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Authors: Joanne Harris

Zapatos de caramelo (47 page)

BOOK: Zapatos de caramelo
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¿Se debe a Jean-Loup Rimbault? Me he fijado en que ahora apenas lo menciona, en que se pone en guardia cuando me refiero a él, en el cuidado con el que se viste para ir al liceo cuando antes costaba que se cepillase el pelo...

¿Tiene que ver con Thierry? ¿Está angustiada por Roux?

He intentado preguntarle directamente si pasa algo, si en la escuela tiene un problema del que no estoy enterada. Siempre responde «no, mamá» con esa vocecilla cortante de niña buena y sube corriendo la escalera para hacer los deberes.

Por la noche, desde el obrador oigo risas procedentes del cuarto de Zozie, me acerco sigilosamente al pie de la escalera para escuchar y, como si fuese un recuerdo, percibo la voz de Anouk.

Sé que si abro la puerta para preguntarle qué le apetece beber, las risas cesarán, su mirada se tornará fría y la Anouk que oigo de lejos se esfumará como ocurre en los cuentos de hadas...

Hoy Zozie reacomodó el escaparate de la casa de Adviento y ha abierto otra puerta. En el pasillo de la casita se alza un árbol de Navidad hábilmente creado con ramitas de pino. La madre está en la puerta de la casa y mira hacia el jardín, mientras un semicírculo de cantantes de villancicos (ha utilizado ratones de azúcar) mira hacia el interior.

Tal como sucedieron las cosas, hoy montamos nuestro árbol. Es pequeño, de la floristería que está calle abajo, pero huele maravillosamente a agujas y a savia, como el cuento de los niños perdidos en el bosque, y tenemos estrellas plateadas para colgar de las ramas y lucecitas blancas con las que envolverlo. A Anouk le encanta adornar el árbol, por lo que lo he dejado tal como entró a fin de que, cuando vuelva de la escuela, lo decoremos juntas.

—Dime, ¿a qué se dedica Anouk últimamente? —La ligereza de mi tono es forzada—. Por lo que parece, no hace más que correr de aquí para allá.

Zozie sonrió y replicó:

—Casi estamos en Navidad. En estas fechas los niños están muy entusiasmados.

—¿No te ha comentado nada? ¿Está afectada por lo que ocurrió entre Thierry y yo?

—Que yo sepa, no —repuso Zozie—. En todo caso, parece aliviada.

—¿No hay nada que la preocupe?

—Solo la fiesta.

¡Vaya con la fiesta! Sigo sin saber qué se propone. Desde la primera vez que la mencionó, mi pequeña Anouk se ha mostrado obstinada y extraña, hace planes, propone platos, invita a todos sin tener en cuenta cuestiones prácticas como el espacio y la colocación de los invitados.

«¿Podemos invitar a madame Luzeron?» «Por supuesto, Nanou, si crees que vendrá.» «¿Y a Nico?»

«De acuerdo.»

«Y a Alice, por descontado. Y también a Jean-Louis y a Paupaul...»

«Nanou, esas personas tienen su propio hogar y sus familias... ¿Qué te lleva a pensar que...?» «Vendrán», asegura, como si lo hubiese dispuesto personalmente.

«¿Cómo lo sabes?» «Lo sé y basta.»

Me digo que tal vez lo sabe. Da la impresión de saber muchas cosas, pero hay algo más, un secreto en su mirada, el indicio de algo de lo que estoy excluida.

Miro la chocolatería. El local es un espacio cálido, casi íntimo. Hay velas encendidas en las mesas y el escaparate de Adviento está iluminado por un brillo rosa. Huele a naranja y a clavo de olor gracias a la almohadilla perfumada que cuelga sobre la puerta, a pino del árbol navideño y a vino calentado con especias, que servimos con el chocolate caliente, también especiado, y con el pan de jengibre recién salido del horno. Atrae tanto a los habituales como a los forasteros y los turistas, que entran de tres en tres o de cuatro en cuatro. Se detienen a mirar el escaparate, perciben los aromas, entran y tal vez quedan algo atolondrados por los olores múltiples, los colores y sus preferidos en las cajitas de cristal: galletas de naranja amarga,
mendiants du roi,
cuadrados de guindilla, trufas al aguardiente de melocotón, monedas de chocolate blanco, delicadezas de lavanda..., bombones que susurran imperceptiblemente...

Pru
é
bame, sabor
é
ame, exam
í
name...

Zozie se encuentra en el centro de todo. Incluso en los momentos más frenéticos ríe, sonríe, bromea, reparte bombones por invitación de la casa, habla con Rosette, con su presencia consigue animarlo todo...

Tengo la sensación de que me observo a mí misma, a la Vianne que fui en otra vida.

¿Quién soy ahora?

