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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (74 page)

BOOK: Yo mato
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Helena estaba sentada en un sofá, hojeando una revista. Stuart, a su lado, se entretenía con un videojuego portátil. Frente a ellos, sobre una mesita baja de madera con superficie de cristal, dos vasos de plástico y una lata de Fanta.

El general Parker estaba de pie, de espaldas, al otro lado de la habitación. Miraba fijamente la copia de una crucifixión de Dalí colgada en la pared, las manos cruzadas detrás de la espalda.

Al oír la puerta que se abría giró la cabeza. Miró a Frank como si no lo hubiera visto en mucho tiempo y se esforzara por conectar su rostro con un nombre y un lugar.

Helena alzó los ojos de la página que leía; cuando lo vio se le iluminó la cara. Frank agradeció al destino que la luz de esa mirada estuviera reservada a él. Pero no tuvo tiempo de disfrutar de esa sonrisa. La furia de Parker estalló y descendió sobre él como una nube negra que cubre el sol. En dos pasos ya se había puesto entre ellos. En su semblante el odio ardía con más fuerza que las llamas de un incendio.

—Debí imaginar que detrás de todo esto estaba usted. Pero creo que ha cometido su último y definitivo error. Ya se lo dije una vez, y ahora se lo confirmo: es usted un hombre acabado. Quizá en su estupidez piense que mis palabras se las llevará el viento, pero en cuanto vuelva a Estados Unidos encontraré la manera de lograr que de usted no queden ni siquiera las migas, encontraré el modo de...

Frank fijó una mirada indiferente en la cara congestionada del militar. En su interior se agitaban grandes olas de borrasca, que rompían haciendo crujir el delgado entarimado de madera del muelle. Sin embargo, la voz con la que interrumpió al general sonó tan calmada que irritó aún más a su adversario.

—Si yo fuera usted, general, me calmaría. A su edad, aun en sus excelentes condiciones de salud, el corazón es un órgano que debe tratarse con cierta prudencia. No creo que quiera correr el riesgo de sufrir un infarto y librarme de su presencia de un modo tan gratificante.

Lo que cruzó en un instante el rostro del viejo soldado fue como el ondear repentino de mil banderas, cada una agitada por un viento de guerra. Frank vio con placer que más allá del odio, la ira y la incredulidad, durante un segundo se reflejó en el fondo de aquellos implacables ojos azules una sombra de sospecha. Quizá Parker comenzaba a preguntarse de dónde sacaba Frank la fuerza para hablarle de ese modo. Fue solo un relámpago; después, la mirada del militar volvió a cubrirse con su habitual omnipotencia despectiva. Decidió replicar con el mismo tono. Su voz se calmó, su boca se compuso en una sonrisa condescendiente.

—Lamento desilusionarlo, joven. Para su desgracia, mi corazón es fuerte como una roca. Es el suyo, en cambio, el que parece entregado a palpitaciones indebidas. Y ese es otro de sus errores. Mi hija...

Frank le interrumpió de nuevo. No era algo a lo que el general Nathan Parker estuviera muy acostumbrado.

—En lo que atañe a su hija y a su nieto...

Frank hizo una pequeña pausa después de la palabra «nieto» y bajó el tono de modo que el niño no lo oyera. Stuart, atónito, seguía el altercado sentado en el sofá con las manos en el regazo. El juego electrónico, al que no hacía ni caso, continuaba emitiendo un desolado
bip, bip,
bip...

—En lo que atañe a su hija y a su nieto, decía, les aconsejaría que fueran a dar una vuelta por el
duty-free.
Quizá sea lo mejor que lo que debemos decirnos quede entre nosotros dos.

—Nosotros no debemos decirnos nada, agente Ottobre. Y mi hija y mi nieto no deben ir a ningún condenado
duty-free
. Es usted quien debe salir por esa puerta y desaparecer para siempre de nuestra vida, mientras nosotros subimos a un avión directo a Estados Unidos. Le repito que...

—General, creo que todavía no ha comprendido usted que los faroles, a la larga, dejan de dar resultado. Tarde o temprano uno se encuentra frente a alguien que tiene mejores cartas en la mano. Y que las juega para ganar. Usted no me importa nada de nada. Si lo viera quemarse vivo, ni siquiera le daría el gusto de mearle encima. Si prefiere usted que le diga lo que debo decirle en presencia de ellos, lo haré. Pero sepa que son cosas de las que no hay vuelta atrás. Si quiere correr ese riesgo...

La voz de Frank era tan baja que a Helena le costó ver que todavía estaba hablando. Se preguntó qué le habría dicho Frank a su padre para hacerlo enmudecer de aquel modo. Frank la miró e hizo una ligera seña afirmativa con la cabeza. Helena se levantó del sofá y cogió a su hijo de la mano.

—Ven, Stuart, vamos a dar una vuelta. He visto unas cosas muy interesantes allí fuera.

El niño la siguió sin protestar. Como su madre, vivía en la casa del general Parker y no estaba acostumbrado a recibir consejos, sino solo órdenes. Y las órdenes no se discuten.

