—¡Joder! —exclamé. Yo creía que debía de tratarse de algún secreto.
—Aquí abajo no hay nada que hacer aparte de esperar. Algunos no pueden soportarlo.
Lo entendía a medias.
—Tengo una idea, pero es peligroso. Muy peligroso. Tenemos que llevar a vuestra gente hasta el río. Hay un vehículo militar blindado al oeste de la terminal de autobuses.
Jack asintió.
—Lo he visto. Incluso yo lo he pensado. Puede que aún funcione, dando por sentado que el combustible no se ha evaporado, que la batería sigue cargada y que ninguno de los manguitos del motor se ha podrido. Claro, podríamos colocar la parte de atrás en una de las puertas y hacer subir a la gente sin problemas. Tendríamos que hacer un montón de viajes, pero sí, nos podría llevar hasta vuestro barco.
Al ir entusiasmándome con la idea, señalé su punto débil.
—Pero alguien tendría que salir, arrancarlo y conducir de vuelta. Si el motor no funciona a la primera, tendrían que intentar arreglarlo. Los muertos los acecharían en todo momento. Tengo algunas soldados somalíes, pero no saben nada de mantenimiento de un carro blindado norteamericano. Estaba pensando que a lo mejor tú sí sabes.
—Estás en lo cierto.
Vale. Estábamos llegando a alguna parte.
—Sólo hay un problema. Nada de esto ocurrirá hasta que logre llevar a cabo mi misión original. —Me miró con dureza y yo levanté las manos para pedirle que tuviera paciencia—. Mira, es una cuestión política. Somalia está en manos de una líder militar. Necesito una buena razón para convencerla de que acepte un puñado de refugiados blancos que no son soldados, que van a ser un lastre para sus recursos. Tenemos que ser realistas.
Si quería manipularlo, ésa era la palabra adecuada. Ése era un hombre que se había deshecho de toda pretensión y sentimiento. Su única filosofía era el realismo. Asintió una vez con la cabeza. Traté de hablarle sobre lo que necesitábamos hacer y cómo podíamos ayudarnos, pero él ya había acabado con esa conversación. Se cerró en banda; tal vez estaba ahorrando energías. Era un truco que podía alterar al otro, pero le surtía efecto; tenía la capacidad de ignorar otro ser humano aunque estuviera delante de él intentando llamar su atención. Era el hombre más duro que había conocido en mi vida. Pero me infundió esperanzas. Si alguien podía entrar en el edificio de la ONU, ése era Jack.
Nos quedamos callados durante un buen rato. Pensé en volver a la explanada, con Ayaan y el resto de supervivientes, pero, sencillamente, no podía. No podía soportar cómo me miraban: como si yo fuera una broma de mal gusto, su esperanza más preciada expuesta ante ellos tras semanas y semanas de haber oído que nada bueno volvería a pasar en la vida. No podía enfrentarme a sus extraños juegos basados en una cultura popular que había dejado de existir.
El silencio estaba empezando a hacerme mella, estaba a punto de empezar a hablar conmigo mismo sólo por oír algo, cuando Carly lo rompió. No podíamos verla. Ella se quedó en la oscuridad, pero oíamos la reverberación de sus pisadas en el andén abandonado. Jack levantó la escopeta para seguir el rastro del sonido. Me pareció insensible, pero lo cierto era que los dos sabíamos que ella podía haber regresado transformada.
—He vomitado —dijo desde la oscuridad—. Eso es malo, ¿verdad? —Probablemente. Puede que tan sólo sean nervios. —Jack se puso de pie lentamente, con el arma todavía en las manos, pero no apuntándola a ella necesariamente—. Ven aquí. Debes de estar helada y hambrienta. Yo puedo ayudarte en eso.
