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Authors: Joanne Harris
Vianne ha cambiado de vida. Ahora se llama Yanne, regenta una bombonería en Montmatre y tiene una segunda hija, fruto de su relación con el atractivo gitano Roux. Solo quiere pasar desapercibida, y su comportamiento es más convencional y controlado. Pero su encantadora ayudante Zozie resulta ser una verdadera arpía que quiere apoderarse de su vida. Solo el guapo Roux podrá ayudar a Yanne a defender lo suyo y a recuperar sus poderes mágicos para que la malvada bruja Zozie reciba su merecido.
Joane Harris
Zapatos de caramelo
ePUB v1.0
Johan18.06.11
Para A.F.H.
Nuevamente, mi más sentido agradecimiento a cuantos contribuyeron a guiar esta novela desde los patucos hasta los pasos con tacones. A Serafina Clarke, Jennifer Luithlen, Brie Burkeman y Peter Robinson; a Francesca Liversidge, mi fabulosa editora; a Claire Ward por el fantástico diseño de cubierta; a Louise Page-Lund, mi extraordinaria publicista, y a todos los amigos de Transworld en Londres. También quiero dar las gracias a Laura Grandi, de Milán, así como a Jennifer Brehl, Lisa Gallagher y a los que trabajan en Harper Collins de Nueva York. Asimismo, vaya mi gratitud a Anne Riley mi representante; a Mark Richards por ocuparse del sitio web; a Kevin por encargarse de todo; a Anouchka por las enchiladas y por
Kill Bill;
a Joolz, la malvada tía de Anouchka, y a Christopher, nuestro hombre en Londres. Deseo manifestar mi especial agradecimiento a Martin Myers, el superrepresentante que estas navidades salvó mi cordura, y a los leales representantes, libreros, bibliotecarios y lectores que garantizan que mis libros continúen en las estanterías.
Mi
é
rcoles, 31 de octubre.
V
í
spera del d
í
a de Todos los Santos (fiesta de los Muertos)
Es un hecho relativamente poco conocido que, en el transcurso de un año, se envían cerca de veinte millones de cartas a los muertos. Las viudas afligidas y los futuros herederos se olvidan de interrumpir el reparto de la correspondencia, de modo que las suscripciones a revistas no se cancelan, no avisan a los amigos lejanos y las multas por retraso en los préstamos bibliotecarios continúan sin pagar. Eso significa veinte millones de circulares, extractos de cuentas bancarias, tarjetas de crédito, misivas amorosas, correo basura, tarjetas de felicitación, cotilleos y facturas que cada día caen sobre los felpudos o los suelos de parquet, se lanzan descuidadamente a través de las verjas, se meten por la fuerza en los buzones, se acumulan en las escaleras y se abandonan en porches y umbrales, por lo que jamás llegan a sus destinatarios. A los muertos no les importa y, lo que es más significativo si cabe, a los vivos tampoco. Los vivos siguen con sus míseros problemas sin saber que a muy poca distancia tiene lugar un milagro: los difuntos recobran la vida.
No hace falta gran cosa para resucitar a los muertos: un par de facturas, un nombre, un código postal; lo que se puede encontrar en cualquier bolsa de basura doméstica, destrozada (tal vez por los zorros) y depositada en el umbral como si fuese un regalo. Aprendes mucho de la correspondencia abandonada: nombres, resúmenes bancarios, contraseñas, direcciones electrónicas y códigos de seguridad. Mediante la combinación adecuada de detalles personales puedes abrir una cuenta bancaria, alquilar un coche e incluso solicitar un nuevo pasaporte. Los muertos ya no necesitan esas cosas. Como he dicho, se trata de un regalo a la espera de que alguien lo recoja.
A veces el destino lo entrega en mano y merece la pena estar alerta.
Carpe
diem
y que el diablo pille al último. De ahí que siempre leo las necrológicas y, en ocasiones, me las apaño para adquirir la identidad incluso antes de que se celebre el funeral. Por ese motivo al ver el letrero y el buzón con un fajo de cartas acepté el regalo con una ufana sonrisa.
Obviamente, no se trataba de mi buzón. El servicio postal de esta ciudad es uno de los mejores y las cartas casi nunca se pierden. Es otra de las razones por las que prefiero París: lo dicho, la comida, el vino, los teatros, las tiendas y las oportunidades casi ilimitadas. Pero París es cara, ya que los gastos generales son extraordinarios y, por añadidura, hacía tiempo que tenía muchas ganas de reinventarme. No había corrido riesgos durante cerca de dos meses y daba clases en un liceo del distrito XI, pero tras los problemas recientes había decidido hacer borrón y cuenta nueva (llevándome veinticinco mil euros de los fondos departamentales, que ingresaría en una cuenta abierta a nombre de una ex colega y retiraría discretamente a lo largo de un par de semanas) y echar un vistazo a los apartamentos de alquiler.
En primer lugar investigué la Rive Gauche. Las propiedades estaban fuera de mi alcance, pero la chica de la agencia no lo sabía. Con mi acento inglés, el nombre de Emma Windsor, el bolso Mulberry colgado al desgaire a la altura del codo y el delicioso susurro de Prada en mis pantorrillas cubiertas por las sedosas medias pasé una agradable mañana mirando escaparates.
Había dicho que solo quería visitar propiedades sin muebles.
