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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Zombie Planet (39 page)

BOOK: Zombie Planet
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Ayaan se apuntó ella.

—Démosle una oportunidad. Dejemos que se una a nosotros, si quiere.

—Ha intentado matar al Zarevich —replicó él. La cabeza de Sarah se volvió a un lado y vomitó sangre en el dobladillo de su túnica—. Perra estúpida —gruñó el
lich
. La pateó en las costillas hasta que estuvo tosiendo sangre sobre sí misma.

Ayaan se adelantó a toda prisa y se arrodilló al lado de Sarah.

—Enni —insistió ella—, la primera vez que me viste estaba intentando matarte. Mira cómo ha acabado.

Ella había estado dispuesta a matar a Sarah. Se había convencido de que si significaba salvar al Zarevich, la última esperanza de la humanidad, ella misma mataría a Sarah. Pero ahora no era necesario. Sarah ya no tenía medios para herir a nadie. Sin duda alguna…, un poco de misericordia era procedente. Limpió la boca de Sarah con su mano y le levantó la cabeza para que le resultara más fácil respirar.

—Ayaan —dijo Sarah con los ojos abiertos, muy abiertos—. Ayaan, eres una abominación.

Ayaan simplemente asintió.

—Si tanto la quieres, quédatela. Si causa problemas, las dos seréis ejecutadas. —Enni sacudió su cabeza cadavérica y se fue furioso—. Tengo trabajo que supervisar —gritó por encima del hombro.

Ayaan ayudó a Sarah a sentarse.

—Escucha —dijo, pero Sarah la interrumpió.

—Esperaba descubrir que estabas prisionera —afirmó la chica. Sus ojos se habían tornado muy duros—. Daba por hecho que no permitirías voluntariamente que te convirtieran en un
lich
.

—No fue decisión mía. —Ayaan negó con la cabeza—. Sarah, escucha un momento. Te matarán. No importa qué tipo de magia hayas descubierto, encontrarán la manera de evitarla. Sólo tienes una oportunidad de sobrevivir.

—Ayaan nunca se preocupó mucho por la supervivencia —replicó Sarah—. No sé quién eres. Pero sé a quién sirves.

Ayaan cerró los ojos y dijo una breve oración.

—«Él es Sublime —recitó ella—, el más Grande. Yo pensaba como tú al principio. Ahora comprendo. El mundo está mal, Sarah. Cada día hay menos personas vivas y más muertos vivientes. Yo creía que había una única respuesta al problema: dispararles a todos. Ahora sé la verdad. Alguien tiene que reconstruir el planeta.

Sarah se humedeció los labios.

—El Zarevich. ¿De verdad quieres vivir en el mundo que desea hacer?

—Sí —respondió Ayaan sin vacilar—. Porque he visto la alternativa. Venga. Tienes que ponerte en pie. No puedo cargar contigo. —Ayudó a Sarah a ponerse en pie. La chica estaba pálida y parecía débil, pero no se desmayó. ¿Eso era resultado sólo de un buen entrenamiento? ¿Había enseñado Ayaan a Sarah cómo ser dura? O quizá la magia de la chica era así de fuerte.

Magia. El mundo de Ayaan siempre había predicado que la magia era peligrosa en el mejor de los casos y un camino seguro a la condenación. Ahora ella era un ser mágico. No quería reconocer que la rabia de Sarah había agitado su fe en la rectitud de su camino, pero lo sabía, conscientemente.

—Ahora guarda silencio. No conseguirás nada hablando ahora —le aconsejó Ayaan, dejando que Sarah se apoyara sobre ella.

—Cuando decidan matarme, ¿serás tú quien me vuele los sesos? —preguntó Sarah—. ¿O permitirás que me corten las manos y los labios y me conviertan en uno de sus soldados?

Aquél era el peor destino. Ayaan no dijo nada.

Condujo a Sarah a las profundidades del campamento, junto a la muchedumbre de fanáticos que estaban ocupados preparando el gran momento del Zarevich. Los vivos y los muertos estaban atareados descargando numerosas cajas de equipo de la parte de atrás del vagón de carga. Otros se afanaban en montar extraños artilugios que Ayaan no lograba reconocer. Un estrecho andamio de postes de aluminio ya se estaba levantando sobre la alfombra de huesos, mucho más cerca de la Fuente de lo que a Ayaan le parecía seguro.

