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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

Cubridle el rostro (4 page)

BOOK: Cubridle el rostro
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—¿No dejarás que me saquen de aquí, verdad Eleanor? —le había susurrado Simon Maxie antes de haber llegado a esta etapa final de su enfermedad.

—Claro que no —le había contestado ella.

Él se había dormido entonces, tranquilo con una promesa que ambos sabían no era una garantía dada a la ligera. Era una lástima que Martha tuviera tan poca memoria y no recordara la recarga de trabajo que precedió a la llegada de Sally. El nuevo régimen le había dado tiempo y energías para criticar lo que al principio había encontrado sumamente fácil de aceptar. Pero por el momento no se había manifestado abiertamente. Había insinuaciones veladas pero ninguna queja específica. «No hay duda de que en la cocina la tensión debe estar creciendo», pensó la señora Maxie, «y después de la kermés posiblemente habrá que ocuparse de ella». Pero no tenía ninguna prisa. Sólo faltaba una semana para la kermés, y la preocupación principal era lograr que se llevara a cabo con éxito.

2

E
L jueves anterior a la kermés Deborah pasó la mañana en Londres haciendo unas compras, almorzó con Felix Hearne en su club y por la tarde fueron juntos a un cine de la calle Baker a ver una reposición de Hitchcock.

Este agradable programa se completó con el té de la tarde en un restaurante de Mayfair que tiene conceptos anticuados acerca de lo que constituye una comida adecuada para la tarde. Colmada de emparedados de pepino y pastelitos caseros de chocolate, Deborah pensó que la tarde realmente había sido un éxito, aunque no lo suficientemente intelectual para el gusto de Felix. Pero la había soportado bien. El no ser amantes tenía sus ventajas. Si se tratara de una aventura les habría parecido necesario pasar la tarde juntos en su casa de Greenwich ya que tenían la oportunidad, y una unión irregular impone convenciones tan rígidas e imperativas como las del matrimonio. Y si bien hacer el amor hubiera sido sin duda bastante agradable, la camaradería cómoda y poco exigente de que habían gozado era más de su gusto.

No quería enamorarse de nuevo. Meses de desdicha y desesperación aniquiladores la habían curado de esa particular insensatez. Se había casado joven y Edward Riscoe murió de poliomielitis menos de un año después. Pero un matrimonio basado en el compañerismo, gustos compatibles y el intercambio satisfactorio de placer sexual le parecía una base razonable para la vida y una que podía lograrse sin un exceso de perturbación emocional. Felix, sospechaba, estaba lo suficientemente enamorado de ella como para ser interesante sin resultar aburrido y sólo esporádicamente sentía la tentación de considerar seriamente la esperada propuesta de matrimonio. Sin embargo, comenzaba a parecerle ligeramente extraño que la propuesta no se concretara. No se trataba, ella lo sabía, de que no le gustaran las mujeres. Era cierto que la mayoría de sus amigos comunes le consideraban un soltero por naturaleza, excéntrico, un tanto pedante y siempre entretenido. Podrían haber sido menos considerados, pero estaba el hecho ineludible de que no se podía pasar por alto su hoja de servicios durante la guerra. No puede ser un afeminado o un payaso un hombre que tiene condecoraciones tanto francesas como británicas por su actuación en el movimiento de la Resistencia. Era uno de aquellos cuyo coraje físico, la más respetada y fascinante de las virtudes, había sido puesto a prueba en las celdas de castigo de la Gestapo y nunca más podía ser cuestionado. Ahora ya no estaba tan de moda pensar en esas cosas, pero aún no se habían olvidado del todo. Cualquiera podía tratar de adivinar lo que esos meses en Francia le habían hecho a Felix Hearne, pero se le toleraban sus excentricidades y presumiblemente él las disfrutaba. A Deborah le gustaba mucho porque era inteligente y entretenido y el chismoso más divertido que conocía. Tenía el mismo interés que una mujer por las cosas pequeñas de la vida y una preocupación natural por las minucias de las relaciones humanas. Nada le resultaba demasiado insignificante, y ahora estaba sentado escuchando con todo el aspecto de una divertida simpatía el informe de Deborah sobre Martingale.

—Así que ya ves, es una gozada volver a tener algo de tiempo libre, pero no creo que dure. Con el tiempo, Martha va a conseguir que se vaya. Y en realidad no la culpo. Sally no le gusta, ni a mí tampoco.

—¿Por qué? ¿Anda detrás de Stephen?

—Felix, no seas vulgar. Podrías concederme el beneficio de una razón más sutil que ésa. En realidad, sin embargo, sí parece haberlo impresionado y creo que es algo deliberado. Le pide su consejo sobre el bebé siempre que él está en casa, pese a que he tratado de señalarle que se supone que es un cirujano y no un pediatra. Y la vieja Martha, pobre, no puede expresar ni una palabra de crítica sin que corra a su defensa. Lo verás con tus propios ojos cuando vengas el sábado.

—¿Quién más estará además de esa intrigante Sally Jupp?

—Stephen, naturalmente. Y Catherine Bowers. La conociste la última vez que estuviste en Martingale.

