Finalmente, su sistema se calmó, su cuerpo se rindió. Sus pulmones dejaron de moverse y se quedó tumbado, quieto, sin energía. Algo así como hambriento. Levantó la vista y contempló el más azul de los cielos a través de las ventanas. Pasaban esponjosas nubes blancas.
Todo iba a salir bien.
Seis semanas antes:
Sarah dormía al fin bajo la manta raída que le habían dado después de que yo protestase lo necesario. Estaba aprendiendo a dormir en cualquier situación. Buena chica. La tenía entre mis brazos, protegiéndola hubiera o no una amenaza inmediata. Mantener la mayor parte posible de mi cuerpo entre ella y el mundo se había convertido en un instinto. Incluso antes de la Epidemia lo hacía. Vimos cosas en África que nadie debería ver, descubrimos que contamos con recursos internos que sencillamente no deberían estar ahí. Hice cosas…; no importaba. Nos sacó de Nairobi. Nos llevó al otro lado de la frontera, a Somalia. Éramos tres, luego dos. Pero lo conseguimos. La madre de Sarah ya no estaba con nosotros, pero lo logramos. Conseguimos entrar en Somalia, para que nada más llegar una banda de mercenarios en un control de carretera nos capturase y nos dejase tirados en esta celda con un puñado de occidentales. Arrojados aquí para esperar la decisión del líder militar local.
Que lo jodan. No me culpo por lo que hice. Estábamos vivos. Todavía nos contábamos entre los vivos. Pertenecíamos a esa feliz minoría.
—No lo entiendo —dijo Tosido. Una de las mangas de su chaqueta estaba rasgada por el hombro, lo que permitía ver un centímetro del relleno acolchado que había debajo, aun así mantenía el nudo de su corbata perfectamente anudado. Incluso en el calor de la celda, él era un oficinista. Fue con el móvil de un lado a otro de la habitación—. Tengo cobertura. ¡Cuatro barras! ¿Por qué no puedo hablar con Yokohama? No contesta nadie en la oficina. ¡En el viejo sistema económico nunca hubiera pasado algo así!
En la esquina más alejada, los mochileros alemanes se aferraban el uno al otro y trataban de no mirarlo. Al igual que yo, sabían qué había pasado en Yokohama, pero en aquellos terribles primeros días de la Epidemia no hablabas de eso. No se trataba tanto de un asunto de negación de la realidad como de magnitud. Hasta donde sabíamos, Europa había desaparecido. Era posible que ya ni siquiera estuviera allí. Rusia había caído. En el momento que intentabas preguntarte qué habría sucedido con Norteamérica ya no había más espacio en tu cerebro. Un mundo sin Norteamérica era imposible: la economía global se colapsaría. Todos los líderes militares de tres al cuarto y dictadores del Tercer Mundo harían su agosto. Sencillamente era imposible. Significaría el caos mundial. Supondría el fin de la historia como la conocíamos.
Que era exactamente lo que había sucedido.
Los países civilizados, los que contaban con parlamentos con dos cámaras y cuerpos de policía honrados y buenas infraestructuras y estaban regidos por leyes y tenían riquezas y privilegios, todo Occidente, no resistieron la llegada de los muertos a su casa. Sólo las letrinas del mundo lo habían logrado. Los lugares más peligrosos. Los países inestables, los estados feudales, los remansos arcaicos, sitios en los que no te atreverías a cruzar la puerta sin un arma, donde los guardaespaldas eran los accesorios de moda; al final, esos sitios salieron mucho mejor parados.
Por lo que había oído, el último refugio de la humanidad era Oriente Medio. Afganistán y Pakistán se las estaban arreglando. Somalia ni siquiera tenía gobierno. En el país había más mercenarios que granjeros. Somalia estaba bastante bien. Antes era inspector de armamento en la ONU. Teníamos un mapamundi en mi oficina en Nairobi. Los distintos países aparecían en diferentes colores para mostrar el número de armas per cápita. Pero ahora se podía quitar la leyenda del mapa y sustituirla por la siguiente: densidad de población mundial.
—¡Cuatro barras! —gimió Toshiro—. Yo ayudé a levantar esta red, ¡es totalmente digital! Dekalb…, seguro que tienes alguna noticia para mí, ¿verdad? Tú tienes que saber qué está sucediendo. Tengo que recuperar el contacto. Me ayudarás. Tienes que ayudarme. Eres de la ONU. ¡Tienes que ayudar a quien te lo pida!
Negué con la cabeza sin mucha convicción. Estaba tan cansado, tenía tanto calor. Estaba tan deshidratado en esa celda diminuta. Nosotros tres nunca habíamos tenido necesidad de agua en Kenia antes de la Epidemia. Cuando los muertos empezaron a volver a la vida. En Nairobi, con nuestro mayordomo, nuestro chofer y nuestro jardinero, siempre hubo una fuente en nuestro pequeño mundo aislado y la manteníamos funcionando todo el año, A pesar de que sabía que era por su bien, Sarah nunca quiso marcharse a Ginebra para asistir a al Colegio Internado Internacional el siguiente curso, le gustaba mucho África.
