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Authors: L. M. Montgomery

Tags: #Infantil y juvenil

Ana, la de Tejas Verdes (4 page)

BOOK: Ana, la de Tejas Verdes
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El patio estaba bastante oscuro cuando entraron,
y
las hojas de los árboles rumoreaban en derredor.

—Escuche a los árboles hablar en sueños —murmuró la niña mientras él la bajaba—. ¡Qué sueños más hermosos deben tener! Entonces, sujetando fuertemente la maleta que contenía «todos sus bienes terrenales», le siguió dentro de la casa.

CAPÍTULO TRES
Marilla Cuthbert se lleva una sorpresa

Cuando Matthew abrió la puerta, Marilla se dirigió hacia ellos alegremente. Pero cuando sus ojos tropezaron con la desaliñada figurita, de largas trenzas rojizas y anhelantes y luminosos ojos, se detuvo asombrada.

—Matthew, ¿qué es esto? —exclamó—. ¿Dónde está el chico?

—No había ningún chico —dijo Matthew apenado—. Todo lo que había era
ella
.

Señaló a la niña con la cabeza, cayendo en la cuenta de que ni siquiera había preguntado su nombre.

—¡No es un muchacho! Pero
debía
haber habido un muchacho —insistió Marilla—. Le mandamos decir a la señora Spencer que trajera un muchacho.

—Bueno, pues no lo hizo. La trajo a
ella
. Le pregunté al jefe de estación. Y tuve que traérmela a casa. No podía quedarse allí, sea cual fuere la equivocación.

—¡Vaya, pues sí que hemos hecho un buen negocio! —exclamó Marilla.

Durante este diálogo la niña había permanecido en silencio, moviendo sus ojos del uno al otro sin muestra de admiración en su rostro. Repentinamente, pareció captar todo el significado de lo que se había dicho. Dejando su preciada maleta, dio un paso hacia delante y juntó sus manos.

—¡No me quieren! —gritó—. ¡No me quieren porque no soy un chico! Debí haberlo esperado. Nunca me quiso nadie. Debí haber comprendido que todo era demasiado hermoso para que durara. Debí haber comprendido que nadie me quiere en realidad. Oh, ¿qué puedo hacer? ¡Voy a echarme a llorar!

Y lo hizo. Sentándose en una silla junto a la mesa, puso los brazos sobre ésta y escondiendo la cara entre ellos, comenzó a llorar estrepitosamente. Marilla y Matthew se dirigieron sendas miradas de reproche. Ninguno de los dos sabía qué hacer o decir. Finalmente Marilla se decidió a actuar.

—Bueno, no hay necesidad de llorar así.

—¡Sí,
hay
necesidad! —La niña levantó rápidamente la cabeza, dejando ver su rostro lleno de lágrimas y sus labios temblorosos—. También
usted
lloraría si fuera una huérfana y hubiera venido a un sitio que creía iba a ser su hogar para encontrarse con que no la quieren porque no es un chico. ¡Oh, esto es lo más
trágico
que me ha sucedido!

Lo que parecía una sonrisa algo torpe por falta de práctica, suavizó el torvo semblante de Marilla.

—Bueno, no llores más. No vamos a dejarte fuera esta noche. Tendrás que quedarte aquí hasta que investiguemos este asunto. ¿Cómo te llamas?

La niña vaciló un momento.

—Por favor, ¿pueden llamarme Cordelia? —dijo ansiosamente.

—¡
Llamarte
Cordelia! ¿Es ése tu nombre?

—No-o-o, no es exactamente mi nombre, pero me encantaría llamarme así. Es un nombre tan elegante…

—No entiendo nada de lo que estás diciendo. Si no te llamas Cordelia, ¿cuál es tu nombre?

—Ana Shirley —balbuceó de mala gana—, pero, por favor, llámeme Cordelia. No puede importarle mucho cómo tiene que llamarme, si voy a estar aquí poco tiempo, ¿no es cierto? Y Ana es un nombre tan poco romántico.

