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Authors: L. M. Montgomery

Tags: #Infantil y juvenil

Ana, la de Tejas Verdes (6 page)

BOOK: Ana, la de Tejas Verdes
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»Viví allí durante dos años, y entonces murió el señor Hammond y la señora vendió la casa. Distribuyó sus hijos entre parientes, y se fue a los Estados Unidos. Yo tuve que ir al asilo porque nadie me quiso. Tampoco me querían en el asilo; decían que tenían ya muchos niños, y así era. Pero tuvieron que aceptarme y estuve cuatro meses, hasta que llegó la señora Spencer.

Ana terminó con otro suspiro, esta vez de alivio. Evidentemente no le gustaba hablar de sus experiencias en un mundo que le había sido tan hostil.

—¿Has ido a la escuela? —preguntó Marilla, dirigiendo la yegua alazana hacia el camino de la costa.

—No mucho. Fui un poco durante el último año que estuve con la señora Thomas. Cuando remonté el río estábamos tan lejos de una escuela que no podía caminar hasta ella en invierno, y en verano había vacaciones, de manera que sólo podía ir en primavera y otoño. Pero, por supuesto, fui mientras estuve en el asilo. Puedo leer bastante bien y sé algunas poesías de memoria: «La Batalla de Hohelinden» y «Edimburgo después de Flodden», y «Bingen en el Rin», y muchos de «La Dama del Lago» y más de «Las Estaciones» de James Thompson. ¿No ama usted la poesía, la poesía que le hace correr un estremecimiento por la espalda? Hay una parte en el quinto libro de lectura: «El ocaso de Polonia», que justamente está llena de estremecimientos. Por supuesto no me tocaba el quinto libro, sino el cuarto, pero las niñas mayores acostumbraban prestarme los suyos para que leyera.

—¿Esas mujeres, la señora Thomas y la señora Hammond, fueron buenas contigo? —preguntó Marilla espiando a Ana con el rabo del ojo.

—O-o-o-h —balbuceó Ana. Su sensitiva carita enrojeció embarazosamente y enarcó las cejas—. Oh,
querían
serlo; sé que tenían intenciones de ser tan buenas y amables como fuera posible. Y cuando la gente quiere ser buena con uno, no se le da mucha importancia si no lo consiguen del todo siempre. Tenían muchas cosas por las que preocuparse, ¿sabe? Es muy angustioso tener un marido borracho; y debe de ser muy penoso tener mellizos tres veces, ¿no le parece? Pero estoy segura que se proponían ser buenas conmigo.

Marilla no hizo más preguntas. Ana guardó silencio, fascinada por el camino de la costa, y Marilla guiaba la yegua también abstraída, mientras reflexionaba profundamente.

Repentinamente la pena por la niña había inundado su corazón. ¡Qué vida tan desamparada y sin cariño había tenido! Una vida de miseria, pobreza y desdén; porque Marilla era lo suficientemente perspicaz como para leer entre líneas en la historia de Ana y adivinar la verdad. No en vano había estado tan entusiasmada ante la idea de tener un verdadero hogar. Era una pena que tuviera que ser devuelta. ¿Qué ocurriría si ella, Marilla, accedía al irresponsable capricho de Matthew y la dejaba quedarse? Matthew estaba encaprichado y Ana parecía una niña buena y dócil. «Habla demasiado —pensó Marilla—, pero se le puede quitar esa costumbre. Y no hay nada rudo o vulgar en lo que dice. Es delicada. Es probable que sus padres fueran buena gente.»

El camino de la costa era «boscoso, salvaje y solitario». A la derecha, montes de pinos, cuyos espíritus permanecían imbatibles después de largos años de lucha con los vientos del golfo, crecían densamente. A la izquierda estaban los empinados acantilados, tan cerca del camino en algunos lugares, que una yegua de menos estabilidad que la alazana habría puesto a prueba los nervios de las personas que iban detrás de ella. En la falda de los acantilados había rocas erosionadas o pequeñas ensenadas de arena con guijarros incrustados corno joyas del océano; másallá, el mar brillante y azul, y sobre éste se remontaban las gaviotas con sus alas plateadas bajo la luz del sol.

