Una de las primeras cosas con las que se encontraron era una vitrina que contenía una momia fuertemente envuelta con vendas de lino como si fuera un enorme capullo. Una máscara de oro los observaba desde las profundidades del oscuro cristal, sus rasgos faciales formaban una expresión de perfecta serenidad mientras miraba a través de Gary hacia la eternidad. Los enormes ojos parecían estanques llenos de plácida comprensión y aceptación satisfecha de la inmortalidad. Ése no podía ser el Benefactor, Gary estaba seguro. Colocó una mano sobre el cristal.
La máscara se cayó, sobre la vitrina; el cuerpo sin extremidades se revolvía, parecía el estado de crisálida de algo horrible.
Gary dio un salto. Era imposible. Sin embargo, ahí estaba, la momia se convulsionaba dentro de su urna de cristal. Gary se conectó a la frecuencia de los muertos y sintió una leve sombra de oscuro calor allí, la rabia y la angustia eran lo único que mantenían activa a la momia, pero incluso eso era escaso. En breves instantes, esa criatura se consumiría y sucumbiría a la entropía. Pero seguía siendo patente que era imposible que tuviera ningún tipo de vida posterior a la muerte. ¡Dios! ¡No dejaba de revolverse! La máscara de oro se había mellado y aplastado a causa del fuerte golpe contra el cristal, sus rasgos se habían deformado.
Puede que Gary también fuera un no muerto, pero no era capaz de mirar a la cosa que había dentro de la vitrina. Cada vez que la momia se agitaba o golpeaba su rostro contra el cristal se veía obligado a imaginar cómo debía de ser su existencia: ciego, atado, hambriento —para siempre, sin saber cómo había llegado a donde estaba, preguntándose si estaba vivo o muerto—, un infierno. Se volvió hacia la mujer sin rostro y trató de explicárselo.
—No, no, no puede ser. Normalmente, cuando momificaban a la gente le quitaban el cerebro… con una cuchara.
Lo que dices es cierto —dijo el Benefactor—. Hasta cierto punto. Gary levantó la vista aterrorizado. Las palabras le causaban dolor en los dientes, eran tan íntimas como sus pensamientos, en un volumen tan alto como sirenas.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
Les extraían el cerebro, sí, pero sólo en algunas de las dinastías. Antes de la decimoctava Dinastía era una práctica desconocida. Después de que los griegos conquistaran Egipto, prohibieron la extracción del cerebro.
_ ¿Cómo lo sabes? —Gary giró sobre sí mismo, tratando de localizar al Benefactor, pero era imposible, la voz podía venir de cualquier parte.
Sé muchas cosas, Gary. He visto tu corazón. Sé cosas que tú has olvidado y cosas que nunca podrías ni soñar. Ven a mí, Gary, y te lo enseñaré todo. Ven rápido, tenemos mucho que hacer.
Gary rodeó la vitrina de exposición; no quería acercarse a la cosa no muerta en su espeluznante crisálida por si acaso finalmente rompía el cristal. No quería estar cerca en absoluto. Guió al hombre sin nariz y a la mujer sin rostro a las profundidades de la exposición de Egipto, a través de salas pobremente iluminadas llenas de pesados sarcófagos, estatuas rotas, escarabajos y mortajas manchadas. Cada vez que miraba a un lado, veía más momias chocando contra sus carcasas, veía escarabajos y ojos blancos observándolo en todas partes. En una pequeña alcoba, una momia ennegrecida, rodeada de cuernos de antílopes muertos hacía siglos, se restregaba contra el cristal; en otra sala, un ataúd de madera con intrincadas pinturas e inscripciones de oro se agitó hasta que las astillas salieron disparadas como si fueran lluvia seca. La sensación de rabia, miedo y horror que percibía de los cuerpos revueltos lo hacía encogerse y apretarse las manos contra las sienes, se sentía incapaz de soportar su frustrante tormento.