Ifiyah también tenía frío y hambre después de la mordedura. Me pregunté cuántas veces habría hecho Jack esas terribles vigilias. Carly se acercó a los barrotes y, de inmediato, supimos que iba a morir. Su rostro estaba cubierto por una pátina de sudor y tenía los ojos inyectados en sangre. Los brazos, donde el gato la había arañado, estaban hinchados y oscurecidos a causa de la coagulación de la sangre. Jack le ofreció una manta y un embutido de ternera. Ella aceptó ambas cosas sin hacer comentario alguno. Observé su cara mientras comía. Los hierros de la ortodoncia le estaban haciendo rozaduras en la parte interior de los labios mientras engullía la comida. Ella se dio cuenta de que la estaba mirando y paró un segundo.
—Echa un buen vistazo, pervertido —dijo ella—. No me voy a poner mucho más guapa.
Aparté la vista, enrojecido de la vergüenza. Estaba pensando en Sarah, preguntándome si le haría falta una ortodoncia pronto. Pero no podía explicárselo a Carly. No lo hubiera comprendido.
Nos quedamos con ella toda la noche. Di unas cuantas cabezadas, pero cada vez que me despertaba me encontraba a Jack sentado, completamente erguido. La escopeta no se apartó en ningún momento de su posición oblicua sobre sus rodillas. Cada vez que miraba a Carly, su estado había ido a peor. Comenzó a jadear, sus pulmones luchaban por obtener el oxígeno que su cuerpo necesitaba. Los dedos se le inflamaron como salchichas, tanto que la piel de alrededor de las uñas se le rompió y comenzó a sangrar, su sangre era de color oscuro. Empezó a delirar cerca de las cuatro de la mañana: suplicaba por agua, por ver a su madre y, cada vez con más insistencia, por carne.
Jack le ofreció en dos ocasiones acabar con su sufrimiento, pero ella lo rechazó sin un atisbo de duda.
—Creo que me siento un poco mejor —dijo ella la segunda vez. De hecho, su respiración se había relajado. Los ojos se le cerraron y creí que tal vez lo conseguiría, quizá su sistema inmunológico lograba ganar esa batalla.
—Túmbate si te resulta más cómodo —le dije—. Sigue pensando en lo bien que te encontrarás mañana. Si puedes dormir, deberías hacerlo.
No me contestó. Esperarnos unos minutos y, entonces, Jack le dio una fuerte patada a la puerta con la bota. Resonó lo bastante alto para hacerme daño en los oídos, pero ella ni siquiera pestañeó.
—Vale —dijo él—. Voy a hacerlo. Date la vuelta.
Yo sacudí la cabeza.
—No. No, tan sólo está cansada…
Ella se levantó lentamente de donde había estado sentada. Sus piernas flaqueaban y seguía con los ojos cerrados.
—Mira —dije—, está bien.
Sabía que me equivocaba, pero lo dije de todas formas. Se lanzó a por nosotros con toda la fuerza que tenía, aplastando sus manos hinchadas y su rostro bañado en sudor contra los barrotes, pegando los hombros y las caderas contra el acero. Al impactar con la cara contra un barrote, el cartílago de su nariz se partió, también se rompió el hueso de la mejilla y sus rasgos se desfiguraron. Yo retrocedí. Jack levantó su SPAS-12 y disparó. El cartucho entró por su ojo izquierdo y salió por la parte de atrás de su cabeza con un fragmento de su cráneo. Después, dejó de moverse. La escopeta emitió un
clic
cuando el mecanismo propulsado a gas cargó otro proyectil automáticamente. No le hizo falta.
Me costaba respirar, mi cuerpo bullía con la química del pánico. Jack se llevó el arma al pecho y me miró.
—A veces —dijo lenta y serenamente— creo que todos estarían mejor si murieran pacíficamente durmiendo. Ya no tendrían miedo. Algunas noches me quedo en vela y pienso en cómo hacerlo.
Descartó la idea y cuando volvió a hablar lo hizo con su tono habitual. —Mañana nos pondremos en marcha con tu misión, primero dormiremos un poco.