Los dos se dirigieron hacia la puerta. La moqueta absorbió el sonido de sus pasos. El único ruido que dejaron tras ellos fue el de la puerta que se cerraba.

Frank se sentó en el sofá, en el mismo lugar que Helena había ocupado hasta hacía poco, y encontró casi intacto el calor de su cuerpo sobre la piel. Un calor que hizo suyo.

Indicó el sillón que había frente a él.

—Siéntese, general.

—¡No me diga lo que debo hacer!

Frank notó una leve nota de histeria en la voz de Parker.

—Termine de una buena vez con sus desvaríos. Tenemos un avión que...

El general miró el reloj. Frank sonrió por dentro. También él debía de haber hecho ese gesto decenas de veces aquel día. Observó que el militar tenía que alejar el cuadrante de los ojos para poder enfocar la hora.

Parker apartó la mirada del reloj.

—Nuestro avión despega en poco menos de una hora.

Frank meneó la cabeza.

«Negativo, señor.»

—Lamento contradecirle, general. No debió decir «nuestro» avión, sino «mi» avión.

Parker lo miró como si le costara creer lo que acababa de oír. En su semblante se dibujó lentamente esa expresión de sorpresa de los que tardan en comprender el verdadero sentido de una respuesta. Luego estalló en una carcajada. Frank vio con satisfacción que era una risotada sincera y pensó con cuánto placer se la habría borrado de la boca.

—Ríase todo lo que quiera. Eso no impedirá que se vaya usted solo y que su hija y su nieto se queden aquí, en Francia, conmigo.

Parker sacudió la cabeza, con la conmiseración que inspiran las divagaciones de un idiota.

—Está usted completamente loco.

Frank sonrió y se relajó en el sofá. Cruzó las piernas y apoyó un brazo en el respaldo.

—Lamento contradecirlo otra vez. Quizá en otra época lo estuve. Pero ya me he curado. Por desgracia para usted, nunca he estado más cuerdo que en este momento. Verá, general, se ha esmerado usted tanto en fijarse en los errores que yo cometía, que no se ha preocupado por los suyos, que han sido mucho más graves.

El general miró hacia la puerta y dio dos pasos en esa dirección. Pero Frank le cortó de raíz la iniciativa.

—No espere ninguna ayuda por ese lado. No le aconsejo que involucre a la policía de aquí, si es eso lo que estaba pensando. Y si espera la llegada del capitán Mosse, sepa que en estos momentos está acostado en la mesa de un depósito de cadáveres, con la garganta cortada.

El general giró la cabeza de repente.

—Pero ¡¿qué está diciendo?!

—Lo mismo que ya le he dicho antes. Por muy hábil que uno sea, siempre encuentra a uno mejor. Su esbirro era un buen soldado, pero lamento informarle que Ninguno, el hombre al que le había encomendado matar, era de lejos mucho mejor combatiente. Lo ha despachado con la misma facilidad con que Mosse planeaba matarlo a él.

Tras oír esta noticia, Parker se sentó. En su rostro bronceado había aparecido de pronto una tonalidad gris.

—De todos modos, en cuanto al asesino de su hija, sepa que lo hemos atrapado y que no hay riesgo de que suceda lo que usted temía. Lo encerraremos en un manicomio para criminales y no volverá a salir.

Frank se concedió una pequeña pausa. Se acomodó en el borde del sofá y estudió al hombre que estaba sentado en silencio frente a él. No conseguía imaginar qué pensamientos atravesaban su mente en aquel momento. Por otra parte, le importaba un rábano. Lo único que deseaba era cerrar deprisa todo aquel asunto y verlo alejarse para siempre hacia la pasarela de su avión.

Solo.

—Creo que lo más simple será comenzar por el principio, general. Y el principio tiene que ver conmigo, no con usted. No hace falta que me extienda mucho en mi historia personal, puesto que usted ya la conoce bastante bien, ¿verdad? Lo sabe todo sobre mí, sobre mi mujer y su suicidio, después de que me salvara de milagro de una explosión mientras investigaba a Jeff y Osmond Larkin, dos traficantes de drogas que controlaban un mercado de doscientos o trescientos millones de dólares al año. Aquella experiencia me destrozó. Mientras trataba de emerger del fondo del pozo en el que me había hundido, llegué aquí y, a mi pesar, me encontré involucrado en esta investigación sobre un asesino en serie. Un asesino que lamentablemente escogió como primera víctima a su hija Arijane. Ahí es donde entra usted en escena, general. Llega a Montecarlo trastornado por la pena y el deseo de venganza...

Parker interpretó esas palabras como un cuestionamiento de su dolor de padre.

—¿Y qué habría hecho usted si alguien hubiera matado a su mujer de ese modo?

—Probablemente lo mismo que usted. No habría tenido paz hasta haber matado al asesino con mis propias manos. Pero su caso es distinto...

