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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Zombie Planet (41 page)

BOOK: Zombie Planet
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El Zarevich, todavía sentado en el carrito de la compra de metal, fue empujado más cerca del andamio. Su cabeza asomaba colgando por el borde y sus nudillos rozaban el suelo mientras lo llevaban entre botes y traqueteos a la base de la construcción.

—Éste es el señor al que sirves —dijo Sarah. Pero carecía de energía para invertir mucho tiempo en argumentar lo que decía, aunque tampoco podía dejarlo pasar sin hablar de ello—. El monstruo de los monstruos.

—Será transformado en un momento. Si la belleza física es todo lo que buscas en un líder, entonces es que te he educado muy mal. —Ayaan parecía molesta. Sarah se preguntó hasta dónde tendría que llegar para lograr que la
lich
la atacara. Si estaba condenada, si no tenía más posibilidades, entonces merecería la pena. Quizá podría enfadar tanto a Ayaan como para que su antigua mentora destrozara lo suficiente su cuerpo, o mejor dicho, su cadáver, para que no fuese de utilidad para el Zarevich.

Al pensarlo, a Sarah se heló la sangre. No por la idea de convertirse en un necrófago, sino por la idea de morir. Sabía que no era fruto más que de la biología, el arraigado instinto de supervivencia, pero no parecía importar. Su cuerpo no quería morir, sin importar lo que su mente decidiera. Se rebelaría contra ella si trataba de suicidarse.

Las cajas electrónicas atornilladas al andamio comenzaron a zumbar y los tubos de vacío cobraron vida, resplandeciendo en un vivo color naranja. Uno de ellos se puso blanco y luego estalló en oscuridad; después, el otro también. Los fanáticos estaban preparados y apagaron las bombillas a una velocidad asombrosa. Debían de haberlo practicado durante meses, determinó Sarah. Formándose para su gran momento, su contribución al ascenso del Zarevich.

Con la fuerza de sus propios brazos desiguales, el
lich
encorvado se arrastró por la escalera del lado del andamio. Peldaño tras tortuoso peldaño, tiró de sí mismo. El aire olía a ozono y de la maquinaría salía un tremendo calor cuando llegó arriba. Saludó a la multitud, que le respondió con vítores. Entonces se tiró hacia delante, sobre los enormes pinchos gemelos de metal.

Se hundió hacia abajo balbuceando un grito. Los pinchos lo traspasaron. Lo empalaron. La energía pura manó a través de él como el agua de mangueras a presión. Inundó su interior. Sarah la veía crepitar a su alrededor como si fuera electricidad arrastrándose sobre su piel. Su único ojo visible se abrió a causa de la misma, a la par que su boca formaba una O perfecta. Un hedor a pelo quemado salió de él y flotó sobre los espectadores. Sarah se llevó las manos atadas a la cara.

—Puedes ser parte del futuro, Sarah. Puedes venir conmigo y construir algo. ¿No sería bonito? Dejar de destruir, dejar de matar y construir. —Ayaan le gritaba en la oreja. Sarah no se había dado cuenta de lo ruidoso que se había vuelto el pequeño valle, con todos los tubos de vacío reventando y la piel chisporroteando.

Cada uno de los huesos del brazo izquierdo del Zarevich se partieron con una serie de crujidos que parecían disparos hechos con silenciador. La piel de su mano deformada se movió y se dobló como un trozo de goma sometido a presión. Su cara estaba cambiando de forma, sus contornos cambiaban, se reconstruían.

—No tienes que morir hoy. Será difícil —le dijo Ayaan—, pero puedo convencerlos. Sé que puedo. Sólo necesito que digas que sí. Necesito que accedas a formar parte de lo que estamos construyendo.

Sarah abrió la boca para replicar. Luego la cerró.

La boca del Zarevich se estaba moviendo, su mandíbula se abría. Parecía que estaba intentando decir algo. Su pierna derecha, la corta, ondeaba como una sábana tendida.

