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Authors: Joanne Harris

Zapatos de caramelo (10 page)

BOOK: Zapatos de caramelo
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Hoy estaba extraordinariamente inquieto y no dejaba de tocar algo que llevaba en el bolsillo. Me miró extrañado por encima del vaso de cerveza rubia.

—¿Tienes algún problema?

—Simplemente estoy cansada.

—Necesitas fiesta o vacaciones.

—¿Fiesta o vacaciones? —Estuve a punto de partirme de risa—. La fiesta y las vacaciones sirven para vender bombones.

—¿Continuarás con el negocio?

—Desde luego. Sería absurdo dejarlo. Faltan menos de dos meses para Navidad y...

—Yanne —me interrumpió—, si de alguna manera puedo ayudarte.. .,ya sea económicamente o de otra forma... —Thierry extendió la mano y acarició la mía.

—Saldré adelante —aseguré.

—Por supuesto, por supuesto —replicó Thierry y se llevó la mano al bolsillo.

Me dije que tiene buenas intenciones pero, por mucho que sea así, hay algo en mí que se rebela ante la posibilidad de que se entrometa. Durante tanto tiempo me he apañado sola que necesitar ayuda, de la clase que sea, parece una flaqueza peligrosa.

—Sola no podrás regentar la chocolatería. ¿Qué pasará con las niñas? —preguntó.

—Saldré adelante —repetí—. Estoy...

—No puedes hacerlo todo sola.

Thierry estaba ligeramente contrariado, con los hombros hundidos y las manos en el fondo de los bolsillos del abrigo.

—Ya lo sé. Contrataré a alguien.

Miré nuevamente a Zozie, que trasladaba dos platos de comida en cada mano y bromeaba con los que jugaban a las cartas en el fondo del restaurante. Se la ve tan cómoda, tan independiente, tan en su sitio mientras reparte los platos, recoge los vasos y, con un comentario risueño y una falsa palmada, aparta las manos que pretenden tocarla.

Pues vaya, yo tambi
é
n era as
í
,
me digo.
Hace diez a
ñ
os yo era igual.

Pensé que, en realidad, no hacía tanto tiempo, ya que Zozie es poco más joven que yo, aunque está mucho más cómoda en su piel y es más profundamente Zozie de lo que yo llegué a ser Vianne.

Me pregunto quién es Zozie. Sus ojos ven mucho más allá de los platos sucios o del billete colocado bajo el borde del plato. Tiene los ojos azules, por lo que su mirada es más fácil de interpretar; por algún motivo, el gaje del oficio que tan a menudo me ha servido, aunque no con demasiado éxito, fracasa con ella. Me convenzo de que algunas personas son así. Oscuro o con leche, con el centro blando o frágil, de la naranja más amarga que quepa imaginar, cremitas de rosa, de chocolate blanco y almendras o de trufa a la vainilla, ni siquiera sé si el chocolate le gusta y, menos aún, cuál es su preferido.

¿Por qué pienso que ella conoce mi favorito?

Miré nuevamente a Thierry y descubrí que también la observaba.

—No puedes darte el lujo de contratar a una dependienta. Tal como están las cosas, ya te cuesta bastante llegar a fin de mes.

Por enésima vez experimenté una llamarada de contrariedad.
¿
Qui
é
n se ha cre
í
do que es?,
pensé. Como si nunca me hubiese arreglado sola, como si fuera una niña que juega con las amigas a que tiene una tienda. Hay que reconocer que en los últimos meses el negocio no ha ido muy bien. Por otro lado, el alquiler está pagado hasta Año Nuevo y estoy segura de que daremos la vuelta a la situación. Se acercan las navidades y, con un poco de suerte...

—Yanne, me parece que tenemos que hablar. —Su sonrisa se había esfumado y detecté su expresión de empresario: el hombre que a los catorce años había comenzado con su padre a renovar un único apartamento abandonado cerca de la Gare du Nord y se había convertido en uno de los constructores con más éxito de todo París—. Sé que es difícil pero, en realidad, no tiene por qué serlo. Hay una solución para todo. Sé que apreciabas a madame Poussin..., la ayudaste muchísimo y te lo agradezco...

Thierry cree que lo que acaba de decir es verdad. Tal vez lo fue, pero también soy consciente de que la utilicé, del mismo modo que apelé a mi presunta viudedad como excusa para postergar lo inevitable, el terrible punto de no retorno...

—Pero es posible que a partir de ese punto exista un camino hacia delante.

—¿Un camino hacia delante? —repetí.

Thierry sonrió.

