Read Cádiz Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Cádiz (24 page)

BOOK: Cádiz
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—No persistirá. Lo que está pasando es un plan admirable de la Providencia.

—La pobre Asunción es una tonta. Su fondo es bueno, pero con la santidad, con el encierro y con lord Gray se le ha convertido la imaginación en un hervidero. Nos queremos mucho. Varias veces he conseguido de ella con mis cariñosas amonestaciones más que su madre con el rigor y toda la Iglesia católica con sus santidades… Volverá, volverá con nosotros… ¡Qué peligroso paso!… ¡Ella y yo fuera de casa!… Corramos, corramos. La casa de ese hombre está en el fin del mundo.

—Lord Gray abandonará su presa. Ya pronto llegamos. Lord Gray tendrá el castigo que merece.

—¡Así te oyera Dios! ¡Pobre Asunción! ¡Pobre amiga! ¡Tan buena y tan loca! Se me parte el corazón al considerarla deshonrada y perdida para siempre. La arrancaremos de manos de su seductor… No, no huirá de Cádiz… Aún faltan muchas horas para el día… Vamos, corramos pronto.

- XXVI -

Por fin llegamos a casa de lord Gray. Toqué fuertemente a la puerta y un criado soñoliento y malhumorado bajó a abrirnos.

—El señor no está —nos dijo.

Creyendo que nos engañaba, empujé puerta y portero para abrir paso, y entramos diciendo:

—Sí está. Me consta que está.

Como la casa de lord Gray era centro de aventuras, y allí entraban con frecuencia hombres y mujeres a distintas horas del día y de la noche, el criado no puso obstáculo a que invadiéramos imperiosamente la casa, y guiándonos a la sala, encendió luces, sin cesar de repetir:

—El señor no está, el señor no ha venido esta noche.

Inés, desfallecida, dejose caer en un sillón. Yo recorrí la casa toda, y en efecto, lord Gray no estaba. Después de mis pesquisas Inés y yo nos miramos con angustiosa perplejidad, confundidos ante la inutilidad del arriesgado paso que habíamos dado.

—No están, Inés. Lord Gray ha tomado sus precauciones y es inútil pensar en impedir la fuga.

—¡Inútil! —exclamó con dolor—. No sé qué pensar. Llévame otra vez a mi casa. ¡Dios mío santísimo, si me sienten llegar contigo!… ¡Si doña María se levanta y ve que Asunción y yo no estamos allí!… ¡Esto ha sido una locura! ¡Desgraciada Asunción! ¡Tan buena y tan loca!

Inés lloraba con vivo dolor la pérdida de su amiga.

—Para mí es como si hubiera muerto —añadió—. ¡Que Dios la perdone!

—Engañado por su aparente santidad, jamás creí que tuviera tan ciega pasión por un hombre.

—Su hipocresía es superior a todo lo que puede concebirse. Ha aprendido a disimular con tal arte sus sentimientos, que todos se engañan respecto a ella.

—Para decírtelo todo de una vez, Inés, yo creí que la que amaba a lord Gray eras tú. Todos, incluso Amaranta, creían lo mismo.

—Ya lo sé. Yo misma tengo la culpa de esto, porque deseando evitar a mi amiga las crueles reprensiones y castigos de su madre, callaba y sufría siempre, y las sospechas caían sobre mí. Conmigo tenían cierta tolerancia, y como sólo se trataba de cartitas y tonterías, dejé correr el engaño, pasando por casquivana… Algunas veces me apropiaba deliberadamente las faltas de Asunción, por el beneficio que me traían… ¿no entiendes? Mi mayor gusto era ver rabiar a D. Diego, diciendo que no se casaría nunca conmigo.

—Él espera que pronto le darás tu mano.

Por primera vez en aquella noche la vi reír.

