Cuatro horas después de la llamada a Tanata sonó el timbre en casa de Wagner. Éste entreabrió la puerta. La pistola que llevaba en la cintura del pantalón no lo salvó. Ya el primer golpe en la laringe lo dejó sin respiración, y cuando, tres cuartos de hora más tarde, el alambre terminó con su vida, agradeció poder morir.
A la mañana siguiente, la asistenta de Wagner estaba guardando la compra en la cocina cuando vio dos dedos amputados pegados en el fregadero. Llamó a la policía. Wagner estaba tendido en la cama, los muslos aplastados por dos tornillos de banco, en la rodilla izquierda le habían ensartado dos clavos de carpintero, tres en la derecha. Tenía un lazo alrededor del cuello, la lengua colgándole de la boca. Antes de morir, se había orinado, y los agentes encargados de las pesquisas especulaban sobre qué información le habría revelado al autor del crimen.
En el salón, entre el suelo de mármol y la pared, estaban tendidos los dos perros; sus ladridos debieron de molestar al visitante, que los había aplastado con los pies. Los de la policía científica trataron de obtener de los cadáveres un perfil de las suelas, pero no fue hasta que se realizó el análisis patológico cuando se detectó un trozo de plástico en uno de los perros. Era evidente que el autor del crimen llevaba bolsas de plástico en los zapatos.
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La misma noche en que murió Wagner, sobre las cinco de la madrugada, Pocol se dirigía a la peluquería cargado con dos cubos de plástico con la recaudación de sus salones recreativos. Estaba cansado, y cuando se inclinó para abrir la puerta, oyó un zumbido agudo. Le resultó familiar. Su cerebro no alcanzó a clasificarlo a tiempo, pero, una fracción de segundo antes de que la bola de acero situada en el extremo de la porra telescópica le impactara en la nuca, supo de qué se trataba.
Su novia lo encontró en el salón de peluquería cuando iba a pedirle heroína. Estaba tumbado boca abajo en uno de los dos sillones, las manos alrededor del respaldo, como si quisiera abrazarlo. Tenía las manos atadas a la parte inferior con bridas de plástico, su voluminoso cuerpo embutido entre los brazos del sillón. Estaba desnudo; del ano le sobresalía el palo roto de una escoba. El forense hizo constar en la autopsia que la fuerza con la que había sido introducida la madera había perforado asimismo la vejiga. El cuerpo presentaba en la espalda y la cabeza un total de ciento diecisiete heridas abiertas, la bola de acero de la porra había roto catorce huesos. No se pudo determinar con certeza cuál de los golpes terminó por matarlo. No habían forzado la caja fuerte de Pocol y los dos cubos con la recaudación de las máquinas estaban casi intactos en la puerta. Pocol tenía una moneda en la boca cuando murió, y le encontraron otra en el esófago.
Las investigaciones no conducían a ninguna parte. Las huellas dactilares que se hallaron en el negocio de Pocol podían atribuirse a cualquier delincuente habitual de Neukölln o Kreuzberg. La tortura con el palo de la escoba apuntaba a que los autores eran árabes, por cuanto entre ellos se considera una forma singular de humillación. Se produjeron algunas detenciones e interrogatorios en el entorno, la policía creía que se trataba de disputas territoriales, pero no tenía nada a que agarrarse. Los nombres de Pocol y Wagner nunca habían aparecido juntos en una investigación policial; la brigada de homicidios no pudo establecer ninguna conexión entre ambos hechos. Al final no hubo más que un montón de hipótesis.
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La acera de delante de la peluquería de Pocol estaba acordonada con cinta de seguridad blanca y roja; los focos alumbraban la zona. Cualquier persona de Neukölln a la que le interesara sabía ya, mientras la policía inspeccionaba el lugar de los hechos, cómo había muerto Pocol. Y a esa hora, Samir, Özcan y Manólis temblaban de miedo. A las once de la mañana se hallaban entre la multitud congregada frente a la peluquería, con el dinero, los relojes y el cuenco de té. A cuatro calles de allí, Mike, el anticuario al que habían vendido el cuenco, se aplicaba frío en el ojo derecho. Lo habían obligado a devolvérselo y a pagarles una compensación por los gastos. El ojo a la funerala formaba parte del juego, así eran las reglas.