Una cuadrilla de trabajo estaba uniendo lo que parecía una gigantesca espiral de metal tan gruesa como su brazo mientras otros probaban tubos de vacío y los encajaban en distintos armarios de metal. Parecía como si se estuvieran preparando para un concierto de rock.

La multitud se dividió cuando llevaron una larga caja de madera. Un fanático con una palanca se agachó para abrir la caja y dejar a la vista un par de pinchos de metal, cada uno de diez metros de largo y perversamente curvados. Sus puntas parecían más afiladas que picahielos.

Erasmus saludó a Ayaan y se acercó a ella.

—No queda mucho más —dijo—. Vaya —exclamó—, ¿creías de veras que llegaría tan lejos?

—Sí —respondió Ayaan—. Lo creía. Ésta es Sarah, por cierto.

—Ah, sí. Hola. —El hombrelobo no parecía saber cómo dirigirse a la chica. En cambio miró los dos pinchos de metal—. Encantado de conocerte, supongo.

—No es mutuo —replicó Sarah, pero Erasmus no estaba dispuesto a picar el cebo.

—Creo que ya entiendo cómo funciona esto —comentó Ayaan mientras la cuadrilla de trabajo atornillaba uno de los largos pinchos a un lado del andamio—. El Zarevich subirá y agarrará cada uno de los pinchos con las manos. Entonces la energía fluirá a través de él como la corriente eléctrica.

—Sí, más o menos —asintió Erasmus. Se rascó la cara con sus uñas de tres centímetros de largo—. Mira, Nilla ya está preparada.

Ayaan miró adonde él señalaba. La
lich
rubia avanzaba decidida hacia la Fuente. Dos fanáticas, mujeres vivas, la seguían. Cada una llevaba una bobina de cable que iba desenrollando mientras caminaba. Los extremos estaban conectados al andamio.

Mientras Nilla se aproximaba a la zona prohibida, en la que cualquier cosa muerta ardería en llamas, Ayaan quiso salir corriendo para alejarla a rastras. Sin embargo, Erasmus sabía que no pasaba nada.

—Está bien. Es la razón por la que la necesitábamos tanto. Ya verás. Nilla es la única que de verdad puede ir a la Fuente. Hasta donde sabemos, es la única persona muerta que se ha acercado tanto como para tocarla.

—¿Y ella llevará esos cables para conectarlos a la Fuente? —preguntó Ayaan. A ella nunca se le había dado bien la electrónica.

—Sí, aunque por sí mismos no harán nada. Ella tiene que hacer las veces de conductor de la fuerza vital. Un transformador, supongo, puede tomar energía de la Fuente y dárselo al Zarevich en forma de energía curativa.

Nilla desapareció sin hacer aspaviento alguno al cruzar el borde. Sencillamente se volvió invisible. Las fanáticas parecieron asustarse por un momento, pero debían de haberles advertido que sucedería, porque siguieron caminando.

—Él está llegando —avisó alguien en ruso.

Está preparado —gritó otra persona.

Algunos de los fanáticos se arrodillaron cuando la cortina de la yurta se abrió. Los necrófagos siguieron trabajando, ni siquiera levantaron la vista.

Una chica de unos doce años salió de la yurta. Su cabeza había sido afeitada y tenía un corte reciente en la mejilla. Llevaba un vestido de seda manchado de sangre en un par de sitios. Ayaan no la reconoció al principio, pero lentamente su cerebro lo dedujo. Era Patience, la chica que se habían llevado de la granja Pensilvania. Al parecer era la nueva Cicatrix.

Una mano apareció de entre la oscuridad de la yurta. Un trozo de antebrazo retorcido. El Zarevich se arrastró hacia delante, exponiendo su calavera deforme a la luz. No podía caminar, sus piernas tenían longitudes diferentes, la izquierda era casi un palmo más larga que la derecha, pero claramente tenía intención de aparecer por sus propios medios. Centímetro a centímetro, su carne deforme se arrastró fuera de la yurta.