—Yo sabía —añadió después— que todas las sospechas caían sobre mí, y callaba. Jamás hubiera delatado a la pobre Asunción. Esperaba arrancarle de la cabeza esa locura, y en una ocasión creí conseguirlo. Lord Gray ponía en juego mil ingeniosas estratagemas… ¿Tú sabes todo lo que pasó el día que fuimos a las Cortes?… ¡Hombre más original!… Yo esperaba que siguieras yendo a casa por la noche… te hubiera informado de todo… Pasaron días y meses, y entretanto, sola y abandonada de todos, necesitaba valerme de mis propios esfuerzos para ir prolongando, prolongando mi situación, con la esperanza de verme libre algún día… Pero marchemos al punto de aquí. ¡Dios mío, qué tarde!

—Inés, te he recobrado, te he reconquistado después de creerte perdida para siempre —afirmé olvidando la situación en que nos encontrábamos—. Has resucitado para mí. ¡Querida mía, imitemos la conducta de Asunción y lord Gray, y vámonos por esos mundos!

Me miró con severidad.

—¿Deseas volver a aquella horrible prisión, más cerrada y más sombría que la casa de los Requejos? —le dije con exaltación, estrujando sus manecitas entre las mías.

—Más vale esperar —me contestó—. Llévame a mi casa.

—¡Otra vez allá! —exclamé deteniéndola en su marcha con la barrera de mis brazos, que hubieran querido ser muralla indestructible para separarla del resto del mundo—. ¡Otra vez allá! Ya no te volveré a ver más. Se cerrarán las puertas de ese purgatorio presidido por doña María, y adiós para siempre. Querida mía, vamos a casa de la condesa; allí te convenceremos. Sabrás lo que importa más que nada en el mundo.

Inés demostraba gran impaciencia.

—¡Pero un momento más, un momento! Pasan meses sin verte. Sabe Dios hasta cuándo no nos veremos. ¿No sabes lo que me pasa? El gobierno ha dispuesto que salga una expedición para desembarcar en Cartagena y socorrer a las partidas de Castilla. Me han designado para formar parte de ella. Pobre soldado, tengo que obedecer. ¿Cuándo nos volveremos a ver? Nunca. No te separes de mí esta noche. Salgamos de aquí, y te llevaré al lado de la condesa, tu prima.

—¡No, a casa, a casa!

—La puerta de aquella mansión me parece que es la losa de tu sepulcro. Cuando se cierre, dejándote dentro, todo se acabó.

—No, yo no quiero salir como Asunción, acechando el sueño de su madre para escapar. Yo no quiero salir así de mi encierro, sino en pleno día, con las puertas abiertas y a la vista de todos. Vámonos. ¡Qué locura he hecho esta noche, Dios mío! Asunción, ¿dónde estás? ¿Has muerto ya para mí y para los demás?… No puedo estar aquí ni un instante más. Me parece que siento la voz de doña María llamándome, y los cabellos se me erizan de espanto.

Inés se dirigió a la salida. En el mismo instante oímos ruido de un coche en la calle. Aguardamos, sintiendo que alguien subía, y por fin abriose la puerta de la sala, y apareció lord Gray. Estaba sombrío, fosco, agitado, nervioso.

Nos miró con asombro, quiso reír, pero su colérico semblante no echaba de sí más que rayos. Temblaba de ira, iba de un lado para otro de la sala, como un tigre en su jaula, nos miraba, nos decía algo inconexo, risible, estúpido, y luego hablaba consigo mismo en monosílabos incomprensibles, mezclando la lengua inglesa con la española.

—Sr. de Araceli, buenas noches… Y usted, niña, ¿qué hace aquí? ¡Ah!, ya… Mi casa sirve de refugio a los amantes… Son ustedes más afortunados que yo… ¡Condenación eterna para las niñas mojigatas!… Un hombre como yo… No debí acceder… ¡Por San Jorge y San Patricio!…

—Lord Gray —dije— hemos venido a esta casa con móvil muy distinto del que usted supone.

—¿En dónde está Asunción? —exclamó Inés con vehemencia—. No, no saldrán ustedes de Cádiz. Voy a alborotar toda la ciudad.

