Yo mato (78 page)

Read Yo mato Online

Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
13.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Si no lo has hecho antes, esta me parece una buena razón para cazar al agente Lacroix. Tengo la sospecha de que, por su culpa, acabas de hacer el ridículo.

—¿Quién, yo? ¿Y qué? No era más que un poco de sano humor... Y bien, ¿qué piensas hacer en el futuro inmediato?

Frank hizo un gesto vago.

—Quizá me dedique a andar un poco sin rumbo...

—¿Solo?

—¡Pues claro! ¿Quién querría estar con un ex agente del FBI agujereado como un colador?

Morelli tuvo su revancha. Justo en ese momento, una camioneta Laguna metalizada apareció del mismo lugar de donde había llegado el coche de Xavier y se detuvo junto a ellos. Al volante iba Helena Parker, el rostro sonriente y una mirada que parecía no pertenecerle. Si alguien, apenas una semana atrás, hubiera fotografiado sus ojos y los hubiera comparado con los ojos que mostraba ahora, le habría costado creer que se trataba de la misma mujer. Stuart, sentado en el asiento de atrás, observaba con curiosidad la entrada de la central de la Süreté Publique.

Morelli miró a Frank con ironía.

—Conque solo, ¿eh? Pues parece que algo de justicia existe en este mundo... Ahora tú subirás a este coche, y Lacroix mantendrá su puesto...

Le tendió la mano, que Frank estrechó con placer. Ahora el tono era distinto. Era el tono del que ha visto muchas cosas y habla con un amigo que también las ha visto.

—Anda, antes de que esta mujer se dé cuenta de que eres un hombre más agujereado que un colador y decida marcharse sola. Aquí, la historia ya ha terminado.

—Ya. Esta ha terminado, sí. Pero mañana, en alguna parte, comenzará otra.

—Así son las cosas, Frank, en Montecarlo o en cualquier otro lugar... Aquí solo es un poco más brillante.

Morelli dudó si preguntarle algo más. No por inseguridad, sino por un sentido de la discreción que Frank le agradecía.

—¿Ya has decidido qué harás después?

—¿Te refieres al trabajo?

—Sí.

Frank se encogió de hombros, indiferente. Morelli sabía muy bien que no era así, pero por el momento no se podía pretender mucho más.

—En estos momentos el FBI es como el paraíso: puede esperar. Ahora lo único que necesito son unas buenas vacaciones, unas vacaciones de verdad, esas en las que uno ríe y se divierte con personas queridas.

Hizo un gesto significativo en dirección al coche.

De pronto Morelli agrandó los ojos y se llevó una mano al bolsillo de la chaqueta.

—¡Caramba! Casi me olvidaba. Menos mal que me he acordado, pues de lo contrario tendría que haberte hecho perseguir por la policía de media Francia para dártela.

Le tendió un sobre liviano de papel celeste.

—Sin contar que la persona que me ha dado esta carta para ti no me habría perdonado.

Frank lo observó un instante, sin abrirlo. Vio el nombre escrito con letra femenina, delicada pero no afectada. Imaginaba de quién podía ser. Por el momento se la guardó en el bolsillo. Hizo ademán de abrir la puerta del coche.

—Adiós, Claude. En Estados Unidos decimos
take it easy,
tómatelo con calma.

—Tú te lo tomarás con calma, paseando por el mundo, de vacaciones.

Como si quisiera confirmar aquel augurio, del interior del coche llegó la voz aguda de Stuart.

—Vamos a Eurodisney —dijo en inglés.

Morelli dio un paso atrás y alzó los ojos al cielo. Fingió una expresión desolada, para divertir al niño, que se asomaba por el espacio entre los dos asientos delanteros. Respondió en buen inglés, apenas matizado por su erre francesa.

—Mira qué bonito. Vosotros en Eurodisney y yo aquí, tirando del carro.

Hizo una leve concesión al mundo y a los presentes.