—Yo lo veo como una oportunidad para ti. Es evidente que todos lamentamos el fallecimiento de madame Poussin pero, hasta cierto punto, te libera. Yanne, podrías hacer lo que quisieras... y creo que he encontrado un lugar que te gustará...

—¿Estás diciendo que deje la chocolatería?

Fugazmente las palabras de Thierry parecieron una lengua extraña.

—Vamos, Yanne. He visto tus cuentas y sé cuánto son dos más dos. No tienes la culpa, has trabajado muchísimo, pero la actividad comercial está fatal y...

—Thierry, por favor, ahora no quiero hablar de ese tema.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres? —inquirió exasperado—. Bien sabe Dios que te he seguido el juego. ¿Por qué te niegas a ver que intento ayudarte? ¿Por qué no me permites hacer lo que puedo?

—Disculpa, Thierry, sé que tienes buenas intenciones, pero...

En ese instante vi algo con la imaginación. Me ocurre a veces en momentos de descuido: un reflejo en la taza de café, la vislumbre en un espejo, una imagen que flota nubosa por la superficie brillante de un trozo de chocolate recién templado.

Una caja, una cajita de color azul cielo..
.

¿Qué contenía? No lo supe, pero el pánico se apoderó de mí, se me secó la garganta, oí el viento en el callejón y entonces lo único que quise fue coger a mis niñas y echar a correr y correr. ..

Vianne, tranquil
í
zate.

Adopté el tono de voz más sereno que pude y pregunté:

—¿Ese asunto no puede esperar hasta que haya aclarado mi situación?

Thierry es como un perro de caza, un ser alegre, decidido e insensible a los argumentos. Todavía tenía la mano en el bolsillo del abrigo y jugueteaba con lo que contenía.

—Intento ayudarte a aclarar la situación. ¿No te has dado cuenta? No quiero que te mates a trabajar. No merece la pena a cambio de unas pocas y penosas cajas de bombones. Puede que fuese adecuado para madame Poussin, pero tú eres joven, lista y te queda mucha vida por delante...

En ese momento supe qué había visto. Lo vi claramente con la imaginación: la cajita azul de una joyería de Bond Street, una piedra preciosa cuidadosamente escogida con la ayuda de la dependienta, no muy grande y de transparencia perfecta, arropada por el forro de terciopelo...

Por favor, Thierry, aqu
í
y ahora, no.

—De momento no necesito ayuda. —Le dediqué mi sonrisa más brillante—. Cómete el
choucroute,
está delicioso...

—Tú apenas lo has probado —puntualizó Thierry.

Me llevé el tenedor lleno a la boca.

—¿Lo ves?

Thierry sonrió.

—Cierra los ojos.

—¿Cómo dices? ¿Aquí?

—Cierra los ojos y extiende la mano.

—Thierry, ya está bien... —Intenté reír, pero fue un sonido ronco, como una pepita que lucha por escapar de una calabaza.

—Cierra los ojos y cuenta hasta diez. Te aseguro que te encantará. Es una sorpresa.

¿Qué más podía hacer? Obedecí. Estiré la mano como una niña y noté en la palma algo pequeño, del tamaño de un praliné envuelto.

Cuando abrí los ojos Thierry había desaparecido y la caja de Bond Street estaba en mi mano, tal como la había imaginado hacía unos segundos, con el anillo, un gélido solitario, emitiendo destellos desde el forro de color azul oscuro.

5

Viernes, 9 de noviembre

Ya lo decía yo. Fue como pensaba. Los observé durante la tensa comida que compartieron: Annie con su destello azul mariposa; la otra, dorado rojizo, todavía demasiado pequeña para mis propósitos, pero no por ello menos fascinante; el hombre, ruidoso y de poca monta y, por último, la madre, quieta, vigilante y con los colores tan apagados que casi no parecen colores, sino el reflejo de las calles y del cielo en aguas tan revueltas que impiden que se vean. Sin lugar a dudas existe alguna flaqueza, algo que podría proporcionarme ventajas. Es el instinto cazador que he desarrollado a lo largo de los años, la capacidad de reparar en la gacela coja casi sin abrir los ojos. La mujer recela, pero algunas personas están tan deseosas de creer en la magia, en el amor o en las propuestas que seguro triplicarán sus inversiones que se vuelven vulnerables a los que son como yo. Esas personas siempre se lo tragan y yo no puedo evitarlo.

Empecé a ver los colores cuando tenía once años: al principio solo un destello, un chispazo dorado con el rabillo del ojo, un revestimiento plateado pese a que no había nubes, una mancha de algo complejo y coloreado en medio del gentío. A medida que mi interés fue en aumento creció mi capacidad de distinguir los colores. Aprendí que cada uno posee una firma, la expresión de su ser interior que solo es visible para unos pocos elegidos y con la ayuda de uno o dos toques.

