Zombie Nation (20 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror

BOOK: Zombie Nation
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La zorra bajó la cabeza y olisqueó el suelo, un estrecho agujero en la superficie arenosa. Los granos de mica y polvo bajaron por el agujero cuando ella los olió. En un instante, demasiado rápido para que lo distinguiera el ojo humano, sus patas estaban dentro del agujero, sus garras hundidas en el reducido cuerpo de una musaraña. Arrastró el animal hasta su morro y se puso rumbo a la seguridad de su madriguera, donde podría deleitarse con su presa a placer.

Sin molestarse en hacerse visible de nuevo, Nilla se agachó y cogió a la zorra con sus entumecidas y agrietadas manos para hundir la cara en el cuello del animal. Había mordido la yugular y consumido la tenue llama de vida dorada antes de que la zorra pudiera empezar a defenderse.

Se aseguró de destrozar la calavera de la zorra antes de deshacerse de sus restos. Ya se sentía bastante culpable por la osa cuya vida había consignado a vagar en la no muerte. No había necesidad de propagar más su enfermedad. Cuando hubo acabado de comer, se desplomó sobre la arena y dejó que su cerebro se relajara, permitió que su cuerpo volviera a ser visible. Cada vez que había empleado su truco en el pasado, Mael Mag Och había aparecido para molestarla con sus enigmas, pero en esta ocasión, no. Esperó cerca de una hora, pero él no se presentó. Lo cual la entristeció; habría aceptado de buena gana su compañía. La soledad corroía a Nilla, aunque a duras penas estaba sola.

Por una parte tenía el desierto a su alrededor. Death Valley no hacía honor a su nombre. Podía tratarse de un sitio peligroso para campistas desprevenidos, pero en absoluto estaba muerto. De hecho, bullía de vida con una sorprendente abundancia de animales. No se anunciaban precisamente, y con sus ojos humanos rara vez los veía. Sin embargo, con los ojos cerrados, el desierto resplandecía de energía, como un vasto campo de estrellas, pero mucho más activo y móvil. Se sentaba y observaba, a veces durante horas, sobre todo por la noche, cuando las luces vitales del desierto jugaban su interminable juego, persiguiéndose y devorándose unas a otras. Los predadores eran enormes manchas de luz que fluían hacia las llamas más pequeñas y más tenues de las presas y las absorbían. Los matorrales y cactus a su alrededor parpadeaban débilmente, pero bajo la superficie, su imponente sistema de raíces, en ocasiones hasta diez veces más grande que la parte que mostraban por encima de la tierra, formaba un tapiz tejido de resplandecientes curvas e hilos radiales, un tejido con una radiante urdimbre y una luminosa trama. Era la cosa más hermosa que Nilla había visto en su vida.

Por otra parte, no podía decir que estuviera sola porque la seguían. La seguía y vigilaba la cosa muerta sin brazos que había matado a Charles. Se había percatado de su presencia continua durante su primera y tortuosa tarde en el desierto, cuando habían caminado tanta distancia y pisando tan fuerte que se había hecho agujeros en sus vaqueros demasiado apretados y se le habían cortado los labios a causa de la deshidratación. El sol había empezado a jugarle malas pasadas desde temprano y no le había dado tregua: veía columnas de calor por todas partes que parecían charcos de agua agitándose en el horizonte, notaba la sombra de cada retazo de nube en la espalda como una descarga de gélida brisa.

Él estaba en lo alto de un promontorio, su rostro quedaba distorsionado por el resplandor, su cuerpo masacrado estaba lleno de energía oscura y humeante. Le hubiera gustado ignorarlo como si se tratara de otra alucinación, pero no podía. Sabía que él estaba allí. Estaba prácticamente segura de que tenía instrucciones de seguirla, aunque cómo podría alguien hacer que un hombre muerto acatara su voluntad era una pregunta sin respuesta.

Él seguía sus pasos, sin importar cuán lejos o rápido se moviera. A pie, ella era ligeramente más móvil, más ágil y tenía mejor equilibrio, pero él tenía las piernas más largas. Nunca se acercaba a menos de ciento cincuenta metros, pero tampoco desaparecía nunca del horizonte. Mientras ella se dirigía al este, caminando noche y día, deteniéndose para alimentar su cuerpo o dar a su mente un descanso momentáneo, él nunca estaba demasiado lejos.

Finalmente, ella dejó de mirar atrás. Su presencia se convirtió en una constante, una pieza fundamental del entorno. Si él se hubiera parado, o se hubiera marchado, ella lo habría notado, lo sabía. Ella lo ignoraba lo mejor que podía y seguía caminando penosamente.

Más de lo mismo. Matorrales no más altos que su rodilla, algunos incluso tan bajos como su tobillo. La tierra agrietada y cuarteada por la evaporación dio paso a afiladas dunas de arenas a las que siguieron rocas suaves como bolas de billar que habían sido erosionadas por trillones de granos, que rodaban, rebotaban, cuyos microscópicos extremos irregulares se colaban por las imperfecciones de la roca, rasgando y rompiendo, alisando la superficie de la roca un nanómetro por vez durante eones. El mundo tenía tiempo de sobra para pudrirse en silencio. A ella la enfurecía esa serenidad, esa quietud. Parecía que su destino era no volver a descansar jamás.