—¿No es maravilloso? —dijo Ana despertando de un largo y ensimismado silencio—. Una vez, cuando vivía en Marysville, el señor Thomas alquiló un coche y nos llevó a todos a pasar el día a la playa, que quedaba a quince kilómetros de distancia. Aun teniendo que vigilar constantemente a los niños disfruté cada uno de los minutos de aquel día. Volví a vivir esos momentos en sueños durante muchos años. Pero esta playa es más hermosa que la de Marysville. ¿No son espléndidas esas gaviotas? ¿Le gustaría ser gaviota? Yo creo que a mí sí; eso es, si no pudiera ser un ser humano. ¿No cree que sería bonito despertarse con los rayos del sol y zambullirse dentro del agua y salir otra vez, y así durante todo el día? ¿Y luego, por la noche, volar de vuelta al nido? Puedo imaginarme haciéndolo. ¿Qué es esa casa grande que hay allí enfrente?

—Es el hotel de White Sands. El dueño es el señor Kirke, pero la temporada no ha comenzado aún. Vienen montones de americanos a pasar el verano. Piensan que es la playa más adecuada.

—Temía que fuera la casa de la señora Spencer —dijo Ana tristemente—. No tengo ganas de llegar. Tengo la sensación de que será el fin de todo.

CAPÍTULO SEIS
Marilla toma una decisión

Pero llegaron, sin embargo, a su debido tiempo. La señora Spencer vivía en la ensenada de White Sands y apareció en la puerta con una mezcla de sorpresa y bienvenida en la cara.

—Caramba —dijo—, son las últimas personas que esperaría hoy, pero estoy encantada de verlas. ¿Dejará suelta la yegua? ¿Cómo estás, Ana?

—Estoy todo lo bien que puede esperarse, gracias —dijo Ana sin sonreír. Sobre ella pareció haber descendido la desgracia.

—Nos quedaremos un rato mientras descansa la yegua —dijo Marilla—, pero he prometido a Matthew regresar temprano. El hecho es, señora Spencer, que se ha cometido un error en alguna parte y he venido a ver dónde. Matthew y yo mandamos decirle que nos trajera un chico de diez u once años.

—¡No me diga, Marilla Cuthbert! —dijo desesperada la señora Spencer—. Pero si Robert me lo mandó decir por su hija Nancy y ella dijo que ustedes querían una niña, ¿no es así, Flora Jane? —preguntó a su hija, que subía las escaleras.

—Ciertamente, señorita Cuthbert —corroboró Flora Jane.

—Lo siento muchísimo —dijo la señora Spencer—. Es una lástima, pero ya ve que no ha sido por mi culpa. Hice cuanto pude y pensé que seguía sus instrucciones. Nancy es terrible. A menudo he debido reprenderla por sus despistes.

—Fue culpa nuestra —dijo Marilla resignadamente—. Debimos haber ido nosotros y no dejar que un mensaje de tal importancia fuera pasado verbalmente. De todas maneras, el error ha sido hecho y debemos corregirlo. ¿Podemos devolver la niña al asilo? Supongo que la volverán a admitir.

—Supongo —dijo pensativamente la señora Spencer—, pero no creo que sea necesario enviarla. La señora de Peter Blewettestuvo ayer por aquí y me dijo cuánto desearía que le mandaran una chiquilla por mi intermedio para que la ayudara. La señora Blewett tiene familia numerosa y le cuesta encontrar ayuda. Ana es exactamente lo que necesita. Esto es lo que yo llamo providencial.

Marilla no daba la sensación de considerar providencial el asunto. Aquí tenía inesperadamente una buena oportunidad de deshacerse de la indeseada huérfana, y ni siquiera se sentía contenta.