—¡Disparates novelescos! —dijo la desconsiderada Marilla—. Ana es un nombre realmente bien sencillo y sensato. No tienes por qué avergonzarte de él.

—Oh, no, no me avergüenzo —explicó Ana—, sólo que me gusta más Cordelia. Siempre he imaginado que mi nombre era Cordelia… por lo menos durante los últimos años. Cuando era joven, imaginaba llamarme Geraldine, pero ahora me gusta más Cordelia. De cualquier modo, si quiere llamarme Ana, hágalo.

—Muy bien, entonces, Ana, ¿quieres explicarnos cómo se ha producido esta confusión? Nosotros le mandamos decir a la señora Spencer que nos trajera un muchacho. ¿No había niños en el asilo?

—Oh, sí, sí, muchísimos. Pero la señora Spencer dijo
claramente
que ustedes querían una niña de unos once años. Y la directora pensó en mí. No pueden imaginarse lo encantada que estaba yo. No pude dormir durante toda la noche por la alegría. Oh —agregó con reproche volviéndose hacia Matthew—, ¿por qué no me dijo en la estación que no me querían, y me dejó allí mismo? Si no hubiese visto el Blanco Camino Encantado y el Lago de las Aguas Refulgentes, no me resultaría tan penoso.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Marilla a Matthew.

—Ella… ella se está refiriendo a una conversación que tuvimos en el camino —dijo Matthew precipitadamente—. Salgo a guardar la yegua, Marilla. Tenme el té preparado para cuando regrese.

—¿Llevaba la señora Spencer a alguien más, aparte de ti? —continuó Marilla cuando Matthew hubo salido.

—A Lily Jones. Lily tiene sólo cinco años y es muy guapa. Tiene el pelo castaño. Si yo fuera tan guapa y tuviera el pelo castaño, ¿me dejaría quedar?

—No, queremos un muchacho para que ayude a Matthew en la granja. Una niña no nos sería útil. Quítate el sombrero. Lo pondré junto con la maleta sobre la mesa del vestíbulo.

Ana se quitó el sombrero humildemente. En seguida regresó Matthew y se sentaron a cenar. Pero Ana no podía comer. En vano mordisqueaba el pan untado con mantequilla y picoteaba las manzanas agrias en almíbar.

—No comes nada —dijo Marilla toscamente, mirándola como si esto fuera una falta grave. Ana suspiró.

—No puedo. Me encuentro sepultada en los abismos de la desesperación. ¿Puede usted comer cuando se encuentra en los abismos de la desesperación?

—Nunca estuve en los abismos de la desesperación, de modo que no puedo decirlo —respondió Marilla.

—¿No? Bueno, ¿ha tratado alguna vez de imaginárselo?

—No.

—Entonces no creo que pueda comprender cómo es. Ciertamente, es una sensación muy desagradable. Cuando uno trata de comer, se forma un nudo en la garganta y no se puede tragar nada, ni siquiera un caramelo de chocolate. Una vez, hace dos años, comí un caramelo de chocolate, y me pareció delicioso. Desde entonces sueño muy a menudo que tengo montones de caramelos de chocolate, pero siempre me despierto justo en el momento en que voy a comerlos. Espero que no se sienta ofendida porque no puedo comer. Todo está extremadamente bueno, pero así no puedo comer.

—Sospecho que está cansada —dijo Matthew, quien no había hablado desde que regresara del establo—. Mejor será que la acuestes, Marilla.

Marila había estado pensando dónde dormiría Ana. Tenía preparado un canapé en la cocina destinado al deseado niño que esperaban. Pero aunque estaba limpio y pulcro, no parecía el lugar más apropiado para una niña. No se podía pensar en el cuarto de huéspedes para una niña desamparada, de manera que sólo quedaba la buhardilla del lado este. Marilla encendió una vela e indicó a Ana que la siguiera, lo que ésta hizo sin ningún entusiasmo. Al pasar junto a la mesa del vestíbulo recogió su sombrero y su maletín. El vestíbulo hacía gala de una limpieza que intimidaba y el pequeño cuarto en el que se encontró repentinamente le pareció a Ana más limpio aún.

