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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (51 page)

BOOK: Yo mato
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Céline prosiguió con la voz del que sigue un recuerdo.

—Así que, mientras volvíamos a casa, sentados en el coche, se me ocurrió esa idea. Pensé que si Nicolás se preocupaba por mi, si tenía otras cosas en que pensar, distraería al menos en parte su desesperación por la muerte de Stéphane. Aunque fuera una pequeña distracción, quizá serviría para evitar algo peor. Así comenzó todo, y así continuó. Lo he engañado, y no me arrepiento. Volvería a hacerlo si fuera necesario. Pero, como ves, ya no hay nadie ante quien fingir...

De nuevo caían lágrimas por las mejillas de Céline Hulot. Frank miró en la maravillosa profundidad de aquellos ojos.

En el mundo había personas cuya única meta en la vida era tratar de parecer seda cuando en realidad no eran más que un montón de harapos. Y también había otras que habían hecho cosas grandiosas, cosas que habían cambiado el mundo. Pero pensó que ninguna de ellas podía igualar la grandeza de aquella mujer.

Céline le sonrió otra vez, con ternura.

—Adiós, Frank. No sé qué buscas, pero espero que lo encuentres pronto. Deseo tanto que seas feliz... te lo mereces.
Au revoir
, buen amigo...

Se puso de puntillas y le rozó los labios con un beso. Su mano dejó una huella dolorosa en el brazo de Frank. Luego le dio la espalda y echó a andar por el sendero de grava.

Frank la contempló alejarse. Al cabo de unos pocos pasos la vio detenerse y regresar hacia él.

—Frank, para mí esto no cambia nada. Nada en el mundo podrá devolverme a Nicolás. Pero todavía puede ser importante para ti. Morelli me ha contado los detalles del accidente. ¿Tú has leído el informe?

—Sí, Céline, con toda atención.

—Claude me ha dicho que Nicolás no tenía abrochado el cinturón de seguridad en el momento del accidente. Esa fue la causa, en su momento, de la muerte de Stéphane. Si hubiera llevado el cinturón abrochado, nuestro hijo probablemente se habría salvado. Desde entonces, Nicolás no ponía ni siquiera las llaves en el contacto sin abrochárselo antes. Me parece extraño que no lo hiciera esta vez...

—No sabía este detalle del accidente de tu hijo. Sí, ahora que lo dices, también a mí me parece extraño.

—Repito: para mí no cambia nada. Pero si existe la posibilidad que lo hayan matado, quiere decir que estaba sobre la pista correcta, que vosotros dos estabais sobre la pista correcta.

Frank asintió con la cabeza, en silencio. Céline se marchó sin volverse. Mientras Frank la contemplaba alejarse, se le acercaron Roncaille y Durand, con cara de circunstancias. También ellos siguieron con la mirada la figura de la esposa de Hulot, una delgada silueta negra bajo la lluvia en el sendero de un cementerio.

—Qué pérdida lamentable, ¿verdad? Todavía no consigo creerlo...

Frank se volvió de repente. Su expresión hizo pasar una sombra por el semblante del jefe de la policía.

—¿Así que todavía no consiguen ustedes creerlo? ¿Justamente ustedes, que han sacrificado a Nicolás Hulot a las razones de Estado y le han obligado a morir como un hombre derrotado, todavía no consiguen creerlo?

Hizo una pausa que les puso encima una lápida mucho más pesada que todas las que los rodeaban.

—Si son capaces de sentir vergüenza, tienen motivos más que sobrados para hacerlo.

Durand levantó la cabeza de golpe.

—Señor Ottobre, comprendo su resentimiento, teniendo en cuenta su dolor, pero no le permito...

Frank lo interrumpió bruscamente. Su voz sonó seca como el ruido de una rama que se parte bajo el pie.

—Doctor Durand, soy perfectamente consciente de que mi presencia aquí le resulta difícil de soportar. Pero quiero coger a ese asesino más que cualquier otra cosa en el mundo. Por mil motivos, uno de los cuales es una deuda con mi amigo Nicolás Hulot. Lo que usted me permita o no me permita me es completamente indiferente. En otras circunstancias, le garantizo que haría que se tragara toda su autoridad, junto con los dientes.

El rostro de Durand se inflamó. Roncaille intervino para calmar los ánimos. A Frank le sorprendió verlo tomar partido, aunque sus motivaciones podían ser ciertamente discutibles.

—Frank, todos tenemos los nervios bastante alterados por lo que ha sucedido. Creo que sería mejor no dejarnos llevar por las emociones. Tenemos un trabajo que hacer, ya bastante difícil de por sí como para sumarle más obstáculos. De momento nuestras desavenencias personales, sean cuales fueren, deben pasar a un segundo plano.

Cogió a Durand por un brazo, quien opuso solo una aparente resistencia, y se lo llevó hacia la salida. Los dos se alejaron, protegidos por sus paraguas, dejándole solo.

Dio unos pasos y se encontró ante la tumba que contenía los restos mortales de Nicolás Hulot. Se quedó contemplando la lluvia, que ya comenzaba su trabajo de nivelar la tierra removida; sentía que Ia ira hervía en su interior como lava incandescente en la boca de un volcán.

