Read Zapatos de caramelo Online
Authors: Joanne Harris
El r
í
o, el viento, las Ben
é
volas...
¿Qué significa? Son palabras de un sueño. Sigo muy asustada, aunque no sé por qué. ¿A qué he que temerle? Tal vez las Benévolas son como los Reyes Magos: sabios que portan regalos. La sensación es buena, pero no dejo de estar asustada, de sentir que está a punto de suceder algo malo, de que por alguna razón es culpa mía...
Zozie dice que no debería preocuparme y que no haremos daño a nadie a menos que nos lo propongamos. Yo nunca querré hacer daño a nadie, ni siquiera a Chantal y a Suze.
La otra noche preparé el muñeco de Nico. Tuve que rellenarlo para que se pareciese al original y confeccioné la melena con el relleno marrón ensortijado del viejo sillón de Zozie, el que está en su cuarto, con el resto de sus cosas. A continuación hay que adjudicarle una señal (escogí el Uno Jaguar para que tenga valor) y susurrarle un secreto al oído (por lo que dije: «Nico, tienes que controlarte», lo cual debería ser suficiente, ¿no?); después lo coloqué detrás de una de las puertas de la casa de Adviento y me dispuse a esperar su visita.
También hice a Alice, que es todo lo contrario. Tuve que crearla algo más rellena de lo que realmente es porque los muñecos de pinza solo son delgados hasta cierto punto. Intenté afinar la madera de los laterales de la pinza y todo fue bien hasta que me corté con la navaja y Zozie tuvo que vendarme el dedo.
Luego le fabriqué un bonito vestido con un trozo de encaje viejo, le musité que no era fea y que debía de comer más, le atribuí el símbolo de pez de Cantico, la que Rompe el Ayuno, y la dejé junto a Nico en la casa de Adviento.
También está Thierry, vestido de franela gris y con un terrón de azúcar ensobrado y pintado para que parezca el móvil. No conseguí hacerme con un mechón de sus cabellos, así que, con la esperanza de que también funcione, cogí un pétalo de una de las rosas que le regaló a mamá. Por supuesto que no quiero que le pase nada malo, solo pretendo que se mantenga alejado.
Por eso le asigné el signo del Uno Mono y lo situé fuera de la casa de Adviento, con el abrigo y la bufanda puestos (que fabriqué con fieltro marrón) para que no coja frío.
Obviamente, también está Roux. Su muñeco no está terminado porque necesito algo suyo y no tengo nada, ni siquiera un hilo. Creo que he conseguido respetar su aspecto, ya que va de negro, y como melena he pegado un trozo de material naranja. Le asigné la Luna del Conejo y elViento del Cambio y musité: «Roux, no te vayas», a pesar de que hasta ahora no le hemos visto el pelo.
No tiene la menor importancia. Sé dónde está: trabaja para Thierry en la rue de la Croix. Desconozco por qué no ha vuelto, las razones por las cuales mamá no quiere verlo o los motivos por los que Thierry lo detesta tanto.
Cuando subí a su cuarto, hablé del tema con Zozie. Rosette estaba allí y habíamos jugado a un juego ruidoso y absurdo. Rosette estaba muy entusiasmada y reía como loca; Zozie hacía de caballo salvaje, Rosette cabalgaba sobre ella y de repente, sin motivo, se me erizó el pelo de la nuca y cuando levanté la cabeza vi un mono amarillo sentado en la repisa de la chimenea, lo vi tan claramente como a veces a Pantoufle.
—Zozie —murmuré.
Zozie alzó la mirada. No se mostró nada sorprendida porque ya había visto a Bam.
—Tienes una hermana pequeña muy inteligente —afirmó, y sonrió a Rosette, que se había apeado de su espalda y jugaba con las lentejuelas de un almohadón—. No os parecéis, pero supongo que las semejanzas físicas no lo son todo.
Abracé a Rosette y la besé. Es tan tierna que en ocasiones me recuerda una muñeca de trapo o un conejo con las orejas caídas.
—Verás, no tenemos el mismo padre —expliqué.
Zozie sonrió y reconoció:
—Me lo figuraba.
—Claro que no tiene la menor importancia. Mamá dice que elegimos a nuestra familia.
—¿Eso dice?
Moví afirmativamente la cabeza.
—De esa forma es mejor. Cualquiera puede formar parte de nuestra familia. Según mamá, no tiene que ver con el nacimiento, sino con lo que sientes por los demás.
—Entonces..., ¿entonces yo también podría ser de la familia?
Sonreí a Zozie.
—Ya lo eres.
Se desternilló de risa.
—Soy tu tía perversa y te corrompo con la magia y los zapatos.
