—¡No negociaré con los no muertos! —gritó el superviviente, blandiendo su pistola de clavos.
No importaba. Gary ordenó a sus soldados que despedazaran al líder de los vivos y siguieran adelante. Los muertos marchaban con decisión hacia la escalera que bajaba al andén, adonde sus narices les decían que habían huido los vivos. No había rastro de los supervivientes; debían de haberse ido a los túneles. Gary dio la orden a sus tropas de que saltaran a las vías y se llevó una desagradable sorpresa que le produjo comezón en la cabeza. Los vivos habían activado el tercer raíl.
Parecía una trampa sin importancia, de hecho, sólo un par de sus soldados habían tocado el raíl que llevaba corriente eléctrica. Su carne chisporroteaba y sus cuerpos se agitaban sin control, pero tan sólo afectaba a una fracción de los muertos. En breves instantes, el humo de su carne en llamas llegó al techo y activó el sistema de detección de incendios, liberando cientos de litros sobre las cabezas del ejército de Gary, hasta que chorreó por sus rostros y empapó sus ropas mugrientas. Naturalmente, los vivos se habían tomado la molestia de reemplazar el agua del sistema antiincendios por gasolina. Los gases que salían de los muertos en forma de vapor llegaron al tercer raíl. En un instante, los soldados no muertos ardieron como bengalas pirotécnicas. Gary parpadeaba enloquecido mientras los veía quemarse a través de sus propios ojos derretidos.
—¡Mierda! —dijo al darse cuenta de repente. El pasadizo salía del andén en dirección al túnel subterráneo. Claro. Quien fuera que había diseñado las trampas había estado todo el tiempo un paso por delante de Gary.
Sabían cuántos soldados podía reunir y que estaba dispuesto a sacrificar los que fuera necesario. Era una batalla perdida, se mirase por donde se mirase, así que habían decidido no luchar contra él directamente. Las defensas de la estación no habían sido diseñadas para detener a los muertos, sino sólo para ralentizarlos mientras los vivos escapaban por los túneles. Al sur, a una patada de distancia, estaba Penn Station, un emplazamiento alternativo perfecto en caso de que Times Square estuviera comprometido.
Gari condujo su última oleada de soldados desde la parte trasera, los empujó a través de la estación en ruinas, los urgió a avanzar por el infernal túnel. Los muertos no veían mejor que los vivos en la oscuridad y tropezaban y caían cuando topaban con los raíles y los durmientes, pero era suficiente para seguir avanzando. Pronto, Gary divisó una titilante luz más adelante, una radiación verde procedente de cientos de tubos brillantes.
—¡Seguid moviéndoos! —Oyó gritar a una mujer—. ¡Podemos vencerlos! Oh, habrían podido si Gary se lo hubiera permitido. En cambio, envió a un comando a la calle Treinta y cuatro. Allí había muchísimos muertos. Era fácil movilizarlos y mandarlos a los túneles del metro. En un instante, Gary tenía los supervivientes atrapados entre dos hordas de muertos hambrientos. Los supervivientes cerraron filas e intentaron interponer batalla —después de todo, no tenían nada que perder—, pero rápidamente se quedaron sin munición. Sacaron machetes, martillos y otras armas de mano, pero estaban perdidos y lo sabían.
Gary bajó de su puesto de mando y recorrió tan rápido como pudo la estación en ruinas para reunirse con su ejército. Se movió entre la multitud de muertos y se colocó ante los supervivientes para contemplar la victoria con sus propios ojos. Había cientos de ellos, como le habían prometido. La mayoría eran mujeres, niños y ancianos que llevaban mochilas y bandoleras. Se apiñaron aterrorizados, algunos lloraban, otros gemían de verdad. Una de ellos estaba alejada de la muchedumbre. Una mujer vestida con ropa que parecía. Su chapa identificativa ponía: «HOLA, MI NOMBRE ES
jódete
». Estaba muy, muy embarazada y tenía las manos apoyadas en la tripa.
—¡Tú ganas, hijo de puta! —dijo ella—. Ahora, venga, cómeme. ¡Hazme un favor!
Gary se acercó. Bajó la mirada y colocó una mano llena de venas muertas sobre su tripa. La energía vital latía en ella, una energía deslumbrante que radiaba desde el centro de su ser como una hoguera. La veía brillar a través de sus dedos, tiñéndolos de rojo como si hubiera colocado la mano ante el sol.
—En realidad —dijo—, tengo una idea mejor.
El humo y los gases tóxicos se extendían por toda la superficie en la estación calcinada. Los azulejos de las paredes se habían partido y caído durante el incendio formando montañas de fragmentos que crujían bajo mis zapatos. La linterna de Jack emitía un cono de luz incapaz de penetrar el polvo y el hollín suspendidos en el aire. Los cadáveres —la mayoría no eran más que montones grisáceos, salvo alguna mano olvidada por aquí o algún mechón de pelo calcinado por allá— habían sido tirados a las vías en enormes pilas desordenadas.
—Buena chica —dijo Jack.
