Read Cádiz Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Cádiz (26 page)

BOOK: Cádiz
2.14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Temo haberme dejado arrastrar demasiado lejos por la ira que me produjo la presencia de aquella mujer. Le dije cosas demasiado duras, y cada palabra me pesa sobre la conciencia. Exasperada por lo que le dije, tomará venganza de mí, y si acude a la ley, no creo que la ley me sea favorable. Yo no tomé precaución alguna cuando se verificó el reconocimiento de Inés.

—Venceremos esas y otras dificultades, señora.

—Yo transigiría con ella y con mi tía, con tal que me dejaran a Inés. Creo que cediendo a doña María parte de mis derechos mayorazguiles, sería fácil aplacar esa furia. La de Leiva no es ni con mucho tan inconquistable.

—¿Quiere usted que lo proponga a la señora doña María?… Nada se pierde… No sé si me recibirá; pero intentaré hablarla. Me favorece el que no sospecha nada de mí en el suceso de anoche.

—Es una buena idea. Sí… tampoco sería malo que yo me mostrase arrepentida de las atrocidades que le dije… no… ¡Oh, qué confusión, Dios mío! No sé qué hacer…

—Cualquiera de esos actos me parece aceptable.

—¿Te parece que debo ir allá?

—Hoy no es conveniente. Se reanudaría al punto la reyerta, porque aquel volcán en erupción estará echando fuego, humo y lava por algún tiempo. Será prudente que yo me anticipe e indique a doña María esa idea de transacción que usted le propone, con tal que no la priven de su hija.

—Sí, hazlo tú primero. Yo me arriesgaré a tratar con mi tía, que es el jefe de la familia, pero antes conviene tantear a la de Rumblar, a ver qué tal se presenta.

—Ante todo debo indicar prudentemente a doña María que usted reconoce haber estado algo dura en la entrevista.

—Sí… lo encomiendo a tu habilidad, y me quedo tranquila… Si te recibe mal, no te importe. Con tal que te deje hablar, aguanta desprecios y desaires.

Hago mención de este diálogo que tuvimos la condesa y yo, para que comprenda el lector la razón de la extraña visita que hice a doña María un día después de aquel de tanto ruido en que ocurrió lo que acabo de contar.

- XXIX -

En efecto, traslademe a hora que me pareció oportuna a casa de doña María, recelando no ser recibido, pero con el firme propósito de no salir de allí sin intentar por todos los medios ver y hablar a la orgullosa dama. Encontré a D. Diego, quien, contra mi creencia, recibiome muy bien y me dijo:

—Ya sabrás los escándalos de esta casa. Lord Gray es un canalla. Cuando yo dormía en casa de Poenco, fue allá y me sacó las llaves del bolsillo… No podía haber sido otro. ¿Le viste tú entrar?

—Sr. D. Diego, quiero ver a la señora condesa para hablarle de un asunto que a esta familia, lo mismo que a la de Leiva, importa mucho. ¿Tendrá la señora la bondad de recibirme?

Madre e hijo conferenciaron a solas un rato allá dentro, y por fin la señora se dignó ordenar que me llevaran a su presencia. Estaba la de Rumblar en la sala acompañada de sus dos hijas. La madre tenía en el altanero semblante la huella de la gran pesadumbre y borrasca del día anterior, y la penosa impresión se traslucía en una especie de repentino envejecimiento. De las dos muchachas, Presentación revelaba al verme cierta alegría infantil, que ni aun la proximidad de su madre podía domar, y Asunción una tristeza, una decadencia, una languidez taciturna y sombría, señal propia de los muy místicos o muy apasionados.

La señora de Rumblar, después de ordenar a Presentación que se alejase, me recibió con un exordio severísimo, y luego añadió:

—No debía ocuparme de nada que se refiera a aquella casa donde ayer por mi desgracia estuve; pero la cortesía me obliga a oírle a usted, nada más que a oírle por breve tiempo.

—Señora —dije— yo me marcharé pronto. Recuerdo que usted me rogó que no volviese más a su casa. Hoy me trae un deber, un deseo vehemente de restablecer la paz y armonía entre personas de una misma familia, y…

—¿Y a usted quién le mete en tales asuntos?