—Es cierto. Con ojos medio saltones pero una figura agradable y más inteligencia de la que tú o Stephen estabais dispuestos a concederle.

—Si te impresionó tanto —replicó Deborah suavemente—, puedes demostrar tu admiración este fin de semana y darle un respiro a Stephen. En un tiempo estuvo bastante prendado de ella y ahora se le pega como una lapa y lo aburre espantosamente.

—¡Qué increíblemente despiadadas son las mujeres lindas con las poco agraciadas! Y por «bastante prendado de ella» supongo que quieres decir que la sedujo. Bueno, eso en general trae complicaciones, y tendrá que encontrar una salida como lo han hecho antes hombres mejores. Pero iré. Me encanta Martingale y aprecio la buena comida. Por otra parte tengo un presentimiento de que el fin de semana va a resultar interesante. Una casa llena de gente que no simpatiza entre sí está destinada a ser explosiva.

—¡Oh, pero la cosa no es tan espantosa!

—Le anda muy cerca. Yo no le gusto a Stephen. Nunca se ha preocupado por ocultarlo. Catherine Bowers no te gusta. Tú no le gustas a ella y probablemente me incluirá en ese sentimiento. Sally Jupp no os gusta ni a Martha ni a ti, y ella, pobre chica, es probable que os deteste a todos vosotros. Y esa criatura patética, la señorita Liddell, estará allí, y a tu madre no le gusta. Será una perfecta orgía de emoción reprimida.

—No es necesario que vengas. En realidad, pienso que sería mejor que no lo hicieras.

—Pero, Deborah, tu madre ya me ha invitado y acepté. Le escribí la semana pasada en mi agradable estilo formal, y ahora lo voy a anotar en mi librito negro para dejarlo establecido más allá de toda duda.

Inclinó su cabeza rubia y brillante sobre su agenda. Su cara, con la piel pálida que volvía casi imperceptible la línea del nacimiento del pelo, estaba vuelta hacia otro lado. Observó lo ralas que eran las cejas sobre esa frente descolorida, y los intrincados pliegues y arrugas alrededor de los ojos. Deborah pensó que una vez debió haber tenido manos hermosas, antes que la Gestapo se dedicara a ellas. Las uñas nunca volvieron a crecer del todo. Trató de imaginarse a esas manos moviéndose por las complejidades de un arma, enredadas en las cuerdas de un paracaídas, apretadas en señal de desafío o de sufrimiento. Pero no fue posible. No parecía haber ningún punto de contacto entre aquel Felix que aparentemente una vez había conocido una causa por la que valía la pena sufrir y el superficial, mundano, sardónico Felix Hearne de Hearne & Illingworth, editores, así como no lo había entre la chica que se había casado con Edward Riscoe y la mujer que ella era hoy. Súbitamente Deborah sintió de nuevo la
malaise
familiar de nostalgia y pesar. Con este estado de ánimo observó a Felix mientras escribía debajo de la fecha del sábado con su letra apretada y minuciosa como si estuviera concertando una cita con la muerte.

3

D
ESPUÉS del té, Deborah decidió hacerle una visita a Stephen, en parte para evitar el gentío de la hora punta pero más que nada porque pocas veces dejaba de pasar por el Hospital de St. Luke cuando iba a Londres. Invitó a Felix a acompañarla, pero éste se excusó aduciendo que el olor a desinfectante lo descomponía, y la dejó en un taxi con expresiones formales de agradecimiento por su compañía. Era puntilloso en esas cuestiones. Deborah luchó contra la sospecha poco halagüeña de que se había cansado de su conversación y se sentía aliviado al verla alejarse cómoda y velozmente, y se concentró en el placer de ver a Stephen. Fue tanto más desconcertante encontrarse con que no estaba en el hospital. Además era inusual. Colley, el conserje del vestíbulo, le explicó que el señor Maxie había recibido una llamada telefónica y había salido para encontrarse con alguien dejando dicho que no tardaría. El señor Donwell lo sustituía. Pero el señor Maxie seguramente no tardaría mucho. Llevaba casi una hora fuera. ¿La señora Riscoe quizá querría ir a la sala de los residentes? Deborah se quedó charlando unos minutos con Colley, que le agradaba, y luego tomó el ascensor hasta el cuarto piso. El señor Donwell, un joven archivista, tímido y con granos, masculló un saludo y huyó rápidamente hacia las salas dejando a Deborah a solas con cuatro sillones sucios, un montón desordenado de revistas médicas y los restos a medio retirar del té de los residentes. Parece que una vez más les había tocado brazo de gitano y, como de costumbre, alguien había usado su plato como cenicero. Deborah comenzó a apilar la vajilla pero, comprendiendo que era una actividad un tanto carente de sentido ya que no sabía qué hacer con ella, tomó uno de los periódicos y se acercó a la ventana donde podía repartir su interés entre aguardar a Stephen y hojear los artículos médicos más llamativos o comprensibles. La ventana dejaba ver la entrada principal del hospital calle arriba. A lo lejos podía discernir la curva brillante del río y las torres de Westminster. El rugido incesante del tránsito estaba amortiguado, un fondo discreto para los ruidos ocasionales del hospital, el sonido metálico de las puertas de los ascensores, el sonar de los teléfonos, rápidas pisadas por el pasillo. En la entrada ayudaban a una anciana a subir a una ambulancia. Desde una altura de cuatro pisos las figuras aparecían extrañamente achatadas. La puerta de la ambulancia se cerró sin un sonido y se alejó silenciosamente. De pronto los vio. Primero distinguió a Stephen, pero la cabeza encendida de un dorado rojizo casi a la altura de su hombro era inconfundible. Se detuvieron en la esquina del edificio. Parecían hablar. La cabeza oscura estaba inclinada hacia la dorada. Un momento después vio que se daban la mano y Sally se volvió en un destello de sol y se alejó con paso rápido sin echar ni una mirada atrás. A Deborah no se le escapó nada. Sally tenía puesto su traje gris. Era de confección pero le quedaba bien y destacaba la brillante cascada de pelo, ahora libre del freno de la cofia y las horquillas.

