, y la del hombre, desde un lugar en las sombras. La grabación llegó hasta las últimas palabras:

—Yo mato...

Al final Bikjalo dejó escapar un comentario liberador:

—¡Este hombre está loco!

El doctor Cluny se sintió obligado a hacer un comentario profesional. Su mirada de miope se ocultaba tras las gafas de montura de carey y oro. La nariz afilada y ligeramente aguileña parecía el pico de un búho sabio. El psicopatólogo se dirigió a Bikjalo, pero hablaba para todos.

—En sentido estricto, sin duda se trata de un loco. Pero tengamos en cuenta que este individuo ya ha matado a dos personas de una manera espantosa, lo que demuestra una furia interior explosiva, pero también una lucidez que raramente se encuentra en la ejecución de un crimen. Llama y no es posible descubrirle. Mata y no deja rastros de ningún tipo, salvo algunas marcas insignificantes. Es un hombre al que no hay que subestimar, porque él no nos subestima. Nos desafía, pero no nos subestima.

Se quitó las gafas, que dejaron dos manchas rojas en el puente de la nariz. Probablemente Cluny nunca usaba lentillas. Volvió a ponérselas enseguida, como si se sintiera incómodo sin ellas.

—Sabía perfectamente que nosotros estaríamos aquí —prosiguió-—; sabe que la caza ha comenzado; no es casual que haga referencia a los perros. Es un hombre inteligente, tal vez de cultura superior a la media. Y sabe que nosotros andamos a tientas en la oscuridad, porque nos falta el elemento clave de casi cualquier delito...

Hizo una pausa. Frank notó que Cluny era decididamente hábil para atraer la atención sobre lo que decía. Bikjalo debía de pensar lo mismo, porque le miraba con interés casi profesional. El psicopatólogo continuó:

—El móvil nos es totalmente desconocido. No sabemos cuál es el resorte que ha empujado a este hombre a matar y a hacer lo que ha hecho luego. Es solo un ritual que para él tiene un significado preciso, aunque no lo conozcamos. Su locura por sí sola no puede proporcionar un indicio, porque no es evidente. Este hombre vive entre nosotros, como una persona normal; hace las cosas que hacen todas las personas normales: toma un aperitivo, compra el periódico, va al restaurante, escucha música. Sobre todo escucha música. Este es el motivo por el que llama aquí, a un programa que ofrece ayuda a las personas que tienen problemas. Aquí él encuentra una ayuda que no quiere recibir, y la música que le gusta escuchar.

—¿Por qué dice usted «ayuda que no quiere recibir»? —preguntó Frank.

—Su no al ofrecimiento de ayuda ha sido perentorio. Ya ha decidido que nadie puede ayudarle, sea cual sea su problema. El trauma que arrastra debe de haberle condicionado hasta tal extremo que ha hecho estallar la furia latente que sujetos como él llevan dentro desde la infancia. Odia al mundo, y es muy probable que crea que el mundo está en deuda con él. Debe de haber padecido humillaciones terribles, al menos desde su punto de vista. La música debe de ser uno de los pocos refugios de su vida. De hecho, los únicos indicios que nos llegan de él hablan el lenguaje de la música. Ese fragmento musical es un mensaje. Nos ha dado otra pista, que guarda relación con la que nos dio en la primera llamada. Es un desafío, pero es también un ruego inconsciente. En el fondo, nos pide que le detengamos, si podemos, porque él solo no se detendrá jamás.

—Barbara, ¿podemos volver a escuchar la parte de la grabación donde está la música?

—Por supuesto.

La joven pulsó un botón. Casi de inmediato la sala se llenó con las notas de una guitarra, perdida en una versión de
«Samba para ti»
menos rigurosa, más suelta que de costumbre. Se oía una ovación del público al sonar las primeras notas, como en un concierto en directo, cuando un cantante toca los primeros acordes y los espectadores los reconocen de inmediato.

Cuando terminó, Frank miró a los presentes.

—Les recuerdo que en la primera llamada el fragmento musical era un indicio para saber quiénes serían sus víctimas. Pertenecía a la banda sonora de una película que cuenta la historia de un piloto de carreras y su compañera.
Un hombre y una mujer.
Como Jochen Welder y Arijane Parker. ¿Alguien tiene alguna idea de qué puede significar este nuevo fragmento?

Desde el otro extremo de la mesa, Jacques, el encargado de sonido, carraspeó, como si le costara tomar la palabra en aquel contexto.

—Yo diría que es una canción que conocemos todos...

—No hay que dar nada por sentado —le reprendió Hulot con amabilidad—. Imagine, aunque le parezca una tontería, que en esta sala nadie sabe nada de música. A veces ciertos indicios llegan de donde menos se espera.

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