Marilla colocó la vela sobre una mesa triangular de tres patas y apartó las frazadas.

—¿Tienes un camisón? —preguntó. Ana asintió.

—Sí, tengo dos. Me los hizo la directora del asilo. Son terriblemente cortos. Nunca alcanza nada en el asilo, todo es escaso, por lo menos en un asilo pobre como es el nuestro. Odio los camisones cortos. Pero se puede soñar tan bien con ellos como con esos otros maravillosos que llegan hasta los pies y tienen volantes alrededor del cuello; es el único consuelo.

—Bueno, desvístete lo más rápidamente posible y métete en la cama. Dentro de unos minutos regresaré a buscar la vela. No me atrevo a confiar en que la apagues por ti misma. Eres capaz de prender fuego a la casa.

Cuando Marilla se hubo retirado, Ana miró pensativamente en derredor. Las paredes blanqueadas resultaban 'tan penosamente desnudas y llamativas que Ana pensó que debían sufrir por su propia desnudez. El suelo también se encontraba desnudo, excepto el centro, cubierto por un felpudo redondo acordonado. En un rincón estaba el lecho, alto y antiguo, con cuatro oscuros postes torneados. En la otra esquina se hallaba la ya citada mesa triangular adornada con un grueso acerico de terciopelo rojo, lo suficientemente fuerte como para doblar la punta del más arriesgado alfiler. Sobre éste colgaba un pequeño espejo. A mitad de camino entre la cama y la mesa se hallaba la ventana, cubierta con una cortina de muselina blanca, y frente a ella se encontraba el lavabo. Toda la habitación era de una austeridad imposible de describir con palabras, pero que hacía estremecer a Ana hasta los huesos. Con un sollozo se despojó apresuradamente de sus vestidos, se puso el corto camisón y se metió en el lecho apretando la cara contra la almohada y cubriéndose la cabeza con las sábanas. Cuando Marilla regresó en busca de la luz, sólo unas mezquinas ropas de vestir desparramadas por el suelo y un bulto en el lecho indicaban que había alguien en el cuarto.

Con circunspección recogió las ropas de Ana, colocándolas cuidadosamente sobre una silla amarilla, y luego, cogiendo la vela, se volvió hacia el lecho.

—Buenas noches —dijo algo torpe, aunque gentilmente. El rostro pálido de Ana y sus grandes ojos aparecieron entre las sábanas con alarmante rapidez.

—¿Cómo puede usted llamar a ésta una noche
buena
cuando sabe que será la peor noche que pasaré en toda mi vida? —dijo con reproche. Luego se ocultó otra vez entre las sábanas.

Marilla bajó lentamente a la cocina y se puso a lavar los platos de la cena. Matthew fumaba, síntoma evidente de que estaba preocupado. Fumaba muy rara vez, pues Marilla lo consideraba un hábito pernicioso, pero en ciertas ocasiones y temporadas se sentía arrastrado a él, y entonces Marilla hacía la vista gorda, comprendiendo que debía tener un desahogo para sus emociones.

—Bueno, bonito atolladero —dijo airadamente—. Esto nos pasa por mandar decir las cosas en vez de ir nosotros mismos. De cualquier modo, los parientes de Robert Spencer han equivocado el mensaje. Uno de nosotros tendrá que ir a ver a la señora Spencer mañana; eso seguro. Esa niña debe ser enviada de vuelta al asilo.

—Sí, supongo que sí —respondió Matthew de mala gana.

—¡
Supones
que sí! ¿No estás seguro?

—Bueno… después de todo, es una linda chiquilla, Marilla. Es una pena enviarla de vuelta cuando parece tan ansiosa por quedarse aquí.

—¡Matthew Cuthbert, no querrás decir que debemos dejar que se quede aquí con nosotros!