Ese comentario me disparó. Rosette se sumó a la juerga. Por encima de nosotras, el mono amarillo se puso a bailar y logró que danzase todo lo que había sobre la repisares decir, los zapatos de Zozie, alineados como adornos pero mucho más interesantes que las figurillas de cerámica. Me pareció muy natural que las tres estuviéramos allí, pero de pronto experimenté remordimientos porque mamá seguía abajo y cuando estamos en ese cuarto a veces resulta muy fácil olvidar que existe.
—¿Nunca te preguntaste quién es su padre? —preguntó Zozie de sopetón y me miró. Me encogí de hombros. Ese tema nunca me ha preocupado. Siempre nos hemos tenido a nosotras mismas y no necesitamos a nadie...—. Lo más probable es que lo conozcas. Cuando nació tenías seis o siete años y me pregunté si... —Observó su pulsera, jugueteó con los dijes y tuve la sensación de que intentaba transmitir algo que no quería expresar con palabras.
—¿A qué te refieres?
—Bueno... Mírale el pelo. —Apoyó la mano en la cabeza de Rosette, que tiene los cabellos del color de las rodajas de mango, muy rizado y sedoso—. Mírale los ojos. —Son de un tono gris verdoso muy pálido, como los de los gatos, y redondos como monedas—. ¿No te recuerda a alguien? —Me devané los sesos durante varios segundos—. Piensa, Nanou: pelo rojo, ojos verdes, a veces es una lata...
—¿Te refieres a Roux? —inquirí y me eché a reír, pero de pronto me sentí interiormente nerviosa y deseé que Zozie callase.
—¿Por qué no? —insistió.
—Me habría dado cuenta.
Si he de ser sincera, nunca he pensado demasiado en el padre de Rosette. Supongo que en el fondo sigo creyendo que nunca tuvo padre y que la trajeron las hadas, tal como siempre sostuvo la anciana.
Un beb
é
m
á
gico, un beb
é
especial...
A lo que me refiero es a que no es justo lo que opina la gente: que es estúpida, retardada o tonta. Solíamos considerarla un bebé especial, especial en el sentido de diferente. Mamá no quiere que seamos diferentes, pero Rosette lo es y me gustaría saber qué tiene de malo.
Thierry insiste en que hay que buscar ayuda para ella, ya sea terapia, logopedia o todo tipo de especialistas, como si existiese una cura por ser especial que un especialista está obligado a conocer.
No existe cura del hecho de ser diferente. Zozie ya me lo ha enseñado. Es imposible que Roux sea el padre de Rosette. Me refiero a que hasta ahora nunca la había visto, ni siquiera conocía su nombre.
—No puede ser el padre de Rosette —declaré, aunque para entonces ya no estaba tan segura.
—En ese caso, ¿quién es el padre de tu hermana?
—No lo sé, pero es imposible que Roux lo sea.
—¿Por qué?
—Porque en ese caso se habría quedado con nosotras, por ese motivo. No habría permitido que nos fuéramos.
—Quizá no lo sabe. Tal vez tu madre nunca se lo dijo. Al fin y al cabo, jamás te contó que...
Me puse a llorar. Reconozco que es una estupidez. Detesto ponerme a llorar y, por alguna razón, no podía parar. Fue como una explosión interior y no supe si odiaba a Roux o si lo quería más que antes...
—Cálmate, Nanou. —Zozie me abrazó—. No pasa nada.
Apoyé la cara en su hombro. Llevaba un jersey grueso, grande y viejo y las trenzas se hundieron lo bastante en mi mejilla como para dejar huella. Me habría gustado decirle que sí pasaba algo, que decir que no pasa nada es la frase a la que apelan los adultos cuando no quieren que los niños sepan la verdad y que la mayoría de las veces encubre una mentira.
Tengo la impresión de que los adultos siempre mienten.
Dejé escapar un hondo y estremecido sollozo. ¿Es posible que Roux sea el papá de Rosette? Rosette ni siquiera lo conoce; no sabe que le gusta el chocolate caliente negro, con ron y azúcar moreno; no lo ha visto crear una nasa con ramas de sauce o una flauta con un trozo de bambú; tampoco está al tanto de que Roux oye el reclamo de los pájaros del río y los imita tan bien que las aves no notan la diferencia...
Es su padre y Rosette ni siquiera lo sabe.
Me parece injusto. Tendría que haber sido yo...
En ese momento evoqué algo más: un recuerdo, un sonido conocido, el aroma de algo lejano. Se aproximaba y entraba como la estrella puntiaguda del belén. Casi casi lo recordé, pero no quería. Cerré los ojos. Permanecí casi inmóvil. De pronto tuve la certeza de que, por muy poco que me moviese, todo saldría disparado, como la gaseosa cuando alguien agita la botella y que, cuando se abre, ya no hay vuelta atrás...
Me puse a temblar.