—¿Asunción? —repuso el inglés pateando con cólera y elevando el puño—. He sido un necio… pero mañana veremos… El demonio me lleve si cedo… ¿Qué decía usted? Asunción… es una niña honradita y formalita… ¡Maldito
bigotism
!… Mucho lloro, mucho hipo, mucho suspirito… ¡Mala peste!… ¿Qué decía usted?… Perdone usted… Estoy nervioso… despido fuego y electricidad… Pues como decía, Asunción…

—¡Sí!, ¿dónde está? Es usted un malvado.

—La pobrecita niña está ya de vuelta en casa rezando el
Confiteor
con las manecitas cruzadas delante del altarejo… ¡Malditas sean las niñas piadosas!… Parece que su voluntad ha de ser de roca, y es cera de iglesia. Están buenas para sacristanes… Pues sí. En su casa está ya de vuelta. El seráfico arcangelillo se asustó al verse solo conmigo en lugar extraño… ¡No les gusta más que la sacristía!… Lloró, rabió, quiso matarse, escandalizó la casa de aquella ilustre doña Mónica a donde la llevé… Jamás me ha pasado otra como esta… ¡Pobre gatita, cómo mayaba! ¡Qué lastimeros ayes! ¡Qué gritos para clamar por su honor!… Nada; es preciso ser fraile o sacristán… En fin, ya está otra vez en su casa, a donde acabo de llevarla sigilosamente, lo mismo que la saqué… Señora doña Inesita, veo que es usted mujer resuelta… Usted se ha echado a la calle con este insigne mancebo… No hay que hacer aspavientos de honor y demás bambolla… La señora condesa me lo ha contado todo esta tarde desde la cruz a la fecha… Ella quería que yo me comprometiese a librarla a usted de su cautiverio, y convine en ello… Pero ustedes lo han sabido arreglar. Así se hace… Esta noche las contrariedades y las desdichas son para mí… Pero mañana… tomaré precauciones… O hizo Lucifer a las mojigatas para reírse de los enamorados, o las hizo Dios para castigarlos… Recapacitemos; ¡las hizo Dios, Dios, Dios!…

—Salgamos al instante de aquí —dijo Inés—. Este hombre está loco. Si es cierto que la infeliz ha vuelto a casa, pronto lo sabremos.

Impulsado por una determinación súbita, dije al inglés:

—Milord, ¿me presta usted su coche?

—Está a la puerta.

—Pues vamos.

Bajamos. Cogí a Inés en mis brazos, y subiéndola en la alta carroza (una de las singularidades del Cádiz de entonces, introducida por lord Gray) dije al cochero:

—A casa de la señora de Cisniega, en la calle de la Verónica.

- XXVII -

—¿A dónde me llevas? —exclamó Inés con espanto cuando me senté junto a ella dentro del coche que empezó a rodar pesadamente.

—Ya lo has oído. No me preguntes por qué. Allá lo sabrás. He tomado esta resolución y no hay fuerza humana que me aparte de ella. No es una calaverada; es un deber.

—¡Qué dices! Yo salí para salvar a mi amiga de la deshonra, y la deshonrada soy yo.

—Inés, oye lo que te digo. ¿Estás decidida a casarte con D. Diego?

—Déjate de simplezas.

—Pues entonces calla y resígnate a ir a donde yo te lleve. Una serie de acontecimientos providenciales te ha puesto en mi poder y creería cometer un crimen si te llevara de nuevo a aquel aborrecido encierro, donde al fin serías víctima del egoísmo fanático y de la insoportable autoridad de quien no tiene ningún derecho a martirizarte… Pobrecilla, graba en tu memoria lo que te estoy diciendo y más tarde bendecirás esta locura mía. No, no volverás allá. No pienses más en doña María. Confía en mí. Dime: ¿te he engañado alguna vez? Desde que nos conocimos ¿no has sido para mí una criatura venerada a quien de ningún modo se puede ofender? ¿No has visto siempre en mí, junto con el cariño más vivo que jamas se tuvo hacia persona alguna, un respeto, un culto superior a todas las debilidades humanas? Inés, tú eres víctima de un gran error. ¿Temes a doña María, temes a la de Leiva, temes a esas siniestras y medrosas figuras que constantemente te están vigilando con sus ojos terribles? Pues bien; esas dos personas no son para ti otra cosa que dos figurones como los que asustan a los chicos. Acércate, tócalos y verás cómo son cartón puro.

