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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

Días de amor y engaños (9 page)

BOOK: Días de amor y engaños
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—Eso que ha dicho el guía sobre los guerreros aztecas que se tapaban con los cuerpos de sus enemigos muertos me hace pensar en aquel sueño terrible que describe Freud. ¿Lo recuerdas? Una mujer tiene la pesadilla recurrente de que es enterrada en el interior del cadáver de un hombre —dijo de pronto Susy.

Paula la miró con extrañeza. No podía comprender qué pintaba Freud en aquellas montañas.

—¡Olvídate de Freud! No puedo dejar de pensar en cómo nos miraba ese guía chulo y fanfarrón. ¿Cómo castigarías su atrevimiento?

—Lo sacrificaría en el altar zapoteca.

—No, no, muy mal. Yo me lo follaría, simplemente me lo follaría.

—No creo que te resultara muy agradable.

—¿Y quién habla de agrado? Se trata de un castigo. Simplemente me lo follaría.

Susy la miró con curiosidad y simpatía, como si le aguardaran un montón de descubrimientos insólitos dentro de Paula. Ésta miró el reloj:

—Me han dicho que ahora comeremos en un restaurante que hay cerca.

—Sí, un restaurante precioso que había sido en tiempos una misión.

—Todo en México había sido antes una misión. ¿Crees que habrá turistas americanos?

—Espero que no. Los odio. Me producen ganas de vomitar.

—Dicen que cuando hay un terremoto en México salen todos pitando y no regresan de vacaciones hasta por lo menos un año después.

—Lo creo, lo creo. Son patéticos.

Estaba graciosa con su pelo muy corto y un voluminoso calzado deportivo. Paula la cogió por el brazo y empezó a zarandearla a modo de terremoto.

—¡Tiembla, gringa, tiembla, maldita imperialista, la tierra se ha enfurecido contra ti!

Susy gritó festivamente. Las esposas miraron en su dirección y las saludaron de nuevo con el brazo. El guía las observó con menosprecio. Al chófer no le importaba nada, escuchaba la radio a través de unos auriculares.

Dejaron el espíritu atormentado de los muertos perdido entre las nieblas que empezaban a ascender ladera arriba. Fueron en busca de su reconfortante autobús. Las damas reían y hacían bromas, sentían ya la camaradería que causa el hambre cuando hay comida para todos.

El regreso estuvo lleno de comentarios entusiastas sobre lo que habían visto. Después se perdieron en conversaciones inconcretas. Susy dejó vagar la vista por los montes:

—Apenas si es martes. Nuestros maridos tardarán aún tres días en volver.

—¡Ah, nuestros esposos pasan penalidades en la selva mientras nosotras disfrutamos de pasatiempos y excursiones! ¡La frivolidad de las mujeres!

—Estás loca, Paula.

—Nunca hay que caer en la molicie, Susy, nunca. Yo no lo hago jamás. Mi, cerebro da vueltas y más vueltas hasta que consigue atormentarme a conciencia.

La americana le lanzó una rápida mirada de prevención, como si intuyera que era preferible no preguntar.

Pararon para comer en una aldea. El restaurante era una casita blanca de aspecto feliz. No tenía la menor traza de haber sido alguna vez una misión. El aire de la montaña había abierto el apetito de las expedicionarias. Comieron encantadas la sopa de tortilla y el cerdo con frijoles. Desde donde estaban sentadas podía verse la cocina. Paula distinguió a la cocinera, gorda y sudorosa, los rizos oscuros saliéndole de una cofia algo sucia. Las ollas instaladas en los fogones despedían vapores. Mientras se llevaba las cucharadas de sopa a la boca, se dio cuenta de que el guía, que estaba comiendo junto al chófer en una mesa aparte, la miraba con insistencia. Ella le devolvió la mirada directamente a los ojos y comenzó un reto mutuo que duró un tiempo impreciso. Advirtió que la camarera que estaba sirviéndoles era la misma chica que las había atendido en el quiosco de las ruinas.

—Ya estoy de vuelta en casa —le dijo sonriéndole.

