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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

Cubridle el rostro (5 page)

BOOK: Cubridle el rostro
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—Bueno, parece que consiguió engañar a Martha. Pero, Deborah, por Dios, debí haberlo adivinado, debí haberlo sabido. Y me llamo a mí mismo médico. Este es el tipo de cosa que me hace sentir un carpintero especializado, lo suficientemente competente como para trinchar a los pacientes siempre y cuando no se espere que me preocupe por ellos como personas. Sally por lo menos lo trató como un ser humano.

Por un momento Deborah sintió la tentación de señalar que ella, como su madre y Martha, por lo menos se las estaban arreglando para mantener a Simon Maxie cómodo, limpio y alimentado a un costo nada pequeño, y que era difícil ver en qué Sally había hecho más. Pero si Stephen quería entregarse al remordimiento era poco lo que se ganaría impidiéndoselo. En general después se sentía mejor, aunque otra gente se sintiera peor. Le observó en silencio mientras revolvía en el cajón del escritorio donde encontró un frasco que parecía haber contenido aspirina alguna vez; contó cuidadosamente los comprimidos (había diez) mientras los metía en el frasco al que le puso una etiqueta con el nombre de la droga y la dosis. Eran los actos casi automáticos de un hombre entrenado para guardar los remedios debidamente etiquetados. La mente de Deborah estaba llena de preguntas que no se atrevía a hacer. «¿Por qué Sally recurrió a ti y no a mamá? ¿Encontró realmente esos comprimidos o fue sólo un truco conveniente para verte a solas? Pero debió encontrarlos. Nadie podría inventar una historia como ésa. Pobre papá. ¿Qué ha estado diciendo Sally? ¿Por qué debería preocuparme tanto por esto, por Sally? La odio porque tiene un hijo y yo no. Por fin lo he dicho, pero admitirlo no lo hace más llevadero. Esa bolsa hecha con un pañuelo. Le debe haber llevado horas atarla. Parecía algo hecho por una criatura. Pobre papá. Era tan alto cuando yo era una niña. ¿Es que realmente le tenía miedo? Dios mío, por favor ayúdame a sentir piedad. Quiero sentir pena por él. ¿Qué estará pensando Sally ahora? ¿Qué le dijo Stephen?»

Él volvió de su escritorio y le alargó el frasco.

—Creo que sería mejor que llevaras esto a casa. Colócalo en el botiquín de su cuarto. No le digas nada a mamá todavía, ni al doctor Epps. Pienso que sería más prudente que le suspendiéramos los comprimidos a papá. Te conseguiré una receta preparada en el dispensario antes de que te vayas, es el mismo tipo de droga sólo que en solución. Dadle una cucharada sopera disuelta en agua por la noche. Sería mejor que te encargaras tú misma. A Martha dile sólo que he suspendido los comprimidos. ¿Cuándo lo verá de nuevo el doctor Epps?

—Vendrá con la señorita Liddell a ver a mamá después de cenar. Supongo que puede subir entonces. Pero no creo que pregunte por los comprimidos. Hace ya tanto que los toma. Simplemente le avisamos cuando se está terminando el frasco y nos da una nueva receta.

—¿Sabes cuántos comprimidos hay ahora en la casa?

—Hay un frasco nuevo con el sello sin romper. Lo íbamos a empezar esta noche.

—Entonces déjalo en el botiquín y dale la medicina. Podré hablar con Epps sobre esto cuando lo vea el sábado. Llegaré mañana por la noche tarde. Será mejor que vengas conmigo ahora al dispensario y lo más sensato sería volver a casa ya mismo. Avisaré por teléfono a Martha para que te guarde algo para cenar.

—Sí, Stephen.

Deborah no lamentó perder su comida. Todo el placer del día se había evaporado. Era hora de ir volviendo a casa.

—Y preferiría que no le dijeras nada sobre esto a Sally.

—No tenía la menor intención de hacerlo. Sólo espero que sea capaz de una discreción similar. No queremos que la historia corra por todo el pueblo.

—Deborah, eso es algo injusto de decir, y ni siquiera lo crees. No podrías encontrar a nadie más prudente que Sally. Fue muy sensata acerca de esto. Y bastante dulce.

