Zafiro (34 page)

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Authors: Kerstin Gier

BOOK: Zafiro
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—Sí —contestó luego—. Ya me he informado sobre el tema. Pero créeme, no importa qué derechos se le concedan a la mujer, eso no cambia la naturaleza de las personas.

Bueno, ¿qué se podía replicar a algo así? Seguramente lo mejor era callarse. Como el conde acababa de reconocer, es difícil cambiar la naturaleza de las personas, algo que sin duda podía aplicarse a la suya.

Durante un rato el conde siguió mirándome con expresión divertida, y luego dijo de improviso: —La magia en todo caso... según la profecía tú deberías estar versada en este tema. «Con la magia del cuervo dotado, sol mayor cierra el Círculo que los doce han formado.» —Sí, yo también lo he oído varias veces antes de ahora —dije—. Pero nadie ha podido explicarme qué es en realidad esa magia del cuervo.

—«En su cimbreo rojo rubí oye el cuervo cantar a los muertos, apenas conoce el precio, apenas la fuerza, el poder se alza y el Círculo se cierra…» Me encogí de hombros. No se podía sacar nada de esa cantinela.

Es solo una profecía de dudoso origen —dijo el conde—. No tiene por que acertar. —Se inclinó hacia atrás y se perdió de nuevo en la contemplación de mi persona—. Cuéntame algo de tus padres y de tu casa.

—¿Mis padres? —Estaba un poco sorprendida—. La verdad es que no hay mucho que contar. Mi padre murió de leucemia cuando yo tenía siete años.

Hasta que cayó enfermo, era profesor en la universidad de Durham.

Vivimos allí hasta su muerte. Luego mi madre se trasladó a Londres conmigo y mis hermanos pequeños a casa de mis abuelos. Ahora vivimos allí con mi tía y mi prima y mi tía abuela Maddy. Mi madre trabaja de administrativa en un hospital.

—Y tiene el pelo rojo como todas las Montrose, ¿no es cierto? Igual que tus hermanos, ¿no?

—Sí, todos excepto yo son pelirrojos. —¿Por que le parecía aquello tan interesante?—. Mi padre, en cambio, era moreno.

—Todas las mujeres del Círculo de los Doce son pelirrojas, ¿lo sabías? Hasta no hace tanto tiempo en muchos países el hecho de que una mujer tuviera ese color de pelo bastaba para quemarla por bruja. En todas las épocas y en todas las culturas, los hombres han encontrado la magia fascinante y amenazadora en la misma medida. Esa es también la razón de que me haya dedicado tan a fondo a este tema. No se teme lo que se conoce. —Se inclinó hacia delante y juntó los dedos—. A mí personalmente me interesa todo sobre la forma en que lo afrontan las culturas del Lejano Oriente. En mis viajes a la India y a China tuve la suerte de encontrar a muchos eruditos que estuvieron dispuestos a compartir su sabiduría conmigo. Me inicié en los secretos de la Crónica de Akasha y aprendí muchas cosas que sencillamente harían saltar por los aires la estructura mental de la mayoría de las culturas occidentales. No hay nada que la Iglesia tema tanto como que el hombre adquiera consciencia de que Dios no se encuentra en un lejano Cielo dirigiendo nuestro destino, sino en nuestro interior. —Me dirigió una mirada escrutadora y luego sonrió—. Siempre es refrescante exponer temas blasfemos ante ustedes, hijos del siglo XXI. No mueven ni una ceja ante la herejía.

«Bueno… tal vez lo haríamos si supiéramos qué es la herejía.» —Los maestros asiáticos están muy por delante de nosotros en la senda del desarrollo espiritual —prosiguió el conde—. Algunas pequeñas….

habilidades, como la que pude mostrarte en nuestro último encuentro, las adquirí también allí. Mi maestro era un monje de una orden secreta de las profundidades del Himalaya. Él y sus compañeros pueden comunicarse sin utilizar sus cuerdas vocales, y el poder de su espíritu y de su mente es tan fuerte que pueden vencer a sus enemigos sin mover un dedo.