—En Montecarlo, de acuerdo, pero siempre trabajando sin cesar y solo como un perro.

Frank subió al coche, cerró la puerta y abrió la ventanilla. Se dirigió a Helena, pero de modo que el inspector le oyera.

—Vayámonos, antes de que este pordiosero nos arruine el día. Desde luego, no sé de dónde sacan a los policías aquí. ¡Y después dicen que la policía de Montecarlo es una de las mejores del mundo...!

Con un último saludo, el coche se puso en movimiento. Llegaron al final de la calle Notari y doblaron a la derecha. Al final de la calle Princesse Antoinette se detuvieron para ceder el paso. Frank vio a Barbara en la esquina, que subía por la calle a paso apresurado, haciendo ondear su cabellera roja al ritmo de su ondulante andar. Mientras el coche continuaba su camino, Frank se volvió para seguirla con la mirada, pensando que la presencia de la muchacha en esa calle no era una casualidad. Morelli acababa de comentarle que solo esperaba a personas de cuya llegada estaba seguro...

Helena le dio un golpecito en el brazo. Cuando se volvió hacia ella, vio que sonreía.

—Eh, ¿todavía no nos hemos ido y ya te vuelves a mirar a otras mujeres?

Frank se apoyó en el respaldo y se puso las gafas oscuras con gesto brusco.

—Por si te interesa, esa mujer es la razón de la presencia de Morelli en la calle. Así que quería despedirse del amigo que se iba, ¿eh? ¿Le has oído cuando dijo que se quedaba en Montecarlo solo como un perro?

—Esto confirma la teoría de que el mundo está lleno de hombres viles y mentirosos.

Frank la miró. En pocos días, Helena se había transformado. Pensar que en parte era mérito suyo comenzaba a transformarlo también a él. Sonrió y meneó enérgicamente la cabeza, en abierta negación a lo que ella acababa de afirmar.

—No, esto confirma la teoría de que el mundo está lleno de viles mentirosos. Solo por un inevitable hecho estadístico algunos de ellos son hombres.

Frank fingió que quería eludir la reacción de Helena y le dio instrucciones sobre el recorrido: señaló con la mano la calle.

—Coge por aquí, a la derecha. Bordearemos el puerto y después seguiremos las indicaciones para Niza.

—Es inútil que cambies de tema. Me propongo reanudar esta conversación —replicó Helena.

Su expresión, sin embargo, desmentía el tono belicoso de sus palabras. El coche cogió la breve bajada hacia el puerto y el muelle lleno de gente. Stuart iba colgado de la ventanilla, fascinado por todo aquel colorido caos estival de personas y embarcaciones. Señaló un enorme yate privado, anclado en el muelle de la derecha, en el que se veía un pequeño helicóptero en el puente superior.

—Mamá, ¡mira qué barco más grande! ¡Hasta tiene un helicóptero!

Helena respondió sin volverse.

—Ya te lo he explicado, Stuart. El principado de Monaco es un poco extraño. Es un estado muy pequeño, pero viene un montón de gente importante.

—Ah, yo sé por qué. ¡Aquí no se pagan los impuestos!

Frank no creyó oportuno explicarle que tarde o temprano los impuestos se pagan, en cualquier parte de mundo donde uno se encuentre. No era una conversación que Stuart pudiera entender, y él no tenía ganas de explicárselo. Ni siquiera tenía ganas de pensar, en aquel momento. Dejaron atrás el lugar donde se había encontrado el cadáver de Arijane. Helena no dijo nada, y tampoco Frank. Le alegró llevar puestas las Ray-Ban, para que ella no pudiera verle los ojos. Luego llegaron a la curva de Rascasse y pasaron por el edificio de Radio Montecarlo. Frank volvió a ver por un instante la cabina de control y la luz roja con el letrero «ON AIR» que se encendía, e imaginó al locutor en el aire y...

«Basta. Ya ha terminado. Y si mañana empieza otra historia como esta, ya no será algo que te ataña.»