Manólis dijo lo que todos pensaban: habían torturado a Pocol, y si la cosa tenía que ver con el cuenco, estaba claro que los había delatado. Si alguien se había atrevido a matar a Pocol, ellos tenían pocos números para salvar el pellejo. Samir dijo que había que arreglar cuanto antes el asunto del cuenco. Los otros le dieron la razón, y al final a Özcan se le ocurrió ir a ver a un abogado.
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Los tres muchachos me contaron la historia; el que habló fue Manólis, que una y otra vez se perdía en divagaciones filosóficas y tenía dificultades para concentrarse. Todo eso duró un buen rato. Luego dijeron que no estaban seguros de si Tanata sabía quién había entrado a robar en su casa. Pusieron el dinero, los relojes y la cajita lacada con el cuenco sobre la mesa de la sala de reuniones y me pidieron que hiciera llegar los objetos a su propietario. Lo anoté todo con la máxima exactitud de que fui capaz; no acepté el dinero, hubiera sido blanqueo de capitales. Hablé por teléfono con el secretario de Tanata y concerté una cita para esa misma tarde.
La casa de Tanata estaba situada en una calle tranquila de Dahlem. No había telefonillo en la puerta, una invisible barrera lumínica produjo una señal, un gong de timbre grave, como en un monasterio zen. El secretario me entregó su tarjeta de visita con ambas manos y los dedos estirados, lo cual me pareció un tanto absurdo, teniendo en cuenta que ya estaba allí. Luego caí en la cuenta de que en Japón el intercambio de tarjetas es un ritual, e hice lo mismo. El secretario era amable y serio. Me llevó a una salita de paredes ocres y suelo de madera negra. Nos sentamos a una mesa, las sillas eran duras; por lo demás, la habitación estaba vacía, no había más que un arreglo floral de ikebana en una hornacina. La luz, indirecta, era cálida y tenue.
Abrí el maletín y saqué los objetos. El secretario dejó los relojes sobre una bandeja forrada de piel dispuesta para la ocasión; la cajita cerrada con el cuenco de té ni la tocó. Le pedí que me firmara el recibo que llevaba preparado. Se excusó y salió por una puerta corredera.
Se hizo un silencio monacal.
Al cabo regresó, firmó el recibo por los relojes y el cuenco de té, se llevó la bandeja y volvió a dejarme solo. La cajita seguía sin abrir.
Tanata era un hombre bajo y de aspecto marchito. Me saludó a la manera occidental; estaba visiblemente de buen humor y me habló de su familia en Japón.
Transcurrido un rato, se acercó a la mesa, abrió la cajita y sacó el cuenco. Con una mano lo sostenía por la base mientras con la otra iba girándolo a la altura de sus ojos. Era un cuenco de
matcha
, uno de esos en los que el té verde molido y brillante se remueve con una brocha de bambú. Era de color negro, de cerámica oscura esmaltada. Este tipo de cuencos no se fabricaban en un torno, sino que se les daba forma a mano; no había dos iguales. La escuela de alfarería más antigua firmaba la cerámica con el ideograma
rakú
. Un amigo me dijo una vez que en estos cuencos late el Japón ancestral.
Tanata volvió a depositarlo en la cajita, y dijo:
—Este cuenco lo hizo Chojiro en 1581 para nuestra familia.
Chojiro fue el fundador de la tradición
rakú
. El cuenco nos observaba fijamente desde la seda roja como un ojo negro.
—¿Sabía usted que ya hubo una guerra por culpa de este cuenco? De eso hace mucho tiempo, la guerra duró casi cinco años. Me alegro de que esta vez las cosas hayan ido más rápido.
