Crí­menes (6 page)

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Authors: Ferdinand Von Schirach

Tags: #Relatos,crimen

BOOK: Crí­menes
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El hipocampo es el animal que, en la mitología griega, tira del carro de Poseidón, un monstruo marino mitad caballo, mitad pez. Da nombre a una parte muy antigua del cerebro situada en los lóbulos temporales. Es allí donde los recuerdos pasan de la memoria a corto plazo a la memoria a largo plazo. El hipocampo de Leonhard había resultado dañado. Cuando al cabo de nueve semanas lo despertaron del coma, le preguntó a Theresa quién era. Y luego, quién era él. Había perdido por completo la memoria y era incapaz de recordar nada durante más de tres o cuatro minutos. Tras practicarle un sinfín de pruebas, los médicos intentaron explicarle que se trataba de una amnesia anterógrada y retrógrada. Leonhard entendió sus explicaciones, pero al cabo de tres minutos y cuarenta segundos ya las había olvidado. Olvidaba incluso su desmemoria.

Y mientras Theresa lo cuidaba, él no veía más que una mujer guapa.

~ ~ ~

Al cabo de dos meses, ambos hermanos pudieron mudarse al piso que su padre tenía en Berlín. Una enfermera iba todos los días tres horas; por lo demás, era Theresa quien se ocupaba de todo. Al principio invitaba a algunos amigos a cenar, pero llegó un momento en que ya no soportaba cómo miraban a Leonhard. Tackler los visitaba una vez al mes.

Fueron meses de soledad. Poco a poco, Theresa fue decayendo, el cabello se le tornó estropajoso, pálida la piel. Una noche sacó el violonchelo de la funda; hacía meses que no lo tenía entre las manos. Se puso a tocar en la penumbra de la habitación. Leonhard yacía en la cama, dormitando. En un momento determinado, Leonhard apartó la colcha y comenzó a masturbarse. Ella dejó de tocar y se volvió hacia la ventana. Leonhard le pidió que se acercara. Theresa lo miró. Él se incorporó y le pidió que se dejara besar, ella negó con la cabeza. Él se dejó caer de nuevo y le dijo que por lo menos se abriera la blusa. El muñón lleno de cicatrices de su pie derecho reposaba como un trozo de carne sobre la sábana blanca. Theresa se acercó y lo acarició en la mejilla. Entonces se desnudó, se sentó en la silla y empezó a tocar con los ojos cerrados. Esperó a que él se durmiera, se levantó, le limpió con un pañuelo el semen que tenía en la barriga, lo tapó con la colcha y le dio un beso en la frente.

Luego fue al baño y vomitó.

Pese a que los médicos habían descartado que Leonhard pudiera recobrar la memoria, parecía que el violonchelo lo conmovía. Mientras tocaba, Theresa creía sentir un vínculo tenue, apenas perceptible, con su antigua vida en común, un débil reflejo de la intimidad que tanto echaba de menos. A veces, Leonhard seguía acordándose del violonchelo incluso al día siguiente. Hablaba de él y, aun cuando no era capaz de atar cabos, parecía que algo se le hubiera quedado grabado en la memoria. Theresa tocaba por entonces todas las noches para él, que se masturbaba casi siempre, tras lo cual, también casi siempre, ella se derrumbaba en el baño y se echaba a llorar.

~ ~ ~

Seis meses después de la última operación, a Leonhard empezaron a dolerle las cicatrices. Los médicos dijeron que era necesario practicar más amputaciones. Tras realizarle una tomografía computerizada, anunciaron que pronto iba a perder también el habla. Theresa se sabía incapaz de soportarlo.

~ ~ ~

El 26 de noviembre fue un día de otoño frío y gris; anocheció enseguida. Theresa había dispuesto unas velas sobre la mesa y llevó a Leonhard en su silla de ruedas hasta su sitio. Había comprado los ingredientes para la sopa de pescado en KaDeWe, los grandes almacenes más exquisitos de la ciudad; era un plato que a Leonhard siempre le había gustado. En la sopa, en los guisantes, en el asado de corzo, en la
mousse
de chocolate, hasta en el vino, había echado Luminal, un barbitúrico que, con el pretexto de los dolores que sufría Leonhard, había conseguido sin problema. Se lo administró en pequeñas dosis para que no lo devolviera. Ella no probó bocado y se limitó a esperar.

Leonhard se adormeció. Theresa lo empujó hasta el cuarto de baño y abrió el grifo de la gran bañera. Le quitó la ropa, él apenas tenía fuerza para agarrarse a los nuevos asideros y meterse pesadamente en la bañera. Luego ella también se desnudó y se metió con él en el agua caliente. Lo tenía sentado delante, la cabeza apoyada en sus pechos; respiraba tranquilo y con regularidad. De niños, se habían bañado muchas veces juntos de esa guisa, pues Etta no quería malgastar una sola gota de agua. Theresa lo mantenía abrazado con fuerza, descansando la cabeza sobre el hombro de él. Cuando se hubo dormido, le dio un beso en la nuca y dejó que se deslizara bajo el agua. Leonhard inspiró profundamente. No hubo agonía, el Luminal había inhibido su capacidad de controlar el propio cuerpo. Se le llenaron los pulmones de agua y se ahogó. Tenía la cabeza entre las piernas de ella, los ojos cerrados, la larga melena flotando en la superficie. Transcurridas dos horas, Theresa salió del agua fría, cubrió el cuerpo sin vida de su hermano con una toalla y me llamó por teléfono.