El asombro de Marilla no hubiera sido mayor de haber afirmado Matthew que prefería hacer el pino.

—Bueno, no. Supongo que no… no exactamente —tartamudeó Matthew viéndose acorralado—. Supongo… que no podemos quedarnos con ella.

—Claro que no. ¿Qué beneficio nos reportaría?

—Podríamos reportárselo nosotros a ella —dijo Matthew repentina e inesperadamente.

—¡Matthew Cuthbert, creo que esa chiquilla te ha embrujado! ¡Se ve a las claras que quieres quedarte con ella!

—Bueno, es una niña realmente interesante —insistió Matthew—. Tenías que haberla oído hablar cuando volvíamos de la estación.

—Oh sí, para hablar es muy rápida. Lo vi de inmediato. Lo cual no dice nada a su favor. No me gustan las chicas que hablan mucho. No quiero una huérfana, y si la quisiera, ésta no es del estilo de la que elegiría. Hay algo que no puedo entender en ella. No; debe ser devuelta directamente al lugar de donde vino.

—Puedo emplear a un muchacho francés para que me ayude, y ella sería una compañía para ti.

—No deseo compañía alguna —dijo Marilla prestamente—. Y no voy a quedarme con ella.

—Bueno, se hará como tú dices, por supuesto, Marilla —dijo Matthew incorporándose y guardando su pipa—. Me voy a dormir.

Y a dormir se fue Matthew. Y cuando hubo terminado con los platos, a dormir se fue Marilla, con el ceño resueltamente fruncido. Y arriba, bajo el tejado del este, una solitaria y desamparada criatura lloró hasta ser vencida por el sueño.

CAPÍTULO CUATRO
La mañana en «Tejas Verdes»

Era pleno día cuando Ana despertó sentándose en la cama y mirando confusamente la ventana, por la que entraba una alegre luz y a través de la cual se agitaba algo blanco.

Por un instante no pudo reconocer dónde estaba. Primero fue un estremecimiento delicioso, como de algo placentero; luego, un horrible recuerdo. ¡Estaba en «Tejas Verdes» y no la querían porque no era un muchacho!

Pero era de mañana y, sí, frente a su ventana había un cerezo en flor. Saltó de la cama y cruzó la habitación. Alzó la ventana, dura y ruidosa, como si no hubiera sido abierta durante largo tiempo, y ésta quedó tan encajada que no hizo falta asegurarla.

Ana cayó de rodillas y contempló la mañana de junio, con los ojos brillantes de alegría. Oh, ¿no era hermoso? ¿No era un lugar maravilloso? Supongamos que no fuera a quedarse realmente. Podría imaginar que sí. En este lugar había campo para la imaginación.

Fuera crecía un enorme cerezo, tan cercano que sus ramas daban contra la casa y tan cargado de flores, que apenas si se veía una hoja. A ambos lados de la casa había una plantación de manzanos y otra de cerezos, también cubiertos de flores, y la hierba estaba salpicada de dientes de león. Desde el jardín, las lilas púrpura alzaban su mareante y dulce fragancia hasta la ventana.

Más allá del jardín, un campo arado y plantado con ajos descendía hasta la hondonada donde corría el arroyo y donde crecían filas de blancos abedules, surgiendo gallardamente de un suelo que sugería deliciosos helechos, musgos y otras muestras de vegetación. Más a lo lejos, había una colina, verde y emplumada por pinos y abetos, donde, en un hueco, estaba el grisáceotejado de la casita que viera desde el otro lado del Lago de las Aguas Refulgentes.

Lejos, a la izquierda, se hallaban los grandes establos y más allá de los verdes campos descendentes, se veía el chispeante azul del mar.

Los ojos de Ana, amantes de la belleza, vagaron por todo aquello, contemplándolo ávidamente; la pobre criatura había visto muchos lugares feos en su vida, y aquello era más hermoso de lo que pudiera soñar.

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