En la mayoría de los casos no hay mucho que ver, ya que casi todas las personas son tan opacas como sus zapatos, si bien ocasionalmente atisbas algo que merece la pena: un estallido de cólera en un rostro inexpresivo, un estandarte rosado que sobrevuela una pareja de enamorados o el velo gris verdoso de los secretos. Evidentemente, te sirve de ayuda cuando tratas con personas y en los juegos de cartas cuando escasea el dinero.

Existe un antiguo signo que se hace con los dedos y que algunos denominan el Ojo de Tezcatlipoca Negro y otros Espejo Humeante; ese signo que me ayuda a concentrarme en los colores. Aprendí a aplicarlo en México y, con la práctica y el conocimiento de determinados toques, sabía quién mentía, quién tenía miedo, quién engañaba a su esposa y quién estaba angustiado por temas económicos.

Paulatinamente aprendí a manipular los colores que veía, a dotarme de ese tono sonrosado, ese brillo un tanto especial o, si la discreción lo exigía, todo lo contrario, el reconfortante manto de la insignificancia que me permite pasar desapercibida y que nadie me recuerde.

Tardé un poco más en reconocer que esas prácticas son mágicas. Como todos los niños criados en base a los cuentos, esperaba fuegos artificiales, varitas mágicas y vuelos en escoba. Con sus conjuros ridículos y sus viejos pomposos, los libros de verdadera magia de mi madre parecían tan aburridos y ranciamente académicos que apenas los consideré mágicos.

También hay que decir que mi madre no tenía magia. Pese a sus estudios, sortilegios, velas, cristales y barajas, jamás la vi realizar ni siquiera un ensalmo. Algunas personas son así; lo vi en sus colores mucho antes de decírselo. Algunas personas no poseen lo que hace falta para convertirse en brujas.

Aunque careciese de aptitudes, mi madre poseía conocimientos. Montó una librería de ocultismo en los suburbios de Londres, local que frecuentaron toda clase de personas: sumos magos, odinistas, wiccanos a montones y algún que otro satanista, invariablemente acribillado por el acné, como si no hubiera superado la adolescencia.

A la larga, de mi madre y de ellos aprendí lo que necesitaba. Mi madre estaba convencida de que, si me permitía el acceso a todas las vertientes del ocultismo, finalmente escogería mi propio camino. Era seguidora de una oscura secta que creía que los delfines eran la especie iluminada y practicaba una suerte de «magia terrenal» tan inofensiva como ineficaz.

Con el paso de los años y con atroz lentitud aprendí que hay un uso para todo, y de lo inservible, lo absurdo y lo directamente falso aprendí a distinguir las migajas de las prácticas mágicas. Descubrí que, en los casos en los que está presente, casi toda la magia queda oculta por un montón asfixiante de rituales, dramatismo, ayuno y disciplinas que requieren tiempo, montón destinado a rodear de misterio lo que básicamente consiste en averiguar qué da resultado. Mi madre adoraba los rituales... y yo solo quería el recetario.

Por eso me metí con las runas, las cartas, los cristales, los péndulos y el estudio de las hierbas. Me empapé del
I
Ching o libro de las mutaciones;
seleccioné lo que me interesaba de la aurora dorada; rechacé a Crowley, con excepción de su baraja de tarot, que es hermosa; reflexioné sobre mi diosa interior y me desternillé de risa con el
Liber Null
y con el
Necronomic
ó
n.

Estudié con gran fervor las creencias mesoamericanas: las de los mayas, los incas y, sobre todo, los aztecas. Por alguna razón siempre me han atraído y así fue como conocí el sacrificio, la dualidad de las divinidades, la malicia del universo, el lenguaje de los colores, el horror a la muerte y el hecho de que la única forma de sobrevivir consiste en rechazar los ataques lo más firme y arteramente que puedas...

El resultado fue mi propio sistema, cuidadosamente compilado a lo largo de años de prueba y error; se compone de una parte de bien fundada medicina con plantas, que incluye varios venenos y alucinógenos útiles; otra de toques y nombres mágicos; varios ejercicios de respiración y de precalentamiento; unas cuantas pociones y tinturas que mejoran el estado de ánimo; algo de proyección astral y autohipnosis; un puñado de ensalmos, pese a que no soy partidaria de los sortilegios hablados, aunque algunos funcionan, y una mayor comprensión de los colores, incluida la capacidad de manipularlos para convertirme, si quiero, en lo que otros esperan, para proporcionar encanto a mí misma y a los demás y para cambiar el mundo según mi voluntad.

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