Sólo conocía de vista a la señora de Peter Blewett; de baja estatura, cara de pocos amigos y ni un gramo de carne superflua sobre los huesos. Pero había tenido noticias de ella. «Gran trabajadora y dirigente», se decía de la señora Blewett, y las sirvientas despedidas contaban horripilantes historias de su carácter y su mezquindad, y de sus hijos malcriados y pendencieros. Marilla sentía un escrúpulo de conciencia ante el pensamiento de entregar a Ana a sus tiernas mercedes.

—Bueno, entraré y hablaremos sobre el asunto.

—¡Mire! ¿No es la señora Blewett la que viene por el sendero en este mismo instante? —exclamó la señora Spencer, haciendo cruzar a sus huéspedes el vestíbulo para entrar en el comedor, donde las recibió un frío glacial, como si el aire hubiera perdido hasta la última partícula de calor al cruzar las cerradas cortinas verdes—. Es una verdadera suerte pues así podemos arreglar el asunto inmediatamente. Siéntese en el sillón, señorita Cuthbert. Ana, siéntate aquí y no te muevas. Denme sus sombreros. Flora Jane, ve a poner el agua a hervir. Buenas tardes, señora Blewett, estábamos diciendo que es verdaderamente una suerte era que usted viniera. Permítame que les presente: la señora Blewett, la señorita Cuthbert. Perdónenme un momento: olvidé decirle a Flora Jane que saque los bollos del horno.

La señora Spencer desapareció tras correr las cortinas. Ana, sentada en silencio con las manos fuertemente apretadas sobre su falda, contemplaba a la señora Blewett como fascinada. ¿La dejarían al cuidado de aquella mujer de ojos agudos y cara afilada? Sintió que se le hacía un nudo en la garganta y cerró dolorosamente los ojos. Empezaba a temer que no podría retener las lágrimas, cuando volvió la señora Spencer, decidida, capaz de desvanecer cualquier dificultad, física, mental o espiritual.

—Parece que hubo un error respecto a esta niña, señora Blewett —dijo—. Yo creía que el señor y la señorita Cuthbert querían adoptar una niña. Así se me dijo, pero lo cierto es que querían un muchacho. De manera que si piensa lo mismo que ayer, creo que aquí tiene lo que quería.

La señora Blewett escudriñó a Ana de la cabeza a los pies.

—¿Qué edad tienes y cómo te llamas?

—Ana Shirley —murmuró la sobrecogida niña—, y tengo once años.

—¡Hum! No pareces valer gran cosa. Pero eres flaca. No sé por qué los flacos resultan mejores. Si te acojo habrás de ser buena; ya sabes, buena, pulcra y respetuosa. Espero que te ganes el sustento, no te vayas a equivocar a ese respecto. Sí, supongo que podré desembarazarla de ella, señorita Cuthbert. El niño está terriblemente rebelde y estoy molida de atenderlo. Si usted lo desea, puedo llevármela a casa ya.

Marilla miró a Ana y se ablandó ante la vista de la pálida cara de la niña y su mirada de mudo dolor; el dolor de una indefensa criatura que se encuentra nuevamente atrapada en la trampa de la que acaba de escapar. Marilla tuvo la incómoda convicción de que si hacía caso omiso del ruego de aquella mirada, su recuerdo la perseguiría hasta la muerte. Más aún, no le agradaba la señora Blewett. ¡Entregar una criatura sensible a semejante mujer! ¡No, no podía cargar con la responsabilidad de ese hecho!

—Bueno, no sé —dijo lentamente—. Yo no dije con seguridad que Matthew y yo hubiéramos decidido completamente que no podíamos quedarnos con ella. En verdad, puedo decir que Matthew está predispuesto a quedarse con la niña. Yo sólo vine a ver cómo había ocurrido el error. Será mejor que la vuelva a llevar a casa y lo discuta con mi hermano. Creo que no debo decidir nada sin consultarle. Si decidimos no quedarnos con ella, la traeré o se la mandaré mañana por la noche. Si no ocurre así, es que se queda. ¿Le parece bien, señora Blewett?

—Supongo que sí.

