Read Zapatos de caramelo Online
Authors: Joanne Harris
—Adoro este sitio —comentó Zozie con tono bajo—. A pesar de que se toma muy en serio a sí mismo, es tan ridículo que...
También se tomaba en serio los precios. Estaban totalmente fuera de mi alcance: diez euros por un té y doce por una taza de chocolate caliente.
—No te preocupes, invita la casa —dijo Zozie, y ocupamos una mesa del rincón, mientras una camarera antipática y parecida a Jeanne Moreau nos entregaba la carta como si le resultase doloroso—. ¿Conoces a Jeanne Moreau?
Me limité a asentir porque todavía estaba nerviosa.
—El papel que interpretó en
Jules et Jim
es maravilloso.
—No con ese atizador en el culo —acotó Zozie y señaló a la camarera, que se deshacía en sonrisas con dos señoras de aspecto ricachón y el mismo pelo rubio.
Dejé escapar una risotada. Las señoras me miraron y luego contemplaron las botas granate de Zozie. Juntaron las cabezas; repentinamente me acordé de Suze y Chantal y noté que se me secaba la boca.
Zozie debió de reparar en algo porque se puso seria y se mostró preocupada cuando preguntó:
—¿Qué ocurre?
—No lo sé. Me pareció que esas mujeres se burlaban de nosotras.
Intenté explicarle que era el tipo de local al que va la madre de Chantal, un sitio en el que señoras muy delgadas, con ropa de cachemira de tonos pastel, beben té con limón y rechazan los pasteles.
Zozie se cruzó de piernas.
—Se debe a que no eres un clon. Los clones encajan y los bichos raros destacan. Pregúntame qué prefiero.
Me encogí de hombros.
—Me lo imagino.
—No estás convencida. —Me dedicó su sonrisa más traviesa—. Mírame.
Chasqueó los dedos ante la camarera que se parecía a Jeanne Moreau y exactamente en el mismo momento la camarera tropezó a causa de los tacones, por lo que la tetera llena cayó sobre la mesa que tenía delante, empapó el mantel y el líquido chorreó por los bolsos y los carísimos zapatos de las señoras.
Miré a Zozie.
La mujer me devolvió la mirada y una sonrisa.
—¿Te ha gustado?
Entonces sí que reí, porque por supuesto que fue un accidente y nadie podía prever que ocurriría, aunque a mí me pareció que Zozie había provocado la caída de la tetera, así que la camarera tuvo que ocuparse de la que había liado con las señoras vestidas de colores pastel y los zapatos chorreantes, de modo que nadie nos miró ni se rió de las estrafalarias botas de Zozie.
Pedimos pasteles y algo de beber. Zozie tomó pastel de nata, ya que la dieta no iba con ella, y yo de almendras; bebimos batido de vainilla. Hablamos más tiempo del que pensé sobre Suze, la escuela, los libros, mamá, Thierry y la chocolatería.
—Tiene que ser fabuloso vivir en una chocolatería —opinó Zozie y atacó su ración de pastel de nata.
—No es tan bonito como Lansquenet.
Zozie se mostró interesada.
—¿Qué es Lansquenet?
—Un lugar donde vivimos. Está en el sur. Era de fábula.
—¿Más que París? —preguntó sorprendida.
Le hablé de Lansquenet y de Les Marauds, donde Jeannot y yo solíamos jugar a orillas del río; luego mencioné a Armande, a la gente del río, el barco de Roux con el techo de cristal y la cocinilla con las cacerolas con el esmalte desportillado y el modo en el que mamá y yo preparábamos bombones a última hora de la noche y a primera de la mañana, por lo que todo, incluso el polvo, olía a chocolate.
Después me asombré de lo mucho que había hablado. No debería mencionar esos temas ni los lugares en los que hemos estado, aunque con Zozie es distinto, con ella me siento segura.
—Dado que madame Poussin ya no está, ¿quién ayudará a tu madre? —preguntó Zozie mientras llenaba la cucharilla con espuma del vaso.
—Nos apañaremos —repliqué.
—¿Rosette va a la escuela?
—Todavía no. —Por algún motivo no quise hablarle de Rosette—. De todos modos, es bastante espabilada. Dibuja muy bien. Habla con signos e incluso sigue con el dedo las palabras de los libros de cuentos.
—No se parece mucho a ti. —Me encogí de hombros. Zozie me miró con ese brillo peculiar de los ojos, como si se dispusiese a decir algo más, pero continuó en silencio. Terminó el batido y añadió—: No tener padre debe de ser duro.
Volví a encogerme de hombros. Está claro que tengo padre... Simplemente no sabemos quién es, pero no estaba dispuesta a decírselo.
—Tu madre y tú debéis de ser muy amigas.