—No sé qué quieres decir.

—Quiero decir —continué hablando con tanta vehemencia como rapidez— que te has forjado respetos de familia, consideraciones e ideas que son hijas de un error. Te han engañado, están abusando de tu bondad, de tu dulzura para fines execrables, y no pudiendo amoldar tu hermosa condición a la suya, te corrompen por grados, falsificándote, querida mía, con la escuela del disimulo. No hagas caso, no pienses en ellas, considérate libre. Vivirás al amparo de la única persona que tiene derecho a mandar en ti; serás libre, disfrutarás de los goces inocentes, de los nobles placeres de la Naturaleza; podrás mirar al cielo, admirar las obras de Dios, podrás ser buena sin hipocresía, alegre sin desenfado, vivir rodeada de personas que te adoren, y con la conciencia en paz y tranquila. No interrumpirá tu sueño la cavilación de los fingimientos que tendrás que hacer al día siguiente para que no te castiguen. No te verás en el doloroso caso de mentir; no te aterrará la idea de desposarte con un hombre aborrecido; no estarás expuesta a la alternativa de que peligre tu virtud o seas desgraciada, desgraciadísima y digna de lástima en esta breve vida y luego condenada en la eternidad de la otra.

—Gabriel —me dijo ella bañado el rostro en lágrimas— no entiendo lo que me dices. No puedo creer que tú seas capaz de engañarme. ¿Lo que dices es una locura o qué es…? ¿A dónde me llevas…? Por Dios, no hagas una locura. Cochero, cochero, a la calle de la Amargura.

—El cochero irá donde yo le mande —exclamé alzando la voz, porque el ruido del carruaje nos obligaba a hablar a gritos—. Regocíjate, Inés, alégrate, amiguita. El aspecto de tu existencia va a cambiar desde esta noche. ¡Cuántas penas, pobrecita, cuántas alternativas y vaivenes en tan pocos años! Por un lado tú, por otro yo. Ambos sujetos a mil fatigas, mecidos y arrastrados por este oleaje terrible que ya nos sube, ya nos baja, ya nos junta, ya nos separa…

—Es verdad, es verdad.

—¡Pobre amiga mía! ¡Quién había de decirte que en tu grandeza serías tan desgraciada como en tu miseria!

—Sí, es verdad, es verdad… Pero me dejo arrastrar por tu demencia. ¡Llévame a mi casa, por Dios! Después concertaremos…

—Ya está concertado…

—Pero mi familia… Yo tengo nombre y familia…

—A eso voy.

—No, no puedo consentirlo. Es imposible que me engañes… ¡A casa, a casa! ¡Qué dirán de mí! ¡Virgen Santísima!

—No dirán nada.

—Yo tengo imaginado un gran plan…

—Este plan es el mejor… Tu prima acabará de dártelo a conocer. Al diablo doña María y la de Leiva.

—Es el jefe de la familia. Ella manda.

—Ahora mando yo, Inés. Obedece y calla. ¿No recuerdas que en todos los instantes supremos de tu vida has necesitado de mi ayuda? Ahora es lo mismo. Hace tiempo que buscaba esta ocasión… te atisbaba con vigilante mirada… quería robarte, como te robé en casa de los Requejos, y al fin lo he conseguido… Que venga acá doña María a arrancarte de mi poder. Lo demás te lo dirá tu prima. Ya llegamos.

Fuera que confiaba en mí entonces como en otras ocasiones de su vida, abandonándose a aquel destino suyo, de que yo había sido tantas veces celoso ejecutor; fuera que un vago presentimiento la inclinaba a aprobar mi conducta, lo cierto es que no hizo esfuerzo para resistir cuando entré con ella en la casa y la conduje arriba, despertando con el estruendo de mi llegada a todos los habitantes de la casa. Gran susto tuvo Amaranta al sentir tan a deshora los golpes y voces con que yo me anuncié. Al salir a mi encuentro, doña Flora y la condesa estaban aturdidas de puro asombradas.

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