—Señora, aunque extraño a la casa, me ha afectado tan profundamente el agravio recibido por esta augusta familia, a quien respeto y admiro (aunque mis enemigos calumniadores hayan hecho creer a usted lo contrario) que me sentí vivamente inclinado a terciar de parte de usted. Señora doña María, vengo a decir a usted que la condesa se muestra hoy arrepentida de las duras palabras…

—¿Arrepentimientos?… Yo no lo creo, caballero. Suplico a usted que no me hable de esa señora. Si es eso lo que usted quería decirme… La justicia está ya encargada de esto y de devolver a Inés al jefe de la familia.

Asunción alzó la vista y miró a su madre. Parecía deseosa de hablarle, pero con tanto miedo como deseo. Al fin, cobrando valor, se expresó de este modo con voz quejosa y tristísima, que producía en mí extraña sensación.

—Señora madre, ¿me permite usted que hable una palabra?

—Hija mía, ¿qué vas a decir? Tú no entiendes de esto.

—Señora madre, déjeme usted decirle una cosa que pienso.

—Está delante una persona extraña y no puedo negártelo. Habla.

—Pues yo pienso, señora, que Inés es inocente.

—He aquí, Sr. D. Gabriel, lo que es la limpieza de corazón. Esta tierna y piadosa criatura, a quien una celestial ignorancia de las maldades de la tierra eleva sobre el vulgo de los mortales, es incapaz de comprender que haya ruines pasiones en la sociedad. Hija mía, bendita sea tu ignorancia.

—Inés es inocente, lo repito —afirmó Asunción—. Lord Gray no puede haberla sacado de esta casa, porque lord Gray no la quiere.

—No la quiere porque no te lo ha dicho… ¿Qué sabes tú de eso, hija mía? ¿Tienes acaso idea de los ardides, de la perfidia, de los disimulos y malignas artes que usa la seducción?

—Inés es inocente —repitió cruzando las manos—. Algún otro motivo la habrá impulsado a abandonarnos, pero no el amor de lord Gray. No, lord Gray no la ama. ¿Cree usted en los Evangelios? Pues tan verdad como los Evangelios es esto que estoy diciendo.

—En otra ocasión me enfadaría —dijo la madre— al ver la exageración de tu benevolencia. Hoy mi espíritu está quebrantado: anhelo la tranquilidad y te perdono.

—¿No me deja usted decir otra cosita que me falta?

—Acaba de una vez.

—Yo quiero ver a Inés.

—¡Verla! —exclamó con enfado doña María—. Mis hijas no estiman sin duda su dignidad.

—Señora, yo quiero verla y hablarla —prosiguió Asunción con suplicante acento—. Si hay en ella pecado, estoy segura de que me lo confesará. Si no le hay, como creo, tendré la dicha de descubrir la verdadera causa de su fuga, y reconciliarla con la familia.

—No pienses en eso. Que cada cual se entienda con su conciencia. Si tú a fuerza de devoción y reconcentración, y gracias también al rigor de mi prudente autoridad has logrado elevar tu alma a cierto grado de beatitud, concedido a pocos, no te achiques empeñándote en disculpar a los demás. La perfecta virtud anda muy escasa por el mundo. Si en algunas honestas moradas, inaccesibles a las profanidades de hoy, se conserva encerrada como el más precioso tesoro, no debe contaminarse con el roce de la desenvoltura. En infausta hora vino Inés a mi casa. Renuncia a verla y a hablar con ella, mientras esté fuera de aquí. Tu sublimada virtud debe quedar satisfecha con perdonarla.

—No, yo quiero verla, yo quiero ir allá —exclamó la joven derramando de súbito un torrente de lágrimas—. Yo quiero verla. Inés es una buena alma. Estamos engañados. Ella no puede haber cometido ninguna mala acción. Señora, lord Gray no la ama ni puede amarla. Quien lo dijese es un infame que merece arder en el infierno por toda la eternidad, traspasada la lengua con un hierro candente.

—Asunción, sosiégate —dijo la madre con menos severidad, al notar que la infeliz muchacha padecía una febril excitación, semejante a los primeros síntomas de una enfermedad grave—. ¿A qué tanto empeño? Siempre eres lo mismo… Tus manos arden… los ojos se te quieren saltar de la cara; estás lívida… Hija, tu piedad exaltada de algún tiempo a esta parte te hace mucho daño, y es preciso no olvidar la salud del cuerpo. Tus largos insomnios cavilando en las cosas santas, tus meditaciones sin fin, la viva pasión que te consume por lo religioso, te han marchitado en pocos días.