—¿Qué quiere usted decir, payaso? ¿Qué puede usted saber de los sentimientos de un padre por su hija?

Parker había hablado por impulso, sin reflexionar. De inmediato se dio cuenta del error que había cometido. Frank sintió ganas de coger la Glock que llevaba a la cintura y dispararle a la cabeza en ese mismo momento, para que los pedazos de seso de aquella escoria adornaran con un toque
naif
los carteles de las paredes de aquella sala anónima. Pensó que el esfuerzo de dominarse quizá le quitaría diez años de vida.

Respondió. Pronunció aquellas palabras en tono gélido.

—En efecto, general, ignoro cuáles son los sentimientos de un padre por una hija. Pero sé perfectamente cuáles pueden ser sus sentimientos por una de sus hijas. Usted me da asco, Parker, literalmente asco. Ya le he dicho que es un ser despreciable y que lo aplastaría como a una cucaracha. En su jactancia, en su delirio de omnipotencia, es usted el que no ha querido creer...

La sombra de una sonrisa pasó por el rostro de Parker. Quizá consideraba una pequeña victoria personal la reacción que había provocado en Frank.

—Si disculpa mi curiosidad, ¿quiere explicarme cómo se propone conseguirlo?

Frank extrajo un gran sobre amarillo del bolsillo interior de la chaqueta y lo arrojó sobre la superficie de cristal de la mesita que había entre ambos.

—Aquí tiene. Este sobre contiene la confirmación de todo lo que voy a decirle. Ahora, si me permite, quisiera continuar...

Parker hizo un gesto con las manos, invitándole a proseguir.

Todavía rojo de ira, Frank tuvo que hacer un gran esfuerzo para calmarse y continuar exponiendo en orden los hechos.

—Como le decía, usted llegó a Montecarlo, destrozado por la muerte de su hija y por la forma bárbara en que la habían matado, y manifestó en términos muy poco discretos, debo decir, el deseo de poner personalmente las manos sobre el asesino. Tan poco discreto que hasta despertó algunas sospechas.

Hizo una pausa, y luego destacó casi sílaba por sílaba las palabras siguiente:

—Pero estaba usted muy lejos de querer detener a Ninguno. Lo que usted quería era exactamente lo contrario: que el asesino siguiera matando.

Parker se puso de pie de un salto, como si de pronto hubiera descubierto una serpiente en el sillón.

—Ahora sí que estoy seguro. Usted está loco de atar y habría que encerrarle en la misma celda que al otro.

Frank le hizo una seña para que volviera a sentarse.

—Sus acrobacias dialécticas parecen los esfuerzos de un ratón en una trampa. Totalmente inútiles. ¿Todavía no lo ha entendido, Parker? ¿Todavía no ha entendido que lo sé todo sobre usted y el difunto, pero no llorado, capitán Mosse?

—¿Que lo sabe usted todo? ¿Todo sobre qué?

—Si tiene la amabilidad de no interrumpirme más, podrá saberlo antes de embarcar en su avión. Para que lo comprenda bien, debemos dar un paso atrás y volver a mi historia. De los dos traficantes de que le hablé, uno de ellos, Jeff Larkin, murió durante una emboscada planeada para capturarlos. Que en paz descanse. El otro, Osmond, terminó en la cárcel. Las investigaciones sobre esos dos señores llevó a mis colegas del FBI a sospechar que, para poder realizar sus negocios, contaban con la colaboración de alguien muy influyente, alguien a quien, a pesar de todos los esfuerzos de los investigadores, no se ha conseguido identificar todavía.

Ahora el rostro de Nathan Parker era una máscara de piedra. Se sentó en la butaca de piel y cruzó las piernas, los ojos entornados, esperando. Aquello ya no era un enfrentamiento entre dos gallos en un gallinero. Era el momento en que Frank iba mostrando una a una sus cartas, y de momento el general parecía solo curioso de saber cuáles serían sus triunfos.

Frank no veía la hora de cambiar esa curiosidad por la incredulidad ante la derrota.

—Encerrado en prisión, el único contacto de Osmond con el resto del mundo era su abogado, un letrado apenas conocido en los tribunales de Nueva York, surgido de la nada para agitar las aguas. Hubo quien sospechó que ese abogado, un tal Hudson McCormack, era mucho más que un simple defensor. Se formuló la hipótesis de que quizá él fuera ese contacto con el exterior que la cárcel impedía a su cliente. Mi compañero del FBI, con quien llevé a cabo la investigación de los Larkin, me envió por correo electrónico una foto de McCormack porque, figúrese usted, el personaje en cuestión venía precisamente hacia aquí, a Montecarlo. Qué coincidencias tiene la vida, ¿verdad? Según la versión oficial, venía a participar en una regata, pero usted sabe tan bien como yo que las cosas oficiales a veces pueden esconder algunas cosas extraoficiales mucho más significativas...

El general arqueó las cejas.

—¿Quiere ser tan amable de explicarme qué tengo que ver yo con toda esta historia de policías y ladrones?

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