—Hummm... —mascullé y asentí.
—Os parecéis... —Zozie calló y sonrió con el ceño fruncido, como si intentase desentrañar algo que la desconcertaba—. Annie, en ti hay algo, algo que no consigo precisar... —Como es obvio, no hice el menor comentario. Mamá insiste en que el silencio es más seguro porque lo que callas no puede ser utilizado en tu contra—. Está claro que no eres un clon. Estoy segura de que conoces unos cuantos trucos...
—¿Trucos? —pregunté, y me acordé de la camarera y del té derramado.
De pronto volví a sentirme incómoda, así que miré para otro lado con el deseo de que alguien nos trajera la cuenta para despedirme y volver corriendo a casa.
La camarera nos evitaba, charlaba con el hombre que se encontraba tras la barra y reía y se acomodaba el pelo, como a veces hace Suze cuando Jean-Loup Rimbault, un chico que le gusta, se encuentra cerca. Además, ya he notado esa actitud entre los camareros: aunque te sirvan a tiempo, nunca quieren traerte la cuenta.
En ese momento Zozie hizo cuernos con los dedos, una señal tan discreta que se me podría haber escapado. Levantó el índice y el meñique como quien acciona un interruptor y la camarera parecida a Jeanne Moureau se volvió como si la hubiesen pellizcado y de inmediato nos trajo la cuenta en una bandeja.
Zozie sonrió y abrió el billetero. Aburrida y malhumorada, Jeanne Moureau aguardó y estuve a punto de esperar que Zozie le dijera algo; al fin y al cabo, alguien capaz de pronunciar la palabra «culo» en un salón de té seguramente no tiene reparos a la hora de manifestar lo que piensa.
No hizo el menor comentario.
—Aquí tiene cincuenta. Quédese el cambio —declaró y entregó a la camarera un billete de cinco euros.
Hasta yo me di cuenta de que era de cinco. Lo vi perfectamente cuando Zozie lo dejó en la bandeja y sonrió. Por alguna razón la camarera no se enteró.
Jeanne Moureau se limitó a dar las gracias y las buenas tardes mientras Zozie volvía a hacer la señal con la mano y guardaba el billetero como si no hubiese pasado nada...
¡Y entonces se volvió y me hizo un guiño!
En un primer momento pensé que me había equivocado. Podría haber sido un accidente normal; al fin y al cabo, el salón estaba lleno, la camarera tenía mucho trabajo y a veces la gente comete errores.
Claro que después de lo ocurrido con la tetera...
Me sonrió como un gato capaz de arañar incluso mientras está tumbado en tu regazo y ronronea.
Se había referido a «trucos».
Yo pensaba que había sido un accidente.
De pronto lamenté haber ido y haberla llamado el día que se detuvo frente a la chocolatería. Solo se trata de un juego, ni siquiera es real, pero resulta peligroso, como algo dormido que solo puedes aguijonear cierto número de veces antes de que abra los ojos para siempre.
Consulté el reloj.
—Tengo que irme.
—Annie, tómatelo con calma. Solo son las cuatro y media...
—Mamá se preocupa si llego tarde.
—Por cinco minutos no pasará nada...
—Tengo que irme.
Supongo que esperaba que, de alguna manera, me lo impidiese; esperaba que me obligase a darme la vuelta, como había hecho la camarera, pero Zozie se limitó a sonreír y me sentí ridícula por haber experimentado tanto pánico. Algunas personas son sugestionables. Probablemente la camarera pertenecía a esa categoría o tal vez ambas habían cometido un error... o quizá era yo la equivocada.
Yo sabía que no estaba equivocada y ella sabía que lo había visto. Estaba en sus colores y en su forma de mirarme, con una sonrisa a medias, como si hubiésemos compartido algo más que pastel...
Sé que no es seguro, pero me cae bien, me cae realmente bien. Quería decirle algo para que entendiese...
Me volví impulsivamente y vi que todavía sonreía.
—Oye, Zozie, ¿ese es tu verdadero nombre?
—Oye, Annie, ¿este es el tuyo? —repitió burlonamente.
—Verás, yo... —Me dejó tan desconcertada que estuve en un tris de decírselo—. Los amigos de verdad me llaman Nanou.
—¿Tienes muchos? —inquirió sin dejar de sonreír.
Reí y levanté un dedo.
Martes, 6 de noviembre
Es una niña muy interesante. En algunos aspectos es más pequeña que sus coetáneos y en otros mucho mayor; no tiene dificultades para hablar con los adultos, pero con otros niños se muestra torpe, como si pusiese a prueba su nivel de competencia. Conmigo se mostró comunicativa, divertida, locuaz, soñadora y voluntariosa, aunque con una cautela instintiva en cuanto abordé, muy por encima, el tema de su excepcionalidad.
