Read Cádiz Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Cádiz (28 page)

BOOK: Cádiz
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—Ayudada por tu amistad, podría hacerlo. Sola no me atrevo. Ella considerará esto como una deshonra, y entonces tendré el claustro en casa, porque me encerrará para siempre.

—Todo eso puede vencerse. Principia por rechazar a lord Gray.

—Lo haré si no le veo, si no me persigue…

Asunción pronunciaba estas palabras, cuando sentimos los pasos de lord Gray.

—¡Es él! —dijo con terror.

—Ocúltate y sal de la casa.

Amaranta hizo pasar a lord Gray a una estancia inmediata y al instante me llamó a su lado. El inglés afectaba tranquilidad; mas la condesa adivinando sus propósitos, le desconcertó al momento.

—Ya sé a que viene usted —le dijo—. Sabe que Asunción ha entrado en mi casa… Por Dios, lord Gray, retírese usted. No quiero tener nuevas ocasiones de disgusto con doña María.

—Discreta amiga mía —repuso él con vehemencia—. Usted me juzgue mal. ¿Impedirá usted que me despida de ella? Dos palabras nada más. ¿Saben que me voy esta noche?

—¿Es de veras?

—Tan cierto como que nos alumbra el sol… ¡Pobrecita Asunción!… También ella se alegrará de verme… Vamos, no salgo de aquí sin decirle adiós…

—Francamente, milord —indicó Amaranta—. No creo en su partida.

—Señora, aseguro a usted que partiré de madrugada. Me ha detenido tan sólo la broma que pensamos dar a Congosto… Sea testigo Araceli de lo que digo.

La condesa sin aguardar más, abrió la mampara, y las dos muchachas aparecieron ante nosotros.

Asunción no podía ocultar la angustia que la dominaba y quiso retirarse.

—¿Se marcha usted porque estoy aquí? —dijo secamente lord Gray—. Pronto saldré de Cádiz y de España, para no pisar más esta tierra de la ingratitud. Los desengaños que aquí he padecido me impelen con fuerza a huir, aunque mi corazón no ha de encontrar ya reposo en ninguna parte.

—Asunción no puede detenerse para oírle a usted —dijo Inés—. Tiene que marcharse a su casa.

—¿No merezco ya ni dos minutos de atención? —afirmó con amargura el noble lord—. ¿Ya no se me concede ni el favor de una palabra?… Está bien, no me quejo.

—Ahora parece indudable que parte —dijo Amaranta.

—Señora, adiós —exclamó lord Gray con emoción profunda, verdadera o fingida—. Araceli, adiós; Inés, amigos míos, procuren olvidar a este miserable. Y usted, Asunción, a quien sin duda debo haber ofendido, según el encono con que me mira, adiós también.

La infeliz se deshacía en lágrimas.

—Había solicitado de usted el último favor, una entrevista para despedirme de la que tanto he amado, pero no espero conseguirlo. He sido un insensato… Ha hecho usted bien en cobrarme de pronto ese aborrecimiento que me están revelando sus bellos ojos… ¡Miserable de mí, he aspirado a lo que me era tan superior! En mi demencia juzgué posible apartar esta noble alma de la piedad a que desde el nacer se inclina; aspiré a lo imposible, a luchar con Dios, único amante que cabe en la inconmensurable grandeza de ese corazón… Adiós, vuelva usted a sus santidades, remóntese usted a aquellas celestiales alturas, de donde este infame quiso hacerla descender. Entre usted en el claustro… entre usted… Perdóneme Dios mis arrebatados pensamientos… cada cual a su puesto. Ángeles al cielo, miseria y debilidad a la tierra… Antes amor, locura, ardientes arrebatos; ahora respeto, culto. Mañana, como ayer, vivirá usted en mi corazón; pero ahora, santa mujer, está usted dentro de él canonizada… Adiós, adiós.

Y apretando calurosamente las manos de la joven, partió con tales modos, que todos le creíamos con el corazón despedazado y tuvimos lástima de él.

