Me desperté con el sonido del agua golpeando los casos de los barcos de la Guardia Costera y con la brisa fresca que me acariciaba las pestañas Estaba sonriendo, como un estúpido, porque me sentía bien. Me senté y lo recordé todo. Me puse los pantalones y empecé a buscar una letrina, y entonces oí un zumbido procedente del agua.
Era Jack.
No sé de dónde había sacado una moto de agua en Nueva York, pero allí estaba, saltando las olas en dirección a la costa. Fui corriendo hasta la orilla y agité los brazos y silbé, hasta que por fin me vio y cambió de rumbo para dirigirse donde yo estaba. Le tendí una mano y lo ayudé a subir al paseo. Se quitó el chaleco salvavidas y abrió la bolsa que había utilizado para mantener sus armas y equipamiento secos y, después, me saludó.
—Se los ha llevado a Central Park. No pude acercarme mucho, el viento soplaba en dirección a ellos y me hubieran olido, pero los vi entrar en el parque. Están haciendo algo allí dentro, algo grande, y no tengo ni idea de qué se trata. No puedo entrar pistola en mano e intentar rescatar a nadie sin más. Aunque es exactamente lo que voy a hacer.
Asentí sabiamente. Necesitaba orinar con urgencia, pero también quería enseñarle una cosa, algo que podía resolver su problema. Lo conduje a la parte trasera del hangar y le mostré el tráiler de diez metros coronado con antenas de radar y cuatro ataúdes, el término en jerga para las cajas de almacenamiento de los vehículos aéreos no tripulados.
—Bien —dijo, y empezó a abrir los ataúdes.
—Jack —le pregunté. Aquella cuestión me había rondado todo el tiempo—, ¿por qué nos enviaste aquí? ¿Cómo sabías que Governors Island estaba desierta?
Me miró fijamente.
—No lo sabía. Por lo que yo sabía este lugar podía estar hasta arriba de muertos. Lo que sí sabía es que, a pesar de todo, os las podríais arreglar.
—¡Podríamos haber caído en una trampa! —exclamé.
Jack miró a un lado y después al otro.
—Parece que os las habéis arreglado bien. Ahora ayúdame con esta caja.
Los controles del vehículo aéreo no tripulado Predator RQ-1A eran bastante sencillos. Habían sido diseñados para el soldado medio del siglo XXI y casi eran una réplica del mando de la Playstation. Con un pulgar manejabas el acelerador y con el otro la dirección, al tiempo que el resto de sistemas del vehículo estaba distribuido en los botones frontales y posteriores, sacar el tren de aterrizaje, manipular las cámaras del morro, etcétera. Es un juego de niños, pensé. En el pasado, cuando tenía una vida y una carrera, había estudiado sistemas armamentísticos. Me sentía seguro y alerta mientras mi pequeño avión levantaba vuelo sobre Governors Island y se encaminaba a Manhattan.
—Ten cuidado con las corrientes de aire ascendente —dijo Kreutzer—. Pueden ser una verdadera putada. —Estaba sentado en el segundo asiento del estrecho y sobrecalentado tráiler. En calidad de especialista en sistemas, él era el encargado de mantener la entrada de datos aviónicos y telemétricos clara y visible. Estaba delante de tres enormes pantallas donde podía mostrar y manipular su «producto».
El edificio de Standard Oil apareció a mi derecha y giré bruscamente para rectificar levemente la trayectoria y evitar la antena. Entonces, algo salió mal. El Predator intentaba seguir girando sobre sí mismo, levantando el ala derecha cada vez que yo trataba de bajarla. Aceleré un poco para ver si podía liberarlo de lo que yo creía que era una ligera turbulencia y, de repente, una pared de viento golpeó al vehículo en el morro, succionándolo hacia abajo en un movimiento espiral descendente ultrarrápido que sería más apropiado llamar «caída del cielo».
El VANT chocó con una esquina de Broadway y rebotó como una piedra sobre los techos de unos coches aparcados, hasta que dio un último salto y se detuvo en medio de Bowling Green boca arriba. La cámara mostraba una imagen borrosa de la estatua del toro de Wall Street y un cielo parcialmente nuboso.
Se dibujó una satisfacción infinita en la cara de Kreutzer al enseñarme qué había hecho mal. En la pantalla me enseñó los últimos segundos del vuelo del Predator en una presentación de PowerPoint. Vi la aguja del edificio de Standard Oil y la columna de aire donde Morris Street se cruzaba con Broadway. Después, maximizó la visión de infrarrojos de la misma escena y me señaló un remolino girando a toda velocidad en la confluencia de las dos calles, era la cizalladura que generaba la diferencia de temperatura entre las fachadas al sol y las fachadas a la sombra de los edificios.
—Vale. Lección aprendida —dije. Todavía tenía el pulso un poco acelerado por la excitación de pilotar el Predator. Cuando Jack entró para averiguar qué estaba pasando, dejé que Kreutzer se lo explicara. De repente, solté un alarido. Ambos se volvieron y me miraron fijamente.