Era lista, pensó Deborah. Lista por saber que hay que vestirse con sencillez si se quiere llevar el pelo suelto así. Lista por evitar los verdes por los que la mayoría de las pelirrojas tienen predilección. Lista por haber dicho «adiós» fuera del hospital y haber resistido la segura invitación a una cena de hospital con sus inevitables oportunidades para situaciones molestas o arrepentimientos. Después Deborah se sorprendería de haber notado tan nítidamente lo que vestía Sally. Era como si la viera por primera vez a través de los ojos de Stephen, y al verla se asustara. Pareció pasar mucho tiempo antes de que oyera el zumbido del ascensor y sus pasos rápidos por el pasillo. Entonces estuvo a su lado. No se alejó de la ventana para que supiera en seguida que ella lo había visto. Sintió que no podría soportarlo si él no se lo decía y era más fácil de esa manera. Ella no sabía qué era lo que esperaba, pero cuando él habló fue una sorpresa:

—¿Has visto esto antes? —preguntó.

En su palma extendida había una bolsita tosca hecha con un pañuelo de hombre con las esquinas anudadas. Deshizo uno de los nudos, dio una pequeña sacudida y dejó caer tres o cuatro de los pequeños comprimidos. Su color marrón grisáceo era inconfundible.

—¿No son algunos de los comprimidos de papá? —parecía como si la estuviera acusando de algo—. ¿De dónde los has sacado?

—Sally los encontró y me los trajo hasta aquí. Me imagino que nos habrás visto por la ventana.

—¿Qué hizo con el bebé? —la pregunta tonta y fuera de lugar ya estaba hecha antes de que tuviera tiempo de pensar.

—¿El bebé? Ah, Jimmy, no sé. Supongo que Sally lo dejó con alguien en el pueblo, o con mamá o con Martha. Vino a traerme esto y me llamó desde la calle Liverpool para pedirme que me encontrara con ella. Los encontró en la cama de papá.

—¿Pero cómo, en su cama?

—Entre el cubre-colchón y el colchón. Por el costado. Tenía la sábana bajera arrugada y estaba estirando y ajustando la tela impermeable cuando notó un bulto pequeño en la esquina del colchón bajo la cubierta ajustada. Encontró esto. Papá debe haber estado juntándolos durante varias semanas, quizá meses. Puedo adivinar por qué.

—¿Sabe que ella los encontró?

—Sally cree que no. Estaba de costado con la cara vuelta para el otro lado mientras ella se ocupaba de la sábana. Simplemente se metió el pañuelo con los comprimidos en el bolsillo y siguió adelante como si no hubiese pasado nada. Claro que pueden haber estado allí mucho tiempo, hace dieciocho meses o más que toma Sommeil, y puede haberse olvidado de ellos. Puede haber perdido la fuerza necesaria para llegar a ellos y usarlos. No sabemos qué pasa por su mente. El asunto es que no nos hemos molestado siquiera por averiguarlo. Salvo Sally.

—Pero, Stephen, eso no es cierto. Sí que lo hemos intentado. Nos sentamos con él y lo cuidamos y tratamos de hacerle sentir que estamos allí. Pero no hace más que estar acostado, sin moverse, sin hablar, sin parecer siquiera ya reparar en la gente. No es realmente papá. No hay ningún contacto entre nosotros. Lo he intentado, juro que lo he hecho, pero no hay nada que hacer. No puede haber tenido realmente la intención de tomar esos comprimidos. No puedo imaginar cómo siquiera se las arregló para juntarlos, para planearlo todo.

—Cuando te toca a ti darle sus comprimidos ¿le observas mientras los traga?

—No, en realidad no. Sabes cómo solía odiar que lo ayudáramos demasiado. Ahora no creo que le importe, pero todavía le damos los comprimidos y luego llenamos el vaso y se lo llevamos a los labios si parece quererlo. Debe haber escondido esto hace meses. No creo que ahora pudiera hacerlo, no sin que Martha lo supiese. Es la que más se ocupa de moverlo y de los cuidados más pesados.

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