Había varias en la Rive Gauche: apartamentos de generosas habitaciones que daban al río, pisos que más bien eran mansiones con jardín en la azotea y áticos con suelo de parquet.
Los rechacé con cierto pesar, aunque no pude resistirme a coger un puñado de cosas útiles: una revista, todavía envuelta, con el número de cliente del destinatario; varias circulares y, en una vivienda, una mina de oro: una tarjeta bancaria a nombre de Amélie Deauxville que, para activarla, solo hay que hacer una llamada telefónica.
Di mi número de móvil a la chica de la inmobiliaria. La cuenta pertenece a Noëlle Marcelin, cuya identidad adquirí hace varios meses. Los pagos están al día y la pobre murió el año pasado, a los noventa y cuatro, lo que significa que quienquiera que rastree las llamadas tendrá dificultades para encontrarme. Mi conexión a internet también está a su nombre y estoy al día de pago. Noëlle es demasiado preciosa como para perderla. De todas maneras, nunca se convertirá en mi identidad principal. Para empezar, no quiero tener noventa y cuatro años y, por si eso fuera poco, estoy harta de recibir publicidad de sillas elevadoras para escaleras.
Mi último personaje público fue Françoise Lavery, profesora de inglés en el liceo Rousseau del distrito XI: viuda de treinta y dos años, nacida en Nantes y casada con Raoul Lavery, fallecido en un accidente de tráfico la víspera de nuestro aniversario; en mi opinión, un toque bastante romántico que explica su ligero aire de melancolía. Vegetariana estricta, bastante tímida, diligente aunque sin el talento necesario para representar una amenaza; en conjunto, una tía simpática..., lo que demuestra que las apariencias engañan.
Hoy soy otra. Veinticinco mil euros es una cifra considerable y siempre existe el riesgo de que alguien intuya la verdad. La mayoría de las personas ni se enteran, ni siquiera se enterarían si alguien cometiera un crimen delante de sus narices, pero no he llegado hasta aquí corriendo riesgos y sé muy bien que lo más seguro consiste en ir de aquí para allá.
Por eso viajo ligera de equipaje: una destartalada maleta de piel y un ordenador portátil Sony que alberga los elementos necesarios para preparar un centenar de identidades; además, puedo liar el petate, borrar mis huellas y desaparecer en una tarde.
Así se esfumó Françoise. Quemé sus documentos, la correspondencia, los resúmenes bancarios y las notas. Cerré las cuentas a su nombre. Regalé libros, ropa, muebles y todo lo demás a la Cruz Roja. No es aconsejable apoltronarse.
A partir de ese momento necesitaba encontrarme de nuevo. Me alojé en un hotel barato, pagué con la tarjeta de Amélie, me quité la ropa de Emma y salí de compras.
Françoise era desaliñada, calzaba zapatos con poco tacón y se recogía el cabello con un moño. Por su parte, mi nuevo personaje posee otro estilo. Se llama Zozie de l'Alba y, aunque lejanamente extranjera, cuesta averiguar su país de origen. Es tan extravagante como discreta Françoise; luce joyas de fantasía en los cabellos, adora los colores intensos y las formas caprichosas, se chifla por las ventas benéficas y las tiendas
vintage
y ni muerta la verán con zapatos planos.
El cambio se produjo con gran presteza. Entré en una tienda como Françoise Lavery, con un conjunto de jersey y chaqueta de punto de color gris y una vuelta de perlas cultivadas, y diez minutos después salí convertida en otra persona.
El problema de fondo sigue en pie: ¿adónde voy? Aunque tentadora, la Rive Gauche me está vedada, pese a que estoy convencida de que Amélie Deauxville podría proporcionarme unos cuantos miles más antes de deshacerme de ella. Resulta evidente que dispongo de otras fuentes, entre las que no se incluye la más reciente: madame Beauchamp, la secretaria encargada de los fondos departamentales de mi antiguo lugar de trabajo.
Es tan sencillo abrir una cuenta de crédito... Basta con un par de facturas de servicios que ya se han abonado e incluso con un permiso de conducir caducado. Gracias al auge de las compras por internet, las posibilidades se amplían día tras día.
Mis necesidades abarcan más, mucho más que una mera fuente de ingresos. El hastío me espanta. Necesito más, hace falta espacio para mis aptitudes, aventuras, un reto, un cambio.
Necesito una vida.
Es lo que el destino me deparó cuando, como por casualidad, esa ventosa mañana de finales de octubre miré el escaparate de un local de Montmartre y vi el pequeño letrero pegado con celo en la puerta:
FERMÉ POUR CAUSE DE DÉCÈS
Ha transcurrido bastante tiempo desde la última vez que estuve aquí. Había olvidado lo mucho que me gusta. Dicen que Montmartre es el último pueblo de París y este sector de la colina semeja casi una parodia de la Francia rural en virtud de las cafeterías y las pequeñas creperías, las casas pintadas de rosa o de verde pistacho, las ventanas con postigos falsos y los geranios en los alféizares; todo resulta conscientemente pintoresco, una miniatura cinematográfica de encanto simulado que apenas encubre su corazón de piedra.
Tal vez ese es el motivo por el que me gusta tanto. Se trata del decorado perfecto para Zozie de l'Alba. Terminé allí casi por casualidad; me detuve en una plaza que hay detrás del Sacré-Coeur, pedí un café y un cruasán en el bar Le P'tit Pinson y me instalé en una mesa de la terraza.