Dios. Ginebra. Yo tenía un montón de amigos allí, colegas de las oficinas de la ONU. ¿Cómo debió ser? Suiza tiene algunas armas. No suficientes. Ginebra debía de haber desaparecido.
La puerta se abrió y una luz caliente se esparció sobre nosotros. La silueta de una chica me hizo un gesto. Durante un segundo, no lo entendí, creía que me quedaría en la celda para siempre. Entonces me puse en pie, tembloroso, y levanté a Sarah en brazos.
—¡Dekalb! ¡Pregúntales por mi conexión! ¡Maldito seas si no lo haces!
Dije que sí con la cabeza, una especie de despedida, una especie de asentimiento. Seguí a la joven soldado fuera de la celda y salí al patio bañado por el sol que había detrás. El olor de los cuerpos calcinados era denso, pero mejor que el hedor del cubo que hacía las veces de letrina en la celda, Sarah enterró la cara contra mi pecho y yo la abracé con fuerza. No sabía que sucedería a continuación. Quizá era nuestro turno de comer algo, por primera vez en dos días. La soldado podía estar conduciéndome a una sala de torturas o a un centro de refugiados con duchas con agua caliente y camas limpias y algún tipo de promesa para el futuro. Quizá era un llamamiento para una ejecución.
Si Ginebra había desaparecido, la Convención de Ginebra también.
—¡Vamos! —dijo la soldado.
Fui.
Seis semanas antes (continuación):
Un helicóptero chino levantó el polvo del patio con el lento movimiento de las palas del rotor. Quien fuera que acababa de llegar debía de ser importante: no había visto ningún tipo de aeronave en semanas. A la sombra de los barracones, un grupo de mujeres apiñadas cubiertas con velos islámicos y vestidos sencillos colocaron las manos sobre los morteros donde habían estado moliendo el grano.
La soldado me condujo más allá de un par de «técnicos», camionetas comerciales con metralletas montadas en la parte de atrás. Un muestra típica de la maldad somalí. Normalmente, los técnicos iban cargados de mercenarios, pero éstos habían sido adornados a toda prisa con los colores de Mama Halima: azul claro y amarillo como un huevo de Pascua. Los vehículos habían pasado a pertenecer a la República de Mujeres Libres. Las soldados deambulaban alrededor de las camionetas, con los rifles colgados laxamente en sus brazos, masticando distraídamente qat
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y esperando la orden de disparar a alguien.
Una vez franqueados los técnicos, rodeamos una hoguera de cadáveres. Era mucho más grande que cuando nos trajeron a Sarah y a mí a los barracones. Las soldados habían envuelto los cuerpos en sábanas blancas y después los habían cubierto de excrementos de camello, que utilizaban como acelerante. La gasolina era demasiado valiosa para desperdiciarla. Los gases que despedía el fuego eran terribles y sentí a Sarah apretarse contra mi pecho, pero nuestra guía ni siquiera parpadeó.
Intenté convocar mi identidad, traté de sacar algo de fuerza de mi indignación profesional. Dios. Niños soldado. Niños que no tenían más de diez años, bebés, sacados de la escuela y a los que se les habían dado armas y drogas para tenerlos contentos y hacerlos luchar en guerras que no podían ni empezar a comprender. Había trabajado muy duro para prohibir esa obscenidad, y ahora dependía de ellos para la seguridad de mi hija.
Entramos en un edificio de ladrillo de poca altura que había recibido un violento ataque de artillería y nunca había sido arreglado. El polvo resplandecía al sol que entraba por el techo derrumbado. Al final de un oscuro pasillo llegamos a una especie de puesto de mando. Las armas estaban cuidadosamente separadas en pilas en el suelo, mientras que sobre una mesa de madera, a la que había sentada una mujer en uniforme de combate leyendo con desgana un periódico, había tirado un montón de móviles y radios. Quizá tenía unos veinticinco años, tan sólo era algo más joven que yo, y no llevaba nada para cubrirse la cabeza. En el mundo islámico ése era un mensaje que se esperaba que yo captara de inmediato. No levantó la vista cuando se dirigió a mí.
—Tú eres Dekalb. El de Naciones Unidas —dijo, leyendo de una lista—. E hija. —Hizo una señal y nuestra guía fue a sentarse a su lado.
No me tomé la molestia de responder.
—En esa celda tiene individuos extranjeros que están recibiendo un trato inhumano. Tengo una lista de peticiones.
—No me interesa —comenzó a decir.
La interrumpí.
—En primer lugar, necesitamos comida. Comida limpia. Mejores condiciones de salubridad. Hay más.
Me clavó una mirada en el abdomen que sentí como una puñalada. No era mujer con la que se pudiera jugar.
—Si todavía es posible, necesitamos que se nos permita la comunicación con nuestros consulados. Necesitamos…
—Su hija es negra. —Ella no me había estado mirando a mí en absoluto. Había estado observando a Sarah. Un sabor amargo invadió mi boca—. Pero usted es blanco. ¿Su madre?
Respiré por la nariz durante un minuto.