Poco después Asunción, acompañada de su ayo, salió a la calle, y la santa imagen, entrando en la casa materna, volvió a su altar.

Mis lectores creerán, juzgando a lord Gray por las palabras arriba reproducidas, que el astuto seductor partía realmente renunciando a la empresa frustrada en la célebre noche. ¡Qué error! Sigan leyendo un poco más, y verán que aquella despedida, admirable y hábil recurso estratégico empleado contra la alucinada muchacha, sirviole de preparación para el hecho (catástrofe podemos llamarlo) consumado aquella misma noche, y con el cual da fin la curiosa aventura que estoy contando.

- XXXI -

Narraré punto por punto. Aconteció, pues, que cerca ya del oscurecer en el siguiente día entraba yo con toda tranquilidad en casa de doña Flora, cuando esta, Amaranta y su hija saliéronme al encuentro con gran sobresalto y alarma.

—¿No sabes lo que ocurre? —dijo doña Flora—. El bribón de lord Gray ha cargado con la santa y la limosna. La Asuncioncita ha desaparecido anoche de la casa.

—Pero ha sido violentamente —dijo Inés— porque D. Paco apareció atado al barandal de la escalera. Ella debió de resistir… A sus gritos despertose doña María, pero cuando salieron ya estaban fuera. Esta mañana, Presentación, hostigada por su madre, hizo confesión de los amores de su hermana.

—No me digan a mí que ha resistido —objetó doña Flora—; lord Gray es muy galán y muy lindo mozo… ¿A qué vienen con hipocresías?… La niña se marchó con él porque le dio la gana.

—Doña María estará satisfecha de la formalidad de las niñas… —dijo Amaranta riendo—. Ahora repetirá su muletilla: «Yo educo a mis hijas como me educaron a mí».

—¿Pero se ha marchado lord Gray con ella? —pregunté.

—Se dispone a partir.

—Ahora acaba de estar aquí un capitán de navío, el cual me ha dicho que milord ha fletado el bergantín inglés
Deucalión
, que sale mañana.

—¿Pero no corremos a impedirlo? —dijo Inés con gran zozobra—. Aún es tiempo.

—Eso será de cuenta de doña María.

—Pero será forzoso avisarle que el
Deucalión
sale esta noche y que lo ha fletado lord Gray.

—Sí, es preciso avisárselo —repitió Inés con energía—. Iré yo misma.

—Gabriel irá al momento.

—¿Por qué no? Aunque doña María me arrojó ayer de su casa, no tengo inconveniente en prestarle este servicio.

—Pero no pierdas tiempo… Yo me muero de impaciencia —indicó Inés.

—Ve pronto, que la niña se impacienta.

—Allá voy… De veras no creí volver a poner los pies en aquella casa… ¿Conque el
Deucalión
?… Un bergantín inglés… Me parece que no les atraparán.

Corrí a la casa de Rumblar, y desde que entré todo me indicó que reinaba allí la consternación más profunda. D. Diego y D. Paco estaban sentados en el corredor, el uno frente al otro, mirándose como dos esfinges de la tristeza, y en las manos del último los verdes cardenales indicaban el suplicio de que había sido víctima. El infeliz anciano a ratos hendía los aires con la ráfaga de sus fuertes suspiros, que habrían hecho navegar de largo a un navío de línea. Cuando entré, levantáronse los dos, y el ayo dijo:

—Vamos a ver si la encontramos ahora. Es el sétimo viaje…

La condesa de Rumblar y su hija menor estaban escondiendo su dolor y vergüenza en un gabinete inmediato a la sala, y en ésta la marquesa de Leiva, atada por el reuma a un sillón portátil; Ostolaza, Calomarde y Valiente sostenían viva polémica sobre el gran suceso. Cuando oí la voz de la de Leiva, lleno de recelo, aunque sin arredrarme, dije para mí:

—Ahora va a ser la tuya, Gabriel. La marquesa te conocerá, con lo cual, hijo, has hecho tu suerte.

