Crí­menes (2 page)

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Authors: Ferdinand Von Schirach

Tags: #Relatos,crimen

BOOK: Crí­menes
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Cuando Fähner contaba cuarenta y ocho años, murió su padre; cuando tenía cincuenta, su madre. Con la herencia compró una casa de paredes entramadas en las afueras de la ciudad. La finca incluía un pequeño parque, plantas vivaces abandonadas, cuarenta manzanos, doce castaños y un estanque. El jardín fue la salvación de Fähner. Encargó libros, se suscribió a revistas especializadas y leyó todo cuanto podía leerse sobre plantas vivaces, estanques y árboles. Compró las mejores herramientas, se aficionó a las técnicas de riego y lo aprendió todo con esa minuciosidad y ese aire metódico que lo caracterizaban. Floreció el jardín, y las plantas vivaces llegaron a ser tan conocidas en los alrededores que Fähner se encontraba a extraños haciendo fotos entre los manzanos.

Entre semana pasaba mucho tiempo en la consulta. Como médico, Fähner era concienzudo y compasivo. Sus pacientes lo apreciaban, sus diagnósticos tenían en Rottweil rango de norma. Salía de casa antes de que Ingrid se despertara y nunca regresaba antes de las nueve. Las cenas llenas de reproches las sufría en silencio. Una frase tras otra, la voz metálica de Ingrid enhebraba una sucesión de ataques sin la menor modulación. Se había convertido en una persona obesa; con los años, su piel blanca se había teñido de rosa. Su grueso cuello había dejado de ser robusto, en la garganta se le había formado un colgajo que temblaba al compás de sus insultos. Sufría de asma e hipertensión. Fähner, por su parte, estaba cada día más delgado. Una noche, cuando tras muchos circunloquios Fähner le propuso que tal vez podría solicitar ayuda a un neurólogo con el que tenía amistad, ella le arrojó una sartén y le gritó que era un guarro y un ingrato.

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La noche anterior a su sexagésimo aniversario, Fähner estaba tumbado en la cama, despierto. Había sacado la fotografía desvaída de Egipto: Ingrid y él delante de la pirámide de Keops, al fondo unos camellos, beduinos para solaz de los turistas y arena. Después de que ella hubiera tirado los álbumes de la boda y el viaje de novios, él había recogido la foto del cubo de la basura. Desde entonces la guardaba a buen recaudo en el fondo de su armario.

Esa noche Fähner comprendió que seguiría siendo, hasta el fin de sus días, un prisionero. Lo había prometido en El Cairo. Era precisamente ahora, en los malos tiempos, cuando debía cumplir su promesa; no había promesas sólo para los buenos tiempos. La fotografía se nubló ante sus ojos. Se desvistió y se colocó desnudo frente al espejo del baño. Se miró largo rato. Al cabo, se sentó en el borde de la bañera. Por vez primera desde que era adulto, lloraba.

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Fähner estaba trabajando en su jardín. Tenía por entonces setenta y dos años, hacía cuatro que había vendido la consulta. Como todos los días, se había levantado a las seis. Había salido de la habitación de invitados con sigilo (hacía años que se había instalado allí). Ingrid aún dormía. Era un día radiante de septiembre. La niebla de la mañana se había disipado, el aire era sereno y frío. Con la escarda, Fähner arrancaba las malas hierbas que había entre las plantas vivaces que florecían en otoño. Era una labor fatigosa y monótona. Fähner estaba satisfecho. Esperaba ansioso el momento del café, que como siempre tomaría en su pausa de las nueve y media. Reparó en la espuela de caballero que había plantado en primavera. Iba a florecer por tercera vez a finales de otoño.

Cuando menos lo esperaba, Ingrid abrió de golpe la puerta de la terraza y se puso a dar gritos; le dijo que había vuelto a olvidarse de cerrar la puerta de la habitación de invitados, que no era más que un idiota. Se le escapó un gallo. Metal bruñido.

Posteriormente, Fähner sería incapaz de describir con precisión qué le pasó por la cabeza en ese instante. Afirmó que algo en lo más hondo de su ser empezó a emitir una luz intensa y cegadora. Que con esa luz todo resultaba extremadamente claro. Que lo deslumbraba.

Le pidió a Ingrid que bajara al sótano, y él lo hizo por la escalera exterior. Ingrid entró resollando en la habitación del sótano donde él guardaba las herramientas de jardinería. Estaban colgadas en la pared, ordenadas por tamaño o función, o bien metidas, limpias, en cubos de hojalata y plástico. Eran herramientas bonitas que había ido reuniendo a lo largo de los años. Ingrid casi nunca bajaba al sótano. Cuando ella abrió la puerta, Fähner cogió el hacha de la pared sin pronunciar palabra. Era de fabricación sueca, hecha a mano, estaba engrasada y sin una mota de óxido. Ingrid se quedó muda. Él todavía llevaba puestos los gruesos guantes de jardinero. Ella no apartaba los ojos del hacha. No retrocedió. Ya el primer hachazo, que le seccionó la bóveda craneal, resultó mortal. El hacha penetró junto con esquirlas de hueso hasta el cerebro, el filo le partió la cara en dos. Antes de caer al suelo ya estaba muerta. A Fähner le costó trabajo sacar el hacha del cráneo, tuvo que apoyar el pie en el cuello de ella. Con dos fuertes hachazos separó la cabeza del tronco. El forense consignaría otros diecisiete hachazos, los que Fähner necesitó para cortar brazos y piernas.