La camioneta prosiguió su camino hacia las afueras de la ciudad; en cuanto superó la bifurcación hacia Fontvieille y cogió la calle que llevaba a Niza, la pequeña tensión que se había creado a bordo se desvaneció. Al moverse en el asiento en busca de una posición más cómoda, sintió un crujido de papel en el bolsillo de la chaqueta. Metió la mano y sacó el sobre que le había entregado Morelli.

«El mensajero no tiene penas. Pero quien ha escrito esta carta seguramente sí.»

El sobre no estaba cerrado. Frank sacó una hoja azul celeste doblada en dos. Cuando la abrió vio un breve mensaje escrito con la misma letra delicada del sobre.

Hola, guapo:

Me uno a las felicitaciones generales al héroe del día y añado el agradecimiento más sincero por todo lo que has hecho por mí. Acabo de recibir una comunicación de las autoridades del principado de Monaco. Se hará una ceremonia oficial en memoria del comisario Nicolás Hulot en reconocimiento de sus méritos, y he sabido de buena fuente que tú has sido su principal artífice. Bien sabes lo que esto significa para mí, y no me refiero solo al aspecto económico, que me garantizará una vejez apacible, hasta donde pueda serlo la mía.

Frente a ciertos hechos, lo único que el mundo desea es olvidar deprisa. Pero en alguien debe recaer el deber de recordar, para que no sucedan de nuevo.

Estoy muy orgullosa de ti. Tú y mi marido sois los mejores hombres que he conocido en mi vida. A Nicolás lo he amado y lo amo todavía. Y a ti te querré siempre.

Te deseo toda la suerte que mereces y que seguramente encontrarás.

Un beso,

CÉLINE

Frank releyó dos o tres veces la breve carta de Céline Hulot antes de doblarla y volver a guardarla en el bolsillo. Mientras cogía la calle que subía a la autovía, Helena volvió un instante la mirada hacia él.

—¿Malas noticias?

—Todo lo contrario. Saludos y buenos deseos de una querida amiga.

Stuart se asomó por el espacio entre los asientos. Su cabeza quedó entre la de Frank y la de Helena.

—¿Es alguien que vive en Montecarlo?

—Sí, Stuart, vive aquí.

—¿Es una mujer importante?

Frank miró a Helena. La respuesta que dio valía sobre todo para ella.

—Claro que es una mujer importante. Es la mujer de un policía.

Helena sonrió. Stuart se retiró, perplejo. Volvió a sentarse en el asiento posterior y miró el mar que desaparecía por la ventanilla a medida que avanzaban hacia el interior. Frank alargó la mano para coger el cinturón de seguridad. Mientras se lo abrochaba, Frank se dirigió a Stuart:

—Jovencito, a partir de este momento y hasta nueva orden vamos con los cinturones abrochados. ¿Roger?

Frank decidió que, después de todo lo sucedido, se había ganado el derecho a ser un poco estúpido. Tendió los brazos al frente, como un jefe de caravana que indica a un convoy de pioneros el camino al Oeste.

—¡Francia, allá vamos!

Él y Helena recibieron con una sonrisa la entusiasta reacción del niño. Mientras controlaba que Stuart se abrochara el cinturón correctamente, Frank volvió a contemplar el perfil de la mujer que iba al volante, concentrada en conducir en medio del congestionado tráfico estival de la Costa Azul. Recorrió con los ojos su perfil; su mirada era un lápiz que dibujaba de modo indeleble aquel momento en su memoria.

Pensó que no sería fácil, para ninguno de los dos. Deberían dividir igualmente sus esfuerzos entre vivir y tratar de olvidar. Pero estaban juntos, y esto era ya de por sí el mejor comienzo. Se acomodó mejor en el asiento y apoyó la nuca en el reposa cabezas. Cerró los ojos, detrás de las gafas oscuras. Se dijo que todo lo que le interesaba en el mundo estaba en ese coche con él, y decidió que era imposible desear más.