—¿Qué te pasa? —quiso saber Zozie. No pude moverme ni articular palabra—. Nanou, ¿de qué tienes miedo?
Oí el tintineo de los dijes de su pulsera y el sonido fue casi igual al de las campanillas que cuelgan encima de la puerta.
—De las Benévolas —susurré.
—¿De qué hablas? ¿Qué son las Benévolas? —Percibí apremio en su tono. Apoyó las manos en mis hombros y sentí lo mucho que ansiaba saberlo, estremeció todo su cuerpo como un rayo en una vasija—. Nanou, no tengas miedo —insistió—. Solo quiero que me digas lo que significa, ¿vale?
Las Ben
é
volas.
Los Reyes Magos.
Los sabios que portan regalos.
Emití la clase de ruido que haces cuando intentas despertar de un sueño y no puedes. En mí se apiñaron demasiados recuerdos y me presionaron, pues todos querían ser vistos a la vez.
La casita a orillas del Loira.
Parecían tan amables, tan interesados.
Incluso habían llevado regalos.
En ese instante abrí los ojos súbita y desaforadamente. Dejé de sentir miedo. Por fin recordé y comprendí. Sabía qué había ocurrido y nos había cambiado, nos había obligado a huir, incluso de Roux; nos había obligado a fingir que éramos seres corrientes cuando en el fondo sabíamos que jamás lo seríamos.
—Nanou, ¿de qué se trata? —preguntó Zozie—. ¿Estás en condiciones de explicármelo?
—Creo que sí.
—En ese caso, habla —acotó esbozando una sonrisa—. Cuéntamelo todo.
Lunes, 10 de diciembre
Ahora por fin llega el viento de diciembre, gime por las callejuelas y arranca de los árboles los restos del final del año.
Diciembre, atenci
ó
n; diciembre, desesperaci
ó
n,
solía decir mi madre. Una vez más, a medida que el año se aproxima a su fin, tengo la sensación de volver página.
Una página, una tarjeta, tal vez el viento. Diciembre siempre ha sido malo para nosotras. Es el último mes, el poso del año, y se arrastra hacia las navidades hundiendo en el barro su falda de hojalata. Ante nosotras se cierne el callejón sin salida del año, los árboles están prácticamente desnudos, la luz adquiere el tinte del papel de periódico quemado y mis fantasmas salen a jugar como luciérnagas en el cielo espectral...
Llegamos con el viento del Carnaval. Se trata de un viento de cambio, de promesas. El viento alegre, el viento mágico, que convierte a todos en liebres de marzo, que alborota capullos, faldones y tocados, que corre hacia el verano en medio de un frenesí de exuberancia.
Anouk fue hija de ese viento, niña del estío, y su tótem, el conejo..., el conejo impaciente, travieso y de mirada despierta.
Mi madre creía a pies juntillas en los tótems. Mucho más que el amigo invisible, el tótem revela nuestro corazón secreto, el espíritu, el alma íntima. El mío fue un gato o, al menos, eso dijo, probablemente porque pensó en la pulsera de bebé con el pequeño dije de plata. Los gatos son sigilosos por naturaleza. Los gatos presentan desdoblamiento de la personalidad. Los gatos huyen asustados ante un soplo de aire. Los gatos ven el mundo espiritual y cruzan la línea entre la luz y la oscuridad.
El viento arreció y huimos. Entre otros motivos, por Rosette. Supe desde el principio que estaba preñada y, como las gatas, la alumbré en secreto, lejos de Lansquenet...
En diciembre el viento había cambiado y trasladó el año de la luz a la oscuridad. El embarazo de Anouk no generó dificultades. Mi niña del estío llegó con el sol, a las cuatro y cuarto de una deliciosa madrugada de junio, y desde el instante en el que la vi supe que era mía y solo mía.
Desde el principio con Rosette todo fue diferente. Me encontré con una recién nacida menuda, fofa, irritable, que no quiso mamar y que me miraba como si fuese una desconocida. El hospital se encontraba en las afueras de Rennes y, mientras esperaba junto a Rosette, recibí la visita de un sacerdote, que se presentó para asesorarme y porque estaba sorprendido de que no bautizase a mi hija en el hospital.
Pese a su actitud tranquila y bondadosa, el cura se parecía demasiado a los de su calaña; repitió trilladas palabras de consuelo y centró la mirada en el otro mundo sin ver lo que hay en este. Le solté la perorata de costumbre: era viuda, me llamaba madame Rocher y viajaba para reunirme con unos parientes, con los que viviría. Evidentemente, no se lo tragó; miró a Anouk con recelo y a Rosette con creciente preocupación. Me explicó claramente que la pequeña tal vez no viviría y me preguntó si soportaría que muriese sin recibir las aguas bautismales.