Y luego, dirigiéndose a mí, añadió:

—Yo no quisiera que se extremara tanto en sus devociones; pero no se la puede contener. Su alma es muy vehemente, y una vez que logré dirigirla al santo fin que me proponía, hase inflamado en una piedad estupenda. Es un fuego abrasador su espíritu, no un vano soplo, y la creo capaz de grandes cosas en la esfera de la vida mística que tan celosamente ha abrazado.

—Por Dios y todos los santos, ruego a usted, señora, que me permita ver a Inés. Es mi amiga, mi hermana. Yo tengo orgullo en su virtud, yo me siento ofendida y lastimada por la mala opinión que hoy se tiene de ella en esta casa. Quiero hacer una buena obra y volverle su honor. ¿Por qué ha de intervenir en esto la justicia, si yo confío en que la traeré a casa? La justicia es el escándalo… Yo quiero ver a Inés, y conseguiré de ella con una palabra más que toda la curia con una montaña de papeles. Señora madre, esto que digo es inspiración de Dios, me salen estas palabras del fondo del alma, siento dentro de mí un blando susurro, como si la voz de un ángel me las dictara. No se oponga usted a esta divina voluntad, pues voluntad divina es en este momento la mía.

La señora de Rumblar reflexionó, miró al techo, después a mí, luego a su hija, y al fin exhalando un hondo suspiro, dijo:

—La dignidad y entereza tienen su límite, y la razón no puede a veces resistir a las súplicas del sentimiento y la piedad reunidos. Asunción, puedes ir a ver a Inés. Te llevará D. Paco.

La muchacha corrió ligera a vestirse.

—Pues como indiqué a usted, señora condesa… —dije, reanudando mi interrumpida conferencia diplomática.

—Haga usted cuenta de que no ha indicado nada, caballero. Todo es inútil. Si el objeto de su visita es traerme recados o proposiciones de la condesa, puede usted retirarse.

—La señora condesa se apresura a conceder a usted…

—No quiero que me conceda nada. El jefe de la familia es la señora marquesa de Leiva, y a estas horas ha tomado todas las providencias necesarias para que todo vuelva a su lugar. Nada me corresponde hacer.

—¡La señora condesa está tan arrepentida de aquellas palabras!

—Que Dios la perdone… Mi responsabilidad está a cubierto… ¿Pero a qué estos artificios, Sr. de Araceli? ¿Cree usted que no le comprendo?

—Señora, no hay artificio en lo que digo.

—Vamos, que a mí no se me engaña fácilmente. ¿Me faltará entendimiento para comprender que todos esos supuestos recados de la condesa, son pretexto que usted toma para entrar aquí y ver a mi hija Presentación, de quien está tan enamorado?

—Señora, la verdad, no había pensado…

—Un ardid amoroso… en efecto, no es ningún crimen. Pero ha de saber usted que he destinado a mi hija al celibato. Ella no quiere casarse… Además, aunque de mis repetidos informes resulta que no es usted mala persona, no basta… porque, veamos, ¿quién es usted?… ¿de dónde ha salido usted?

—Creo que del vientre de mi madre.

—Bueno será, pues, que renuncie a sus locas esperanzas.

—Señora, usted padece una equivocación.

—Yo sé lo que digo. Ruego a usted que se retire.

—Pero… si me permitiera usted que acabara de exponerle…

—Ruego a usted que se retire —repitió con grave acento.

Me retiré, pues, y en el corredor, una puerta se entreabrió para dejarme ver el lindo rostro de Presentación y una blanca manecita que me saludaba.

- XXX -

Poco después entraba en casa de doña Flora. Después de enterar a la condesa del resultado de mi visita, dije a Inés:

—Asunción vendrá aquí. Ahora salía con D. Paco.

Un momento después, Asunción entró y las dos amigas se abrazaban llorando. Salimos del gabinete Amaranta y yo, dejándolas solas para que hablaran a su gusto; pero la condesa apostándose tras de la puerta, me dijo con malicioso acento:

—Yo me quedo aquí para oírlo todo. Será curioso lo que hablen. Ya sabes que en palacio he realizado grandes cosas escuchando detrás de las cortinas.

—No es ningún negocio de Estado lo que van a tratar. Yo me voy.