Un hombre muerto con el cráneo desollado había llegado a Bowling Green para investigar el Predator. Su nariz, que veíamos del revés, se arrugó cuando olisqueó los sistemas ópticos del avión invertido. Estaba tan concentrado pilotando el VANT que se me había olvidado que estaba a un kilómetro y que el muerto viviente no podía cogerme a través de la pantalla. Desconecté la cámara y me froté las manos.
—Vamos a montar otro —dije—. Estoy preparado para intentarlo otra vez, Una hora más tarde el equipo de Ayaan tenía preparado el segundo vehículo. Tenía una envergadura de quince metros y el conjunto de instrumentos del morro parecía la cabeza de uno de los aliens contra los que solía luchar Sigourney Weaver en las películas. Hice los preparativos de vuelo e inicié el sistema óptico. Aceleré con fuerza —estábamos utilizando una pista de despegue más corta de lo reglamentario— y dejé que el Predator correteara pradera abajo, la imagen de mi pantalla parpadeaba a medida que ganaba velocidad. En el momento preciso, tiré de la palanca y la nariz se levantó hacia el aire. El VANT ascendió y superó con facilidad el techo de Liggett Hall. Me acordé de guardar el tren de aterrizaje y nos pusimos en camino.
Puse el VANT a velocidad de crucero y, en general, lo dejé volar por sí mismo, sólo lo ladeé un poco para que sobrevolara Castle Clinton en Battery Park. Mantuve la baja altitud, valorando la posibilidad de que uno o dos espías no muertos oyeran el motor, contra la opción de volar alto y permitir que millones de ellos lo vieran. Eso suponía volar entre los edificios, algo para lo que el Predator estaba diseñado, aunque supuestamente tenía que haber un piloto experimentado a los mandos. Cuando estaba frente a los muros de ladrillo de la parte baja de Manhattan, me dirigí a un estrecho embudo en lo alto de Battery, allí era donde Bowling Green se ensanchaba sobre la amplia calzada de Broadway.
—Esta vez mantén la calma, no intentes forzarlo. —Kreutzer se inclinó tanto hacia mí que, mientras me acercaba al remolino que me había derribado antes, podía oler su aliento. Esa vez me limité a soltar el acelerador en el momento crucial y el Predator lo atravesó como un corcho flotando sobre la marea, empujado hacia delante por los márgenes de la cizalladura en lugar de tratar de atravesarla. Estaba sobrevolando los coches abandonados de Broadway cuando el móvil Iridium comenzó a sonar.
—¿Qué hago? —pregunté—. ¿Qué hago? —Jack entró en el tráiler rápidamente y conectó un control de pilotaje secundario. Él sólo conocía a una persona que tuviera mi número. Se hizo con el control del vehículo y yo salí corriendo al césped, a la luz del sol, y contesté la llamada.
—¿Me estáis espiando? —preguntó Gary.
Estaba atónito.
—¿De qué estás hablando?
El hombre muerto se echó a reír en mi oído.
—Lo veo todo, Dekalb. Cada muerto viviente de Manhattan puede ser mis ojos o mis oídos. Doy por hecho que has sido tú quien ha dejado caer un avión en mi isla perfectamente pacífica. Se te están ocurriendo unas ideas geniales, ¿verdad? Estás planeando venir y rescatar a los prisioneros. No funcionará.
Traté de echarme un farol.
—Sólo estábamos buscando los medicamentos. Cubriendo todos los hospitales, buscando una forma de cumplir nuestra misión original.
—Buen intento. Mi cerebro está muerto, no dañado. Tú quieres matarme. Sé que yo haría lo mismo en tu lugar. Soy una amenaza, una seria amenaza, y tú quieres neutralizarme. Evidentemente, yo no quiero que eso suceda. Estoy dispuesto a hacer un trato.
Me dejé caer sobre la hierba. —Te escucho. Los supervivientes…
—Ahora son míos —me interrumpió—. En ese punto no hay margen de negociación. Lo que te ofrezco es un salvoconducto. Sé que el otro día tuviste algunos problemas con las palomas. Ya se han ido. Te voy a permitir entrar en Manhattan el tiempo necesario para ir al edificio de la ONU, coger tus medicamentos y marcharte. Nadie se acercará a ti; puedo mantenerlos alejados. Puedo protegerte. Hazlo y después súbete a tu barco y márchate de aquí para siempre. ¿Te suena factible?
—¿Y si intentamos rescatar a los prisioneros de todas formas? —Entonces descubrirás por qué un millón de hombres muertos no pueden estar equivocados. Eso es lo que te estoy ofreciendo, Dekalb, nada más Coge los medicamentos y lárgate. Oh, y una cosa más: Ayaan.
Miré hacia la chica en cuestión. Estaba posando para unas fotos; Fathia había encontrado una cámara Polaroid en uno de los barracones y todas las chicas querían un recuerdo de su visita a la ciudad de Nueva York. Ella se volvió hacia mí y sonrió.
Gary ronroneó en mi oído.
—Ayaan se queda aquí. Quiero quitarle la piel, cortarla en pedacitos y comérmelos uno a uno. Quiero recrearme con sus vísceras. Ella me disparó en la cabeza. Nadie queda impune después de eso.