Fähner respiraba con dificultad. Se sentó en el pequeño taburete de madera que normalmente sólo utilizaba para plantar. Las patas estaban inmersas en un charco de sangre. Le entró hambre. En algún momento se levantó, se desnudó junto al cadáver y, en el lavabo del sótano, se lavó y se quitó la sangre que tenía en el pelo y la cara. Cerró el sótano con llave y subió a la vivienda por la escalera interior. Una vez arriba, se vistió de nuevo, llamó a la policía, indicó su nombre y dirección, y dijo literalmente:

—He cortado a Ingrid en pedazos. Vengan de inmediato.

La llamada quedó grabada. Fähner colgó sin esperar siquiera una respuesta. Por la voz no parecía alterado.

Pocos minutos después, la policía se presentó con la sirena y las luces apagadas. Uno de los agentes llevaba veintinueve años en el cuerpo de policía, todos los miembros de su familia habían sido pacientes de Fähner. Éste, que aguardaba de pie ante la puerta del jardín, le dio las llaves. Le dijo que Ingrid estaba en el sótano. El policía sabía que era mejor no hacer preguntas: Fähner vestía un traje, pero no llevaba zapatos ni calcetines. Estaba muy tranquilo.

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El juicio duró cuatro días. El presidente del tribunal de jurado escabinado era un hombre con experiencia. Conocía a Fähner, sobre el cual tenía que dictar una sentencia. Y conocía a Ingrid. Por si no la hubiera conocido lo suficiente, los testigos le dieron referencias. Todos compadecieron a Fähner, todos testificaron a su favor. El cartero afirmó que siempre había tenido a Fähner por «un santo», que le parecía «un milagro» que hubiera «aguantado tanto». El psiquiatra certificó que Fähner padecía un «trastorno emocional», pero no lo declaró exento de responsabilidad criminal.

El fiscal solicitó ocho años. Se tomó su tiempo, hizo una reconstrucción verbal de los hechos y se paseó entre los charcos de sangre que había en el sótano. Luego añadió que Fähner tenía otras alternativas, que bien podría haberse divorciado.

El fiscal estaba equivocado; si había algo que Fähner no podía hacer era separarse. La última reforma de la ley de enjuiciamiento criminal ha suprimido la obligación de prestar juramento antes de declarar en un proceso penal. Hace ya mucho que no creemos en eso. Cuando un testigo miente, miente: ningún juez cree seriamente que eso cambiaría con la prestación de juramento. Parece que al hombre moderno el juramento le da igual. Pero —y este «pero» encierra todo un mundo— Fähner no era un hombre moderno. Su promesa era solemne, iba en serio. Lo había tenido atado de pies y manos toda su vida, más aún: lo había hecho prisionero. Fähner no podía liberarse, hubiera sido traición. La erupción de violencia fue el estallido del recipiente a presión en el que estuvo encerrado toda su vida en virtud de su juramento.

La hermana de Fähner, que fue quien me pidió que asumiera la defensa de su hermano, se hallaba entre el público asistente. Lloraba. La antigua enfermera de la consulta de su hermano la cogía de la mano. En la cárcel, Fähner había adelgazado aún más. Estaba sentado, impasible, en el banco de los acusados, que era de madera oscura.

En la causa no había nada que defender. Era un problema de filosofía del derecho: ¿cuál es el sentido del castigo? ¿Por qué castigamos? En mi alegación traté de dar con el motivo. Existen muchas teorías. Que el castigo nos disuade, que el castigo está ahí para protegernos, que el castigo sirve para impedir que un delincuente reincida en el delito, que el castigo compensa la injusticia cometida. Nuestra ley recoge todas estas teorías, pero ninguna se ajustaba al caso que nos ocupa. Fähner no volvería a matar. La injusticia del crimen era manifiesta, pero resultaba difícil ponerlo en una balanza. ¿Y quién iba a querer vengarse? Fue un alegato largo. Conté su historia. Quería que entendieran que Fähner había llegado al final. Hablé hasta que creí haber calado hondo en el ánimo del tribunal. Cuando uno de los escabinos asintió con la cabeza, volví a ocupar mi asiento.

Fähner tenía la última palabra. Al final de un juicio, el tribunal escucha al acusado; los jueces deben tomar en cuenta sus palabras en la deliberación. Hizo una reverencia, una mano posada sobre la otra. No fue necesario que se aprendiera las frases de memoria, era el resumen de su vida:

—Quise a mi mujer, y acabé matándola. Sigo queriéndola, se lo prometí, y sigue siendo mi mujer. Lo será hasta el día que yo muera. He quebrantado mi promesa. Debo cargar con la culpa mientras viva.