Las uñas de su mano se rizaron y doblaron sobre sí mismas. Abrieron la carne de las yemas de sus dedos. Su mano intentó cerrarse en un puño, pero los dedos escupieron chispas húmedas y oscuras. Su cuerpo se retorció y latió con sonoras explosiones. Sarah sólo podía imaginar que sus órganos internos estaban explotando uno a uno como patatas que se dejan demasiado tiempo en las brasas.

Algo iba mal. Muy, muy mal.

Con una húmeda salpicadura, su ojo bueno reventó en la cuenca ocular. El espectro de verde se adelantó y trató de romper los tubos de vacío con su cetro de fémures. No había un interruptor de encendido y apagado en la maquinaría. La energía se abalanzó sobre él y el espectro retrocedió. Lo intentó de nuevo y fue expulsado otra vez. Un momento después, ya no importaba.

Arriba, en los pinchos, la cara del Zarevich se rajó en una horrible mueca mientras se acumulaba vapor dentro de su cabeza. Salió disparado por sus orejas, su nariz, sus ojos. Con un ruido de aire aspirado su cuerpo entero se encendió. Ardió como una antorcha.

Capítulo 17

El cuerpo del Zarevich ardía como un tronco empapado en gasolina. Sus tejidos secos, sobrecargados por la energía de la Fuente, siseaban y chisporroteaban y empezaron a romperse. Un trozo de hueso salió volando de una pierna con convulsiones. Patience estaba de pie justo debajo de él, le cayó encima y le hizo un corte en la mejilla. Ella se apartó horrorizada y dolorida, un grito salió de sus pulmones mientras se arrodillaba para recuperar el fragmento de hueso. Lo apretó contra su pecho como si fuera una reliquia sagrada.

Encima de ella la cabeza del Zarevich se dobló a un lado y se desprendió. Golpeó el suelo salpicando chispas y fuego. Un montón de personas rompió a gritar en ese momento, y casi todos se apartaron del andamio.

En la parte de atrás de la multitud, un fanático con un pijama de hospital azul chilló realmente alto, mucho más que cualquier otro espectador, ante la truculenta muerte del Zarevich. Ayaan cogió el brazo de Sarah y arrastró a la chica detrás de ella mientras se apresuraba a ver qué estaba pasando.

A través de un hueco en la muchedumbre, divisó al fanático que chillaba, su cara era la viva imagen del dolor. Cuatro pinchos de afilado hueso explotaron en su pecho a la par que un necrófago hundía sus dientes en la nuca del fanático.

Los muertos estaban atacando a los vivos.

Ayaan movió la cabeza con incredulidad. No, eso no era aceptable. Los necrófagos no podían desobedecer sus órdenes. Sus mentes eran demasiado simples, no podían vencer el dominio del Zarevich. El Zarevich los tenía bajo control.

El Zarevich estaba muerto.

Una nueva necrófaga, una de las víctimas de Gary, se acercó tambaleándose, su cara y sus manos eran de color rojo brillante. Se abalanzó sobre Sarah, pero la chica la esquivó. Ayaan giró sobre un tacón y descargó energía oscura sobre la cara de la necrófaga. Los rasgos no muertos chisporrotearon y se despegaron del hueso abrasado. Ayaan no se molestó en verla morir una segunda vez.

—¿Estás bien? —preguntó ella.

Sarah asintió con tristeza.

Enni Langstrom, el espectro de verde, apareció al lado del codo de Ayaan.

—Ya está bien de preocuparte por su bienestar —le chilló por encima del griterío—. ¡Mátala de una vez!

—No —se negó Ayaan—, no, no es necesario. Es inofensiva.

Enni negó con la cabeza enérgicamente.

—Vino aquí para matarlo. Ahora está muerto. Llámalo coincidencia, si te apetece, pero la quiero muerta. ¡Por Dios, mira esto! Es el Armagedón. Podemos averiguar quién fue más tarde. Mátala. ¿Dónde está Erasmus?

Ayaan arrugó la frente.

