Yo mato (63 page)

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Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
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—Agárrate fuerte. Diez.

Cooper no estaba al corriente de los últimos acontecimientos. Emitió un silbido mientras Frank le ponía al día del recuento de las víctimas.

—¡Mierda! ¿Quiere establecer un nuevo récord en el libro Guinness?

—Sí, al parecer. Este hijo puta carga diez asesinatos en la conciencia. El problema es que yo también los cargo en la mía.

—Aguanta, Frank. Si te sirve de consuelo, a mí me ocurre lo mismo.

—No puedo hacer otra cosa en este momento.

Colgó. Pobre Cooper, cada uno con lo suyo. Frank se quedó pensando. Mientras esperaba la confirmación oficial de la desaparición de Hudson McCormack, temiendo que de un momento a otro se abriera la puerta y entrara Roncaille hecho una furia, no sabía qué hacer. Tal vez en ese momento el sobrio Roncaille estaba recibiendo un rapapolvo que a continuación repetiría a sus subalternos.

Cogió del escritorio el disquete, encendió el ordenador y lo deslizó en la unidad. Abrió uno de los dos archivos marcados con la extensión jpg.

En el monitor apareció una foto. La habían hecho en un local público, evidentemente sin que McCormack se diera cuenta. Se le veía en un bar bastante concurrido, uno de los tantos bares de Nueva York largos y estrechos, llenos de espejos para que parezcan más grandes, donde a la hora del almuerzo coinciden los empleados de las oficinas a comer un plato frío y que por la noche cambian la cara y se convierten en lugares donde los solitarios van a buscar compañía. El abogado Hudson McCormack se hallaba sentado a una mesa, hablando con una persona que estaba de espaldas y que llevaba un impermeable con la solapa levantada.

Abrió el otro archivo adjunto. Era un detalle ampliado de la misma foto, algo menos nítida que la anterior.

Frank observó la imagen de un guapo joven estadounidense, con el pelo corto según la moda neoyorquina, vestido con un traje azul muy adecuado para alguien que frecuenta los tribunales.

Con toda probabilidad, aquella era la cara del cadáver sin rostro que habían encontrado poco antes. La cara de un pobre joven que había llegado a Montecarlo con la perspectiva de una regata a mar abierto, sin siquiera imaginar que terminaría su vida en el estrecho espacio del maletero de un coche. Y que el último impermeable que llevaría sería una bolsa para cadáveres...

Frank se quedó mirando la foto. De pronto una idea descabellada se abrió paso en su cerebro, como la punta de un taladro que traspasa una pared demasiado fina.

¿Acaso era posible que...?

Abrió la agenda virtual que había encontrado en el ordenador de Nicolás. Su amigo no era un apasionado de la electrónica, pero hasta ahí llegaba. Esperaba encontrar el número que necesitaba Tecleó el apellido que buscaba y enseguida apareció en la pantalla el número correspondiente, junto al nombre completo y la dirección.

Antes de llamar preguntó a Morelli por el intercomunicador.

—Claude, ¿habéis grabado la llamada que hizo ayer Jean-Loup?

—Por supuesto.

—Necesito una copia, lo antes posible.

—Ya está hecha. Te la hago llegar enseguida.

—Gracias.

«Bien, Morelli.» Lacónico pero eficiente. Mientras marcaba el número de teléfono, Frank se preguntó cómo proseguiría la relación con Barbara, ahora que el inspector ya no frecuentaba la radio. Con ella no se había mostrado nada lacónico, aunque sí tan eficiente como siempre. Sus pensamientos se interrumpieron con la voz que le respondió al otro lado de la línea.

—¿Diga?

Había tenido suerte. El hombre que había respondido era justo la persona con quien le interesaba hablar.

—Hola, Guillaume. Soy Frank Ottobre.

El muchacho no se sorprendió en absoluto por la llamada. Le respondió como si se hubieran visto por última vez hacía tan solo diez minutos.