Después de tres días llegó a un lugar donde acababa el desierto y empezaban las montañas. No se hizo ilusiones sobre lo que tenía ante sí. Todavía guardaba el mapa que había cogido del coche de Charles y sabía que había otro desierto al otro lado de esta nueva cadena montañosa. No un mero valle más, sino una elevada meseta desértica que se extendía sin fin. Sin embargo, se alegraba de estar ascendiendo, a pesar de las protestas de sus piernas, a pesar de que le ardían los muslos por el implacable esfuerzo. Subir la montaña significaba que las noches serían más frescas y el sol de las horas diurnas menos castigador.

En ausencia de otra cosa, la mente tiende a llenar el paisaje que observa y, en consecuencia, absorbe sus detalles. Tras días de caminar casi sin descanso ella había aprendido a dejar de pensar en cada cosa individual que veía, la ondeante rama de un matorral de efedra, cada una de las diminutas flores amarillas de incienso. En su lugar, había logrado comprenderlo todo como un proceso. Sin dejar de andar, ella comenzó a ver el mundo en términos de movimiento y cambio, y cualquier cambio a más fresco, más húmedo y más rocoso era a mejor.

Utilizó las manos y los pies para abrirse camino por las montañas Amargosa y entrar en Nevada. No había nada que indicara la frontera, tenía que calcular a ojo, basándose en la interpretación que hacía del mapa en un lugar sin hito distintivo. Estaba muy alejada de las carreteras que dividían Death Valley en cuadrantes y el mapa de estaciones de servicio tenía pocos detalles físicos para servirle de guía.

¿Importaba? ¿Si atravesabas un país a pie, de un océano al otro, importaba en qué estado estabas? Ella tenía Nevada en la mente como una meta, un escape, un lugar donde estaría a salvo de los militares y la policía y todos los demás que deseaban aniquilarla. Pero ¿había cambiado algo de veras? Sería de lo más inocente pensar que la enfermedad, la plaga de no muertos, se había detenido en la frontera entre dos estados. Seguramente la gente de Nevada odiaba a los muertos vivientes tanto como los californianos. El desierto se ocupaba de ella, era un lugar seguro para ella. Quizá debería pararse y punto. Quizá podía ignorar la oferta de Mael Mag Och, olvidarse de averiguar su nombre. Podría existir sin más bajo los álamos, pasar el resto de su vida volviéndose más malhumorada y secándose, comiendo zorros kit y tortugas y coyotes con olor a artemisia y roca caliente. Tal vez eso durara para siempre.

Se detuvo para ponderar esa oportunidad y para sentarse un segundo. Sus pies estaban entumecidos casi por completo, pero las piernas la estaban matando. Cuando se sentó sobre una roca con las piernas colgando, su cuerpo dejó de protestar tanto y su mente comenzó a aposentarse, a recogerse. Regresando a pensamientos concretos, lentamente se dio cuenta de que el cadáver sin brazos había desaparecido. Sintió su desaparición como un súbito golpe de ausencia, de la misma manera que se habría sentido si le hubieran arrancado un diente de repente.

¿Por qué se había marchado? ¿Adónde había ido? Dio una vuelta sobre sí misma, buscando en la cumbre de las colinas, luego cerró los ojos e intentó lo mismo, pero… nada. No estaba. Se volvió y miró al este. ¿Tal vez la había adelantado de algún modo? No. No, pero había algo. Fue a lo alto de un serpenteante cañón, la huella de algún antiguo río laberíntico. En el extremo del cañón había una casa de madera. Salía humo de la chimenea que se deshacía con las ráfagas de viento.

Donde había humo tenía que haber gente, ¿no? Gente viva. Gente que sería mejor compañía que el
freak
sin brazos. Se apresuró hacia la casa, sus piernas protestaban, pero sus manos se estiraron hacia delante.

Los Centros de Control de Enfermedades están prácticamente seguros de una cosa… quizá:

Los Centros de Control de Enfermedad afirman que no es un virus. Lo que se suma a lo que ya sabemos de este comunicado de prensa extraordinariamente útil del Instituto Nacional de Salud, que afirma que no es una bacteria. Entonces, ¿qué demonios es? Entre tanto, aquí está la teoría conspirativa de la semana de Romenesko: un hombre en Okhlahoma aduce que ha tenido lugar una llegada de los cielos, pero nadie era adecuado para ser salvado.
[Entrada de blog, DiseasePlanet.org, 08/04/05]

Clark ordenó que el HEMTT se detuviera y se asomó por la ventanilla para escuchar. En la distancia, más allá de unos árboles, oía algo. Un ruido como de arrugar papel, una y otra vez, intercalado con golpes secos. Conocía ese sonido. Era un lanzagranadas automático volando una manzana de la ciudad.

—Ése es el grupo de asalto —le dijo al conductor y a la especialista en comunicaciones. Tras días de dura contienda, ambos parecían insensibilizados.