~ ~ ~

Confesó. Pero no fue una mera confesión; estuvo sentada durante casi siete horas enfrente de los dos inspectores de policía y les dictó su vida para que constara en acta. Dio cuenta de todo. Empezó por su infancia y terminó con la muerte de su hermano. No se dejó nada en el tintero. No lloró, no se vino abajo; permaneció sentada, derecha como una estaca, y habló tranquilamente, con voz equilibrada y las palabras justas. No fue necesario interrumpirla para hacer preguntas. Mientras la dactilógrafa imprimía su declaración, nos fumamos un cigarrillo en una habitación contigua. Me dijo que ya no diría nada más, que lo había contado todo.

—No hay nada más —concluyó.

Como era de esperar, se dictó una orden de prisión por asesinato. Fui a visitarla casi todos los días. Se hacía mandar libros y se quedaba en la celda incluso en las horas de ocio. Leer era su anestesia. Cuando nos encontrábamos, no quería hablar de su hermano. Tampoco le interesaba el juicio, que era inminente. Prefería leerme fragmentos de sus libros, pasajes que seleccionaba entre rejas. Eran horas de lectura en voz alta en una prisión. Me gustaba la calidez de su voz, pero por entonces no entendía que no le quedaba ninguna otra posibilidad de expresarse.

El 24 de diciembre estuve con ella hasta el final del horario de visita. Luego, las puertas de cristal blindado se cerraron tras de mí. Fuera había nevado, reinaba un ambiente apacible, era Navidad. Theresa fue acompañada de nuevo hasta su celda, se sentó a la pequeña mesa y escribió una carta a su padre. Cuando hubo terminado, desgarró la sábana, la enrolló hasta formar una cuerda y se ahorcó del tirador de la ventana.

El 25 de diciembre, Tackler recibió una llamada de la fiscal de guardia. Después de colgar el teléfono, abrió la caja fuerte, sacó el revólver de su padre, se metió el cañón en la boca y apretó el gatillo.

~ ~ ~

La administración penitenciaria custodió las pertenencias de Theresa en el depósito. En nuestro poder notarial figura que, como abogados, estamos autorizados a recibir objetos en nombre de nuestros clientes. Un buen día, la autoridad judicial nos mandó un paquete con la ropa y los libros de Theresa, que reenviamos a su tía de Frankfurt.

Me quedé con uno de sus libros, había escrito mi nombre en la primera página. Se trataba de
El gran Gatsby
, de Scott Fitzgerald. Estuvo dos años intacto en mi escritorio, hasta que un día fui capaz de volver a cogerlo. Theresa había subrayado en azul los pasajes que quería leer en voz alta, y anotado al margen algunos comentarios en letra minúscula. Sólo un pasaje estaba marcado en rojo, la última frase; cada vez que lo leo, sigo oyendo su voz:

«Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado.»

El erizo

Los jueces se pusieron las togas en la sala de deliberaciones, uno de los escabinos llegó con unos minutos de retraso y el oficial fue sustituido después de quejarse de dolor de muelas. El acusado era un libanés recio, un hombretón llamado Walid Abu Fataris, que permaneció en silencio desde un principio. Los testigos declararon, la víctima exageró un poco, se analizaron las pruebas. Se veía una causa por robo a mano armada, para el cual se prevé una pena de cinco a quince años de prisión. Los jueces estaban de acuerdo: dados los antecedentes penales del acusado, lo condenarían a ocho años; no había ninguna duda acerca de la autoría o la responsabilidad penal. El juicio transcurría sin sorpresas ni sobresaltos. Nada de particular, pues, aunque tampoco es que cupiera esperar nada en particular.

Se hicieron las tres de la tarde, faltaba poco para que concluyera la vista oral. Aquel día no quedaba ya mucho por hacer. El presidente echó un vistazo a la lista de testigos, sólo faltaba oír a Karim, un hermano del acusado. «Bueno —pensó el presidente—, ya sabemos qué valor tienen las coartadas que proporcionan los familiares», y lo observó por encima de sus gafas de leer. De hecho, no tenía más que una pregunta para ese testigo, a saber: si realmente pretendía afirmar que su hermano Walid estaba en su domicilio cuando se produjo el atraco en la casa de empeños de la Wartenstrasse. El juez se la planteó de la manera más llana posible, incluso llegó a preguntarle en dos ocasiones si la había comprendido.