—Estoy segura de que lo fue.

—Naturalmente, estaba preocupada por ello. Le tiene mucho afecto a papá.

—Parece estar extendiendo su afecto a ti.

—¿Qué demonios quieres decir?

—Me estaba preguntando por qué no le habló a mamá sobre los comprimidos, o a mí.

—No has hecho mucho para estimularla a que confíe en ti, ¿no es cierto?

—¿Qué demonios esperas que haga? ¿Tenerle la mano? No estoy particularmente interesada en ella en tanto haga su trabajo con eficiencia. No me gusta, y no espero gustarle a ella.

—No es cierto que no te guste —dijo Stephen—. La odias.

—¿Se quejó de la forma en que ha sido tratada?

—Claro que no. Sé sensata, Deb. No es tu forma de ser.

«¿No?», pensó Deborah. «¿Cómo sabes cómo soy?». Pero captó en las últimas palabras de Stephen una súplica de paz y le tendió la mano, diciendo:

—Lo lamento. No se qué me pasa últimamente. Estoy segura de que Sally hizo lo que creyó mejor. De todos modos no vale la pena pelearse por esto. ¿Quieres que mañana te espere levantada? Felix no puede venir hasta el sábado por la mañana, pero a Catherine se la espera para cenar.

—No te molestes. Quizá tenga que tomar el último autobús. Pero saldré a caballo contigo antes del desayuno si quieres despertarme.

El sentido de esta propuesta formal en lugar de la rutina felizmente establecida no se le escapó a Deborah. Sólo se había tendido un puente precario sobre el abismo abierto entre ellos. Sintió que Stephen también tenía conciencia con inquietud del hielo que se agrietaba bajo sus pies. Nunca desde la muerte de Edward Riscoe se había sentido distanciada de Stephen; nunca desde entonces había tenido tanta necesidad de él.

4

C
ERCA ya de las siete y media Martha oyó el ruido que había estado esperando, el chirrido de las ruedas de un cochecito en el camino de entrada. Jimmy gimoteaba suavemente y era obvio que sólo lo persuadía de no llorar a gritos el movimiento sedante del cochecito y las suaves y tranquilizadoras palabras de su madre. Pronto vio pasar la cabeza de Sally por la ventana de la cocina, el cochecito entró al fregadero y, casi de inmediato, madre e hijo aparecieron en la cocina. La madre tenía un aire de emoción reprimida. Parecía a la vez nerviosa y satisfecha de sí misma. A Martha no le pareció que una tarde de pasear a Jimmy por el bosque podía dar cuenta de ese aspecto de placer reservado y triunfal.

—Llegas tarde —dijo—. Diría que el niño está muerto de hambre, pobrecito.

—Bueno, no tendrá que esperar mucho más, ¿no es cierto mi amor? Supongo que no habrá leche hervida, ¿o sí?

—No estoy aquí para atenderte, Sally, por favor recuérdalo. Si quieres leche debes hervirla tú misma. Sabes muy bien a qué hora había que alimentar al niño.

No volvieron a hablar mientras Sally hervía la leche y trataba, sin mucho éxito, de enfriarla rápidamente mientras sostenía a Jimmy con un brazo. Sólo cuando Sally estuvo lista para llevarse arriba a la criatura le habló Martha.

—Sally —dijo—, ¿sacaste algo de la cama del señor cuando la hiciste esta mañana? ¿Algo que le pertenece? ¡Quiero la verdad ahora!

—Por su tono es evidente que sabe que sí. ¿Me quiere decir que usted sabía que tenía escondidos esos comprimidos? ¿Y no dijo nada?

—Claro que lo sabía. Me he ocupado de él durante años, ¿no es cierto? ¿Quién más sabría lo que hace, lo que siente? Me imagino que pensaste que él los tomaría. Bueno, no tienes por qué preocuparte por eso. ¿Es cosa tuya a fin de cuentas? Si tuvieras que estar ahí acostada, año tras año, quizá quisieras saber que tienes algo, unos pocos comprimidos tal vez, que acabarían con todo el dolor y el cansancio. Algo de lo que nadie más estaba enterado hasta que una putita estúpida, de la que no se podía esperar nada mejor, huroneando, los encontró. Fuiste muy astuta, ¿no? ¡Pero no los hubiera tomado! Es un caballero. Eso tampoco lo podrías entender. Pero puedes devolverme esos comprimidos. Y si mencionas una sola palabra de esto a alguien o pones la mano sobre cualquier otra cosa del señor, haré que te echen. A ti y a ese mocoso. ¡Ya encontraré una manera, no te preocupes!