Después, se dio media vuelta y se dirigió a la escalera.
Gary entró en el recinto de Central Park como un héroe que regresaba a casa. Se sentía como si debiera llevar una capa. Tras él, lo seguían con soltura el hombre sin nariz y la mujer sin rostro.
Los trabajos de construcción del
broch
de Mael avanzaban a buen ritmo. Dos tabiques triangulares de soporte se alzaban a diez metros del suelo mientras que una de las paredes laterales ya superaba la cabeza de Gary. Los trabajadores muertos que estaban en el andamio tenían un aspecto poco firme en el mejor de los casos, pero subían y transportaban los materiales de construcción como si se tratara de reliquias de valor incalculable; colocaban los ladrillos tan juntos que Gary hubiera pasado apuros para intentar deslizar un trozo de papel entre ellos. Había grupos de hombres muertos en fosos ubicados alrededor de la construcción preparando los ladrillos, quitándoles el cemento viejo con las uñas. Algunos usaban los dientes.
Otras cuadrillas levantaban andamies, que eran entramados de tuberías de metal arrancadas de las fachadas de los edificios de Nueva York. Nunca se les agotarían las existencias. Las escaleras y plataformas que erigían los muertos eran poco estables y bastante precarias y los accidentes eran bastante frecuentes; en el breve lapso de tiempo que Gary había pasado en la zona del edificio, oyó en más de una ocasión el súbito golpe de un cuerpo no muerto cayendo al barro desde diez metros de altura. Con los huesos pulverizados y las extremidades inservibles, las víctimas volvían al trabajo en cuanto era posible: si todavía podían caminar, se suponía que podían arrastrar carretillas cargadas de ladrillos; si todavía podían utilizar los brazos se les ponía en los fosos a rascar cemento.
Los pocos desgraciados que efectivamente se quedaban paralíticos a causa de los accidentes aún eran de utilidad para Mael en calidad de
taibhear
o videntes, en el sentido más literal del término. Se les subía y ataba a las paredes en construcción del
broch
y sus ojos vigilaban el parque para el amo. Al carecer de ojos, él dependía de estos ayudantes, sin los cuales estaría ciego. Los muertos trepaban a las escaleras para alimentar con trozos de carne a los vigías y mantenerlos frescos.
El druida se sentaba en un montículo de rocas en el mismo centro del recinto. Su guardia de honor de momias estaba desplegada a su espalda, apoyadas unas contra otras, abrazadas a sus amuletos y escarabajos como una corte de magos deficientes. Delante de Mael, en el suelo, había extendido un mapa de la ciudad con puntos que indicaban las localizaciones de todos los supervivientes conocidos. Una de las momias se arrodilló frente al mapa mientras Gary se aproximaba y retiró las tres marcas de los lugares que Gary había asaltado durante la noche.
Apoyándose sobre su espada cubierta de cardenillo, Mael ahuyentó a la momia y levantó la cabeza para dar la bienvenida a su campeón.
¡Mi
gowlach curaidh
ha regresado! Tienes buen aspecto, amigo. La Gran Obra te sienta bien.
—Tengo derecho a existir —objetó Gary—, lo que significa que tengo que comer.
Sí, y lo has hecho muy bien. —La cabeza del druida se desplomó sobre su pecho—. Quizá demasiado. ¿Tenías que ser tan despiadado con los pequeños?
Gary se limitó a encogerse de hombros.
—Tú mismo dijiste que somos el mal y que debemos actuar como tal. Yo sólo seguía tus órdenes. —Gary se agachó y estudió el mapa. Quedaban muchísimos supervivientes, cientos. Podía seguir así durante meses y no quedarse sin alimento. Cualquier vestigio de compasión o simpatía que pudo sentir en su día por los vivos se estaba esfumando, quizá a causa de que le disparaban cada vez que se encontraba con ellos. O tal vez se estaba transformando en la criatura que Mael le había pedido que fuera—. Esto es lo que soy, ¿no? Un monstruo. No me critiques por ser bueno en mi trabajo.