Susy se acercó al hombro de Paula para poder hablar con discreción y le susurró:

—Esa chica me contó antes que es la mayor de cinco hermanos y que se levanta de madrugada para trabajar todo el día.

—Tiene una gran suerte. Vivir así debe de proporcionar una gran paz de espíritu.

La americana hizo un gesto de desagrado demostrando que reprobaba el cinismo de Paula; pero ésta seguía mirando al guía y no pudo ser depositaria del mensaje.

Cuando volvían a la colonia hicieron una parada en San Miguel por si alguien quería bajar en el pueblo. Paula abandonó el autobús cuando vio que el guía también lo hacía. Susy la siguió sin preguntar. Paula se volvió y la miró como si nunca la hubiera visto antes.

—Yo voy a beber algo —le espetó secamente.

—Te acompañaré, si no te importa.

—Espero que no te importe a ti.

Apretó el paso y se dirigió al guía, que había empezado a marcharse.

—¿Puede llevarnos a algún sitio donde se pueda beber buen tequila? Le pagaré por el servicio de guía.

—Sí, señora —respondió sin traslucir ninguna emoción. Había cambiado su actitud retadora de macho poderoso. El trabajo continuaba, se mostraba servicial, pero con un punto de ironía endemoniada en los ojos y la sonrisa.

Paula deseó que el lugar adonde las llevara fuera lo suficientemente lóbrego como para reponerse de tanta falsa felicidad en el día de excursión. Susy no parecía tener intención de dejarla en paz. No le importaba, se limitaría a no hacerle caso.

El bar adonde las condujo le pareció magnífico, una auténtica joya. Algo parecido a morcillas secas pendía de un gancho sobre la barra de madera vieja. Botellas alineadas contra la pared, ennegrecidas por el tiempo, licores inidentificables, de colores antinaturales. El dueño llevaba un bigotazo espeso como un seto de cipreses. Varios clientes en mesitas rodeadas de taburetes. Miradas de desconfianza. Dos mujeres extranjeras. Paula dijo al oído de Susy:

—¿Te has fijado en el suelo? Es como un caldo de cultivo. Debe de haber bacterias aún no clasificadas por la ciencia.

Uno de los clientes era sólo piel y huesos, parecía haber estado siempre sentado en aquella banqueta, desde que nació. Pensó que todo aquello debía de estar haciendo que Susy se estremeciera de horror. Estaba bien así, que se horrorizara la pequeña americana, y que se marchara después.

El guía, para que no cupiera duda sobre su profesionalidad, se sentó apartado de ellas. Empezó a charlar con un viejo que parecía un trapo sucio. Daba la impresión de que conocía a todo el mundo. Susy lo observaba todo, a medio camino entre la curiosidad antropológica y el asco. Paula intuyó que una bajada a los infiernos podía resultar extremadamente fácil en aquel entorno. Hacía comparaciones mentales entre aquella cantina y todos los bares miserables que había frecuentado en su vida. Le preguntó a Susy:

—¿Te parece un sitio demasiado sórdido?

—No demasiado. Hace dos años estuve con Henry en Nueva York. Hablábamos con un amigo suyo sobre los bares deprimentes de la ciudad y se ofreció a enseñarnos unos cuantos. Te aseguro que fue una experiencia terrible.

—¿Por qué?

—No puedes imaginarte la cantidad de tipos jodidos que corren por ahí, Paula.

—Ya sabemos que hay tíos muy jodidos por el mundo. Lo realmente escalofriante es que se reúnan en un lugar creado especialmente para acogerlos.

—No creo entenderte bien.

—Da igual. Hay muchos tíos jodidos por el mundo. Habías hecho una buena constatación y basta.

