Yo mato (73 page)

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Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
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Pensó en Helena y en su muda espera en el aeropuerto. Volvió a ver la tristeza de sus ojos grises, esa tristeza que quería y quizá se proponía borrar. Vio la mano de su padre, Nathan Parker, suspendida encima de ella como una garra.

La furia y el odio acudieron en su ayuda. Apretó los dientes y reunió toda la energía que le quedaba, antes de que se dispersara en el aire como el humo blanco de una chimenea. Dándose impulso y ayudándose todo lo que pudo con los brazos se esforzó por subir. Los abdominales —la única parte del cuerpo a la que no le había exigido demasiado—, le recordaron al instante el malestar que pueden causar los músculos sometidos a un gran esfuerzo.

Veía que la madera seca del tronco se acercaba despacio, como un espejismo. Un enésimo crujido le recordó que, como todo espejismo, podía desaparecer de un momento a otro. Se obligó a seguir subiendo poco a poco, sin movimientos bruscos, para no abusar de la precariedad de su asidero.

Al fin su mano izquierda se agarró al tronco, seguida de inmediato por la derecha. De algún modo consiguió volver a sentarse.

El flujo violento de sangre, al recuperar su curso normal, le nubló la vista. Cerró los ojos mientras esperaba que pasara ese violento vértigo y que esas esponjas resecas en que se habían convertido sus pulmones fueran capaces de absorber todo el aire que aspiraba.

Se quedó así, en la oscuridad confortable de sus párpados cerrados, con los brazos aferrados al tronco, la mejilla en contacto con la áspera corteza, hasta que sintió que recuperaba al menos parte de sus fuerzas.

Cuando al fin abrió los ojos, a algunos metros por encima de él, allí donde la cornisa era más plana y ancha, estaba Pierrot. De pie, al lado de Jean-Loup, se abrazaba a su cintura, como si la sensación de su cuerpo bamboleándose en el vacío le hubiera provocado la necesidad de seguir aferrándose a algo o alguien para convencerse de que se encontraba en verdad a salvo.

Jean-Loup apoyaba la mano izquierda en su hombro. En la derecha empuñaba un cuchillo ensangrentado. Por un instante Frank temió que usara el cuerpo del muchacho como escudo, que lo amenazara con el cuchillo apuntado a la garganta y que lo utilizara de rehén. Pero enseguida descartó ese pensamiento. No; imposible, después de lo que había visto. Imposible, después de que Jean-Loup abandonara toda posibilidad de fuga justamente para correr a salvar a Pierrot. Se preguntó qué habría sido de Ryan Mosse. Y en el mismo instante en que se lo preguntó se dio cuenta de que en el fondo su suerte no le importaba en absoluto.

Captó un movimiento en lo alto y levantó instintivamente la cabeza. En el borde de la calle, apoyadas en la valla protectora, vio a unas cuantas personas de pie delante de unos coches detenidos. Quizá les habían llamado la atención los gritos o, simplemente, tal vez un grupo de turistas se había detenido por casualidad en aquel lugar para admirar el panorama y desde allí habían seguido la evolución del rescate. Jean-Loup volvió la cabeza y siguió su mirada. También él vio a la gente y los coches cuarenta metros más arriba. Sus hombros se encorvaron un poco, como si un peso invisible los hubiera cargado de pronto.

Frank se incorporó, apoyando las manos en el tronco, e hizo en sentido inverso el recorrido que le había llevado de la cornisa al tronco. Saludó a la madera sin vida con la gratitud debida a un amigo fiel que te ha ayudado a salir de un apuro en un momento difícil. Sintió bajo los dedos el contacto vivo de las ramas de las matas que utilizaba como asidero y apoyó al fin los pies en el suelo, en la salvación, en el mundo horizontal.

Inmóviles, Jean-Loup y Pierrot lo miraban avanzar. Cuando llegó, Frank vio fijamente clavado en los suyos el relámpago verde de los ojos de Jean-Loup. Estaba extenuado. Pensó que su debilidad le impediría sostener una lucha con aquel hombre, y menos aún después de lo que le había visto hacer poco antes, durante el combate con Mosse.

Quizá Jean-Loup adivinó sus pensamientos. Sonrió, y su sonrisa iluminó por un momento un rostro de repente muy cansado. Detrás de ese simple movimiento de los labios había cosas que Frank solo conseguía conjeturar: una vida escindida en un continuo paso de la luz a la oscuridad, del calor al frío, de la lucidez al delirio, en el perenne dilema de ser uno o ninguno.

La sonrisa de Jean-Loup se apagó. Su voz era la misma que hechizaba a sus oyentes por la radio. Irradiaba tranquilidad y bienestar.

—Tranquilo, agente Ottobre. No tengas miedo. Sé leer la palabra «fin» cuando la veo escrita.

Frank se agachó a recoger el móvil que aún estaba en el suelo. Mientras marcaba el número de Morelli pensó en lo absurdo de la situación. Estaba allí, desarmado, en poder de un hombre que habría podido desintegrarle aun combatiendo con una mano atada a la espalda, y sin embargo se le permitía seguir viviendo solo porque ese mismo hombre había decidido no matarlo.