—Hola, agente del FBI. ¿A qué debo el honor?

—Me sentí muy bien la otra vez, cuando estuvimos en tu casa. Y necesito recurrir de nuevo a tus servicios.

—Cuando quieras.

—Lo que tarde en llegar.

Frank cortó la comunicación y permaneció todavía algunos instantes mirando la foto en el ordenador antes de cerrar el archivo y extraer el disco. Si en aquel momento hubiera entrado alguien en el despacho, habría podido decirle que su expresión, mientras contemplaba la imagen, era la misma de un jugador empedernido observa el movimiento de la bola en la ruleta.

55

Frank detuvo el Mégane delante de la verja pintada de verde, al fondo de la calle que llevaba a la casa de Helena. Bajó del coche y se sorprendió al encontrarla abierta. Solo pensar que en pocos segundos vería el rostro de la mujer amada hizo que le latiera más deprisa el corazón. Pero vería también al general Nathan Parker, y eso le hizo apretar los puños de rabia. Antes de entrar se impuso calma; la cólera era una pésima consejera, y en aquel momento lo último que necesitaba eran malos consejos.

Por su parte, se sentía en condiciones de darlos buenos. El encuentro de la mañana con Guillaume había sido extremadamente clarificador. Había ido a verlo la tarde anterior, para pedirle que hiciera un par de comprobaciones. Lo encontró en la pequeña dependencia donde trabajaba, muy atareado. El muchacho tenía las máquinas ocupadas en un trabajo que no podía dejar de inmediato. Aun así, el joven dedicó toda la tarde y parte de la noche a lo que necesitaba Frank. Tuvo que hacer mil malabarismos, pero consiguió caer de pie. Y también volver a poner en pie la figura tambaleante de Frank Ottobre, agente especial del FBI.

Cuando Guillaume le puso ante los ojos el resultado de sus búsquedas, Frank se quedó helado al constatar que sus hipótesis se habían revelado exactas. Parecían solo suposiciones delirantes arrojadas al aire, conjeturas sin sentido ni utilidad. El mismo se había tratado de loco. Y sin embargo...

Sintió la necesidad de abrazar al muchacho. Pero enseguida se dijo que debía dejar de referirse a él con ese término, que consideraba solo su edad. Guillaume era un hombre. Un hombre con cojones. Lo supo definitivamente cuando se marchó de la casa de los Mercier y Guillaume le acompañó, callado, hasta la verja. Atravesaron el jardín uno junto al otro, sin hablar, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Frank ya había abierto la puerta y estaba a punto de subir al coche cuando su expresión le detuvo.

—¿Qué pasa, Guillaume?

—No lo sé, Frank. Es una sensación extraña. Es como si se me hubiera caído una venda de los ojos.

Frank sabía a qué se refería, pero de todos modos preguntó.

—¿A qué te refieres?

—Pues... a todo esto. Ha sido como descubrir de golpe que hay otro mundo, un mundo donde las cosas les suceden no solo a los demás sino también a nosotros. No matan a la gente solo en los informativos, sino también en la acera, mientras camina a tu lado...

Frank escuchó en silencio ese desahogo. Imaginaba adonde quería ir a parar Guillaume.

—Te preguntaré una cosa, Frank, y debes responder con sinceridad. No quiero saber los detalles, solo que me aclares una duda personal. Lo que he hecho por ti, la otra vez y hoy, ¿te servirá para capturar al asesino de Nicolás?

Guillaume tenía los ojos brillantes. Exteriormente, su actitud era despreocupada, pero era una persona con sentimientos. Quería a Nicolás Hulot como sin duda había querido a Stéphane.

Frank lo miró y le respondió con una sonrisa:

—Antes o después, cuando todo haya terminado, tú y yo tendremos una charla. No sé cuándo, amigo mío, pero entonces te explicaré con pelos y señales lo importante que has sido en esta historia, y en particular para mí.

