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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (13 page)

BOOK: Yo mato
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Los dos sabían que las palabras de Hulot eran mentira. En medio de aquella gente tranquila había un asesino, y ellos no podrían pensar en otra cosa hasta que lo atraparan.

12

Detrás del cristal de la cabina de dirección, Laurent Bedon, el director del programa, hizo la cuenta atrás bajando uno a uno los dedos de la mano. Después señaló a Jean-Loup Verdier con el índice,

A su espalda se encendió la luz roja de puesta en el aire.

El locutor acercó ligeramente el sillón al micrófono, que se alzaba sobre un pie corto, apoyado en la superficie que tenía ante él.

—Hola a todos los que ya nos estáis escuchando y a todos los que nos escucharán en el transcurso de la noche. Tendremos música y relatos de personas que compartirán con nosotros su vida, aunque esas vidas no siempre marchen al ritmo de la música que querríamos escuchar...

Calló y se apartó un poco. El mezclador emitió las notas enmarañadas de «Born to Be Wild», de Steppenwolf.

Unos segundos después, de nuevo la voz cálida y persuasiva de Jean-Loup se fundió con la música.

—Estamos con vosotros y estamos listos, si podemos serviros de algo. Para quienes han puesto el corazón sin recibir otro a cambio, para quienes se han equivocado y han echado demasiada sal en la sopa, para quienes no tendrán paz hasta descubrir en qué tarro han escondido el azúcar, para quienes se arriesgan a ahogarse en el pequeño aluvión de sus lágrimas... Estamos aquí con vosotros y, a pesar de todo, como vosotros, estamos vivos. Esperamos vuestras voces. Esperad nuestra respuesta. Aquí Jean-Loup Verdier, desde Rio Montecarlo, en
Voices
.

Otra vez «Born to Be Wild». Otra vez la carrera de las guitarras distorsionadas bajando por una escala rocosa, levantando polvo y desplazando grava.

—¡Joder, es bueno este tío!

Frank Ottobre, sentado al lado de Laurent en la cabina, no pudo evitar que el comentario saliera de su boca. El director se volvió para mirarlo con una sonrisa en los labios.

—¿Verdad que sí?

—No me extraña que tenga éxito. Tiene una voz y una energía que llegan directamente al estómago.

Barbara, la operadora de sonido, sentada a su derecha, contra la consola de control, le indicó con un gesto que mirara hacia atrás. Frank hizo girar su silla y, en el recuadro de cristal de la puerta insonorizada, vio que Hulot le hacía señas.

Se levantó y se reunió con él fuera del estudio.

El comisario tenía el rostro cansado, de un hombre que ha dormido poco y mal. Frank observó las bolsas oscuras bajo los ojos, el cabello gris que necesitaba un corte, el cuello de la camisa sucio de sudor. Un hombre que en los últimos tiempos había visto y sentido muchas cosas que hubiera preferido desconocer; aunque tenía cincuenta y cinco años, aparentaba diez más.

—¿Cómo van las cosas por aquí, Frank?

—Sin novedad. La emisión es un rotundo éxito. El locutor es un fenómeno. Ha nacido para esto. No sé cuánto le pagan, pero sin duda se lo merece. En lo que respecta a nosotros, nada de nada. Silencio absoluto.

—¿Quieres una Coca-Cola?

—Soy estadounidense, pero mis abuelos paternos eran sicilianos, Nicolás. Por tradición soy más afecto al café que a la Coca-Cola.

—Que sea café, entonces.

Se encaminaron hacia la máquina automática, al fondo del pasillo. Hulot hurgó en sus bolsillos en busca de monedas. Frank exhibió con una sonrisa una tarjeta magnética.

—Mi pertenencia al FBI ha impresionado profundamente al director. Somos huéspedes de la radio, si no para comer, al menos para las bebidas.

Introdujo la tarjeta en la máquina, pulsó un botón y se inclinó coger el vaso lleno. El comisario bebió un sorbo de café y le encontró mal sabor. ¿O llevaba el mal sabor en su propia boca?

—Ah, me olvidaba. Ha llegado el informe del peritaje caligráfico...

—¿Y?

—¿Por qué me lo preguntas, si ya sabes la respuesta?

Frank meneó la cabeza.

—No conozco la respuesta en detalle, pero creo saber más o menos qué vas a decirme.

—Ah, claro, olvidaba que eres del FBI. Tienes tarjetas magnéticas e intuiciones fulminantes... El mensaje no se escribió a mano.

—¿No?

—No. Ese hijo de puta ha usado una plantilla. Pegó las letras en un cartón, las recortó y luego llenó los espacios interiores con sangre. ¿Cómo lo has adivinado?

Frank meneó la cabeza.

—No he adivinado nada. Pero me parecía raro que un hombre que ha demostrado un cuidado maniático en no dejar marcas, cayera luego en un error tan burdo.

Hulot tiró la toalla y, con una mueca de disgusto, arrojó su café a medio beber en el cubo de la basura. Miró el reloj con un suspiro.