Le dio un toque a la tapa de la cajita, que se cerró de golpe. Resonó.
Le comenté que también iban a devolverle el dinero; negó con la cabeza.
—¿Qué dinero? —preguntó.
—El de la caja fuerte.
—Si no había dinero…
En un primer momento no lo comprendí.
—Mis clientes dicen que…
—Si hubiera habido dinero —me interrumpió—, quizá habría sido no declarado.
—¿Sí?
—Y puesto que deberá usted presentar el recibo en la policía, le harán preguntas. En la denuncia no declaré que me hubiesen robado dinero.
Por último, acordamos que me encargaría de comunicar a la policía la restitución del cuenco y los relojes. Como es natural, ni Tanata preguntó por los autores del robo ni yo inquirí por Pocol y Wagner. Sólo hizo preguntas la policía. Con el fin de salvaguardar los derechos de mis clientes, apelé al deber del secreto profesional.
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Samir, Özcan y Manólis salvaron el pellejo.
Samir recibió una llamada; lo requerían para que se personara con sus amigos en un café del Kurfürstendamm. El hombre que los recibió fue amable. Les mostró en la pantalla de un móvil los últimos minutos de Pocol y Wagner, se disculpó por la calidad de la grabación y los invitó a los tres a tomar un pastel. El pastel ni lo tocaron, pero al día siguiente devolvieron los 120.000 euros. Sabían que era lo adecuado en estos casos, y añadieron otros 28.000 «para gastos»; más no lograron reunir. Después de decirles que no hacía falta, el amable caballero se guardó el dinero en el bolsillo.
Manólis se retiró, se puso al frente de uno de los restaurantes de su familia, se casó y se calmó. En su restaurante cuelgan cuadros de fiordos y barcas de pescadores, y se sirve vodka finlandés; planea emigrar a Finlandia con su familia.
Özcan y Samir se pasaron al tráfico de drogas; nunca volvieron a robar nada sin saber qué era.
La asistenta de Tanata, la que había sugerido el golpe, se fue dos años más tarde de vacaciones a Antalya; hacía ya mucho que no pensaba en aquel asunto. Salió a nadar. Pese a que aquel día el mar estaba tranquilo, se golpeó la cabeza en una roca y se ahogó.
Volví a ver a Tanata en la Filarmónica de Berlín, estaba sentado cuatro filas atrás. Cuando me volví, me saludó cortésmente y sin decir palabra. Murió medio año después. Sus restos mortales fueron repatriados a Japón, y vendida la casa de Dahlem; también el secretario volvió a su país.
El cuenco es hoy el principal objeto de interés de un museo de la Fundación Tanata, con sede en Tokio.
Apéndice
Cuando Manólis conoció a Samir y a Özcan era sospechoso de traficar con drogas. Las sospechas eran infundadas, y las escuchas telefónicas ordenadas por el juez se suspendieron al poco tiempo. Sin embargo, quedó grabado el primer contacto que mantuvieron Manólis y Samir. Özcan escuchó la conversación a través de altavoz del móvil y se sumó a ella.
SAMIR: ¿Eres griego?
MANÓLIS: Soy finlandés.
SAMIR: No tienes acento finlandés.
MANÓLIS: Soy finlandés.
SAMIR: Pues por el acento pareces griego.
MANÓLIS: Ya, ¿y? A ver si sólo porque mi madre y mi padre y mis abuelas y abuelos y en realidad todos en mi familia sean griegos, voy a tener que pasarme toda la vida siendo griego. Odio los olivos y el
tzatziki
y ese baile de chiflados. Yo soy finlandés. Todo en mí es finlandés. Soy finlandés por dentro.
OZCAN a SAMIR: Tiene pinta de griego.
SAMIR a OZCAN: Déjalo que sea finlandés, si es lo que quiere.
OZCAN a SAMIR: Pero es que ni siquiera parece sueco. (Özcan conocía a un sueco del colegio.)