Quizá Susy era tan inocente que sólo comprendía lo que había visto, experimentado. Quizá, por el contrario, era una de esas jóvenes experimentadas que existen en Estados Unidos y que conservan su inocencia aun después de haber pasado por épocas de drogas, por la pertenencia a sectas oscuras de carácter sexual. En aquel curioso harén de varios sultanes, ninguna esposa conocía la vida de las demás. No pensaba indagar en el pasado de Susy. La perspectiva de conocer en profundidad a sus compañeras de gueto le ponía los pelos de punta. Bien, por poco que Susy fuera una chica consciente y normal, en aquellos momentos debía de encontrarse un tanto mosqueada al pensar qué demonios estaban haciendo en un local como aquél y qué posibles peligros las acechaban. Ni siquiera la más inocente de las americanas puede ignorar que México es un país donde la muerte siempre está cerca. Con seguridad ha oído alguna que otra historia sobre trifulcas en bares, balazos perdidos, extranjeros que acuden a tugurios buscando emociones y no salen con vida. Claro que todos los riesgos estaban relativizados por la presencia del guía, que no podía permitirse el lujo de dejar que las asesinaran, o de asesinarlas él mismo en una súbita decisión. Justamente en aquel momento el guía se acercó y les dijo:

—Les aconsejo que tomen mezcal. Es más sabroso que el tequila, les va a gustar.

Los ojos le relucían con toda la malicia del campesino que intenta venderte huevos podridos. Perfecto, por fin aquel tipo había decidido atacar de frente y no cargar toda la munición en la mirada. No las asesinaría, pero iba a intentar emborracharlas, probablemente sin ninguna finalidad posterior, sólo para rubricar una pequeña victoria sobre ellas, extranjeras frívolas que buscan aventuras. Borrachas de mezcal en un antro. Paula conocía los efectos del mezcal, su mitología. Hombres inteligentes e instruidos devastados por ese licor, algo así como la absenta parisina. De acuerdo, mezcal, ahora serían ellas, débiles mujeres, quienes ensayarían la autodestrucción durante un rato, nada excesivo ni peligroso, justo para probar. Pensó que Susy quizá no había contado con internarse por aquellos caminos tortuosos. ¿Era injusto que la encaminara en aquella dirección? Susy no era su hija, no la había parido gracias a uno de esos deplorables adelantos de la reproducción asistida. Le daba igual que se emborrachara, que cayera al suelo sin sentido, que alguno de aquellos mugrientos parroquianos la violara cuantas veces quisiera. Tampoco actuaría de madrastra de Blancanieves, no la induciría, que bebiera si quería.

—Sí, yo probaré el mezcal —contestó alegremente. Susy se unió a la petición.

No había ninguna mística especial en la bebida, era alcohol puro. Paula se sintió bien, sólo le hubiera faltado un poco de música adecuada; pero allí no había sino una radio que funcionaba a muy bajo volumen de la que salían retazos de melodías sin identificar, quizá Frank Sinatra en su juventud. Susy apuró su vasito de un golpe. Sacudió la cabeza. Su nariz casi perfecta enrojeció un instante. Paula notó que por sus venas fluía la liberación.

Una mujer salió del interior de la cocina y limpió la barra con energía. No las miró, no miraba a nadie, la miseria se había instalado en el interior de su retina y no la dejaba ver. Tomaron otro mezcal ¿Qué hacer con Susy? Empezaba a incomodarla que se quedara allí a su lado. ¿Y qué hacer con el guía? Podía pagarle bien para que se quedara desnudo frente a ellas. Aunque quizá fuera excitante intentar que Susy se lo follara. ¿Estaría su alma preparada para esa contingencia? A lo mejor así conseguía asustarla y que no volviera a molestarla en sus paseos. Se lo preguntó:

—¿Te apetece follarte al guía?

Naturalmente, lo tomó como una pregunta hipotética y no como algo factible.

—¡No, gracias, no es mi tipo!

—Puedo comprarle una o dos horas de su tiempo y regalártelo. No creo que se oponga. Todo está en venta.

—No, no me apetece.

Se había tensado. Por fin había conseguido asustarla. No sabía hasta dónde era capaz de llevar Paula el juego. Mejor, descartada como compañera de andanzas antropológicas. De ninguna manera pensaba cargar con semejante rémora. Ya no era tiempo de juegos fáciles para ella. Pero la americana seguía insistiendo.

—¿Hablabas en serio, Paula?

—Estoy segura de que no tiene enfermedades, y está muy limpio, ya lo ves.