—Sí, seguro que es muy útil —dije prudentemente. Sobre todo no quería que se le ocurriera la idea de hacerme una nueva demostración—. Creo que: ayer por la noche, en la
soirée
probó esa habilidad con lord Alastair.

—Oh la
soirée
... —Volvió a sonreír—. Desde mi punto de vista, no tendrá lugar hasta mañana. Me aleará mucho saber que nos encontraremos realmente con lord Alastair allí. ¿Y sabrá apreciar mi demostración?

—En cualquier caso parecía impresionado —repliqué—. Pero no del todo amedrentado. Dice que se encargará de que no lleguemos a nacer. Y algo de engendros del infierno.

—Sí, tiene una deplorable tendencia a utilizar formulas descorteses —dijo el conde—. De todos modos, no puede compararse con su antepasado, el conde di Madrone. Debería haberle matado entonces, cuando aún tenía la oportunidad; pero era joven, y mi visión de la vida era amablemente ingenua... En cualquier caso, no cometeré el mismo error. Aunque no pueda acabar con él personalmente, los días del lord están contados, sin importar cuántos hombres pueda reunir a su lado ni su virtuosismo en el manejo de la espada. Si todavía fuera joven le retaría yo mismo, pero ahora tendrán que asumir esta tarea mis sucesores. Gideon ha hecho grandes progresos en el arte de la esgrima.

Al oír mencionar el nombre de Gideon, sentí una vez más que se me encendían las mejillas, y luego recordé lo que me había dicho hacía un momento y el calor aumentó un poco más.

Instintivamente miré hacia la puerta.

—Por cierto, ¿adónde ha ido Gideon?

—Va a dar un paseo —dijo el conde como de pasada—. Tiene el tiempo justo para hacer una visita a una querida joven amiga esta tarde. Vive cerca de aquí, y si coge el carruaje, en unos minutos se encontrará en su casa.

¡¿Cómo?!

—¿Lo hace a menudo?

El conde volvió a sonreír; era una sonrisa cálida, amistosa, pero tuve la sensación de que tras ella se ocultaba algo más. Algo diferente que yo no alcanzaba a interpretar.

—No hace tanto tiempo que la conoce. Los presenté hace poco. Es una viuda inteligente, joven y muy atractiva, y yo mantengo que a un joven nunca le viene mal… hum… disfrutar de la compañía de una mujer experimentada.

Me sentía incapaz de replicar, aunque estaba claro que se esperaba que lo hiciera.

—Lavinia Rutland es de esas benditas mujeres para las que supone una satisfacción poder transmitir sus experiencias —añadió el conde.

Sí, desde luego. A mí también me había dado esa impresión. Indignada, bajé la vista y vi que instintivamente había apretado los puños. Lavinia Rutland, la dama del vestido verde. De ahí venía esa familiaridad de ayer por la noche… —Tengo la impresión de que ese encuentro no te complace —dijo el conde en tono suave.

En eso tenía razón. No me complacía en lo más mínimo. Tuve que hacer un gran esfuerzo para volver a mirarle a los ojos.

El conde seguía observándome con esa sonrisa cálida y amistosa.

—Pequeña, es importante aprender pronto que ninguna mujer puede aspirar a tener ninguna clase de derecho de posesión sobre un hombre. Las mujeres que lo hacen acaban rechazadas y solas. Cuanto más inteligente sea una mujer menos tardará en establecer un compromiso con la naturaleza del hombre.

¡Dios, qué estúpida verborrea!

—Oh, pero naturalmente tú todavía eres muy joven, ¿no? Diría que mucho más joven que otras muchachas de tu edad. Probablemente es la primera vez que te enamoras.

—No —murmuré yo.

¡Pero sí! En todo caso era la primera vez que experimentaba esa sensación.

Tan embriagadora. Tan intima. Tan única. Tan dolorosa. Tan dulce.