—Es hora de que vaya a ver si mi mujer todavía me reconoce. Hay dos coches en el aparcamiento, cada uno con dos agentes. Uno de más, nunca se sabe. Los otros muchachos están en sus puestos. Para cualquier eventualidad, estoy en casa.

—De acuerdo. Si pasa algo, te llamo.

—No debería decirlo, pero estoy contento de que estés aquí esta noche. De que estés aquí, en general. Hasta mañana, Frank.

—Buenas noches, Nicolás. Saluda de mi parte a tu mujer.

—Lo haré.

Frank vio cómo se alejaba su amigo, la espalda ligeramente encorvada bajo la chaqueta.

Hacía tres días que estaban de plantón en Radio Montecarlo, a la espera de que sucediera algo, después de haber llegado a un acuerdo con el director. Cuando, sentados en su oficina, le habían expuesto sus intenciones, Robert Bikjalo los miró con los ojos entornados, como para protegerse del cigarrillo pestilente que sostenía entre los dedos. Había evaluado el discurso del comisario Hulot mientras se quitaba una mota de ceniza de su camisa polo Ralph Lauren.

—¿Así que ustedes creen que el hombre puede volver a llamar?

—No estamos seguros; es solo una suposición optimista. Pero si lo hiciera, necesitamos la colaboración de la radio.

Hulot y Frank se hallaban sentados frente a él, y Frank notó que la altura de los sillones estaba sabiamente calculada para que el director mirara a sus interlocutores desde arriba.

Bikjalo se volvió hacia Jean-Loup Verdier, sentado en un cómodo sofá que era igual que los sillones situados a la izquierda del escritorio.

El locutor se pasó una mano por el largo cabello oscuro y miró a Frank con sus ojos verdes y expresión interrogante. Después se restregó las manos con nerviosismo.

—No sé si soy capaz de hacer lo que me piden. Es decir, no sé cómo debo actuar. Una cosa es llevar un programa, hablar por teléfono con personas normales, y otra cosa es hablar con... con...

Frank comprendió que le costaba pronunciar la palabra «asesino» y acudió en su ayuda.

—Ya sé que no es fácil. Ni siquiera para nosotros es fácil tratar de entender qué puede tener ese hombre en la cabeza. Pero estaremos aquí, te daremos todas las indicaciones posibles y estaremos preparados para cualquier eventualidad. También hemos llamado a un experto.

Se volvió y miró a Nicolás, que hasta aquel momento había guardado silencio.

—Te asistirá un psicopatólogo, el doctor Cluny, un asesor de la policía que también colabora como negociador y habla con los criminales en casos con rehenes.

—Está bien, si ustedes me dicen qué debo hacer, estoy listo.

Jean-Loup miró a Bikjalo, para que dijera la última palabra.

El director tenía la vista fija en el filtro de cartón del cigarrillo ruso, mientras escuchaba con indiferencia.

—Es una gran responsabilidad...

Frank ya sabía adonde quería llegar. Se levantó del sillón e invirtió los papeles. Ahora era él quien miraba a Bikjalo desde arriba.

—Oiga, no sé si entiende la situación. Tal vez se le aclare definitivamente si le echa un vistazo a esto.

Frank se agachó y extrajo unas fotos de 20 x 30 del portafolio de Hulot, que estaba en el suelo, cerca del sillón. Las arrojó sobre el escritorio.

—Estamos tratando de dar caza a un hombre capaz de hacer esto.

Las fotos mostraban los cadáveres de Jochen Welder y Arijane Parker y sus cabezas desolladas. Bikjalo posó apenas la mirada en las imágenes y palideció.

Hulot sonrió para sí.

Frank volvió a sentarse.

—Este hombre todavía anda por ahí, y creemos que podría volver a hacer lo que ya ha hecho. Ustedes son nuestra única opción para atraparlo. No se trata de una estrategia para aumentar la audiencia, sino de cazar a un hombre, para evitar que haya más víctimas.

Los ojos de Frank se apartaron de los ojos hipnotizados de Bikjalo, al igual que una serpiente deja de mirar por un instante a la presa con la que juega. Cogió del escritorio la cajetilla de cigarrillos y la examinó con aparente curiosidad.

—Sin mencionar que este asunto, si se resuelve gracias a ustedes, puede dar a esta emisora y a Jean-Loup una popularidad que de otro modo no obtendrían ni en mil años.

Bikjalo se relajó. Empujó las fotos hacia Frank tocándolas con la punta de los dedos, como si quemaran. Se apoyó en el sillón, aliviado. La conversación volvía a unos parámetros que él podía manejar.

—De acuerdo. Si se trata de ayudar, si se trata de ser útiles, Radio Montecarlo no va a echarse atrás. Por otra parte
,
Voices
es justamente eso: una ayuda para la gente que la necesita. Hay una sola cosa que querría pedirles a cambio, si es posible...

Una pausa. El silencio de Frank lo alentó a continuar.

—Una entrevista exclusiva con usted, realizada por Jean-Loup, en cuanto haya terminado todo. En primicia. Aquí, en la radio.

Frank miró a Hulot, que asintió con un imperceptible movimiento de la cabeza.