Incapaz de apartar la mirada, acecho desde detrás de la puerta del obrador. Recuerdos de otra época: un hombre está de pie junto a una puerta parecida y mira recelosamente hacia el interior. Es el rostro de Reynaud, su mirada ávida, la expresión odiosa y atormentada de un hombre asqueado por lo que ve pero que, de todas maneras, debe mirar.

¿Es posible que me haya convertido en eso, en otra versión del Hombre Negro, en una Reynaud atormentada por el placer e incapaz de soportar la alegría de los demás, en una mujer abrumada por la envidia y la culpa?

¡Qué absurdo! ¿Es posible que sienta envidia de Zozie?

Por si con eso no bastase, ¿a qué se debe que todavía tengo miedo?

A las cuatro y media Anouk entra desde las calles brumosas, con la mirada encendida y un brillo revelador a la altura de sus pies, que podría ser Pantoufle en el caso de que existiese. Saluda a Zozie con un abrazo descomunal. Rosette se suma. Hacen girar a la pequeña y gritan «¡Bam, bam, bam!». Se convierte en un juego, en una suerte de danza desaforada que termina cuando las tres, risueñas y sin aliento, se desploman en los butacones rosados y peludos.

Mientras observo desde la puerta de la cocina, súbitamente se me ocurre una idea. Está claro que en este sitio hay demasiados fantasmas. Se trata de fantasmas peligrosos y risueños, de fantasmas de un pasado cuyo renacimiento no podemos permitirnos. Lo sorprendente es que parecen extrañamente vivos, como si yo, Vianne Rocher, fuese el fantasma y el trío de la tienda la realidad, el número mágico, el círculo que es imposible romper...

¡Vaya tontería! Sé perfectamente que soy real. Vianne Rocher no es más que un nombre que utilicé, quizá ni siquiera se trata de mi verdadero nombre. Vianne Rocher no tiene propósito ni futuro al margen de mí.

Me resulta imposible dejar de pensar en ella, como en un abrigo favorito o en un par de zapatos que impulsivamente se regalan a una institución benéfica para que otra persona los aprecie y los use...

Ya no puedo dejar de preguntarme...

¿Cuánto he revelado de mí misma? Si he dejado de ser Vianne..., ¿quién lo es ahora?

SÉPTIMA PARTE
La Torre
1

Mi
é
rcoles, 19 de diciembre

Vaya, madame, hola. ¿Su preferido? Veamos..., trufas de chocolate, preparadas según mi receta especial, marcadas con el signo de la señora de la Luna de Sangre y cubiertas de algo que atormenta la lengua. ¿Una docena o mejor dos? Colocadas en una caja con papel de seda negro y atada con una cinta del rojo más vivo...

Sabía que, a la larga, se presentaría. Mis trufas especiales suelen ejercer ese efecto. Llegó justo antes de la hora de cerrar; Anouk estaba arriba, haciendo los deberes, y Vianne en el obrador, preparando las provisiones de mañana.

Ante todo veo que repara en el aroma. Se trata de una combinación de muchas cosas: el árbol de Navidad en el rincón, el olor a cerrado y a humedad de la casa vieja, el perfume de la naranja, el clavo, el café molido, la leche caliente, el pachulí, la canela y, por supuesto, el chocolate, que es embriagador, rico como Creso y oscuro como la muerte.

Madame mira a su alrededor y ve las cortinas, los cuadros, las campanillas, los adornos, la casa de muñecas del escaparate, las alfombras que cubren el suelo, en colores como el amarillo cromo, el rosa fucsia, el escarlata, el dorado y el verde.
Es como un lumadero de opio,
está a punto de decir y se sorprende de ser tan fantasiosa. En realidad, jamás ha visto un fumadero de opio, salvo en las páginas de
Las mil y una noches,
pero tiene la sensación de que en el local hay algo, algo..., algo casi mágico.

En el exterior, el cielo gris amarillento está luminoso por la promesa de la nieve. Hace varios días que los meteorólogos anuncian su llegada pero, para desilusión de Anouk, de momento el tiempo es demasiado benigno como para que haya algo más que aguanieve y una bruma incesante.

—El tiempo es espantoso —comenta madame.

No cabía esperar que pensase otra cosa, ya que no ve magia en las nubes, sino contaminación; no ve estrellas, sino bombillas en las luces navideñas; no ve consuelo ni alegría, sino el incesante y ansioso trajín de las personas que se rozan sin calor en busca de regalos de último momento que serán abiertos sin placer, con prisa por asistir a una comida de la que no disfrutarán, con seres que hace un año que no ven y que si pudiesen elegir jamás se les ocurriría visitar...

Miró su cara a través del Espejo Humeante. En muchos sentidos es un rostro aguerrido, el de una mujer cuyo cuento de hadas personal nunca tuvo la posibilidad de alcanzar un final feliz. Ha perdido a los padres, al marido y a la hija; ha prosperado gracias al trabajo duro; hace años que ha llorado hasta quedarse sin lágrimas y ya no siente compasión por sí misma ni por nadie. Odia la Navidad y desprecia el Año Nuevo...