Guillaume asintió y se apartó. Abrió la verja y mientras el Megane se iba le saludó con un gesto indeciso de la mano.

«Eres grande, Guillaume.»

Con este pensamiento, Frank pasó la verja y entró en el jardín de Helena. Le sorprendió lo que vio. Todas las ventanas del piso superior y todas las puertas correderas que daban al jardín estaban abiertas de par en par. Dentro, en la planta baja, una mujer con un delantal de tela azul enchufaba un aparato. Salió de su campo visual I y poco después llegó a los oídos de Frank el ruido zumbante de una aspiradora. La vio asomarse al ventanal moviendo el electrodoméstico hacia delante y hacia atrás. En el piso superior, en la habitación donde dormía Helena, otra mujer con un delantal igual salió al balcón con un tapete en la mano, que colgó de la baranda de hierro y comenzó a golpear con un sacudidor de mimbre.

Frank se acercó. Lo que veía no le complacía en absoluto. Por la puerta principal, de nogal oscuro, salió un hombre de edad, vestido con un traje claro con cierta pretensión de elegancia; en la cabeza, un panamá que combinaba perfectamente con el estilo de la casa. Lo vio y fue hacia él. Cuando le observó las manos, Frank calculó que, pese a su aspecto juvenil, debía de andar más cerca de líos setenta que de los sesenta años.

—Buenos días. ¿Qué desea usted?

—Buenos días. Me llamo Frank Ottobre y soy amigo de los Parker, que viven aquí...

El hombre sonrió, exhibiendo una hilera de dientes blancos que con seguridad le habían costado un ojo de la cara.

—Ah, también usted es estadounidense. Encantado de conocerlo.

Tendió una mano firme pero con la piel cubierta de manchas. A Frank se le ocurrió que, además de la edad, debía de sufrir del I hígado.

—Me llamo Tavernier, André Tavernier. Soy el propietario de esta casita...

Con un gesto y una sonrisa cómplice indicó la casa.

—Lo lamento por usted, jovencito, pero sus amigos se han ido.

—¿Se han ido?

Tavernier parecía lamentar sinceramente tener que confirmarle una mala noticia.

—Así es. Se han ido. De este contrato de alquiler se ha encargado una agencia, cuando normalmente lo hago yo personalmente. Esta mañana he venido, con las mujeres de la limpieza, a conocer a mis inquilinos y los he encontrado en el patio con las maletas listas y esperando un taxi. El general... usted sabe a quién me refiero... me ha dicho que había surgido un imprevisto y que debían marcharse enseguida. Una lástima, la verdad, porque ya habían pagado el alquiler para un mes más. Yo, por educación, le he dicho que le reembolsaría el tiempo que había pagado de más, pero él no ha querido ni tocar el tema. Un verdadero caballero...

«Bien quisiera contarte yo lo caballero que es el general, petimetre conservado en naftalina.»

Frank hubiera querido rebatir la opinión del señor Tavernier. Si esa era su habilidad para juzgar a las personas, en sus negocios futuros más le convendría pedir que le pagaran por adelantado y al contado. Sin embargo, en ese momento había otras cosas que le interesaban más que informar al anciano sobre la verdadera personalidad del hombre al que había alquilado su casa.

—¿No sabe adonde han ido?

El señor Tavernier sufrió un prolongado ataque de tos, con un repique catarroso que hablaba de algunos cigarrillos de más, a pesar de la edad. Frank tuvo que esperar a que sacara del bolsillo de la chaqueta un pañuelo inmaculado y se limpiara los labios antes de responder.

—A Niza. Al aeropuerto, me parece. Tenían un vuelo directo a Estados Unidos.

—¡Hostia!

La exclamación salió de los labios de Frank antes de que lograra detenerla.

—Disculpe, señor Tavernier.

—No se preocupe. A veces hace bien soltarse un poco...

