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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (47 page)

BOOK: Yo mato
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—Sí.

—Comisario, soy Morelli. He encontrado la dirección que busca. He tardado un poco porque tenía usted razón: el número ya no está en uso. Se trata de una numeración vieja. He tenido que retroceder bastante en el tiempo con France Télécom.

Hulot hizo un gesto de contrariedad.

—¿Entonces?

—El número corresponde en realidad a una finca agrícola, Domaine La Patience, Chemin de l'Hiver, Cassis. Pero hay algo, sin embargo...

—¿Qué?

—El teléfono ha sido cortado, pero nunca se ha dado de baja. En un momento dado se interrumpieron los pagos, y la empresa después de diversas reclamaciones que nunca tuvieron respuesta, decidió cortar la línea. La persona con la que hablé no ha podido decirme más. Para más detalles se necesitaría hacer una búsqueda más profunda, y no me ha parecido el caso...

—No hay problema, Claude. Está bien así. Gracias.

—No hay de qué, comisario.

Del otro lado, una leve vacilación. Hulot percibió que Morelli esperaba una señal de su parte.

—Dime.

—¿Va todo bien?

—Sí, Morelli, va todo bien. Mañana podré informarte si va todavía mejor. Te llamaré por la mañana.

—Hasta mañana, entonces, comisario. Y cuídese.

Hulot dejó el móvil en el asiento del pasajero. No necesitaba apuntar los datos que acababa de proporcionarle Morelli; ya estaban grabados en su mente, y lo estarían durante mucho tiempo. Mientras salía de Carnoux, pequeña ciudad de la Provenza, moderna, limpia y ordenada, dejó que otros recuerdos acudieran libremente a la memoria.

Había hecho aquel mismo camino, directo a Cassis, con Céline y Stéphane, muchos años atrás, durante unas vacaciones en las que habían reído y bromeado y él se había sentido enormemente feliz, por no usar palabras más grandilocuentes. Comparada con su vida actual, la de aquella época era la felicidad auténtica, como jamás había vuelto a experimentar, tanta era la energía que había dedicado a añorar el pasado.

Su hijo, en aquel entonces, tenía siete años o poco menos. Llegaron a Cassis y Stéphane sintió inmediatamente la emoción que se apodera de todos los niños cuando llegan a un lugar de la costa. Aparcaron el coche en las afueras del pueblo y bajaron al mar por un estrecho callejón, mientras una fuerte brisa les hacía revolotear el pelo y la ropa.

En el puerto los recibió una multitud de mástiles de veleros. Al fondo se veía el faro con la cúpula pintada de verde; más allá del malecón de cemento que protegía el embarcadero, se divisaba el mar abierto.

Comieron un helado, dieron un paseo en barco para visitar las
calamques
, angostas ensenadas que caían a pique en el mar, pequeños fiordos que hablaban francés, de agua limpia y transparente. Durante la excursión él fingió sentirse mareado, y Céline y Stéphane rieron a más no poder con sus muecas, sus ojos en blanco y sus falsos ataques de vómito. Aquel día se olvidó completamente de que era un funcionario de la policía; únicamente era un marido, un padre y un payaso.

«Basta, papá, ¡me haces morir de la risa!»

Hulot pensó que, si la vida era una obra de teatro, el autor de los guiones tenía un extraño y a veces macabro sentido del humor Mientras vagaba por las calles del pequeño puerto, muchos años atrás, con su mujer y su hijo, feliz y despreocupado, tal vez en aquel preciso momento, en alguna parte, un hombre recibía la llamada del propietario de una tienda de discos en apuros que aceptaba venderle su copia de una grabación rarísima. Quizá mientras paseaban se lo habían cruzado. Quizá, al salir de Cassis, incluso habían seguido durante un tramo del camino su coche, que iba rumbo a Aix a buscar su disco.

Cuando llegó a los alrededores de la ciudad, detuvo junto con el coche los recuerdos de un pasado feliz. Desde la última planta del aparcamiento en que había dejado el 206, y que un cartel azul bautizaba como «Parking de la Viguerie — 310 plazas», miró a su alrededor.

Cassis no parecía muy distinta de como la recordaba. Habían reforzado los malecones del puerto, restaurado alguna casa, otras se habían deteriorado, pero había cal y pintura suficientes para hacer olvidar a los turistas el paso del tiempo.

En el fondo, ese era el sentido de las vacaciones: olvidar...

Se preguntó cómo debía proceder. Lo más simple sería pedir información a la policía, pero la suya se había transformado en una especie de investigación privada, por lo que no quería atraer la atención más de lo necesario. Por otra parte, un tío que andaba de aquí para allá haciendo preguntas, aunque lo hiciera en un pueblo atestado de turistas, tarde o temprano dejaba de pasar inadvertido. Cassis era, en esencia, un pueblo pequeño donde todos se conocían, y él iría a cavar justo en medio del parterre.