El espectro de verde esperaba a un lado del vagón de carga con un reluciente carro de la compra de metal. El Zarevich se sacudió hacia delante y se deslizó en su interior, sus caderas asimétricas se atascaron en la cesta metálica. Su brazo más corto se estiró y sus dedos se entrelazaron a las barras mientras que su brazo más largo colgaba de un lado del carrito, casi arrastrando los nudillos por el barro. El espectro de verde lo empujó con un visible esfuerzo hacia el andamio.

—¿Qué es eso? —dijo alguien, y Ayaan dio por sentado que nunca habían visto al Zarevich. Estuvo a punto de echarse a reír. Había estado conteniendo el aliento, aunque no tenía aire que contener. Su pecho se había tensado por la expectación—. No, en serio —gritaron de nuevo, y ella se volvió para ver quién había roto la tensión—. ¿Qué es eso?

Ella miró, todos miraron, y vieron a alguien caminando desde el extremo más alejado del valle. Evidentemente una persona muerta, porque su cara era una calavera desnuda. Tenía trozos de piel pegados a los huesos y unos ojos prominentes en las cuencas, y un rizo o dos. La figura tal vez alcanzaba el metro ochenta y era extremadamente delgada; a excepción de la calavera, todo su cuerpo estaba envuelto en una pesada y monótona manta de color verde oliva.

Pero en realidad no tenía pies. Por debajo de la manta asomaban unos huesos de aspecto afilado. En lugar de caminar se arrastraba a saltitos, como un cangrejo.

—Papá —suspiró Sarah. Pero la silueta no era Dekalb, no podía ser.

—¡Que vaya un francotirador para allá! —gritó Ayaan, pero era demasiado tarde. Una fanática con una bata desechable se acercó a la extraña figura. Tenía una pistola en cada mano y las levantó a la altura de los hombros. Le ordenó a la figura que se detuviera de inmediato.

—¡Vamos, necesitamos un equipo de tiradores! —chilló Ayaan. Casi se dio media vuelta para transmitir la orden a Erasmus, pero eso significaría apartar los ojos de su nuevo enemigo.

La mujer de las pistolas abrió fuego, sus pistolas ladraron como perros rabiosos. Las balas rasgaron la manta verde y tumbaron al extraño. Se cayó no como un ser humano que cae al suelo, sino como el trípode de una cámara que es derribado. Y entonces se levantó de nuevo.

La manta se abrió y la tiró a un lado. La criatura no tenía cuerpo, sólo seis enormes patas articuladas de hueso amarillo que destellaban como los huesos de una mano gigante. Dos de ellas se lanzaron hacia delante y hábilmente empalaron a la mujer viva. Las patas se sacudieron en diferentes direcciones y cortaron a la mujer en pedazos.

Los gritos, los disparos y la alarma general se apoderaron del campamento. Los fanáticos y los necrófagos se apresuraron a atacar. Los francotiradores se subieron a las rocas que rodeaban el valle mientras un equipo con rifles se arrodillaba a toda prisa en el barro delante del Zarevich, protegiéndolo.

Alguien sacó una ametralladora, una RPK-74, que parecía un AK-47 grande con la culata reforzada. Un adolescente metía los largos cargadores curvos mientras su operario se tumbaba en el suelo y colocaba el cañón en ángulo sobre su trípode. El operador acabó con un cargador de cuarenta y cinco disparos en unos segundos.

El monstruo dio otro paso y se cayó de bruces, tres de sus patas quedaron aplastadas debajo. Cayeron esquirlas de hueso de su cuerpo. Uno de sus ojos estalló y una sustancia gelatinosa resbaló de la cuenca vacía como asquerosas lágrimas. Su calavera estaba atravesada en docenas de lugares.

Algunos vitorearon.