—¿No lo has visto? Gary se comió la mitad de su cuerpo. Está muerto. Lo siento. Sé que erais amigos.

La cara de calavera se puso aún más pálida de lo habitual.

—Entonces sólo quedamos tú y yo. Tenemos que salvar a tantos fanáticos como sea posible. Han sido leales con él, no merecen morir así, no en este lugar. —Miró largamente los ojos de Sarah y cogió su rostro con una delgada mano—. Cualquiera en quien no podamos confiar debe morir. Te dejaré hacerlo a ti, pero ¡mátala! Es una incógnita. Podría echarlo todo a perder. —Tiró a Sarah al suelo de una bofetada con el envés de la mano. Luego se fue dando pesados pasos, con su cetro de fémures resonando contra el suelo. Mientras avanzaba entre la multitud tocaba a cada necrófago que pasaba a su lado y se derrumbaban en el suelo, privados de su fuerza vital.

Ayaan no estaba segura de qué hacer. Había renunciado a Sarah y a todo su pasado. Había encontrado una nueva causa en la que creer. Pero si el Zarevich estaba muerto, ¿quién reconstruiría el mundo? ¿A quién le estaba entregando su lealtad? Si Enni podía reconstruir el mundo y salvar la raza humana, si ella de veras creía que podía hacerlo, entonces no tenía otra elección que obedecer y matar a Sarah.

Langstrom no poseía esa capacidad. Ella lo sabía.

Cogió las manos atadas de Sarah y la ayudó a ponerse en pie. Había necrófagos por todas partes, sus ojos muertos, sus bocas sin labios abiertas.

—No es un buen hombre —gritó en la cara de Sarah—. Pero una vez lo vi mostrar compasión por unas personas que apenas eran seres humanos. No me gusta la idea de traicionarlo, pero a esto hemos llegado. —Tiró de los nudos que mantenían atadas las manos de Sarah. Sus dedos estaban demasiado muertos y torpes. Jadeó frustrada, luego se dio cuenta de que la cuerda estaba hecha de fibras orgánicas. Con cuidado de no hacer daño a Sarah en el proceso, descargó un poco de su energía sobre la cuerda y ésta se pudrió hasta que fue tan delgada e insustancial que Sarah pudo separar las manos de un tirón.

Sarah se frotó las muñecas durante un momento, las tenía tan rozadas que le sangraban un poco, luego se echó sobre Ayaan y la abrazó con fuerza.

—No esperaba un abrazo de una chica que ha cruzado medio continente para meterme una bala en la cabeza —dijo Ayaan, riéndose suavemente.

—Cuando lo haga, cuando te higienice, será un acto de amor —murmuró Sarah—. ¿Podemos no hablar de ello ahora? Tenemos un miniapocalipsis del que preocuparnos.

Era cierto. Había cientos de necrófagos en el valle y tal vez la mitad de fanáticos vivos. La desproporción aumentaba cada segundo. Enni estaba haciendo un buen trabajo con las fuerzas no muertas, pero era el único. Los fanáticos estaban respondiendo a los ataques y sus armas llenaban el aire de estruendo, pero estaban desorganizados y eran tan peligrosos entre ellos mismos como lo eran para los necrófagos, sobre todo teniendo en cuenta que estos últimos llevaban cascos antibalas.

Todo había sucedido muy deprisa: en el instante que el Zarevich había muerto, los necrófagos se habían convertido en lo que eran de nuevo. Habían regresado a sus seres descerebrados y violentos, sucumbiendo a su terrible hambre. Si alguien no tomaba el control de la situación, sería una masacre. Ayaan condujo a Sarah al vagón de carga y se subió trepando.

—¡Por aquí! —gritó, y al menos aquellos que todavía seguían con vida en el valle la oyeron y levantaron la vista—. Vamos, replegaos, saldremos por donde hemos venido. ¡Venga! —gritó ella una y otra vez, tan alto como sus pulmones no muertos se lo permitían.