Durante el discurso de Marilla, el sol había salido en la cara de Ana. Primero se desvaneció la mirada de desesperación; luego alumbró débilmente la esperanza; sus ojos brillaron como estrellas. La niña estaba casi transfigurada,, y cuando la señora Spencer y la señora Blewett salieron en demanda de la receta de cocina que esta última había venido a buscar, cruzó la habitación de un salto en dirección a Marilla.

—Oh, señorita Cuthbert, ¿de verdad ha dicho que quizá me dejarían quedarme en «Tejas Verdes»? —murmuró, como si hablando en alta voz pudiera romper esa hermosa posibilidad—. ¿Lo dijo usted en realidad, o sólo fue mi imaginación?

—Creo que será mejor que gobiernes esa imaginación tuya, si es que no puedes distinguir entre lo que es real y lo que no —dijo Marilla—. Sí, me has oído decir eso y nada más. No está decidido y quizá resolvamos que la señora Blewett se quede contigo. Con toda seguridad que ella te necesita mucho más que yo.

—Volvería al asilo antes de vivir con ella —dijo apasionadamente la chiquilla—. Parece exactamente… una arpía.

Marilla escondió una sonrisa ante la seguridad de que Ana debía ser reprendida por tal palabra.

—Una niña como tú debería avergonzarse de referirse así a una señora desconocida —dijo severamente—. Vuelve, siéntate correctamente, cállate y pórtate como una niña buena.

—Trataré de hacerlo si se queda usted conmigo —dijo Ana volviendo dócilmente a su otomana.

Cuando volvieron a «Tejas Verdes» Matthew se les unió en el sendero. Desde lejos, Marilla le vio caminar hacia allí y se puso a pensar en el motivo. Estaba preparada para el alivio que vería en su cara cuando viera que por lo menos volvía con Ana. Pero no le dijo nada del asunto hasta que estuvieron tras el establo, ordeñando las vacas. Allí le relató suavemente la historia de Ana y la entrevista con la señora Spencer.

—Yo no le daría ni un perro a esa señora Blewett —dijo Matthew con inusitado vigor.

—A mí tampoco me gusta su aspecto —admitió Marilla—, pero hay que elegir entre eso o quedarnos nosotros con ella, Matthew. Y, ya que tú pareces querer quedarte con ella, supongo que yo también tendré que quererlo. He estado dándole vueltas a la idea, hasta acostumbrarme a ella. Parece un deber. Nunca he criado una criatura, especialmente una niña, y creo que me provocará enormes trastornos. Pero lo haré lo mejor que pueda. En lo que a mí respecta, Matthew, puede quedarse.

La tímida cara de Matthew brillaba de alegría.

—Bueno, Marilla, esperaba que lo vieras así. Es una chiquilla muy interesante.

—Sería mejor si pudieras decir que es una chiquilla útil —respondió Marilla—, pero yo procuraré que así sea. Y ten en cuenta, Matthew, que no te permitiré interferir en mis métodos. Quizá una solterona no sepa mucho sobre cómo se cría a los niños, pero seguro que sabe más que un solterón. De manera que déjame manejarla. Cuando fracase, tiempo tendrás de echar una mano.

—Bueno, bueno, Marilla, puedes hacer lo que quieras —dijo Matthew tranquilamente—. Sólo te pido que seas tan buena y amable con ella como puedas serlo sin malcriarla. Me parece que esta niña es de la clase de personas de las que se puede obtener casi cualquier cosa con sólo conseguir que te quieran.

Marilla lanzó un bufido para expresar así su desprecio por las opiniones de Matthew respecto a asuntos femeninos y salió con los baldes.

—No le diré todavía que puede quedarse —reflexionó mientras llenaba las lecheras—. Se excitaría tanto que no podría dormir. Marilla Cuthbert, te has entusiasmado. ¿Has pensado alguna vez que llegaría el día en que adoptarías una huérfana de un asilo? Sí que es una sorpresa; pero más lo es que Matthew sea el causante; él, que siempre pareció tener un miedo mortal a las niñas. De cualquier modo hemos decidido probar. Y sólo Dios sabe lo que saldrá de todo esto.

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