Bajó al puerto por el mismo callejón que había recorrido en otro tiempo con su familia. Un viejo que llevaba un cesto de mimbre lleno de erizos de mar subía despacio en sentido contrario Hulot se detuvo y le habló. Al contrario de lo que cabría esperar, viejo no mostraba el menor signo de cansancio.

—Disculpe...

—¿Qué pasa? —preguntó con brusquedad el viejo.

—Necesito una información, por favor.

El hombre apoyó el cesto en el suelo y lo miró como si temiera que los erizos se escaparan. Luego miró de mala gana a Hulot.

—Diga.

—¿Conoce usted una finca llamada La Patience?

—Sí.

Hulot pensó un instante si su respeto por las personas mayores era realmente mayor que la profunda irritación que le provocaban los imbéciles, fueran jóvenes o viejos. Con un suspiro, decidió conservar la calma.

—¿Sería usted tan amable de indicarme dónde queda?

El viejo señaló vagamente con la mano un lugar más allá de las casas.

—Fuera de la ciudad.

—Lo suponía...

Hulot tuvo que esforzarse para no cogerlo por el cuello. Esperó pacientemente, aunque la expresión de su rostro aconsejaba a su interlocutor que no tirara demasiado de la cuerda.

—¿Tiene coche?

—Sí.

—Entonces salga del pueblo siguiendo la circunvalación. En el semáforo doble a la derecha, en dirección a Roquefort. Cuando llegue a una rotonda encontrará, siempre a la derecha, la indicación Les Janots. Por ese camino, a la izquierda, verá enseguida un camino de tierra que pasa por un puente de piedra que atraviesa la vía férrea. Siga por allí, y cuando se bifurque doble a la derecha. El camino termina en La Patience.

—Gracias.

Sin una palabra, el viejo recogió su cesto de frutos de mar y prosiguió su camino.

Hulot sentía otra vez la emoción de seguir una pista. Subió el callejón a buen paso; cuando llegó al coche, notó que estaba agitado. Siguió las indicaciones del viejo —que, aunque dadas de mala eran precisas— y enfiló por el camino de tierra que subía hacia el macizo rocoso que dominaba Cassis. La vegetación mediterránea, compuesta de alerces y olivos, escondía casi por completo una especie de cañada por donde corrían las vías férreas. Mientras pasaba por el puente de piedra que le había indicado el viejo, un perro de color castaño claro, vagamente parecido a un labrado corrió al lado del Peugeot durante un rato, ladrando. Cuando llegaron a la bifurcación, creyendo probablemente que ya había cumplido con su deber, dejó de perseguirlo y de ladrar y se marchó al trote hacia una granja que había a la izquierda.

Hulot continuó por el camino que subía cada vez más, bordeado por una tupida arboleda que en algunos tramos ocultaba la vista del mar. Las manchas coloridas de las flores habían ido desapareciendo a medida que salía de la ciudad, reemplazadas por el verde de las coniferas y los arbustos y el perfume penetrante del sotobosque mezclado con el olor del mar.

Siguió el camino durante algunos kilómetros, tantos que comenzó a sospechar que el viejo le había indicado mal, por el simple gusto de que se perdiera en las montañas. Tal vez en aquel momento estaba en su casa riéndose de aquel turista gilipollas que andaba dando vueltas por las montañas.

Mientras pensaba en ello, el camino llegó a una curva, y poco después vio La Patience.

Dio las gracias mentalmente a Jean-Paul Francis y a su caja mágica. Se prometió que, si lograba conseguir ese disco de Robert Fulton, se lo devolvería. Con el corazón latiéndole en la garganta, recorrió el tramo que lo separaba de la construcción que se elevaba contra la roca de la montaña, en la que parecía apoyarse.

Pasó bajo un arco de ladrillos cubierto de plantas trepadoras y enfiló por el acceso que llevaba a la entrada de la gran casa colonial de dos plantas. Mientras se acercaba, la decepción reemplazó poco a poco la sensación de triunfo que le había provocado la visión de finca. La maleza había invadido casi por completo el camino grava, salvo dos huellas parcialmente libres, semejantes a carriles por las que avanzaban las ruedas del coche. Mientras conducía, podía oír los arbustos que raspaban la parte inferior del coche, con un ruido que sonaba extrañamente siniestro en aquel silencio.

Ahora que la perspectiva había cambiado, veía que la parte trasera de la casa se hallaba en ruinas. Del techo, hundido, solo quedaba en pie un sector del frente. Unas vigas ennegrecidas se elevaban al cielo como dedos oscuros de cantantes de un coro de
gospe
l, sobresaliendo de lo que quedaba de la antigua estructura. Las tejas se amontonaban sobre una masa indistinta de escombros, y las pareces, desmoronadas y cubiertas de hollín, daban testimonio de que en la casa había habido un gran incendio, que la había destruido casi por completo; solo quedaba la fachada, como si fuera la falsa construcción de una escenografía teatral.

Debía de haber sucedido hacía mucho tiempo, ya que la maleza y las trepadoras habían tenido el tiempo suficiente para tomar posesión del terreno que nunca había dejado de pertenecerles. Parecía que la naturaleza, poco a poco, tejiera una delicada y paciente trama vegetal para cubrir la herida que los hombres le habían infligido.