Finalmente llegaron a una amplia sala que tenía toda una pared de cristal que permitía pasar la grisácea luz del sol. En una tarima elevada estaba el Templo de Dendur: una estructura de planta cuadrada con jeroglíficos tallados y un enorme arco monumental delante. Había un banco ante el arco, y alguien había tendido tres de las momias que se retorcían sobre la tarima. Les habían arrancado las máscaras de oro y las habían dejado en una pila al lado, objetos de valor incalculable tirados sin más. Una forma marrón, arrodillada sobre las momias, trabajaba con manos enclenques en la tarea de retirarles la tela que las cubría. Era el Benefactor, Gary lo supo de inmediato. Éste levantó la cabeza y le hizo un gesto a Gary para que se aproximara. Mírame tal y como soy, Gary. Soy Mael Mag Och y necesito tus ojos.
No tenía nada que ver con la aparición que había acudido a Gary en los grandes almacenes. Su piel era cuero curtido, se había tornado, uniformemente, de color marrón oscuro, era lampiña, arrugada en algunas zonas, mientras en otras se extendía suave y tensa sobre los huesos, que sobresalían puntiagudos. Le colgaba la cabeza sobre los hombros, como si no pudiera levantarla, de hecho, no cabía duda de que su cuello estaba roto, había partes de las vértebras cervicales visibles en su nuca. Sólo tenía un brazo, sus piernas eran terriblemente dispares. Una era fuerte y musculosa, la otra esquelética y atrofiada. No llevaba más vestimenta que una cuerda atada fuertemente alrededor del cuello —una soga, alcanzó a ver Gary— y un brazalete de piel apelmazada.
—Tú no eres… como ellos —dijo Gary, clavando la vista en las momias temblorosas.
No tengo ni la mitad de su longevidad ni de su sabiduría. Ven, ven aquí. No, yo nunca he estado en Egipto, amigo. Provengo de una isla que conocerás como Escocia. Por favor, mira. Ésta es la razón por la que te he llamado, para que me ayudes a ver esto.
Gary no tenía ni idea de a qué se refería, y entonces lo vio. Mael Mag Och no tenía ojos, tan sólo órbitas vacías.
A través del
eididh
que nos fusiona puedo ver lo que tú ves. No tenía ni idea de lo horrible en que me he convertido. Aquí. Gary observó lo que Mael Mag Och le señalaba. — ¿El
eididh?
—preguntó.
Lo que tú llamas red, aunque es mucho más que eso. Una densa montaña de telas sucias se separó de la momia y dejó un brazo al descubierto, un brazo delgado que acababa en cinco dedos huesudos. La mano se lanzó rápidamente a la cara de Mael Mag Och, pero carecía de la vitalidad necesaria para herirlo. El cadáver sin ojos alargó la mano hasta otro trozo tela y comenzó a retirarlo, sus dedos torpes tanteaban el lino podrido.
Tenemos que liberarlos. Les prometieron la inmortalidad, Gary. Estos desgraciados creyeron que despertarían en el paraíso, en un cañaveral. No puedo soportar su trauma. Ayúdame.
La delicadeza, la compasión del acto, conmovieron a Gary de una forma que había dejado de creer posible. Se arrodilló para ayudar a quitar los vendajes y ordenó al hombre sin nariz y la mujer sin rostro que hicieran lo mismo tantas manos tardaron poco en liberar a la momia de sus ataduras. Ésta se levantó lentamente del banco, una figura esquelética cubierta de jirones. Tenía un reluciente broche de oro sobre el corazón con forma de escarabajo, a la vez que otros amuletos y dijes colgaban de sus costados o de los cordones que llevaba en el cuello.
Su cara seguía oculta por los vendajes, a excepción del orificio irregular en el lugar donde un día había estado su boca, su ritual final consistía en eso: el
wpt-r,
la «apertura de la boca». Se llevaba a cabo con un cincel y un martillo. La tela que rodeaba la herida tenía manchas marrones y amarillas de fluidos que se habían secado tiempo atrás.