La voz de Morelli salió bruscamente del aparato.

—Diga.

Frank le ofreció a cambio su voz exhausta y una buena noticia.

—Claude, soy Frank.

—¿Qué hay? ¿Qué te sucede?

Las pocas palabras que dijo le costaron un enorme esfuerzo.

—Ven enseguida con un coche a casa de Jean-Loup. Lo he atrapado.

No oyó la respuesta admirada del inspector. No vio que Pierrot inclinaba la cabeza y se apretaba todavía contra el cuerpo de su amigo, como reacción al significado de aquellas tres últimas palabras. Mientras bajaba el móvil, Frank solo miraba la mano de Jean-Loup, que se abría lentamente y dejaba caer en la tierra el cuchillo ensangrentado.

62

El coche con las insignias de la Süreté Publique de Montecarlo se desplazó a la derecha y cogió a una velocidad desenfrenada la carretera que bajaba hacia el aeropuerto de Niza. Frank le había dicho a Xavier que era cuestión de vida o muerte, y el agente había tomado sus palabras al pie de la letra. A pesar de la sirena encendida, oyó con toda claridad el chirrido de los neumáticos sobre el asfalto mientras la fuerza centrífuga los empujaba hacia la parte exterior de la curva. Llegaron a una rotonda en la que había evidentes signos de que estaban haciendo obras. Frank pensó que ir en un coche patrulla no los libraba de las leyes de la física, una de las cuales habla del principio de la impenetrabilidad de los cuerpos. Temió que esta vez Xavier, pese a su talento al volante, no lograra mantener el coche en el carril, chocara contra las balizas blancas y rojas y se precipitara rodando pendiente abajo hasta caer en medio de la vegetación de la llanura del Var. Una vez más, su piloto favorito le sorprendió. Con un movimiento decidido ejecutó una perfecta maniobra con la que eludió el obstáculo, tras la cual continuó su camino con una segunda maniobra digna de un manual.

Frank notó que el cuerpo de Morelli se relajaba cuando vio que sobrevivirían. Recorrieron un breve trecho en línea recta y Xavier comenzó a desacelerar. Apagó la sirena al entrar en el carril de acceso a la Terminal 2, donde un cartel indicaba la zona de descarga de equipaje y desembarque de pasajeros, llamada «Kiss and Fly», donde solo se permitía un breve alto.

Frank sonrió para sí.

«Kiss and Fly»: un beso, y a volar.

No creía que Parker lo besara antes de partir.

En lugar de seguir el recorrido normal, se detuvieron ante un acceso reservado, protegido por una barrera y por dos vigilantes del aeropuerto de la Costa Azul. Al ver las insignias de la policía, los agentes levantaron la barrera y les permitieron pasar. Poco después el coche se detuvo con suavidad en la terminal de salidas internacionales.

Morelli se volvió de repente hacia el conductor.

—Si a la vuelta conduces así, te garantizo que el próximo volante que tendrás en las manos será el de un tractor para cortar hierba. Las empresas de jardinería contratan de buena gana a los ex policías...

Frank sonrió; se asomó desde el asiento posterior y, solidariamente, apoyó una mano en el hombro del agente.

—No te preocupes, campeón. Morelli ladra pero no muerde.

Su móvil comenzó a sonar. Imaginaba quién podía ser. Metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el aparato. El sonido era tan imperioso que le sorprendió que el aparato no estuviera caliente, como si la campanilla tuviera un efecto térmico más que sonoro.

—¿Diga?

—Hola, Frank. Soy Froben. ¿Dónde estás?

—Acabo de llegar al aeropuerto. Estoy bajando del coche.

La voz del comisario no reflejaba solo simple alivio, sino auténtico consuelo.

—¡Menos mal! Nuestro amigo está que arde. Dentro de poco declarará él solo la guerra a Francia. Ni te cuento lo que he tenido que inventar para mantenerle aquí...

—Te creo. Pero te aseguro que no era un capricho. Me has hecho uno de los mayores favores de toda mi vida.

—Vale, vale. Basta ya, o me echaré a llorar y se me estropeará el móvil. Acaba con los agradecimientos y corre a quitarme de las manos esta patata caliente. Voy a tu encuentro.

Frank abrió la puerta del coche. La voz de Morelli lo detuvo un instante cuando ya tenía un pie en el asfalto.

—¿Te esperamos?

—No. Ve. Para volver ya me las apañaré solo.

Iba ya a marcharse, pero se detuvo un momento. La prisa no quita la gratitud.

—Ah, Claude...

—¿Sí?

—Mil gracias. A los dos.

Morelli lo miró por encima del asiento delantero.

—¿Gracias por qué?... Ve, ve, que te esperan...

Antes de bajar, Frank dirigió una mirada cómplice a Xavier.

—Apuesto mil euros contra una tarjeta de visita de Roncaille a que no consigues regresar a Montecarlo tan deprisa como hemos llegado hasta aquí...