Veo todo eso a través del Ojo de Tezcatlipoca Negro. Hago un esfuerzo y vislumbro lo que hay detrás del Espejo Humeante: la gorda sentada delante del televisor come lionesas, que saca de una caja blanca de pastelería, mientras su marido trabaja hasta tarde por tercera noche consecutiva; el escaparate de una tienda de antigüedades y una muñeca con cara de porcelana guardada bajo una campana de cristal; la farmacia en la que una vez entró a comprar pañales y leche para su pequeña; la cara redonda, rígida y para nada sorprendida de su madre cuando acudió a darle la terrible noticia.

Desde entonces ha llegado lejos, muy lejos, pero hay algo en su interior, un vacío que aún gime por algo que vuelva a llenarlo...

—Doce trufas. No, que sean veinte —se corrige.

Como si las trufas marcasen la diferencia. Piensa que, de alguna manera, estas trufas son distintas y que la mujer que se encuentra detrás del mostrador, con el pelo largo y oscuro adornado con cristales y tacones de color esmeralda altísimos y brillantes (zapatos ideales para bailar toda la noche, para saltar, para volar, para lo que sea menos para caminar), también es diferente, no como el resto de los que están en el local, sino curiosamente más viva y real...

Sobre el cristal del mostrador hay una mancha oscura porque de las trufas ha caído cacao. Con la yema del dedo es fácil trazar la señal del Uno Jaguar, el aspecto felino de Tezcatlipoca Negro, en el chocolate en polvo. Medio hipnotizada por los colores y el aroma, madame contempla esa mancha mientras envuelvo la caja y me tomo mi tiempo con el papel y las cintas.

Entonces entra Anouk, en el momento justo, con el pelo alborotado y muerta de risa por algo que Rosette ha hecho; madame levanta la cabeza y de pronto su rostro se queda flácido.

¿Es posible que reconozca algo? ¿Acaso la vena de talento tan rica en Vianne y en Anouk ha dejado vestigios aquí, en el origen? Anouk le dedica su sonrisa más radiante. Madame hace lo propio, al principio con dudas, pero a medida que la conjunción de la Luna de Sangre con la Luna del Conejo se suma al influjo del Uno Jaguar, su rostro pastoso se vuelve casi bello ante tanta ansia.

—Y esta, ¿quién es?

—Es mi pequeña Nanou.

No necesito decir nada más. No se sabe si madame ve o no algo familiar en la niña o si, simplemente, lo que la fascina es la propia Anouk, con su cara de muñeca holandesa y su melena bizantina. La mirada de madame se ha iluminado de repente y cuando le propongo que se quede a beber una taza de chocolate (y tal vez a probar una de mis trufas especiales, invitación de la casa) acepta sin rechistar, se sienta ante una de las mesas decoradas con impresiones de las manos y mira con una intensidad que supera con creces el mero anhelo mientras Anouk entra y sale del obrador, saluda a Nico cuando pasa por la puerta y le dice que entre a tomar una taza de té, juega con Rosette y la caja de botones, menciona el cumpleaños de mañana, sale corriendo a ver si nieva, entra a la carrera, estudia los cambios en la casa de Adviento, reacomoda una o dos figuras decisivas, vuelve a ver si nieva..., nevará, debe nevar al menos en Nochebuena, ya que la nieve es casi lo que más le gusta...

Es hora de cerrar la chocolatería. En realidad, han pasado veinte minutos desde la hora habitual de cierre cuando madame parece librarse de su embotamiento.

—Tiene una cría encantadora —comenta mientras se pone en pie, se quita los restos de chocolate del regazo y mira con nostalgia la puerta del obrador, que Anouk ya ha atravesado llevándose consigo a Rosette—. Juega con la otra como si fuese su hermana.

Ese comentario me lleva a sonreír, pero no aclaro la situación.

—¿Tiene hijos? —inquiero.

Madame parece titubear, pero finalmente asiente y responde:

—Una hija.

—¿La verá esta Navidad?

Vaya con la angustia que semejante pregunta desencadena involuntariamente. La detecto en sus colores: una franja de blanco brillante y puro que, como si fuera un rayo, atraviesa los demás.

Niega con la cabeza, pues no sabe si será capaz de hablar. Incluso ahora, después de tantos años, la emoción tiene la capacidad de sorprenderla por su inmediatez. ¿Cuándo se suavizará, como tantas personas dicen que ocurrirá? De momento no ha amainado..., no se ha calmado ese dolor que supera todo los demás y que logra que esposo, amante, madre y amigos se vuelvan insignificantes ante el abismo desolador que representa la desaparición de un hijo.

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