—Quédate, necio, y oye… Por no querer oír rompimos las amistades en el Escorial… Considera que han de hablar algo de ti…

Verdad es que si la delicadeza me ordenaba cerrar los oídos, la curiosidad me impulsaba a abrirlos. Venció la curiosidad, mejor dicho, venció la pícara Amaranta, que no podía dejar de ser cortesana. Las muchachas hablaban en alto y lo oímos todo, y aun veíamos algo.

—No quería mamá que te viera, Inés —exclamó Asunción—. ¡Qué raro acontecimiento! Yo me despedí creyendo no verte más… y ahora yo estoy en casa y tú fuera. Hipócrita, tan preparado lo tenías, y no me habías dicho nada.

—Te equivocas —repuso Inés— yo no he salido como tú… Pero no quiero acusarte ahora, puesto que arrepentida de tu gran falta, volviste a casa de tu madre. ¿Has conocido tu error, has abierto los ojos comprendiendo el abismo de perdición en que ibas a caer, en que quizás has caído ya?

—No sé lo que me pasa —exclamó Asunción apretando las manos de su amiga—. Estoy horrorizada de lo que hice. Me volví loca, se me encendieron en la imaginación unas llamas que no me dejaban vivir, y conociendo el mal me era imposible evitarlo. Lord Gray ha tiempo que quería sacarme de la casa; yo me resistía; mas al fin tanto pensé en ello, tanto discurrí sobre aquel gran pecado a que él me quería inducir, que se me clavó dentro de la cabeza la idea de cometerle, y sin saber cómo lo cometí. ¿Por qué no te echaste en mis brazos para impedirme salir? Ahora vengo a que me fortalezcas. Yo no puedo vivir lejos de ti; y si desde mucho antes no caí en el lazo, lo debo a tu buena amistad. ¿Nos separaremos ahora? Entonces voy a ser muy desgraciada, querida mía. Vuelve a casa, por Dios, y yo te juro que lucharé con todas las fuerzas de mi alma para olvidar a lord Gray, como tú deseas.

—Yo no podré lograr ahora lo que antes no logré —repuso Inés—. Asunción, entra en el convento mañana mismo. Cuando traspases la puerta de la santa casa, deja fuera todos los pensamientos de este mundo, pide a Dios que te libre de la gran enfermedad que padece tu alma, procura formarte de nuevo y ser otra mujer diferente de la que hoy eres.

—¡Ay! — exclamó la otra con dolor, arrodillándose delante de su amiga—. Todo eso lo he intentado; pero cuanto más he querido no pensar en él, más he pensado. ¿De qué me vale rezar, si no puedo representarme imagen ninguna de Dios ni de santo que sea distinta de la suya?… ¡Ay, Inés! Tú sabes muy bien la vida que llevamos en casa de mi madre; tú sabes muy bien la espantosa soledad, tristeza y fastidio de nuestra vida. Tú sabes muy bien que allí quiere una rezar y no puede, quiere una trabajar y no puede, quiere una ser buena y no puede. Obligadas por el rigor de mi madre, trabajan las manos, pero no el entendimiento; reza la boca, pero no el alma; se ciegan y abaten los ojos, pero no el espíritu… Las mil prohibiciones que por todas partes nos entorpecen, despiertan en nuestro pecho ardientes curiosidades. Ya sabes que todo lo queremos saber, todo lo averiguamos y de todo hacemos un objeto de afanes e inquietudes. Como sabemos disimular, vivimos en realidad con dos vidas, una para mamá y otra para nosotras mismas; una vida, acá para una sola, y que tiene sus pesares y sus delicias… Como nos apartan del mundo, nosotras nos hacemos un mundito a nuestro modo, y echando fuego, mucho fuego al horno de la imaginación, allí forjamos todo lo que nos hace falta. Ya lo ves, amiga. ¿Tengo yo la culpa? Si no lo podemos remediar, si se nos ha metido dentro un demonio, un demonio grandísimo, Inés, al cual no es posible echar fuera.

BOOK: Cádiz
2.14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Eclipse of Moonbeam Dawson by Jean Davies Okimoto
El salvaje y otros cuentos by Horacio Quiroga
What Dreams May Come by Matheson, Richard
Dying Days 4 by Armand Rosamilia
The Wine-Dark Sea by Patrick O'Brian
Ashley's Bend by Roop, Cassy
Make Me Feel by Beth Kery
The German by Lee Thomas