Nadie esperaba que Karim abriera la boca. El presidente le había explicado por extenso que, en tanto hermano del acusado, tenía derecho a guardar silencio. Así era la ley. Todos en la sala, incluidos Walid y su abogado, se sorprendieron de que quisiera declarar. Ahora estaban todos a la espera de su respuesta, de la que iba a depender el futuro de su hermano. Los jueces estaban impacientes, el abogado se aburría, y uno de los escabinos miraba continuamente el reloj porque quería coger el tren de las cinco a Dresde. Karim era el último testigo de la vista oral; en un tribunal los testigos menos relevantes se dejan para el final. Karim sabía lo que se hacía. Lo había sabido siempre.

~ ~ ~

Karim había crecido en una familia de delincuentes. De su tío se contaba que en el Líbano había matado a tiros a seis personas por una caja de tomates. Todos y cada uno de los ocho hermanos de Karim tenían una lista de antecedentes penales cuya mera lectura en los juicios duraba media hora. Habían cometido hurtos, robos, estafas, extorsiones y perjurio. Hasta la fecha, salvo por homicidio y asesinato, los habían condenado por todo.

Durante generaciones, en su familia los primos se habían casado con las primas y los sobrinos con las sobrinas. Cuando a Karim le llegó el momento de ir a la escuela, los maestros se lamentaron («Otro Abu Fataris») y lo trataron como a un idiota. Lo obligaron a sentarse en la última fila, y el primer maestro que tuvo le dejó bien claro, a los seis años, que no debía hacerse notar, meterse en peleas ni hablar más de la cuenta. De modo que Karim no abría la boca. Enseguida comprendió que no podía dejar ver que era diferente. Sus hermanos le daban collejas porque no entendían lo que él les decía. Sus compañeros de clase —gracias al modelo de integración vigente en la ciudad, el ochenta por ciento de los alumnos de primero eran extranjeros— en el mejor de los casos se reían de él cuando intentaba explicarles alguna cosa. Normalmente también ellos le pegaban cuando daba la impresión de ser demasiado diferente. De modo que Karim empezó a sacar malas notas adrede. No tenía alternativa.

A los diez años había aprendido por su cuenta estocástica, cálculo integral y geometría analítica con un libro de texto que había sustraído de la biblioteca de la sala de profesores. Pero en los exámenes calculaba cuántos de esos ejercicios ridículos debía resolver mal para que le pusieran un suficiente pelado que no llamara la atención. A veces tenía la sensación de que el cerebro le zumbaba cuando encontraba en el libro un problema matemático supuestamente insoluble. Ésos eran momentos de felicidad íntima.

Vivía, como todos los hermanos (incluso el mayor, de veintiséis años), con su madre; el padre había fallecido al poco de nacer él. La vivienda de la familia en Neukölln tenía seis habitaciones. Seis habitaciones para diez personas. Él era el pequeño, le habían asignado el cuarto trastero. El tragaluz era de vidrio opalino, y había una estantería de madera de pícea. Allí se acumulaban los objetos que ya nadie quería: escobas sin palo, cubos sin asa, cables para los que no existían ya aparatos. Se pasaba el día entero allí metido, sentado delante del ordenador, y mientras que su madre estaba convencida de que también él —como todos sus hermanotes— se entretenía con videojuegos, Karim leía a los clásicos en Gutenberg.de.

A los doce años hizo un último intento por congraciarse con sus hermanos. Ideó un programa informático capaz de burlar las barreras electrónicas de seguridad del Postbank y de cargar millones de cuentas bancarias con importes de centésimas de céntimo sin que nadie lo advirtiera. Sus hermanos no entendieron lo que el «tonto», como lo llamaban, acababa de entregarles. Le dieron una nueva colleja y tiraron a la basura el CD con el programa. Sólo Walid notaba que Karim era superior a ellos, y lo defendía de los hermanos más brutos.

Al cumplir los dieciocho, Karim dejó los estudios. Lo había dispuesto todo de tal modo que obtuvo el título de secundaria por los pelos. Nadie en su familia había llegado nunca tan lejos. Pidió prestados a Walid 8.000 euros. Éste creyó que quería el dinero para traficar con drogas y se lo dejó con mucho gusto. Karim, que conocía muy bien la Bolsa por haberla estudiado a conciencia, invirtió en el mercado de divisas por internet. En el transcurso de un año ganó cerca de 700.000 euros. Alquiló un pequeño apartamento en un barrio acomodado; salía todas las mañanas del domicilio familiar y daba cuantos rodeos fueran necesarios hasta asegurarse de que nadie lo había seguido. Amuebló su refugio, compró libros de matemáticas y un ordenador más rápido; dedicaba su tiempo a jugar a la Bolsa y a leer.

Su familia daba por sentado que el «tonto» traficaba con drogas, y estaba contenta con ello. Evidentemente, era demasiado enclenque para ser un auténtico Abu Fataris. Nunca fue al gimnasio de
kick-and-fight
, aunque, de todos modos, llevaba como ellos cadenas de oro, camisas de raso de colores chillones y chaquetas de napa negra. Hablaba en el argot de Neukölln y, como nunca lo habían pillado, se había ganado incluso un poco de respeto. Sus hermanos no lo tomaban en serio. Si alguien les hubiera preguntado, habrían respondido que era de la familia y punto. Más allá de eso, nadie se preocupaba por él.

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