Entré, sin embargo, resueltamente.

—De modo —decía la marquesa— que un inglés se puede burlar impunemente de toda España…

—En la embajada —indicó Valiente— rieron mucho cuando les conté lo ocurrido, y dijeron: «Cosas de lord Gray».

—Yo he afirmado siempre —dijo Ostolaza con petulancia— que la alianza con los ingleses sería a España muy funesta.

Yo corté de súbito el coloquio, diciendo:

—Traigo noticias de lord Gray.

La marquesa examinome de pies a cabeza, y luego, señalándome impertinentemente con la muleta que sus doloridas piernas le obligaban a usar, preguntó:

—¿Usted?… ¿Y usted quién es?

—Es el Sr. de Araceli —dijo Ostolaza con sonsonete desdeñoso.

—Ya… ya conozco a este caballero —dijo la de Leiva con malicia—. ¿Sigue usted al servicio de mi sobrina?

—Me honro en ello.

—¿Viene usted de allá? ¿Inés está ya dispuesta a volver a su casa? Ya sabrá que el gobernador de Cádiz va esta noche misma por ella…

—No saben nada —repuse tan desconcertado como sorprendido.

—Creo que bajo el punto legal, la cosa no ofrecerá dificultad alguna, ¿no es verdad, señor de Calomarde?

—Absolutamente ninguna. La niña volverá a casa de usted, que es el jefe de la familia, y cuantas sutilezas se aleguen en contrario no tienen fuerza de derecho.

—Tal vez la señora condesa —dije— alegue algún motivo que no esté previsto.

—Todo está previsto; Sr. Calomarde, ¿no es verdad? Y agradézcame mi sobrina que no he solicitado se dicte auto de prisión contra ella… Pero a esta fecha no nos ha dicho usted lo que anunciaba con respecto a lord Gray. ¿En qué piensa usted, señor de… de qué?

—De Araceli —repitió Ostolaza con el mismo sonsonete.

Muy brevemente les dije lo que sabía.

—Pues hay que avisar a la Comandancia de Marina —replicó la de Leiva con viveza—. Plumas, papel…

En aquel instante entró en la sala un personaje grave, al cual saludaron todos con el mayor respeto. Era D. Juan María Villavicencio, gobernador de la ciudad, varón estimabilísimo, buen patriota, instruido, algo filósofo y hábil por demás en el conocimiento y trato de las gentes.

—Ya tenemos datos, Sr. Villavicencio —dijo la marquesa, contándole lo del
Deucalión
.

—En este negocio, señora —respondió el funcionario bajando la voz— hay que andar con prudencia… Antes de ocuparme de lord Gray voy a cumplir el acto legal, en cuya virtud la Inesita volverá esta noche a su casa.

El alma se me partió al oír esto.

—Pronto, pronto, amigo mío —dijo la reumática—. También temo que se me escapen. La gente de esta casa se marcha por el escotillón, y esto parece escenario de un teatro… Y creímos que había sido robada por lord Gray. La pícara se marchó sola…

—En cuanto a lord Gray —dijo Villavicencio en tono dubitativo y con cierto embarazo— me parece que no podemos hacer nada contra él… La Asuncioncita volverá al lado de su madre o a donde la quieran llevar; pero eso de prender y castigar a milord…

—Pero…

—Señora, no podemos chocar con la embajada… Ya conoce usted las circunstancias; Wellesley es quisquilloso… la alianza…

—¡Maldita sea la alianza!

—¡Y esto lo dice una dama española —exclamó Villavicencio con entusiasmo— el día en que nos llega la noticia de una gloriosa batalla, de esa gran victoria, señores, ganada por españoles, ingleses y portugueses en los campos de Albuera!

—¡Otra batalla! —exclamó la marquesa con hastío—. Siempre batallas, y la guerra no se acaba nunca.