El conde rió bajito.

—No hay motivo para avergonzarse por ello. Me habría decepcionado mucho que no fuera así.

Había dicho lo mismo en la
soirée
cuando se me habían saltado las lágrimas al oír tocar a Gideon.

—En el fondo es muy simple: una mujer que ama estaría dispuesta a dar la vida por su amado sin vacilar —explicó el conde—. ¿Darías tú la vida por Gideon?

No era lo que más estaba deseando, la verdad.

—Aún no he pensado nunca en eso —dije confundida.

El conde suspiró.

—Lamentablemente, y gracias a la cuestionable protección de tu madre, Gideon y tú no han tenido mucho tiempo de estar juntos, pero estoy impresionado por lo bien que ha llevado el asunto. El amor brilla literalmente en tus ojos. El amor, ¡y los celos!

¿Qué asunto?

—No hay nada más fácil de predecir que la reacción de una mujer enamorada. No hay nadie más fácil de controlar que una mujer que se guía por sus sentimientos hacia un hombre —continuó el conde—. Ya se lo expliqué a Gideon en nuestro primer encuentro. Naturalmente, me duele un poco que malgastara tantas energías con tu prima... ¿Cómo se llamaba?

¿Charlotte?

Ahora le miré fijamente a los ojos. Por algún motivo pensé en la visión de la tía Maddy y en el corazón de rubí que caía al abismo desde las rocas. Me vinieron ganas de taparme los oídos solo para no tener que seguir oyendo la voz suave del conde.

—En ese aspecto, en todo caso, es mucho más sutil que yo a su edad — prosiguió—. Y hay que admitir que la naturaleza le ha proporcionado numerosas ventajas en ese terreno. ¡Que cuerpo de Adonis! ¡Qué rostro más bello, qué gracia, que dotes! Probablemente tampoco debe de tener que hacer gran cosa para que los corazones de las muchachas vuelen hacia él «El león ruge en fa, con sus crines de puro diamante,
multiplicatio
, el súbito hechizo…» La verdad me golpeó como un mazazo. Todo lo que Gideon había dicho, sus caricias, sus gestos, sus besos, sus palabras, todo había tenido el único objetivo de manipularme. Para que me enamorara de él, igual que Charlotte antes. Para que fuéramos más fáciles de controlar.

Y el conde teñía razón: Gideon no había tenido que hacer gran cosa para conseguirlo. Mi ingenuo y estúpido corazoncito había volado hacia él por sí solo y había caído a sus pies.

En mi interior vi al león aproximándose al corazón de rubí junto al abismo y barriéndolo de un zarpazo. Cayó a cámara lenta, golpeó contra el suelo y se partió en mil minúsculas gotitas de sangre.

—¿Ya le has oído tocar el violín alguna vez? Si no es así, me encargaré de ello; no hay nada mejor que la música para conquistar un corazón de mujer. —El conde miró soñadoramente al techo—. También era un truco de Casanova. Música y poesía.

Me estaba muriendo. Podía sentirlo claramente. Ahí donde había estado mi corazón, se extendía ahora un frío helado. Un frió que se propagaba deprisa por mi estómago, mis piernas, mis pies, mis brazos y mis manos hasta llegar a mi cabeza. Como en el tráiler de una película, los acontecimientos de los últimos días se desarrollaron ante mi ojo interno, acompañados por las notas de «The Winner Takes it All»: desde el primer beso en ese confesionario hasta su declaración de amor poco antes en el sótano. Todo había sido una burda manipulación perfectamente ejecutada —excepto unos pocos intervalos en los que probablemente había sido de verdad el mismo—. Y ese condenado violín me había dado el golpe de gracia.

Aunque más adelante traté de rememorar ese momento, no conseguí recordar exactamente de qué habíamos hablado el conde y yo después; porque desde que aquel frío había invadido mi cuerpo, todo me importaba un bledo. Lo bueno fue que el conde llevó todo el peso de la conversación.