Es evidente que nadie quiere que lo consideren diferente. Por su parte, la reserva de Annie va más lejos. Da la sensación de que oculta algo al mundo, una cualidad extraña que, si se conociera, podría resultar peligrosa.
Es posible que otros no la vean, pero yo no soy otros y me siento atraída por ella de una forma irresistible. Me pregunto si sabe lo que es, si lo comprende, si tiene la más remota idea del potencial que contiene esa cabecita arisca.
Hoy volví a verla cuando regresaba del liceo. No se mostró..., no se mostró fría sino, ciertamente, menos confiada que ayer, como si fuese consciente de que ha superado un límite. Como ya he dicho, se trata de una niña interesante, más si cabe por el desafío que plantea. Presiento que no es insensible a la seducción, pero va con cuidado, con mucho cuidado y tendré que trabajar despacio para no atemorizarla.
Así fue como nos limitamos a hablar un rato, durante el cual no mencioné su otreidad, el lugar que llama Lansquenet ni la chocolatería. Luego cada una siguió su camino, aunque antes de separarnos le conté dónde vivo y dónde trabajo actualmente.
¿He dicho trabajo? Todo el mundo necesita trabajo. A mí me sirve de excusa para jugar, para estar con las personas, para observarlas y descubrir sus secretos recónditos. Es evidente que no necesito dinero, lo que me permite aceptar el primer trabajo conveniente que me ofrecen, el único que cualquier mujer puede conseguir sin problemas en un sitio como Montmartre.
No, no me refería a ese trabajo, sino al de camarera.
Hacía muchísimo que no trabajaba en una cafetería. En realidad, no lo necesito, ya que el salario es miserable y el horario todavía peor, pero tengo la sensación de que ser camarera se adecúa a Zozie de l'Alba y, por añadidura, me proporciona una buena posición desde la que observar las idas y venidas del barrio.
Encajada en la esquina de la rue des Faux-Monnayeurs, Le P'tit Pinson es una cafetería a la vieja usanza, de la época sórdida de Montmartre; un antro oscuro, cargado de humo y revestido con paneles de grasa y nicotina. El dueño se llama Laurent Pinson y es un parisino autóctono, de sesenta y cinco años, con bigote agresivo y deficiente higiene personal. Al igual que el propio Laurent, el atractivo del café suele reservarse para la generación más entrada en años, que agradece sus precios modestos y el plato del día, y para personas caprichosas como yo, que disfrutan de la impresionante descortesía del propietario y del extremismo político de los parroquianos más viejos.
Los turistas prefieren la place du Tertre, con sus bonitas y pequeñas cafeterías y las mesas con manteles de guinga. También se decantan por la pastelería art déco de la parte baja de la colina, con la enjoyada exposición de tartas y confitados, o por el salón de té de la rue Ramey. Los turistas no me interesan. Lo que sí me atrae es la chocolatería, que veo claramente al otro lado de la plaza. Desde aquí diviso quién entra y sale, cuento los clientes, superviso los repartos y, en un sentido amplio, conozco el ritmo de su modesta existencia.
En términos prácticos, las cartas que robé el primer día no han resultado útiles. Birlé una factura matasellada el veinte de octubre, que decía «Pagada en efectivo», y enviada por Sogar Fils, proveedor de dulces. ¿Quién paga en efectivo en esta época? Se trata de una forma de pago poco práctica y sin sentido, parece impensable que la mujer no tuviese una cuenta bancaria, y continúo tan desinformada como antes.
El segundo sobre contenía una tarjeta de pésame por la muerte de madame Poussin y estaba firmada por Thierry, que enviaba un beso. El matasellos era de Londres y, como quien no quiere la cosa, había añadido: «Nos veremos pronto. Haz el favor de no preocuparte».
La guardé para usarla más adelante.
El tercer correo era una descolorida postal del Ródano que resultó incluso menos informativa: «Voy hacia el norte. Pasaré si puedo». La firmaba «R» y solo iba dirigida a «Y y A», aunque la letra era tan torpe que la i griega parecía una uve.
El cuarto correspondía a correo basura que ofrecía servicios financieros.
Sigo diciéndome que todavía hay tiempo.
—¡Hola, pero si eres tú!
Otra vez el artista. Ya lo conozco; se llama Jean-Louis y su amigo de la boina es Paupaul. Los veo a menudo en Le P'tit Pinson; beben cerveza y ligan con las señoras. Cobran cincuenta euros por un dibujo a lápiz; digamos que diez por el retrato y cuarenta por los halagos. Han convertido su montaje en un bello arte. Jean-Louis es una persona encantadora, las mujeres sencillas son particularmente sensibles a sus atenciones y, más que su talento, es su insistencia la clave de su éxito.