SAMIR: ¿Por qué eres finlandés?
MANÓLIS: Por lo de los griegos.
SAMIR: …
OZCAN: …
MANÓLIS: Con los griegos pasa lo mismo desde hace siglos. Imaginaos que un barco naufraga.
OZCAN: ¿Por qué?
MANÓLIS: Porque se ha abierto una vía de agua o porque el capitán está borracho.
OZCAN: Pero ¿por qué se ha abierto una vía de agua?
MANÓLIS: Joder, es sólo un ejemplo.
OZCAN: Umm.
MANÓLIS: El caso es que el barco naufraga. ¿Vale?
OZCAN: Umm.
MANÓLIS: Todos se ahogan. Todos. ¿Lo entendéis? Sólo sobrevive un griego. Y entonces nada y nada y nada y al final llega a la orilla. Vomita toda el agua salada que ha tragado. Devuelve por la boca. Devuelve por la nariz. Devuelve por cada poro de su piel. Lo saca todo a gargajos, hasta que al final, hecho polvo, se duerme. El tío es el único superviviente. El resto ha muerto. Está sobando tendido en la playa. Cuando despierta, se da cuenta de que sólo él ha sobrevivido. Así que se levanta, coge al primero que pasa y lo mata a golpes. Así, sin más. Sólo cuando el que pasaba por ahí está muerto queda todo compensado.
SAMIR:?
OZCAN:?
MANÓLIS: ¿Lo entendéis? Tiene que matar a otro para que el que no se ha ahogado también muera. El otro por él. Menos uno, más uno. ¿Lo pilláis?
SAMIR: No.
OZCAN: ¿Dónde dices que se abre la vía?
SAMIR: ¿Cuándo quedamos?
Tackler vestía un esmoquin azul celeste y una camisa rosa. La papada le rebosaba por encima del cuello de la camisa y de la pajarita, la chaqueta se le tensaba sobre la barriga y le formaba arrugas en el pecho. Estaba entre su hija Theresa y su cuarta esposa; ambas lo superaban en altura. Con los dedos de la mano izquierda, poblados de un vello negro, sujetaba a su hija por la cadera. Se posaban allí como una bestia oscura.
La recepción le había costado mucho dinero, pero creía que había merecido la pena, pues había acudido todo el mundo: el presidente, los banqueros, personas influyentes y gente guapa, pero sobre todo el famoso crítico musical. En aquel momento no quería pensar en nada más. Era la fiesta de Theresa.
Theresa contaba por entonces veinte años, era una belleza clásica y esbelta con un rostro de simetría casi perfecta. Parecía tranquila y serena, y sólo una vena muy sutil en el cuello revelaba el pulso agitado de su corazón.
Tras un breve discurso de su padre, se acomodó en el escenario, revestido de rojo, y afinó el violonchelo. Su hermano Leonhard estaba sentado en un taburete a su lado, sería el encargado de pasar las páginas de la partitura. El contraste entre ambos hermanos no podría haber sido mayor. Theresa le sacaba una cabeza al muchacho, que había heredado la estatura y las facciones de su padre, pero no su adustez. El sudor le resbalaba por la cabeza pelirroja hasta el cuello de la camisa, cuyo borde se había teñido de un tono oscuro. Sonreía al público con aire cordial y tierno.
Los invitados, sentados en sillas minúsculas, poco a poco fueron guardando silencio. Se bajaron las luces. Y mientras yo estaba todavía indeciso y no sabía si debía abandonar el jardín y volver a la sala, ella empezó a tocar. Interpretó las tres primeras de las seis sonatas para violonchelo de Bach, y a los pocos compases me di cuenta de que jamás iba a poder olvidar a Theresa. Aquella cálida noche de verano en el gran salón de la mansión de finales del siglo XIX, cuyas altas puertas vidrieras se abrían de par en par al jardín iluminado, viví uno de esos raros momentos de dicha absoluta que sólo la música nos depara.