—Creo que ha sido muy sangrienta —dijo Calomarde.

—Como todas las que damos —repuso con orgullo Villavicencio—. Hemos perdido cinco mil hombres y matado a los franceses más de diez mil… ¡Precioso resultado!… Han muerto dos generales franceses, dos ingleses, y de los nuestros han quedado heridos D. Carlos España y el insigne Blake.

—De todo eso se deduce que no podemos hacer nada contra Gray —dijo con disgusto la de Leiva.

—Nada, señora… Se va a erigir un monumento a Jorge III… La embajada inglesa… Wellesley… ¡Oh!, esta batalla de la Albuera estrechará más aún las relaciones entre ambos países.

—¡Gran victoria! —dijo Valiente—. En Extremadura nos envalentonamos un poco.

—Pero está muy mal de la parte del Ebro. Tortosa ha caído ya en poder del enemigo…

—Traición, pura traición del conde de Alacha.

—También se han apoderado los franceses del fuerte de San Felipe en el Coll de Balaguer.

—Pero aún resiste Tarragona.

—Y resistirá más todavía.

—Y de Manresa, ¿qué se ha dicho hoy?

—Ya es seguro que ha sido incendiada.

—Nada de eso nos importa por ahora —dijo la marquesa, interrumpiendo la chispeante conversación patriótica—. En suma, Sr. Villavicencio, si milord se escapa…

—¡Qué le hemos de hacer! Nadie sabe dónde está.

—Creo que esta noche se le podrá ver —dijo Valiente— porque a las diez se verificará, según he oído, entre lord Gray y D. Pedro del Congosto una especie de desafío quijotesco con que espera reírse mucho la gente.

—Bobadas… En fin, señora marquesa, Wellesley me ha prometido que la muchacha volverá, pero hay que dejar en paz a lord Gray… Señora marquesa, me llama mucho la atención este extraño caso. Soy experto en ciertos asuntos, y creo que en el lance de que nos ocupamos juega alguna persona que no es lord Gray.

—¿Lo cree usted? Yo opino que Inés se ha marchado sola.

—Pues yo creo que no.

—O con lord Gray. Ese señor inglés se propone desocupar mi casa.

—Algún otro pájaro, señora, algún otro pájaro ha enredado aquí, y no pararé hasta averiguar quién es… Los dos raptos tienen entre sí íntima conexión.

—Busque usted, pues —dijo la marquesa— a ese cómplice desconocido, y haga caer sobre él todo el peso de la ley, si es que nada puede hacerse contra lord Gray.

—Espero sacar mucho partido de mis averiguaciones esta noche.

—Verdaderamente —dijo Calomarde— si ha de haber un choque con la embajada inglesa, lo mejor es dar fuerte sobre el pobre cómplice si se descubre, y decir: «aquí que no peco».

—Así anda la justicia en España —objetó la de Leiva.

—Veremos lo que saco en limpio —dijo Villavicencio—. Vaya, señora mía, me voy a hacer una visita de cumplido a la calle de la Verónica. Creo que bastará mi autoridad…

De pronto presentose D. Paco en la sala sofocado y jadeante, y exclamó:

—¡Ahí está, ahí está ya!… al fin la encontramos.

—¿Quién?

—La señora doña Asuncioncita… ¡Pobre niña de mi alma!… Está en la escalera… No quiere subir… ¡parece medio muerta la pobrecita!…

- XXXII -

Reinó sepulcral silencio, y miramos todos a la puerta del fondo por donde apareció doña María. Con decoroso silencio, que no con lágrimas, mostraba esta señora su honda pena. El color blanco de su cara habíase convertido en una palidez pergaminosa; su frente estaba surcada de repentinas arrugas, y los secos ojos tan pronto irradiaban el fulgor de la ira como se abatían amortiguados. Pero otro incidente llamó la atención más que el grave silencio y la amarillez y las arrugas, y fue que sus cabellos, entrecanos algunos días antes, estaban enteramente blancos.

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