Último carnaval

Ahora, finalmente, todo es blanco.

El hombre está apoyado con los hombros contra la pared, en el lado más largo de una pequeña habitación rectangular. Está sentado en el suelo, abrazado a las rodillas dobladas, y observa el movimiento de los dedos de sus pies dentro de los calcetines blancos de algodón. Lleva una chaqueta y un pantalón de tela áspera, blanca, como blancos son los muros entre los que está encerrado. Contra la pared, frente a él, sólidamente clavada al suelo, hay una cama de metal tubular.

Es blanca, también.

No hay sábanas, pero blancos son el colchón y la almohada. Y blanca es la luz que llueve del techo, protegida por una pesada rejilla apresuradamente pintada de blanco, que parece ser la fuente misma de la blancura deslumbrante de la habitación.

Esa luz no se apaga nunca.

Levanta despacio la cabeza. Sus ojos verdes miran sin angustia la única, minúscula ventana, colocada a una altura inalcanzable. Es el único reloj de que dispone para marcar el paso del tiempo.

Claro y oscuro. Blanco y negro. Día y noche.

No sabe por qué, pero el azul del cielo no se ve nunca.

La soledad no le pesa.

Por el contrario, experimenta un ligero fastidio cada vez que le llega de fuera una señal del mundo. De vez en cuando se abre una gatera en la parte de abajo de la puerta y por el suelo se desliza una bandeja con tazones de plástico llenos de comida. El plástico es blanco y la comida tiene siempre el mismo sabor. No hay cubiertos. Come con los dedos y devuelve la bandeja y los tazones cuando la gatera vuelve a abrirse. Recibe a cambio un pequeño trozo de tela blanco y mojado con que limpiarse las manos, que debe devolver enseguida.

De tiempo en tiempo una voz le dice que se ponga en el centro de la habitación y extienda los brazos hacia delante. Controlan sus movimientos por una mirilla que hay en el centro de la puerta. Cuando ven que está en la posición indicada, la puerta se abre y entran unos hombres que le meten los brazos en una camisa de fuerza y se la atan apretada detrás de la espalda. Cada vez que le obligan a ponérsela, sonríe.

Percibe que esos hombres fuertes vestidos de verde le tienen miedo y ha notado que siempre intentan evitar su mirada. Casi le parece oler su miedo. Sin embargo, deberían saber que el tiempo de la lucha ha terminado. Se lo ha dicho muchas veces al hombre con gafas que encuentra en la habitación hasta la que lo escoltan, el que quiere hablar, el que quiere saber, el que quiere entender.

Le ha dicho muchas veces que no hay nada que entender.

Solo hay que aceptar lo que ocurre y continuará ocurriendo, del mismo modo que él acepta sin reaccionar estar encerrado en todo ese blanco hasta que él mismo llegue a formar parte de la blancura.

No, la soledad no le pesa.

Lo único que le falta es la música.

Sabe que jamás le permitirán tenerla, de modo que de vez en cuando cierra los ojos y la imagina. Ha tocado, escuchado y respirado tanta que ahora, si la va a buscar, la encuentra intacta, igual que en el momento en que entró en él. Los recuerdos, hechos de imágenes y palabras, míseros colores desteñidos y sonidos roncos bastardeados por la búsqueda de un significado, ahora ya no le interesan. En su prisión, ahora la memoria le sirve solo para encontrar el tesoro escondido de toda la música que posee. Es la única herencia que le ha dejado aquel hombre que en otro tiempo se arrogó el derecho de ser llamado «padre», antes de que él decidiera dejar de ser su hijo y le quitara ese derecho, junto con la vida.

Other books

Survival Instinct by Rachelle McCalla
Assignment in Brittany by Helen Macinnes
Emaús by Alessandro Baricco
Unicorn Vengeance by Claire Delacroix
To Tempt an Irish Rogue by Kaitlin O'Riley
Sunshine Beach by Wendy Wax