Hulot detuvo el coche en el patio y bajó a mirar a su alrededor. Desde allí la vista era magnífica. Abarcaba todo el valle, salpicado de casas aisladas y viñedos que se alternaban con manchas de vegetación espontánea, en un degradado de tonos verdes que llegaba hasta Cassis, blanca y hermosa, y que, apoyada en la costa como una mujer en un balcón, miraba el mar que delimitaba el horizonte. En el terreno de la casa, Hulot vio los restos consumidos de un jardín, herrumbrosas estructuras de hierro forjado que testimoniaban el pasado esplendor de la casa. En la época de floración, el jardín debía de haber sido un maravilloso espectáculo; ahora todo estaba invadido por matas de lavanda silvestre.

Las persianas cerradas, los muros marcados por el fuego, la grama que metía sus raíces en las grietas como un carterista que deslizaba los dedos en los bolsillos de su víctima desprevenida, daban una sensación sobrecogedora de desolación y abandono.

Vió que un coche llegaba por el camino y enfilaba por el sendero de acceso. De pie en el centro del patio, Hulot esperó. Poco después un Renault Kangoo amarillo aparcó junto al Peugeot. Bajaron dos hombres vestidos con ropa de trabajo, uno viejo, de unos sesenta años, y el otro de unos treinta, un sujeto rechoncho, con cara de idiota y barba oscura y larga. El más joven, sin dignarse mirarlo, fue a abrir el maletero y comenzó a descargar unos utensilio de jardinería.

El otro le dio unas instrucciones.

—Comienza tú, Bertot; yo voy enseguida.

Después de haber establecido la jerarquía, fue hacia Hulot. Al verlo de más cerca, pensó que tampoco su cara reflejaba demasiada inteligencia. Parecía una réplica más delgada del otro.

—Buenos días.

—Buenos días.

Hulot trató de atajar cualquier protesta con una actitud humilde.

—Espero no haber cometido ninguna infracción, y si lo he hecho le pido disculpas. Creo que me he confundido de camino, mucho más abajo. He seguido buscando un lugar donde dar la vuelta, hasta que he llegado aquí. He visto la casa en ruinas, y he sentido curiosidad, así que me he detenido a echar una ojeada. Me voy enseguida.

—No hay problema, no está usted causando ninguna molestia. Aquí no ha quedado nada que valga la pena robar, aparte de la tierra y la maleza. Usted es turista, ¿verdad?

—Sí.

—Me lo imaginaba.

«Menuda imaginación, hombre. Acabas de pasar junto a un coche con matrícula de Montecarlo. Lo habría adivinado hasta un ciego.»

El hombre se encogió de hombros en señal de modestia.

—A veces alguien sube hasta aquí. Por casualidad, como usted, o por curiosidad, como la mayoría. Los de Cassis no vienen de buena gana. Tampoco yo, a decir verdad, doy saltos de alegría cada vez que me toca venir. Después de lo que sucedió aquí... Pero que quiere usted, el trabajo es el trabajo, y en estos tiempos no es cosa de andar reparando en pequeñeces. Aun así, por si acaso, siempre venimos dos. Han pasado muchos años, pero este lugar todavía da escalofríos...

—¿Por qué? ¿Qué sucedió?

—¿No conoce la historia de La Patience?

Lo miró como si creyera imposible que alguien de este planeta ignorara la historia de La Patience. Seguramente, si lo hubiera visto alejarse en un platillo volador, solo habría comentado: «Claro, ya lo decía yo...».

Nicolás le dio cuerda.

—No, no creo haber oído hablar nunca de esa historia.

—¿De veras? Pues bien, aquí hubo un crimen, o, mejor dicho, una serie de crímenes. ¿En serio no sabe usted nada?

Hulot sintió que se le aceleraba el pulso.

—Pues no.

El hombre sacó un paquete de tabaco y comenzó con bastante destreza a liar un cigarrillo. Como suelen hacer las personas simples cuando tienen la posibilidad de contar una historia interesante, comenzó su relato con estudiado énfasis.

—No conozco todos los detalles de la historia, porque en esa época no vivía en Cassis. Pero parece que el tío que vivía en esta casa mató a su hijo y al ama de llaves; después lo quemó todo y se pegó un tiro en la cabeza.

—¡Caramba!

—Pues sí, no es broma. En el pueblo dicen que ese tío estaba medio loco y que en veinte años los debieron de ver no más de veinte veces, a él y al hijo. Era la mujer la que bajaba a hacer la compra, pero no hablaba con nadie. ¡Buenos días, buenas noches y si te he visto no me acuerdo! Ni siquiera cultivaba ya la tierra, y eso que tenia un buen terreno. Lo administraba una agencia inmobiliaria que se encargaba de alquilarlo a productores de vino de la zona, vivía solo como un ermitaño, en la cima de esta montaña. Yo creo que con el tiempo fue volviéndose majareta y por eso hizo lo que hizo...

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