Un adolescente se apartó de la multitud y corrió hacia el vagón de carga. Los necrófagos lo persiguieron, pero eran lentos y torpes sin el poder de Enni. El chico pasó de largo el vagón de carga y accedió al paso que había más allá, de nuevo al camino por el que habían llegado. La carretera estaba allí debajo. Si podía encontrarla, tal vez podría sobrevivir el tiempo suficiente para hallar otro refugio.

Era la mejor solución que se le ocurría a Ayaan.

—¡Vamos! —gritó de nuevo—. ¡Replegaos!

Uno a uno los vivos se escaparon de los muertos, corriendo y con los ojos humedecidos de horror y decepción. Les habían prometido tantas cosas… Ahora tenían que comenzar de nuevo, de cero, en un país que pocos de ellos habían visto antes.

—¡Por aquí! —chilló Ayaan. Era mejor que ser devorados vivos.

Un grupo de necrófagos llegó al vagón de carga, pero Sarah estaba preparada. Le dio la vuelta a la ametralladora y los despedazó antes de que pudieran subir a bordo.

Ayaan siguió gritando incluso después de que el flujo de fanáticos casi se hubiera detenido. Cuando se dio cuenta de que sólo estaba gastando saliva, miró y vio que el valle estaba lleno sólo de necrófagos. La miraban como un ejército andrajoso, los cascos ocultaban sus ojos, tenían los horribles brazos a los lados. Ella les había robado sus presas. Y aun así no era a Ayaan a quien querían. Enni estaba entre ellos. Había perdido su cetro en alguna parte. Levantó las manos y las agitó en el aire mientras intentaba aplacar la energía de los necrófagos, pero evidentemente estaba exhausto. Había gastado todo lo que tenía, y aunque entre tanto la Fuente radiaba energía vital a no más de mil metros, estaba a punto de desmayarse.

Uno de los necrófagos apareció detrás de él y lo golpeó por la espalda. El afilado hueso de su brazo rasgó la tela verde. Dos necrófagos más lo flanquearon, abalanzándose sobre él por los lados. Parecía que no podía presentar ni la resistencia más elemental. Le arrancaron la túnica.

A la vista, su cuerpo emaciado era tan pálido como los huesos blanqueados. Parecía estar tallado en jabón. Tenía unas enormes orejas que siempre habían estado ocultas por la capucha, al menos en la experiencia de Ayaan. Tenía unos cuantos mechones largos de pelo pegados a la cabeza calva.

Se volvió para mirar a Ayaan. Ella no alcanzaba a ver sus ojos. Luego, los necrófagos se echaron sobre él y lo despedazaron. Sarah disparó sin control a la furiosa masa de cuerpos, pero había demasiados.

—¿Por qué lo están atacando? —preguntó Ayaan—. ¡Él ya está muerto!

Cuando todo acabó, los necrófagos salieron del punto de mira de Sarah en una ordenada formación, como soldados en un desfile. No tenía ningún sentido. No había nadie para controlarlos, ningún
lich
que pudiera darles órdenes. Su ataque a los vivos se basaba en un hecho sencillo. Ahora que los vivos habían desaparecido, no tenían nada que los controlara. Además, tampoco había explicación para que se alinearan de ese modo, de la misma manera que no había ninguna explicación plausible de por qué habían atacado a Enni.

Una voz sonó en lo alto del andamio.

—La peste aquí arriba —dijo, con un timbre acuoso y apenas reconocible como habla humana— es realmente horrible.

Un solo necrófago estaba sobre los dos pinchos idénticos. Era una de las criaturas más horripilantes que Sarah había visto en su vida. Le colgaba la piel del pecho en largas y marchitas tiras que caían sobre su entrepierna como una truculenta manta. Su cara era un borrón de lo que en su día habían sido rasgos humanos, ahora destrozados y quemados hasta estar irreconocibles. Sus piernas, gruesas y musculosas, estaban cubiertas de heridas y magulladuras. No tenía brazos como tales, sólo unas terminaciones desiguales de huesos despellejados que pendían como diminutas alas rotas.

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