Corrió escaleras arriba subiendo los escalones de dos en dos. Intentamos seguirlo, pero apenas se podía respirar en aquel aire espeso y nos rezagamos hasta quedar en la casi absoluta oscuridad, con nuestros tubos como única iluminación. Ayaan me pasó el suyo para tener ambas manos libres para usar su Kalashnikov. Levanté los dos tubos sobre la cabeza como si fueran antorchas. Llegamos al lugar donde habían amontonado a los muertos como barricadas sin vida; escogí cuidadosamente por dónde pasar, aterrorizado de que uno de esos muertos por segunda vez se levantara a mi espalda y me cogiera por el cuello. Ayaan barría el perímetro con el cañón del rifle, observando cada cabeza perforada. Al rato, llegamos a la explanada principal donde habíamos visto a Montclair Wilson dar su discurso del estado de la Nación. Era imposible pensar que allí habían vivido alguna vez cientos de personas. Las paredes estaban desnudas, el cemento a la vista. En algunos lugares, el techo se había caído y desparramado toneladas de yeso sobre la taquilla de venta de entradas, que estaba abollada y vacía. En esa zona, los muertos habían sido apartados a un lado sin cuidado alguno, dejando un amplio pasillo hacia la escalera que conducía a la calle. La luz de arriba nos llamaba y no nos quedamos mucho más tiempo.
Una vez en la calle, encontramos Times Square desierta, libre de los cuerpos que movían arrastrando los pies. Todas las cosas muertas del centro de la ciudad debían de haber participado en la invasión de la estación de metro pero ya hacía rato que se habían ido. Sólo Jack estaba allí, dando vueltas en círculo, buscando señales, pistas, algo. Yo no detectaba signos de lucha, pero Jack se agachó y recogió un papel al azar del suelo. Me lo entregó sin pronunciar palabra. En su día había sido un anuncio de un espectáculo de Broadway, pero alguien había escrito una nota en el margen con un bolígrafo:
VIVOS = CAPTURADOS
MUERTOS = ORGANIZADOS
LÍDER = «GARY»
NOS DIRIGIMOS A LA PARTE ALTA DE LA CIUDAD
—Jack —dije, sujetando la nota, no quería tirarla sin más, no cuando se trataba de la última conexión de Jack con la gente que había ayudado a salir adelante—. No podías hacer nada. No podías salvarlos.
Me miró con una mueca de preocupación en la boca.
—Todavía están vivos —dijo finalmente, y con un gesto de la mano acalló mis protestas—. Si los muertos sólo hubieran querido matarlos, lo habrían hecho aquí en lugar de arrastrarlos por media ciudad. Los han capturado por algún motivo. ¿Quién es ese «Gary»? —preguntó—. ¿Es un superviviente?
—Él es… es un no muerto, pero es diferente a los otros. Puede hablar, pensar. Era médico y sabía cómo evitar los daños cerebrales cuando muriera… Lo conocimos hace unos días. Te lo hubiera mencionado, pero…
Jack me clavó la mirada.
—Había una amenaza de la que yo no sabía nada y se te olvidó contármelo. —Me cogió la nota de las manos—. Ahora mismo estoy demasiado ocupado para patearte el culo, pero lo haré.
Era tan poco propio de él decir algo así que me quedé sin palabras. Afortunadamente, Ayaan sí que podía hablar.
—¡Está muerto! ¡Gary está muerto! Yo le metí una bala en la cabeza. Lo hice yo misma. Lo vimos morir. Pero ahora ha vuelto y es muy peligroso.
—Sí, ya me he dado cuenta. —Jack estudió la plaza desierta. Se volvió al oeste, hacia el río y empezó a caminar a paso ligero. Corrí detrás de él. Él tenía preguntas—. Les habría hecho falta un ejército para atravesar las defensas que construimos. Tuvieron que usar herramientas eléctricas y un montón de electricidad. ¿Cómo traspasó la puerta…? ¿Tienes idea de cómo pudo hacerlo?
Negué con la cabeza.
—No podía sujetar objetos… Era médico antes de… bueno, antes. Intentó ayudar a uno de nuestros heridos, pero no era capaz ni de hacer un vendaje, sus manos eran demasiado torpes. No creo que haya podido utilizar una herramienta eléctrica.
—Esos muertos estaban organizados. ¿Es capaz de eso?
—Él nunca… Bueno, nosotros no lo vimos organizar a nadie —respondí—. Nada por el estilo. Parecía inofensivo cuando lo conocimos.
—Ellos no se organizan. Me da la impresión de que ese tipo tiene algunos trucos que no te enseñó. Controlar a los muertos con la mente. Sobrevivir a un disparo en la cabeza. Arrancar una puerta de acero de sus bisagras sin herramientas. Ahora tiene a mi gente, pero al parecer no se va a limitar a comérselos, porque si no, lo habría hecho aquí. Está improvisando sobre la marcha y no contamos con la información necesaria para anticipar sus movimientos.
En pocos instantes llegamos a la antigua barricada de la Guardia Nacional situada cerca de la terminal de autobuses. Jack metió la mano bajo el capó del vehículo militar blindado y forzó un cierre. Echó un vistazo al enorme motor del camión y gruñó.