Alargó la mano hacia Sally. En ningún momento había alzado la voz pero su tranquila autoridad era más temible que la ira, y había un toque de histeria en la voz de la chica cuando respondió.

—Me temo que no tiene suerte. No tengo los comprimidos. Se los llevé a Stephen esta tarde. ¡Sí, a Stephen! Y ahora que he escuchado sus tonterías me alegro de haberlo hecho. ¡Me gustaría verle la cara a Stephen si le dijera que usted lo supo todo el tiempo! ¡La querida y fiel vieja Martha! ¡Tan consagrada a la familia! ¡No le importa un pito ninguno de ellos, vieja hipócrita, excepto su querido amo! ¡Lástima que no pueda verse! Lavándolo, acariciándole la cara, arrullándole como si fuera su bebé. A veces me reiría si no fuera tan penoso. ¡Es indecente! ¡Suerte para él que está medio gagá! Ser manoseado por usted haría vomitar a cualquier hombre normal.

Se echó el chico sobre la cadera y Martha oyó cerrarse la puerta detrás de ella.

Martha se tambaleó hasta el fregadero y lo aferró con manos temblorosas. Sintió una revulsión física que le provocó arcadas, pero su cuerpo no encontró alivio en el vómito. Se llevó una mano a la frente en un gesto estereotipado de desesperación. Al mirarse los dedos, vio que estaban mojados de sudor. Mientras luchaba por controlarse, le golpeaba en el cerebro el eco de esa voz aguda e infantil. «Ser manoseado por usted haría vomitar a cualquier hombre normal… ser manoseado por usted… manoseado». Cuando su cuerpo dejó de temblar, la náusea cedió su lugar al odio. La mente dio solaz a su sufrimiento con dulces imágenes de venganza. Se abandonó a fantasías de Sally desacreditada, Sally y su hijo desterrados de Martingale, Sally desenmascarada como lo que era, mentirosa, malvada y perversa. Y como todo es posible, Sally muerta.

Capítulo III
1

E
L veleidoso tiempo de verano que en las últimas semanas había ofrecido una muestra de cada condición climática conocida en el país con la sola excepción de la nieve, se había estabilizado en la cálida normalidad gris adecuada a la época del año. Había una posibilidad de que la fiesta pudiera tener lugar si no con sol al menos sin lluvia. Mientras se ponía sus pantalones de montar para la cabalgata matutina con Stephen, Deborah alcanzaba a ver desde su ventana la marquesina roja y blanca y, dispersos por el césped, los armazones de una media docena de puestos a medio montar que esperaban su ornamentación final de crespones y banderas británicas. Más allá, en el terreno de la casa, ya habían cercado una pista para los juegos de los chicos y la exhibición de bailes. Un coche antiguo con un altavoz encima estaba aparcado bajo uno de los olmos en el extremo del jardín, y varios tramos de cable enrollados en los senderos y colgados entre los árboles daban testimonio de los esfuerzos de los radioaficionados locales por instalar un sistema de altavoces para la música y los anuncios. Después de un buen descanso nocturno, Deborah estaba en condiciones de inspeccionar estos preparativos con estoicismo. Sabía por experiencia que para cuando la fiesta hubiese terminado, sus ojos se encontrarían con un espectáculo muy diferente. Por más cuidadosa que fuera la gente (y muchos de ellos sólo empezaban a pasarlo bien cuando estaban rodeados de los desperdicios habituales de paquetes de cigarrillos y cáscaras de frutas) se requeriría por lo menos una semana de trabajo para que el jardín perdiera su aspecto de belleza devastada. Ya las ristras de banderolas colgadas de lado a lado en los senderos verdes daban a la vegetación un aire de frivolidad incongruente, y el disgusto de los grajos parecía estallar en recriminaciones más ruidosas de lo habitual.