—¿No sabe a qué hora era el vuelo?

—No, lo lamento. En esto no puedo ayudarle.

Frank no parecía ciertamente de buen humor. El señor Tavernier, consumado hombre de mundo, adivinó el motivo.


Cherchez la femme!
De eso se trata, ¿verdad, jovencito?

—¿Cómo dice?

—Lo entiendo perfectamente. Hablo de la mujer que se alojaba en la casa. Se trata de ella, ¿verdad? También yo, si hubiera subido hasta aquí con la perspectiva de ver a una mujer como ella y me hubiera encontrado la casa vacía, tendría esa expresión de desilusión. En mis tiempos, cuando era joven, esta casa vio tantas bellas mujeres como para llenar un par de libros...

Frank estaba sobre ascuas. Lo único que quería era librarse de Tavernier y de sus viejos recuerdos y correr al aeropuerto de Niza. Pero el hombre le retuvo cogiéndole de un brazo. Frank se lo habría roto con gusto. En general no soportaba a las personas que imponen un contacto físico, y menos aún en un momento en que oía tañer los segundos que pasaban como si tuviera la cabeza dentro de una campana.

El viejo se salvó de su enfado solo por lo que dijo a continuación:

—Yo sí he disfrutado de la vida, créame usted. No como mi hermano, que vivía en la casa de aquí al lado, esa de allí, la que tiene el techo que asoma por los cipreses.

Adoptó un aire de conspirador, como si le confiara un gran secreto. Algo difícil de creer.

—Es la casa que esa loca de mi cuñada dejó en herencia a un chaval cualquiera solo porque salvó a su perro. Un cuzco que no valía ni el árbol contra el cual levantaba la pata... No sé si habrá oído hablar alguna vez de esa locura. ¿Y sabe usted quién era el chaval?

Frank lo sabía, lo sabía muy bien. Y no tenía ganas ni tiempo de oírselo repetir. Tavernier, ignorando el riesgo que corría, volvió a cogerle del brazo.

—¡Era un asesino! Un asesino en serie, el que ha matado a todas esas personas en Montecarlo y las ha desollado como si fueran bestias. Fíjese usted a qué clase de tío dejó mi cuñada una casa de tanto valor...

« ¡Mientras que tú has alquilado la tuya a un benefactor de la humanidad! Si existiera el premio Nobel a la estupidez, este viejo Idiota lo ganaría todos los años.»

Ignorante de los pensamientos poco halagadores de su interlocutor, Tavernier dejó escapar un suspiro. Llegaba otra oleada de recuerdos.

—¡Qué mujer! Le hizo la vida imposible a mi pobre hermano, No es que no fuera guapa... Era bonita como un pleno en la ruleta, si me permite usted la comparación, pero igual de peligrosa. Daba ganas de seguir jugando y jugando, no sé si me explico... Mi hermano y yo nos hicimos construir estas casas a mediados de los años sesenta. Casas gemelas, una al lado de la otra, pero nada más. Yo vivía aquí, y ellos, allá. Cada uno con su vida. Siempre he pensado que mi hermano era como un preso: encadenado y siempre a disposición para satisfacer los caprichos de su mujer. ¡Y vaya si tenía caprichos! Piense usted, sin ir más lejos...

Frank se preguntó por qué continuaba allí, escuchando los desvaríos de un ex libertino, en vez de subir al coche y partir a toda pastilla hacia el aeropuerto de Niza. Sin embargo, por un motivo que no lograba explicarse, tenía la impresión de que aquel hombre iba a decir algo importante. Y en efecto Tavernier lo dijo. En medio de la vacuidad de sus soliloquios, dijo algo tan importante que arrojó a Frank a la exaltación... y también al más profundo desaliento, al imaginar de pronto un gran avión que despegaba, con el rostro triste de Helena Parker contemplando por una ventanilla cómo Francia iba desapareciendo allá abajo.

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