Luego el monstruo se puso en pie. Un nuevo ojo se abrió en la cuenca vacía. Sus patas rotas se fusionaron solas. En cualquier caso, la bestia parecía más grande, como si midiera tres metros. Avanzó lo bastante deprisa como para empalar a una docena de necrófagos. Alrededor de Ayaan los vivos fueron presa del pánico. Huyeron en todas direcciones, algunos tirando sus armas. Desorganizados y aterrorizados, no suponían amenaza alguna para el monstruo. Fue directo hacia Ayaan. Iba a por ella.

—¿Quién…? —se preguntó en voz alta. Salvo que ya lo sabía—. ¿Quién eres?

—Gary —se regodeó Sarah, su cara se iluminó con una ancha y exultante sonrisa—. ¡Es el puto Gary, ése es!

Capítulo 15

Gary se abrió paso a la fuerza entre la multitud, acuchillando fanáticos, sacándoles las tripas, apuñalándolos en la garganta. Era despiadado y carecía por completo de remordimientos. No parecía tener plan alguno, tan sólo una necesidad insaciable de matar. Alguien lo golpeó con una granada y cayó como de rodillas, luego se levantó ileso. De la parte inferior de la calavera brotaran doce espinas con pinchos. Salieron disparadas como saetas y se clavaron en las cabezas de los necrófagos, atravesando sus cascos.

—Se hace más fuerte cada vez que le disparas —dijo Sarah. Ella le había contado a su padre el secreto de Gary en un intento de romperle el corazón. En cambio, él lo había convertido, había convertido a Gary, en un arma de destrucción masiva. Quizá se había equivocado con él. Tal vez Dekalb tenía mucha más fuerza de la que ella pensaba.

—Todo ha acabado, Ayaan. Todo ha acabado.

Ayaan se mordió el labio inferior. Sarah contempló a la mujer que había sido su mentora. Si sólo la miraba de reojo, parecía la misma de siempre, todavía era Ayaan, pero si miraba más detenidamente, era inconfundible: ahora era un cadáver. Se veía en el peso que había perdido; era la mitad de lo que solía ser. O quizá lo parecía. En vida, Ayaan había sido una figura imponente para Sarah. Supuso que los padres de todo el mundo eran así. Muerta, era un necrófago más.

—Quédate aquí —le dijo Ayaan, y empezó a cojear hacia la yurta. ¿Iba a proteger al Zarevich? A Sarah le costaba creérselo. Lo habían hecho. Habían doblegado a Ayaan, habían sometido su mente. Una cosa así no era posible. Pero la propia Ayaan le había dicho con frecuencia que la humanidad era una debilidad. Sarah recordaba a la perfección lo que Ayaan había dicho junto a la hoguera, una noche, cuando Sarah tenía dieciséis años: «Ninguna de nosotras es inmune a la muerte o a la locura. Llegará el día en que tengáis que higienizarme. Quizá tendréis que dispararme porque he caído presa del pánico y soy una amenaza para el escuadrón. Ninguna de vosotras debe vacilar cuando llegue el momento.»

Ahora parecía haber cambiado de parecer. ¿De verdad era una creyente? ¿De verdad creía en el Zarevich, como los dos
liches
a los que ya había matado Sarah? ¿O tan sólo tenía miedo de la muerte, como su padre, y Gary antes que él?

Hablando del rey de Roma, al levantar la vista Sarah se encontró a Gary dando vueltas entre el ejército del Zarevich como una peonza. Estaba bajo fuego sostenido y su calavera había adquirido un aspecto fragmentario y moteado: se curaba tan rápido como lo herían, pero el proceso no era perfecto. Sarah no sabía cuánto aguantaría. Sabía que lo estaba haciendo su padre. Sabía que tenía que estar en algún sitio en las proximidades. Las patas de Gary se flexionaron y le crecieron afilados fragmentos de hueso que se cubrieron de feroces espinas. Atravesó la posición de la ametralladora y destrozó las cajas de munición de madera. Arrojó a los operadores como si fueran bolas arrugadas de papel. De repente Sarah se dio cuenta de que la habían dejado sola. Ayaan y el hombrelobo la habían abandonado. Bueno, tenían problemas más serios. De todas formas, las manos de Sarah estaban atadas tan fuerte que no había mucho que pudiera hacer.

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