En la fantasía favorita de Catherine sobre la kermés de Martingale, ella pasaba la tarde ayudando a Stephen con los caballos, el interesado, deferente y reflexivo centro de un grupo de lugareños de Chadfleet. Catherine tenía nociones pintorescas aunque anticuadas sobre el lugar y la importancia de los Maxie en la comunidad. Este alegre volar de la imaginación se desvaneció ante la decisión de la señora Maxie de que sus dos huéspedes debían ayudar donde más se los necesitara. Para Catherine esto significaba claramente que debía quedarse con Deborah en el puesto de los elefantes blancos. Pasada la primera desilusión, le sorprendió lo agradable de esta experiencia. Por la mañana se dedicó a ordenar, examinar y poner precio al conjunto heterogéneo del que todavía no se habían ocupado. Deborah tenía un conocimiento sorprendente, nacido de su larga experiencia, del origen de la mayoría de su mercancía, de lo que valía cada artículo y de quién era probable que lo comprara. Sir Reynold Price había contribuido con un amplio gabán hirsuto con forro impermeable desmontable que apartaron de inmediato para que el doctor Epps lo viera en privado. Era justo lo que necesitaba para las visitas de invierno en su coche abierto y después de todo, nadie se fija en lo que uno se pone cuando conduce. Había un sombrero viejo de fieltro del doctor del que su criada por horas intentaba deshacerse todos los años sin más resultado que verlo llegar de vuelta traído por su enfurecido dueño. Estaba marcado con seis peniques y expuesto en un lugar destacado. Había jerseys tejidos a mano de estilo y tonalidad llamativos, pequeños objetos de bronce y de porcelana sacados de las repisas de chimeneas del pueblo, atados de libros y revistas, y una colección fascinante de grabados con marcos pesados, con títulos apropiados grabados con letra muy fina sobre lámina de cobre. Estaban
La primera carta de amor
,
El tesoro de papá
, un par muy ornamentado llamados
La pelea
y
Reconciliación
, y varios mostrando soldados ya sea dándoles un beso de despedida a sus esposas o gozando los placeres más castos del reencuentro. Deborah profetizó que a los clientes les encantarían y afirmó que ya los marcos solos valían media corona.

Para la una los preparativos estaban terminados y la familia tuvo tiempo para un almuerzo rápido servido por Sally. Catherine recordó que por la mañana había habido algún problema con Martha porque la chica se había quedado dormida. Aparentemente había tenido que apurarse para compensar el tiempo perdido porque estaba enrojecida y, pensó Catherine, ocultaba cierta agitación bajo una apariencia de dócil eficiencia. Pero la comida transcurrió alegremente porque por el momento el grupo estaba unido por una preocupación común y una actividad compartida. A las dos, el obispo y su esposa ya habían llegado y la comisión salió por las puertas de vidrio del salón para instalarse un tanto incómodos en el círculo de sillas que los aguardaba, y así la kermés tuvo su comienzo formal. Pese a que el obispo era viejo y jubilado no estaba senil, y su breve discurso fue un modelo de sencillez y elegancia. A medida que la hermosa vieja voz le llegaba por el prado, Catherine pensó por primera vez en la iglesia con interés y afecto. Allí estaba la pila bautismal normanda ante la que ella y Stephen asistirían al bautismo de sus hijos. En esas naves se conmemoraba a los antepasados de él. Allí estaban frente a frente las figuras arrodilladas de un Stephen Maxie del siglo dieciséis y de Deborah, su esposa, inmortalizados para siempre en piedra con las manos unidas en oración. Allí estaban los bustos seculares y floridos de los Maxie del siglo dieciocho y las sencillas placas que informaban brevemente sobre hijos muertos en Gallipoli o en el Marne. Catherine había pensado a menudo que estaba bien que los obsequios de la familia a la iglesia se hubieran vuelto paulatinamente menos extravagantes, desde que la iglesia de St. Cedd y St. Mary de Chadfleet era ya más un lugar público de culto que un mausoleo particular para los huesos de los Maxie. Pero hoy, en un estado de ánimo de confianza y alborozo, podía pensar en toda la familia, vivos y muertos, sin espíritu de crítica y hasta un retablo barroco habría parecido apropiado.

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