—Nos llevan al menos media hora de ventaja y estamos perdiendo tiempo mientras hablo contigo. Dekalb, vamos a arreglar esto. Vamos a seguirlos, encontrarlos y voy a recuperar a Marisol. Puedes ayudarme o marcharte. Es tu elección. —Metió la mano en las entrañas del motor y movió algo. Tensó el brazo un segundo y después lo soltó apresuradamente mientras el motor se ponía en marcha y tosía. Después se paró otra vez.
—Jack…, lo que dices es un suicidio —traté de persuadirlo, consciente de que si había alguien dispuesto a hacer de
cowboy
con todo en contra tenía que ser el ex Ranger.
—No soy estúpido, Dekalb. Estoy hablando de hacer un reconocimiento. No los atacaremos hasta que sepamos cuál es la situación, ése el Procedimiento Estándar de Operación, Por ahora sólo voy a ir a echar un vistazo. —Sacó un kit de reparación del morro del vehículo y extrajo una correa de ventilador blanca y larga. Tuvo que subirse al motor para instalarla, con los brazos metidos hasta el fondo del mecanismo. Volvió a probar el encendido y el vehículo emitió un estruendo, chirrió y, finalmente, se asentó en un ruido traqueteante de fondo: había vuelto a la vida. Volvió a saltar a la acera y después se subió al asiento del conductor. Hice ademán de subir detrás de él, pero me hizo un gesto negativo con la cabeza—. No. Sólo yo. Esto me acercara, pero es difícil no llamar la atención. Antes o después tendré que abandonarlo, después los seguiré a pie. En ese momento no me serás de ninguna ayuda.
Era justo. En todo lo relacionado con moverse sigilosamente en un entorno urbano, él contaba con el mejor entrenamiento del mundo; yo, con ninguno. Puso en marcha el motor y la calle se llenó de humo negro. Tuvo que gritar para que lo oyéramos por encima del ruido.
—Coge a Ayaan y volved a vuestro barco. Id a Governors Island. Si no estoy allí en veinticuatro horas, estáis solos.
Asentí con la cabeza, pero él no esperó a mi respuesta. Engranó la marcha y se dirigió al norte, hacia los supervivientes, dando por hecho que todavía seguían vivos.
Dos momias esperaban a Gary cuando regresó al
broch.
Le hicieron una señal para que los siguiera, él solo.
Naturalmente, habría problemas. Mael ya debía de saber lo que había pasado. Cuando entraron en el recinto, los trabajadores que levantaban los muros del torreón se dieron la vuelta para contemplar la procesión; con las manos caídas a los lados, dejaron los ladrillos que transportaban a un lado para observar cómo cientos de seres humanos vivos avanzaban temerosos hacia el corazón de la central de los no muertos. Estos no tenían curiosidad propia: a través de todos los ojos que se posaron sobre Gary y su tropa de asalto sólo había una inteligencia mirando.
Gary comprendía que Mael estuviera sorprendido. El ejército de los no muertos tenía órdenes estrictas de no dejar entrar ni un solo ser vivo a Central Park, mucho menos una multitud. Gary estaba rompiendo una regla importante.
Gary ordenó a su ejército que vigilara a los prisioneros y después entró en los sombríos espacios de la construcción. Las paredes aumentaban de altura a buen ritmo: los muertos nunca descansaban y Mael tenía una multitud centrada en la tarea. En el centro de la edificación, el druida lo esperaba en un trono similar a los que se pueden encontrar sobre las tumbas o en las cumbres de las montañas. No parecía contento.
A ver, amigo, sé que eres listo, así que no tendrás problema en explicarme esto: ¿por qué mi mejor subordinado desobedecería mis órdenes de manera tan radical? ¿No te has olvidado de dónde estamos, verdad? Lo de matar y demás.
—No lo he olvidado. —Gary se acercó hasta estar cara a cara con la momia, mirándola directamente a la oscuridad de sus cuencas oculares vacías. El druida no levantó la cabeza, pero los
taibhsearan
que colgaban de las paredes giraron sus cuellos para seguir a Gary mientras se movía.
Entonces igual te has ablandado otra vez. ¿Es eso? ¿Te has puesto lívido cuando gozabas de todo el poder? Para ser sincero, hijo, no te culpo por sentir un poco de compasión. Si quieres, enviaré a mis propias criaturas a hacer el trabajo sucio.
Mael se levantó de su asiento y cojeó hacia la salida del habitáculo Cuando se acercó a Gary pareció notar algo. Se detuvo y levantó una mano con la que recorrió lentamente el rostro de Gary. Entonces no era compasión, oh, no.
Gary sabía lo que el druida sentía, la energía que los recorría como las olas del océano, colosal, profunda y fuerte. Zumbaba y se agitaba en su interior, se sentía a punto de estallar.
Te has comido ¿cuantos, veinte? ¿Treinta?
—Necesitaba la fuerza. De lo contrario también los habría salvado a ellos. —Los hombres a los que había sacrificado eran viejos o inútiles en un sentido u otro. No podían contribuir a que él lograra su anhelado objetivo—. Mael, he estado pensando.