Malditos bárbaros, susurró Mael Mag Och.
La momia se alejó con pasos inseguros, cojeando, hasta el arco, donde se agachó contra la ajada piedra, como si estuviera leyendo los jeroglíficos con su cuerpo. Gary la habría aplastado, habría hecho trizas su cabeza si la hubiera encontrado en su vitrina envuelta como estaba. Mael Mag Och había visto la criatura con vida, su humanidad, bajo los vendajes. —¿Qué eres? —preguntó Gary. Un humilde
draoidh.
Por la forma en que Mael Mag Och lo pronunció sonó parecido a "druída".
—Bueno, está bien, ¿quién eres? —preguntó Gary.
Vaya, ésa es una pregunta fácil. Soy el tipo que apaga las luces cuando acaba el mundo.
El no muerto miró fijamente mi mano descubierta como si no estuviera seguro de qué podía ser. Me alejé, cauteloso, pero él me siguió al instante, con la nariz arrugada en el centro de su rostro cianótico. Abrió la boca de par en par y vi sus dientes rotos recubiertos de baba, entonces se abalanzó, cerró los brazos como pinzas para rodearme por la cintura. Traté de apartarlo, pero el traje de seguridad limitaba mi movilidad. Intenté levantar la rodilla y golpearlo directamente debajo de la barbilla, pero si le di con fuerza suficiente, no se le notó. Cerró los dientes sobre un pliegue de mi traje y sacudió la cabeza con violencia, tratando de arrancarlo. Corría el peligro de caerme de espaldas, lo que seguramente me costaría la vida. Con el pesado equipo de respiración a la espalda me llevaría demasiado tiempo ponerme de pie otra vez. Los otros dos muertos del contendor se estaban acercando. Si me caía, tendría a tres de esas cosas encima.
¿Dónde demonios estaba Ayaan? Giré la cintura y la vi peleándose con el rifle. Parecía que no podía manipularlo, los pesados hombros del traje eran demasiado gruesos y no le permitían subir el rifle a la altura de los ojos. Seguramente podía disparar desde la cintura, pero si lo hacía, tenía tantas posibilidades de darme a mí como a mi atacante. Estaba solo hasta que ella encontrara una solución.
Mi aliento se condensaba en el interior del casco, lo que limitaba mi visibilidad mientras yo me retorcía y trataba de apartar al muerto aferrado a mi cintura. Me sujetaba, implacable, mientras yo intentaba cogerle los brazos. Cada vez que creía que lo había agarrado bien, se le caía una capa de piel muerta y me resbalaban las manos. No pudo atravesar el tejido del traje con los dientes —era un material bastante resistente—, pero yo sabía que antes o después iría a por mi mano descubierta y todo habría acabado. Incluso si lograba zafarme después de una mordedura, sería víctima de infinidad de infecciones secundarias. Todavía recordaba el terror en los ojos vidriosos de Ifiyah mientras la pierna se le hinchaba y le aumentaba el ritmo cardiaco.
La desesperación llevó mis dedos a la axila del muerto. Al fin tenía un punto en el que hacer palanca. Sentía que se me iban a romper los huesos de los dedos cuando por fin logré apartarlo de mí. Levanté una pierna con torpeza y lo pateé para alejarlo, sus dedos se movían en el aire como veloces garras. Aterrizó sobre su espalda e inmediatamente se puso otra vez a cuatro patas, con la clara intención de volver a por mí. Entonces, la parte superior de su cabeza explotó formando una nube de materia gris pulverizada.
Me di la vuelta, mis pulmones subían y bajaban, y vi a Ayaan. Había logrado quitarse el traje hasta la cintura, de forma que tenía los brazos libres para utilizar su AK-47. Mientras yo estaba inmóvil, mirándola, ella levantó el arma e hizo dos disparos rápidos; eliminó a los dos muertos que venían directos a por mí.