Fähner se sentó, enmudeció y volvió a clavar la mirada en el suelo. En la sala reinaba el silencio, daba la impresión de que incluso el propio presidente de la sala estaba compungido. Al cabo anunció que el tribunal se retiraba a deliberar, el veredicto se daría a conocer al día siguiente.

Esa misma tarde volví a visitar a Fähner en la prisión. Ya no había mucho que decir. Llevaba consigo un sobre arrugado del que sacó la fotografía del viaje de novios. Acarició con el pulgar el rostro de Ingrid. Hacía mucho tiempo que la capa de barniz se había desprendido de la foto, la cara de Ingrid estaba casi blanca.

Fähner fue condenado a tres años, la orden de detención fue revocada y anuladas las medidas de prisión provisional; se ordenó su excarcelación. Podría cumplir condena en régimen abierto. Régimen abierto significa que el reo debe pernoctar en la institución penitenciaria pero puede salir en libertad durante el día. La condición es que ejerza un trabajo. No es fácil encontrar un nuevo empleo para alguien de setenta y dos años. Al final, su hermana dio con la solución: Fähner solicitó una licencia profesional para vender fruta. Vendía las manzanas de su jardín.

Cuatro meses después me llegó al bufete una caja con diez manzanas rojas. El sobre adjunto contenía una sola hoja: «Este año las manzanas son buenas. Fähner.»

El cuenco de té de Tanata

Estaban en una de esas fiestas de estudiantes abiertas al público que se celebraban en Berlín, en las que siempre había alguna que otra chica a la que le iban los chicos de barrios como Kreuzberg o Neukölln por el mero hecho de que eran diferentes. Quizá lo que las atraía era dar con su lado vulnerable. Parecía que también esa vez a Samir le había sonreído la suerte: la chica tenía los ojos azules y reía sin parar.

De pronto apareció el novio, que le dijo a Samir que o se largaba o lo dirimían en la calle. Samir no sabía qué significaba «dirimir», pero sí entendió que se trataba de una agresión. Los invitaron a salir fuera. Un estudiante ya mayor le dijo a Samir que el otro era boxeador aficionado y campeón de la universidad.

—Me importa una mierda —repuso Samir.

Acababa de cumplir los diecisiete, pero tenía a sus espaldas más de ciento cincuenta peleas callejeras y había muy pocas cosas que le dieran miedo (las reyertas no se contaban entre ellas).

El boxeador era musculoso, le sacaba una cabeza y era mucho más ancho de espaldas. Y exhibía una sonrisa bobalicona. Alrededor de ambos se hizo un corro, y mientras el boxeador se quitaba la chaqueta, Samir le dio con toda la puntera en los testículos; los zapatos tenían refuerzo de acero. El boxeador gargajeó y se dobló retorciéndose de dolor. Samir lo agarró por los pelos y tiró de la cabeza hacia abajo al mismo tiempo que le propinaba un rodillazo en la cara. Pese a que en la calle había bastante alboroto, se oyó cómo la mandíbula del boxeador se partía en dos. Sangraba tendido sobre el asfalto, una mano en el regazo, la otra en la cara. Samir retrocedió dos pasos para coger carrerilla y le rompió dos costillas de una patada.

Samir creía que había jugado limpio. No le había pateado la cara y, lo más importante, no había sacado la navaja. Había sido coser y cantar, apenas se había sofocado. Estaba enfadado porque la rubia no iba a marcharse con él, sino que lloraba a moco tendido y se preocupaba por el tipo tendido en el suelo.

—Putilla de mierda —dijo, y se marchó a casa.

El juez de menores condenó a Samir a dos semanas de arresto y a asistir a un seminario contra la violencia. Samir estaba furioso. Trató de explicar a los asistentes sociales del correccional que la condena era un error. Que había empezado el boxeador, sólo que él había sido más rápido. Que eso no era ningún juego, que uno puede jugar al fútbol, pero que al boxeo no se juega. Que el juez no había entendido las reglas.

Transcurridas las dos semanas, Özcan fue a recoger a Samir al centro penitenciario. Özcan era el mejor amigo de Samir. Tenía dieciocho años, era un muchacho alto y lento, de cara fofa. A los doce ya se había echado novia y filmaba con el móvil todo lo que hacía con ella. Eso le había garantizado su condición de líder por siempre jamás. Özcan tenía un pene descomunal, y en los urinarios se colocaba de tal modo que los demás pudieran verlo. Quería irse a Nueva York a toda costa. Nunca había estado allí, no hablaba inglés, pero estaba obsesionado con la ciudad. Nunca se lo veía sin su gorra azul marino con las iniciales «N. Y.». Su idea era montar un club nocturno con restaurante y gogós en Manhattan. O algo similar. Era incapaz de razonar por qué debía ser precisamente en Nueva York, pero tampoco le daba muchas vueltas. Su padre había trabajado toda la vida en una fábrica de bombillas; había emigrado de Turquía con una maleta por todo equipaje. Había depositado en su hijo todas las esperanzas. No entendía lo de Nueva York.

Özcan le dijo a Samir que había conocido a alguien que tenía un plan. Que ese alguien se llamaba Manólis, que el plan en cuestión era bueno, pero que el tal Manólis «no estaba muy bien de la cabeza».

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