Una breve ráfaga de viento agitó las ramas de un árbol cercano. El soplo del aire entre las ramas llevó a sus oídos una voz que ya había oído demasiadas veces desde el comienzo de todo aquello.

«Yo mato...»

Allí, a sus pies, bajo aquel montón de tierra recién excavada, yacía su mejor amigo. El hombre que lo había visto a la deriva y había tenido la fuerza de tenderle una mano cuando él más lo necesitaba. El hombre que había tenido el valor de confesarle todas sus debilidades y precisamente por ello se había vuelto todavía más grande a sus ojos. Si él, Frank Ottobre, estaba todavía en pie, si estaba todavía vivo, se lo debía exclusivamente a Nicolás Hulot.

Casi sin darse cuenta, comenzó a hablar con quien ya no podía responderle.

—Ha sido él, Nicolás, ¿verdad? No eras una víctima designada, no formabas parte de sus planes; eras solo un obstáculo que se cruzó por azar en su camino. Por eso se vio obligado a hacer lo que ha hecho. Antes de morir, tú descubriste quién es, ¿verdad? ¿Qué puedo hacer para saberlo también yo, Nicolás? ¿Qué?

Frank Ottobre permaneció mucho rato ante una tumba muda, bajo una constante lluvia, repitiéndose de manera obsesiva esa pregunta. No hubo respuesta alguna, ni siquiera una palabra susurrada en la lengua del viento, ni un sonido que descifrar en el movimiento del aire en la copa de un árbol.

Noveno carnaval

En el cementerio hay solo paraguas negros.

En este día sin sol, parecen sombras invertidas, proyecciones de la tierra, pensamientos lúgubres que bailan sobre las personas que, ahora que la ceremonia ha terminado, se alejan despacio buscando poner, con cada paso, un poco más de distancia entre ellos y la idea de la muerte.

El hombre ha visto el ataúd descender en la fosa sin que ninguna expresión alterara su rostro. Es la primera vez que asiste al funeral de una persona a la que ha matado. Lo lamenta por ese hombre, lo lamenta por la reservada compostura de la mujer que le ha visto desaparecer en la tierra húmeda. La tumba que le ha acogido, junto a la del hijo, le ha recordado otro cementerio, otra hilera de tumbas, otras lágrimas, otros dolores.

Del cielo cae una lluvia sin cólera y sin viento.

El hombre piensa que las historias se repiten hasta el infinito. A veces parecen concluir, pero no, solo cambian los protagonistas. Los actores cambian, pero los papeles siguen siendo los mismos, el hombre que mata, el hombre que muere, el hombre que no sabe, el hombre que al fin comprende y está dispuesto a pagarlo con la vida para que ello suceda.

A su alrededor, una multitud anónima de comparsas, gente si importancia, estúpidos portadores de paraguas de colores, que sirven de amparo sino solo para mantener un precario equilibrio sobre un hilo tenso, tendido lo bastante alto para no ver que bajo sus pies la tierra está sembrada de tumbas.

El hombre cierra el paraguas y deja que la lluvia caiga sobre su cabeza. Se aleja hacia la entrada del cementerio y deja en el suelo la marca de sus pasos, huellas que se confunden con otras. Como todos los recuerdos, tarde o temprano se borrarán.

Envidia la paz y el silencio que permanecerán en ese lugar después de que todos se hayan ido. Piensa en todos esos muertos inmóviles en sus ataúdes, con los ojos cerrados, los brazos cruzados sobre el pecho, los labios mudos, sin voces que interroguen al mundo de los vivos.

Piensa en el consuelo del silencio, de la oscuridad sin imágenes, de la eternidad sin futuro, del sueño sin sueños y sin despertares repentinos.

El hombre siente que la piedad por sí mismo y por el mundo le llega como un soplo de viento, mientras alguna lágrima sale al fin también de sus ojos y se mezcla con la lluvia. No son lágrimas por la muerte de otro hombre. Son lágrimas saladas de añoranza por el sol de otro tiempo, por los pocos relámpagos de emoción de un verano que pasó en un santiamén, por los únicos momentos felices que recuerda, tan lejanos en su memoria que parecen no haber existido nunca.

El hombre cruza la verja del camposanto como si temiera oír, de un momento a otro, una voz, más voces, que le llaman, como si más allá de este muro existiera un mundo de personas vivas al que el no tiene derecho a pertenecer.

De golpe, presa de un pensamiento súbito, vuelve la cabeza para mirar atrás. Abajo, hacia el fondo del cementerio, encuadrado en la perspectiva de la verja de acceso como en una diapositiva, solo ante una tumba recién excavada, hay un hombre vestido de oscuro.

Le reconoce. Es uno de los que le persiguen, uno de los perros de boca humeante, enardecidos por su carrera y sus ladridos desafiantes. Imagina que ahora estará todavía más decidido, todavía más feroz. Querría poder volver atrás, acercársele y explicárselo todo, decirle que en él no hay ferocidad, no hay venganza, sino solo justicia. Y el sentimiento de absoluta certeza que únicamente la muerte puede dar.