Nos quitamos a toda velocidad nuestros trajes, que ya no servían para nada. Venían más muertos, una multitud incontrolable procedente de la zona oeste, moviéndose tan rápido como podían. Al que teníamos delante le faltaban los brazos, pero su mandíbula trabajaba sin descanso mientras se cernía sobre nosotros. Eran demasiados para luchar contra ellos: teníamos que huir.
Cogí a Ayaan del brazo y corrimos en dirección al norte, por Broadway, pero también estaban allí, eran de los débiles, de los que habíamos visto lamiendo el musgo de las paredes. La ropa colgaba sobre sus esqueléticas figuras, era horrible ver sus cuellos atrofiados y su escaso cabello. Pero ahora que estábamos desprotegidos ya no parecían tan patéticos. Por el sur llegó una mujer muerta con una larga melena morena vestida con un traje de novia completo, cola incluida, tenía las manos cubiertas con unos guantes manchados de sangre y el velo echado hacia atrás, lo que nos permitía ver sus afilados dientes: sus labios atrofiados los dejaban expuestos. Decidí que teníamos que arriesgarnos. Debíamos matar a la novia y esperar que no hubiera más muertos detrás de ella. No me apetecía en absoluto encontrarme con el resto de los invitados.
Ayaan mantenía el rifle en alto y tan sólo esperaba mi orden para abrir fuego, entonces un destello naranja cruzó como un rayo delante de nuestros pies y fue directo al grupo más numeroso de no muertos con un maullido. Era un gato, atigrado, sarnoso, medio muerto de hambre y con pinta de estar rabioso. Era un gato vivo.
Al pensarlo, me di cuenta de que no recordaba la última vez que había visto un animal vivo. En las calles de Nueva York no había siquiera un perro callejero o una ardilla perdida. Podría tratarse de una mera coincidencia, pero para mí era un misterio insondable.
El efecto que produjo la llegada del gato entre los muertos fue eléctrico. Ignorándonos por completo, se volvieron a una para apresar al felino, sus manos se extendían tratando de agarrar su pelaje multicolor. El gato se echó a la izquierda, hizo una finta a la derecha y los muertos se cayeron unos encima de otros —literalmente— tratando de hacerse con un puñado del rayo naranja.
No supe si habían logrado su objetivo hasta más tarde. Mientras yo estaba clavado en mi sitio, hipnotizado por la escena, Shailesh, uno de los supervivientes del metro, apareció detrás de mí y me cogió del brazo. Grité como una criatura.
—¡Vamos! —dijo—. No nos quedan demasiados cebos. —¿Cebos? —pregunté. Claro. El gato. Los supervivientes debían de haberlo soltado a propósito para distraer a los no muertos el tiempo necesario para que Ayaan y yo pudiéramos entrar. Pisándole los talones a nuestro guía, sorteamos la puerta de hierro de la entrada a la estación —oí el golpe metálico de ésta al cerrarse a nuestra espalda— y bajamos un tramo de una oscura escalera. En la penumbra, vislumbré cajas de desechos por todas partes y unos cuantos perros y gatos de mirada furiosa amontonados unos sobre otros. Una bombilla aislada iluminaba los tornos. Pasamos por encima, ya que Shailesh nos aseguró que se habían quedado bloqueados cuando los trenes dejaron de funcionar.
Al otro lado de los tornos nos recibió un superviviente de aspecto serio que llevaba unos vaqueros desteñidos, pero limpios e inmaculados, y unas gafas. Tenía una escopeta de asalto en las manos y el cañón apuntaba lejos de nosotros. El arma se movió en sus manos cuando nos acercamos a él, inconscientemente lo mantenía a una altura segura. Hizo todo aquello con tal automatismo que supe que había estado en las Fuerzas Armadas. Otra persona no sería tan disciplinada en el uso de un arma de fuego. Llevaba una chapa identificativa en su camisa blanca, una de esas etiquetas cada vez más familiares que ponían «HOLA, MI NOMBRE ES… » pero el espacio de abajo estaba en blanco.