Cerró la puerta sonriendo por las protestas de Morelli. Pero cuando oyó a su espalda el motor del coche que arrancaba, su sonrisa ya había desaparecido.

La captura de Jean-Loup y el fin de la pesadilla habían sumido a los hombres de la Süreté Publique de Montecarlo en una especie de anticipada celebración navideña. Aunque no había guirnaldas ni adornos ni brindis, porque todos los muertos que ese hombre había dejado en el camino prohibían todo tipo de festejo. Aun así, verlo llegar esposado a la central había sido para todos, en pleno verano, como un hermoso regalo encontrado bajo el árbol. Si alguien pensó que Nicolás Hulot no se encontraba allí para compartir aquel momento, se lo guardó para sí. El hecho de haberlo detenido gracias a una genial intuición de Frank, sumado a que lo hubiera capturado él solo, sin ayuda de nadie, había aumentado en grado sumo la estima general en que le tenía la policía monegasca, o bien la había despertado entre aquellos que hasta entonces no habían creído en él. Frank sonrió cuando había que sonreír, estrechó las manos que le tendían, recibió las felicitaciones y formó parte de una alegría que solo compartía en parte. Se sumó a la atmósfera general de triunfo, ya que no deseaba ser un aguafiestas, el único hombre que no sonríe en la foto.

No obstante, no tardó en hacer algo que durante aquel día se había convertido en un ritual. Miró su reloj. Y pidió un coche para llegar lo más deprisa posible al aeropuerto de Niza.

Atravesó la acera en dos zancadas. La puerta de cristal de la terminal reconoció su prisa y se abrió dócilmente a su paso. Apenas la cruzó se encontró ante la figura familiar del comisario Froben, que al verlo soltó un fuerte resoplido e hizo como que se enjugaba el sudor de la frente.

—Jamás sabrás cuánto placer me causa verte.

—Jamás sabrás cuánto me lo imagino.

Frank respondió con el mismo tono jovial, pero ambos habían dicho la verdad.

—No sabes las cosas que he tenido que hacer para convencer a nuestro hombre de que no hacía falta ninguna intervención oficial. Casi he tenido que ponerle las manos encima, ¡porque ya tenía un dedo en el teléfono para llamar al presidente de Estados Unidos! Bien, ya sabes... Se ha resignado a perder un avión, pero el próximo vuelo a su país sale dentro de poco más de una hora. Si pretendes seguir reteniéndole, te aviso que el general Parker es sumamente difícil de manejar.

—Nada que puedas decirme de Parker me asombrará. Podría contarte algunas cosas que te dejarían con la boca abierta.

Mientras hablaban, iban andando a toda prisa hacia el sector del aeropuerto donde Froben había confinado a la familia Parker. Cuando llegaron a las barreras de control, el comisario mostró su placa a los agentes del detector de metales. Un policía de uniforme les indicó un paso lateral, con lo que pudieron evitar la cola de pasajeros que esperaban a que les revisaran el equipaje de mano. Doblaron a la izquierda, en dirección a las puertas de embarque.

—Hablando de cosas asombrosas, ¿cómo marcha el otro asunto? ¿Me equivoco, o hay novedades?

—¿Te refieres a Ninguno?

—Exacto.

—Lo hemos atrapado —dijo Frank con voz neutra.

El comisario lo miró estupefacto.

—¿Cuándo?

—Hace más o menos una hora. En estos momentos ya está en prisión.

—¿Y me lo dices así?

Frank lo miró e hizo un gesto vago con la mano.

—Eso ya terminó, Claude. Capítulo cerrado.

No tuvo tiempo de añadir más, porque habían llegado a la puerta de una salita reservada, vigilada por un agente.

Frank se detuvo delante de la puerta, detrás de la cual se hallaban Nathan Parker, Helena y Stuart. Uno de ellos obstaculizaba el presente; los otros dos formaban parte de su futuro. Se quedó mirando la hoja de madera como si fuera transparente y pudiera ver a través de ella lo que estaban haciendo las personas que esperaban dentro.

Froben se le acercó y le puso una mano en el hombro.

—¿Necesitas ayuda, Frank?

En su voz se percibía un sutil tono protector. Ese hombre poseía una sensibilidad que contrastaba con su apariencia de leñador.

—No, gracias. Ya me has dado toda la ayuda que necesitaba. Ahora debo arreglármelas solo.

Frank lanzó un profundo suspiro y abrió la puerta.

Entró en una de las tantas anónimas y confortables salas VIP que se encuentran en los aeropuertos a disposición de los pasajeros que vuelan en un billete de primera clase. Butacas y sofás de piel, pintura color pastel en las paredes, tapetes en el suelo, un espartano
self service
a un lado, reproducciones de Van Gogh y de Matisse junto a algunos carteles de compañías aéreas en marcos de acero satinado. Reinaba la habitual sensación de precariedad que suele percibirse en esa clase de lugares, como si tantas llegadas y salidas dejaran en el aire, a pesar del confort, una sensación de desolación.

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