Mientras sube al coche que le llevará lejos de allí, se pasa una mano por el pelo mojado por la lluvia.

Querría explicar, pero no puede. Su tarea no ha terminado.

Él es uno y ninguno, y su tarea no terminará nunca.

Sin embargo, mientras mira por el cristal de la ventanilla a toda esa gente que se aleja de un lugar de dolor, mientras mira esos rostros compuestos en necias caras de circunstancia, se hace una pregunta que es producto de su cansancio, no de su curiosidad. Se pregunta quién será, entre todos ellos, el hombre que irá a anunciarle que por fin todo ha terminado.

46

Cuando Frank salió del cementerio ya no había nadie fuera.

También la lluvia había cesado. Arriba, en el cielo, ningún dios misericordioso. Solo un movimiento de nubes blancas y grises, entre las cuales el viento cavaba un tímido pedazo de azul.

Llegó al coche siguiendo el leve crujir de sus pasos sobre la grava. Subió y puso en marcha el motor. Los limpiaparabrisas del Mégane se pusieron en movimiento con un rumor morboso y comenzaron a despejar los restos de lluvia. Como un homenaje a la memoria de Nicolás Hulot, se abrochó el cinturón de seguridad. En el asiento del pasajero había un ejemplar de
Nice Matin
, en cuya primera plana había un titular: «El gobierno de Estados Unidos pide la extradición del capitán Ryan Mosse».

La noticia de la muerte de Nicolás figuraba en el interior, en la tercera página. La desaparición de un simple comisario de policía no merecía los honores de la primera.

Cogió el periódico y lo arrojó con desprecio en el asiento de atrás. Puso la primera y miró instintivamente por el espejo retrovisor antes de poner el coche en movimiento. Su mirada cayó en el diario, que había quedado vertical, apoyado contra el respaldo.

Frank permaneció un instante sin aliento. De golpe se sintió como uno de esos locos que practican
bunjee-jumping.
Estaba volando en el vacío y veía que la tierra se acercaba a una velocidad vertiginosa, sin tener la certeza absoluta de que el elástico fuera de la largada apropiada. Dentro de él se elevó una plegaria muda dirigida a quien pudiera concedérsela, pidiendo que lo que acababa de intuir no fuera una de las tantas ilusiones que solo los espejos, pueden dar.

Permaneció algunos segundos pensando. Después, llegó el diluvio. Una cascada de hipótesis a la espera de confirmación se derramó en su interior, del mismo modo en que el agua agranda con su fuerza un agujero minúsculo en un dique hasta transformarlo en un chorro enorme. Porque, a la luz de lo que acababa de pensar, muchas pequeñas incongruencias encontraban de pronto una explicación, muchos detalles pasados por alto adquirían una forma que se adaptaba perfectamente al espacio asignado a ellos.

Cogió el móvil y marcó el número de Morelli. Apenas Claude respondió, le asaltó con la fuerza de sus palabras.

—Claude, soy Frank. ¿Estás solo en el coche?

—Sí.

—Bien. Voy a casa de Roby Stricker. Reúnete conmigo allí sin decirle una palabra a nadie. Debo comprobar algunas cosas, y querría que me acompañaras mientras lo hago.

—¿Hay algún problema?

—No creo. Solo una sospecha tan pequeña que es casi insignificante. Pero si estoy en lo cierto, puede que acabemos con toda esta historia.

—Quieres decir...

—Nos vemos en el piso de Stricker —lo cortó Frank.

Ahora lamentaba estar al volante de un coche particular y no de uno de la policía con todo tipo de dispositivos y conexiones. Lamentó no haber pedido una sirena para colocarla en el techo en caso de necesidad.

Mientras tanto, pronunció para sí mismo amargas recriminaciones. ¿Cómo había podido ser tan ciego? ¿Cómo había podido permitir que su resentimiento personal se impusiera sobre su lucidez? Había visto lo que había querido ver, oído lo que había querido oír, aceptado lo que se le había antojado aceptar.

Y todos habían pagado las consecuencias. Comenzando por Nicolás.

Si él hubiera usado el cerebro, quizá ahora Nicolás aún seguí vivo, y Ninguno ya estaría tras las rejas de una cárcel.

Cuando llegó a Les Caravelles, Morelli ya lo esperaba en la entrada del edificio.

Frank dejó el coche en la calle, sin preocuparse por buscar un lugar de aparcamiento autorizado, y pasó junto a Morelli como el viento entre las velas. Sin una palabra, el inspector lo siguió al interior. Se detuvieron ante la conserjería, donde el encargado lo vio llegar con viva preocupación. Frank se apoyó en la superficie de mármol.

—Las llaves del piso de Roby Stricker. Policía.

La aclaración era inútil. El hombre lo recordaba muy bien. El nudo de saliva que tragó era una confirmación más que evidente. Morelli mostró su placa, y con ello abrió del todo una puerta ya entreabierta. Mientras subían en el ascensor, Morelli encontró al fin el modo de introducir unas palabras en la furia del estadounidense.

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