Mael lo escudriñó un buen rato antes de darle la razón.
Sí. Perdona a un viejo mago por su palabrería sentimental. Tengo otro cometido para ti, amigo, uno que imagino que te gustará. Es un trabajo importante y requerirá de un hombre reflexivo para que salga bien.
Gary asintió. Estaba preparado para lo que fuera. Mael le había prometido que se sentiría en paz una vez hubiera aceptado el papel que el destino le había otorgado y, como era habitual, el druida tenía razón. Se sentía fuerte, mucho más que cuando había salido a rastras del sótano del Virgin Megastore con un agujero en la cabeza. Incluso más que cuando despertó por primera vez en una bañera llena de hielo.
Una mujer con unos vaqueros sucios y una camiseta atada al cuello que dejaba al descubierto sus pechos caídos y azulados tropezó y estuvo a punto de pisar el mapa. En su día debió de ser guapa, una latina con una generosa melena de cabello rizado. Pero para entonces, su rostro mostraba heridas supurantes y unos ojos nublados. Miró a Gary, después a Mael y, finalmente, apartó la vista. No era un comportamiento especialmente extraño para un muerto viviente, no obstante, a Gary le pareció que estaba más aturdida de lo que debería. Como si estuviera colocada, o en trance.
Para este trabajo necesitarás más refuerzos que tu comitiva habitual. Debes aprender a leer el
eididh
y a dirigir tropas en la batalla. Esta tiene una serie de conocimientos en su cabeza que quiero inculcarte, si eres capaz de hacerlo.
Gary se humedeció los labios, estaba más que excitado. Mael tenía poderes que le trascendían, iban mucho más allá, pero hasta el momento el druida había sido rácano a la hora de enseñarle trucos nuevos a su perro de ataque.
—¿Cómo…? —preguntó, pero sabía cuál sería la respuesta.
Ábrete, como ya te he dicho en otras ocasiones.
Gary asintió y alargó el brazo para coger a la mujer muerta por la nuca. Intentó hacer lo que ya había hecho otras veces: conectarse a la red de muertos, igual que hacía cuando tomaba el control de sus compañeros, igual que cuando había convocado a la multitud que devoró al superviviente Paul. Presionó hasta que notó el latido de su cerebro y aparecieron destellos blancos en los márgenes de su campo visual, pero sólo logró captar su atención. Ella lo miró con los ojos abiertos de par en par, como si estuviera fascinada por las venas muertas de las mejillas de Gary.
Puedes hacerlo mucho mejor, hombre —se burló Mael—. No se trata de algo que puedas ver, oír o saborear. ¡Olvídate de esas cosas e inténtalo otra vez!
Un poco fastidiado, Gary hizo otro intento, y sólo consiguió desatar un zumbido en sus oídos. Sentía la sangre inerte agitándose en su cerebro, estaba seguro de que se iba a provocar un aneurisma. Pero entonces, al fin, algo crujió; en su mente surgieron unas molestas sombras, vetas de oscuridad, de energía oscura, que se transformaron en rayos, en hilos. Eran las hebras de la red que lo unía a todos cuantos lo rodeaban: la mujer muerta, Mael, los vigías colgados de la pared. Sentía al hombre sin nariz y a la mujer sin rostro detrás de él.
Entonces vio la parte de atrás de su cabeza.
Estaba mirando a través de los ojos de sus subordinados, viendo lo que ellos veían sin dejar de usar sus propios ojos. Se volvió para mirar a la latina y sintió la conexión que los unía, la unión de la muerte. Sentía los pensamientos y los recuerdos que bullían alrededor de ella; era una información a la que ella misma ya no podía acceder porque su cerebro se había asfixiado cuando murió.