—Keniana. Muerta. —Entonces me miró a los ojos y me salió sin más—: La encontramos, quiero decir, yo la encontré revolviendo una noche en la basura, había tenido fiebre, pero pensamos que lo superaría, la llevé dentro y no permití que se apartara de mi vista, no pude… —Usted sabía que era uno de los muertos.
—¿Se deshizo de ella como es debido? Todo mi cuerpo se estremeció al pensarlo.
—Nosotros… Yo la encerré en el baño. Después, nos marchamos. Los sirvientes ya se habían ido, la calle estaba prácticamente desierta. No se podía encontrar a la policía por ninguna parte. Ni siquiera el ejército iba a aguantar mucho más tiempo.
—No lo hicieron. Según nuestros servicios de inteligencia, Nairobi fue tomado dos días después de que usted se marchara. —La mujer suspiró, fue un sonido terriblemente humano. Entendía a esta mujer como burócrata de la muerte. La entendía como soldado. No habría podido soportar que hubiera mostrado cualquier tipo de empatia. Le supliqué en silencio que no me compadeciera.
Tuve suerte.
—No podemos alimentarlo y esta instalación carece de defensas, así que tampoco podemos permitirle que se quede aquí —dijo ella—. Y no tengo tiempo para discutir sobre su lista de peticiones. La unidad será desmantelada esta noche como parte de una retirada técnica. Si quiere venir con nosotros, tiene cinco minutos para justificar su manutención. Usted está con la ONU. ¿Forma parte de la ayuda humanitaria? Sobre todo necesitamos comida y medicamentos.
—No. Yo era inspector de armamento. ¿Qué pasa con Sarah?
—¿Su hija? La acogeremos. Mama Halima quiere a todas las chicas huérfanas de África —sonó como un eslogan político. No hacía falta aclarar el hecho de que Sarah, si yo fracasaba en ese momento, lo sería. Fue entonces cuando me di cuenta de qué significaba ser uno de los vivos. Significaba hacer lo que hiciera falta para no ser uno de los muertos.
—Hay un alijo de armas, armas pequeñas la mayor parte, algunas antitanque, justo al lado de la frontera. Puedo llevarles allí, indicarles dónde excavar. —No contábamos con el dinero y el equipo para destruir el alijo cuando lo encontramos. Habíamos puesto las armas en un búnker sellado bajo tierra con la esperanza de destruirlas algún día. Estúpidos.
—Armas —dijo ella. Echó un vistazo a la pila de rifles que había en el suelo, junto a mis pies—. Tenemos armas. No estamos en peligro de quedarnos sin munición.
Apreté a Sarah con la fuerza suficiente para despertarla. Ella se limpió la nariz en mi camisa y levantó la vista hasta mí, pero se quedó callada. Buena chica.
La oficial me miró fijamente. —Su hija estará protegida. Alimentada, educada.
—¿En una madraza? —La mujer asintió. Por lo que yo sabía, ése era el tope del sistema educativo de Somalia en esos momentos. Recitación diaria del Corán y oraciones sin fin. Al menos aprendería a leer. Justo entonces, algo me golpeó el corazón, algo tan fuerte que nunca podría llegar a olvidar. La conciencia de que eso era lo mejor a lo que Sarah podría aspirar, de que cualquier protesta que hiciera, cualquier insinuación de que eso no era suficiente no era realista y además era contraproducente.
En un par de años, cuando fuera capaz de empuñar un arma, mi hija se iba a convertir en una niña soldado, y eso era lo mejor que yo podía ofrecerle.
—Los prisioneros —dije, acabando con aquella línea de pensamiento. En ese momento, tenía que ser duro—. Tienen que dejarnos algunas armas cuando se vayan. Brindarnos la oportunidad de luchar.
—Sí, pero no he acabado con usted. —Nuevamente echó un vistazo a la hoja de papel—. Usted trabajaba para Naciones Unidas. Era parte de la comunidad de ayuda humanitaria. —Supongo que sí —dije.
—Quizá pueda ayudarnos a encontrar algo. Algo que necesitamos desesperadamente. —Continuó hablando durante un rato, pero yo no era capaz de escuchar nada. Estaba demasiado ocupado imaginando mi propia muerte. Cuando me di cuenta de que no me iba a matar, volví a prestar atención—. Es Mama Halima, ¿entiende? —Dejó la hoja sobre la mesa y me miró, me miró de veras. No como si yo fuera una tarea desagradable de la que tuviera que encargarse, sino como a un ser humano—. Ha sucumbido a una condición demasiado extendida en África. Ha desarrollado una dependencia a ciertas sustancias químicas. Y se están agotando peligrosamente nuestras existencias de esas sustancias.
Drogas. La líder militar de la zona tenía una dependencia y necesitaba una mula que fuera a recoger su suministro de chute. Alguien que estuviera lo bastante desesperado para ir y traérsela para su dosis. Yo lo haría, por supuesto. No cabía ninguna duda. —¿De qué tipo de «sustancias» estamos hablando? ¿Heroína? ¿Cocaína? Frunció los labios como si se estuviera preguntando si había cometido un error al elegirme para aquella misión. —No. Se trata de AZT.