Me tapé la boca con la mano para retener lo que quería responder a eso. «No pasará ni de puta coña, gilipollas». En su lugar, esperé un momento y dije:
—Te llamaré. —Después pulsé la tecla para colgar y dejé el teléfono. —Dekalb —me llamó Kreutzer desde la puerta del tráiler—, tenemos imagen. —Lo seguí al interior del atiborrado espacio cerrado para ver qué había encontrado Jack.
Gary voló con las palomas muertas sobre la Primera Avenida. A través de sus ojos, las observó mientras caían, bandadas enteras a la vez, daban vueltas en el aire, el extremo de sus alas batiéndose inerte. Gary era un hombre de palabra: si Dekalb quería aceptar su generosa oferta, el camino al edificio de la ONU estaría despejado. Gary no temía tanto a Dekalb como le preocupaba. Aunque, por un lado, su equipo de asesinas somalíes no podía hacer mella en las defensas de Gary, por el otro, era posible que hicieran algo poco previsible que pusiera en peligro el ganado de Gary. Si disparaban misiles sobre el
broch
, por ejemplo, Gary sobreviviría casi con seguridad, pero la gente de Marisol podía resultar herida en el consecuente caos y destrozos. Por la mente de Gary habían desfilado un millar de situaciones hipotéticas similares, y ninguna de ellas le parecía atractiva. Sacar a Dekalb de Nueva York tan pronto como fuera posible no era más que sentido común.
Gary absorbió la energía de las aves hasta que sólo quedó una, viró despreocupada sobre los restos de sus antiguas compañeras de vuelo; las montañas de plumas azul tornasolado anegaban las calles. Gary imprimió fuerza sobre el par de alas batientes y se dirigió hacia el río, a Long Island. Subió más y planeó hasta que vio jamaica Bay achicharrada bajo el sol, hasta que creyó que podía ver el borde de la Tierra debajo de él, pero… ya era suficiente. Presionó con fuerza al pájaro y su visión se tornó borrosa. Una chispa apenas discernible fluyó al ser de Gary.
En un lugar cómodo y sombrío, Gary cambió de posición en su enorme, bañera y el líquido salado se coló por el hueco de sus clavículas. Se enderezó chorreando, y cogió el albornoz. Había trabajo que hacer. Marisol vomitó ruidosamente sobre el suelo de ladrillo. —¿Nauseas matutinas? —le preguntó Gary, ayudando a la mujer a ponerse en pie.
Ella lo apartó.
—Me estoy ahogando aquí dentro. ¿Qué es eso, el vinagre de los pepinillos? —Formaldehído —le contestó Gary, bajando la vista al líquido del color de la cebada de la bañera de la que acababa de salir—. Me estoy preservando para las futuras generaciones. Deberías estar agradecida. Cuanto más me proteja de la descomposición bacteriana, menos de los tuyos me tendré que comer. Si tanto te molesta, salgamos a tomar el aire.
Mientras la conducía por la escalera de caracol oculta en la pared doble de la torre, llamó a una de las momias para que limpiara. Le producía verdadero placer —por insignificante que fuera— reservar el trabajo de limpieza a la antigua guardia de honor de Mael; en cualquier caso, alguien tenía que limpiar el
broch
y las momias eran las únicas que conservaban la destreza manual necesaria. Las manos del propio Gary se comportaban como si estuvieran dentro de manoplas de gruesa piel; ni siquiera era capaz de abotonarse la camisa solo. Las ptolomaicas del museo al menos podían usar utensilios sencillos.
—¿Cómo se está adaptando tu gente? —preguntó Gary. Los muertos seguían trabajando a destajo en la construcción del muro del pueblo prisionero, pero los vivos ya se habían trasladado a sus sencillas casitas. Gary había ayudado cuanto podía con libros de la biblioteca pública de la calle Cuarenta y dos y con herramientas arcaicas sacadas del Museo de la Ciudad de Nueva York (conocido por sus salas de época), pero no debía de resultar sencillo para gente del siglo XXI verse súbitamente forzada a llevar una vida del siglo XVIII. Gary no tenía forma de abastecerlos de electricidad ni agua, y menos aún de televisión o compras por Internet. Lo que él ofrecía era supervivencia a pelo. Y aún así, barría la alternativa. —Naturalmente, están asustados. No se fían de ti. Gary frunció el ceño.
—Soy un monstruo de palabra. Además, es a mí a quien le conviene que estén a salvo.
Marisol le ofreció algo parecido a una sonrisa insolente.
—No se fiaban de Dekalb, y él tenía un barco amarrado en la bahía. Por Dios, ¿eres consciente del aspecto que tienes hoy en día? No es una cuestión de lógica, ¿vale? Ven a un tipo muerto que huele a pepinillos en vinagre y que todavía tiene jirones de piel entre los dientes y quieren salir corriendo en dirección opuesta. Supongo que con el tiempo… con el tiempo pueden llegar a acostumbrarse a cualquier cosa, pero hasta ahora estaban encerrados como ganado y rodeados de un ejército de monstruos sedientos de sangre, y ahora los señorea un caníbal en albornoz. Están asustados. La mayoría. Algunos todavía piensan que serán rescatados.