—Trato hecho.

Se puso de pie.

—Pronto llegarán nuestros técnicos con sus equipos para pinchar los teléfonos, y otras cosas que les explicarán en detalle. Comenzaremos esta misma noche.

—Bien. Diré a los nuestros que estén a su disposición para brindarles la máxima colaboración.

La reunión había concluido. Todos se levantaron. Frank vio la mirada un poco confundida de Jean-Loup Verdier y le dio un apretón tranquilizador en un brazo.

—Gracias, Jean-Loup. Te agradezco mucho que hayas aceptado. Estoy seguro de que lo harás muy bien. ¿Tienes miedo?

El locutor alzó los ojos claros, verdes como el agua marina.

—Sí, un miedo mortal.

13

Frank miró la hora. Jean-Loup presentaba el último bloque de publicidad antes del final de la emisión. Laurent hizo un gesto a Barbara. La operadora de sonido desplazó los cursores para hacer fundir la voz del locutor con la cinta grabada.

Tenían cinco minutos de pausa.

Frank se levantó y estiró el cuerpo.

—¿Cansado? —preguntó Laurent mientras encendía un cigarrillo.

—No demasiado. Estoy acostumbrado a las esperas.

—¡Dichoso usted! Yo me estoy muriendo de ansiedad —dijo Barbara al tiempo que se levantaba y sacudía su cabellera roja. El inspector Morelli, sentado en una silla apoyada contra la pared, alzó la vista del periódico deportivo que estaba leyendo. De pronto parecía más interesado en el cuerpo de la joven bajo el ligero vestido veraniego que en los acontecimientos del Campeonato Mundial de Fútbol.

Laurent hizo girar su sillón para quedar frente a Frank.

—Quizá no sea asunto mío, pero hay algo que querría preguntarle.

—Pregunte. Después le digo si es asunto suyo o no.

—¿Qué se siente al hacer un trabajo como el suyo?

Frank le miró un instante como si no lo viera, y Laurent pensó que estaba pensando. No podía saber que en ese momento Frank Ottobre veía a una mujer tendida en la mesa de mármol de un deposito de cadáveres, una mujer que en las buenas y en las malas había sido su esposa. Una mujer que ninguna voz habría podido despertar.

—¿Qué se siente al hacer un trabajo como el mío?

Frank repitió la pregunta como si tuviera necesidad de oírla de nuevo antes de responder.

—Al cabo de un tiempo, solo se tienen ganas de olvidar.

Laurent giró de nuevo hacia sus aparatos, incómodo. Tal vez había hecho una pregunta estúpida. No lograba sentir simpatía por ese estadounidense de cuerpo atlético y ojos fríos como la escarcha, que se movía y hablaba como si fuera ajeno al mundo que lo rodeaba. Una actitud que excluía cualquier tipo de contacto. Era un hombre que no daba nada, precisamente porque no pedía nada. Sin embargo, estaba allí, a la espera, y ni siquiera él parecía saber qué esperaba.

—Este es el penúltimo anuncio —dijo Barbara al tiempo que se sentaba de nuevo ante el mezclador. Su voz interrumpió ese momento de malestar. Morelli volvió a la crónica deportiva, pero continuó lanzando frecuentes miradas al pelo de la muchacha, que caía en cascada sobre el respaldo de la silla.

Laurent hizo una señal a Jacques, el operador de la consola. Fundido. Comenzó a sonar una música épica de Vangelis. Una luz roja se encendió en la cabina de Jean-Loup. Su voz volvió a sonar en la sala y en el aire.

—Son las once y cuarenta y cinco en Radio Montecarlo. Una noche acaba de comenzar. Estamos aquí con la música que queréis oír y las palabras que queréis escuchar. Nadie os juzga pero todos os escuchan. Esto es
Voices
. Llamadnos.

La cabina de dirección volvió a llenarse de una música lenta y rítmica, que evocaba las olas del mar. Detrás del cristal de su puesto de trabajo, Jean-Loup se movía tranquilo en un terreno que conocía a la perfección. En la cabina de dirección comenzó a relampaguear el LED de la línea telefónica. Extrañamente, Frank tuvo un escalofrío.

Laurent hizo un ademán hacia Jean-Loup, que asintió con un movimiento de cabeza.

—Alguien nos está llamando. ¿Diga?

Un instante de silencio, y después un ruido antinatural. De improviso, la música de fondo pareció convertirse en una marcha fúnebre. La voz que salió por los altavoces ya la habían oído todos; estaba grabada en una cinta e impresa en sus cabezas.

—Hola, Jean-Loup.

Frank se enderezó en la silla como si una descarga eléctrica le hubiera recorrido el cuerpo. Hizo chasquear los dedos en dirección a Morelli, que salió de pronto de su pereza, se levantó y cogió su walkie-talkie.

—¡Aquí está, muchachos! Todos alerta.

—Hola, ¿quién habla? —preguntó Jean-Loup.

En la voz distorsionada del teléfono se adivinaba una especie de sonrisa.

—Ya sabes quién soy, Jean-Loup. Soy uno y ninguno.

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