Con su suave y agradable voz, me habló de su niñez en la Toscana, de la mancha de su origen plebeyo, de sus dificultades para encontrar a su auténtico padre y de cómo se había interesado, ya desde muy joven, por los secretos del cronógrafo y de las profecías. Yo traté realmente de escucharle, aunque solo fuera porque sabía que Leslie querría que le repitiera luego cada palabra, pero mis esfuerzos fueron inútiles; mis pensamientos giraban solo en torno a mi propia estupidez. Y deseé estar sola para poder llorar por fin.

—¿Marquis? —El secretario malcarado había llamado y había abierto la puerta—. La delegación del arzobispo está aquí.

—Oh, magnífico —exclamó el conde, y enseguida se levantó y dijo, guiñándome un ojo—: ¡Política! En estos tiempos sigue estando, en parte, determinada por la Iglesia.

Yo también me incorporé apresuradamente y me incliné en una reverencia —Ha sido un placer hablar contigo —dijo el conde—. Ya espero con ansia el momento de nuestro próximo encuentro.

Asentí confusa.

—Por favor dale recuerdos a Gideon de mi parte y hazle llegar mis disculpas por no haber podido recibirle hoy. —El conde cogió su bastón y se dirigió a la puerta—. Y si quieres que te dé un consejo: una mujer inteligente sabe ocultar sus celos. Si no, los hombres nos sentimos tan seguros...

Una vez más oí aquella risa suave y apagada, y luego me quedé sola.

Aunque no por mucho tiempo, porque unos minutos después llegó otra vez el secretario malcarado y dijo: —Si quiere hacer el favor de seguirme… Yo me había vuelto a dejar caer en el sillón y esperaba con los ojos cerrados a que llegaran las lágrimas, pero no querían aparecer. En realidad, tal vez fuera mejor así. En silencio volví a seguir al secretario hasta el pie de la escalera, y durante un rato nos quedamos allí plantados (yo pensando todavía en que me desplomaría y me moriría), hasta que el hombre dirigió una mirada preocupada al reloj de pared y dijo: —Llega con retraso.

En ese instante se abrió la puerta, y Gideon entró en el recibidor. Mi corazón olvidó por un momento que en realidad yacía destrozado en el fondo de un precipicio y palpitó unas cuantas veces muy deprisa en mi pecho. El frío que sentía en todo el cuerpo se vio desplazado por una terrible preocupación. Posiblemente podría haber achacado a lady Lavinia el desaliño de sus ropas, sus cabellos alborotados y sudados, sus mejillas encendidas y sus ojos enfebrecidos, pero es que además tenía un profundo corte en la manga, y las puntillas del pecho y de las muñecas estaban empapadas de sangre.

—¡Está herido, sir! —exclamó espantado el secretario malcarado, quitándome las palabras de la boca. (Sin el «sir», claro)—. ¡Ordenaré que traigan a un médico!

—No —dijo Gideon con un aire tan seguro de sí mismo que le habría abofeteado—. No es mi sangre. Al menos no toda. Ven, Gwen, tenemos que damos prisa. Me han retenido un poco.

Gideon me cogió de la mano y me arrastró hacia delante y el secretario nos acompañó escaleras abajo balbuceando unas cuantas veces por el camino: «¡ Por Dios, sir! ¿Qué ha ocurrido? ¿No debería, el marquis…?», Pero Gideon replicó que no había tiempo para eso y que ya volvería a visitar al conde lo antes posible para prestarle un informe.

—A partir de aquí seguiremos solos —dijo cuando llegamos al pie de la escalera, donde estaban plantados los dos guardias con las espadas desenvainadas—. ¡Por favor, salude al marquis de mi parte! «Qui nescit dissimulare nescit regnare.» Los dos guardias nos dejaron pasar y el secretario se despidió con una inclinación. Gideon cogió una antorcha de su soporte y me arrastró de nuevo hacia delante.

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