Era un conflicto extraño aquel en el que el sonido de las armas automáticas significaba seguridad, mientras que los civiles desarmados eran tu objetivo principal.

—Tiroteo más adelante, jefe —gritó hacia atrás, a Horrocks. El sargento se puso alerta—. Prepare a su gente.

Horrocks pasó a la acción.

—De acuerdo, que todo el mundo localice a su compañero de batalla. Se acerca la hora del gatillo. Tú, tú y tú tomad la delantera, vosotros seis dispersaos y mantened los ojos abiertos. ¡Cuidado con las descargas negligentes!

En la cabina del camión la especialista en comunicaciones hablaba en tono monocorde por uno de sus teléfonos móviles.

—Grupo de asalto tres, aquí la célula de asalto seis. Célula de asalto seis llamando, grupo de asalto tres. ¿Me copia?

—Alto y claro, asalto. Estamos resistiendo en un campo de golf a aproximadamente doscientos cincuenta metros al nordeste de su posición, resistiendo un fuego fuerte… Olvide eso, fuego no, ya sabe a qué me refiero. Tenemos apoyo aéreo para recoger a nuestros amigos en camino desde la base de la Guardia Nacional Aérea de Buckley. ¿Puede ofrecer asistencia?

—Estamos en camino, grupo de asalto —dijo la especialista, pero ya estaban en medio. El HEMMT se internó lentamente en una calle residencial arbolada y rezongó al detenerse. Había cerca de diez infectados en el cruce, merodeando sin destino sobre sus maltrechas piernas. Uno de ellos se volvió y miró directamente a Clark a través del parabrisas. Él oyó a Horrocks gritarle al segundo escuadrón y la cabeza del hombre infectado estalló como un volcán. Una mujer infectada con un suéter rojo chillón se apresuró hacia el camión, su largo cabello negro ondeaba a su espalda, todavía sedoso y con cuerpo a pesar de que su cara estaba gris y acribillada de heridas. El escuadrón también la derribó, y a un hombre que llevaba un mono de trabajo, y a un adolescente con una sudadera. Había más y más viniendo del otro lado de la calle, tal vez atraídos por el ruido de combate.

—Jefe, tenemos que cruzar por aquí —gritó Clark por la ventanilla. El sargento estaba en ello, gritando a su sección que se desplegara en una formación semicircular delante del camión. Clark se dirigió al conductor—. Especialista, llévenos tan despacio como pueda, deje que estos hombres hagan su trabajo sin tener que preocuparse de ser atropellados.

Se abrieron paso centímetro a centímetro. Las tropas se tomaron su tiempo, apuntando a sus objetivos. Parecía que no se acababa el número de ciudadanos infectados cuya vida habían de segar, pero contaban con una ventaja considerable: ellos podían pensar, en lugar de correr ciegamente en medio de un fuego cruzado. También tenían a su favor que podían golpear a distancia. Tenían su formación y su disciplina en las que apoyarse.

—Grupo de asalto, nos acercamos a su posición —dijo la especialista de comunicación, apretándose el teléfono contra la mejilla. Una mano ensangrentada golpeó la ventanilla al lado de su cara y ella gritó. Clark sacó su pistola, pero los escuadrones ya habían apartado al infectado del lado del camión y le habían volado la cabeza.

Fuera de la cabina, más allá del rango visual de Clark, alguien disparó una descarga sostenida de fuego automático, un desperdicio inútil de munición y una señal de que alguien había perdido la serenidad. Clark trepó por encima de la especialista en comunicaciones y saltó a la calle para ver qué estaba sucediendo. Los infectados se aglomeraban a ambos lados, más y más saliendo de cada calle, callejón, garaje y puerta. «El ruido de los disparos debe de estar atrayéndolos», pensó. No había nada que hacer, aparte de abrirse camino a tiros. Clark sacó su arma y abatió a un hombre calvo sin piel en la parte inferior de la cara. A cinco metros, otra víctima iba a por él y también le disparó. La mano se le estaba entumeciendo a causa del retroceso.

Un movimiento en un ángulo de su campo visual lo sorprendió. Más de ellos… ¿cómo? ¿Cómo se había propagado tan rápido el patógeno? Clark estaba harto de hacerse preguntas, pero constantemente se veía enfrentado a nuevas variaciones del mismo tema. ¿Cómo había empezado esto? ¿Qué enemigo, qué nación, que facción terrorista permitiría que esto ocurriera? Disparó de nuevo y una mujer desnuda giró sobre sus talones y cayó al suelo hecha un ovillo. Disparó otro tiro y le partió el cráneo.

Estaba acabando con su sufrimiento, se decía a sí mismo. Sí, eran enfermos. Sí, eran ciudadanos de Estados Unidos. Pero si él patógeno se extendía así de rápido, no había suficientes médicos para tratarlos a todos. Especialmente cuando la mitad de los médicos del país estaban infectados también.

—Jefe, ¿cree que podemos embestirlos para pasar? —preguntó en voz baja. Había reglas no escritas que le permitían hacer preguntas a su sargento, pero era mejor si las tropas no lo oían.

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