—¿Tú serías capaz de follar con un desconocido?

—Oye —le respondió desabridamente—, en ningún momento he dicho que yo sea una ama de casa tranquila y feliz.

La americana se ruborizó.

—Desde luego, ya lo sé. Disculpa.

—Tampoco he dicho que fuera a follármelo yo. ¿Es eso lo que habías pensado?

El nerviosismo de Susy era muy evidente.

—No sé muy bien lo que había pensado. Estoy ya un poco borracha.

Paula decidió interrumpir la conversación sin más explicaciones. Quería beber otro mezcal.

—Susy, creo que deberías volver a la colonia.

Asintió, había comprendido que en aquella mesa se apostaba por encima de sus posibilidades.

—Este señor te acompañará. —Se acercó al guía y le tocó la manga.

—¿Y tú te quedas sola?

—Exacto. Es justo lo que quiero hacer.

Ni siquiera se volvió para verlos salir. Pidió más bebida y esta vez la paladeó a conciencia, notando cómo el alcohol se incorporaba consoladoramente a su flujo sanguíneo. Sólo había que dejarse llevar sin oponer resistencia ni pretender adelantarse a los efectos.

Una hora más tarde salió a la calle. Se miró las manos bajo las luces mortecinas. Temblaban un poco. México le regaló una nueva noche fresca, deliciosa, con jazmines trepando por las tapias y perros ladrando en la lejanía. Inició el camino de vuelta a la colonia caminando despacio. En seguida se dio cuenta de que alguien estaba siguiéndola a una cierta distancia. No aceleró ni aminoró la marcha. Una sombra quedó atisbando entre las plantas cuando ella traspasó la cancela y se adentró en los jardines de la colonia. Probablemente había corrido un cierto peligro. Tanto mejor.

El primer paso para avanzar era deforestar a machetazos. Nunca se acostumbraría a la brutalidad de ese proceso. Le fascinaba y horrorizaba al mismo tiempo. Era tanto un sacrilegio como una conquista. El olor a savia, a tallos machacados se extendía por toda la zona. Veía sudar a los peones, el torso desnudo y moreno luciendo al sol devastador. Había trabajado en muchas obras a lo largo de su vida profesional: carreteras, puentes... pero ninguna tenía el carácter primigenio y salvaje de aquélla. Todos los viejos mitos coexistían allí: la lucha entre el hombre y un terreno virgen, el progreso enriquecedor y al tiempo destructivo. La realidad era menos épica, no actuaban sino a cargo de un conjunto de empresas constructoras contratadas por el gobierno mexicano. Buscaban buenos dividendos, sin más. Ningún matiz heroico o enaltecedor, ningún idealismo cultural. No pretendían dejar la huella de ninguna civilización. Sorbió su té, era la única bebida que le daba la sensación de estar refrescándose un poco. Siempre tomaba una taza antes de salir a dar una vuelta por la obra. Controlaba cómo iba el trabajo, interrogaba a los capataces, encargados, jefes de zona. A veces solía llevar un pocillo de té en la mano, como una pequeña ayuda que transportara el mundo civilizado hasta las cortadas y movimientos de tierra de aspecto amenazador. Siempre observaba con curiosidad a los obreros mexicanos. Eran muy silenciosos, ejecutaban su trabajo con concentración y aspecto sacrificado. Nunca reían ni se gastaban bromas los unos a los otros, dando grandes voces como solían hacer los trabajadores en España. En ocasiones, tenía la impresión de que tanta calma era peligrosa, como si aquellos cuerpos esforzados fueran acumulando cansancio y sufrimiento calladamente y en un momento dado pudieran explotar. Una rebelión improbable, al fin y al cabo, eran hombres acostumbrados a la dureza de la vida, a no esperar más de lo que tenían en las manos. Quizá sólo se perdía en especulaciones, los obreros debían sentirse felices, privilegiados por haber sido contratados por una empresa que pagaba buenos sueldos. La mayor parte de ellos vivían en el campamento, pero algunos volvían a sus casas cercanas cuando acababa la jornada. Las suyas eran vidas muy simples, pautadas por las horas de sol. Trabajo y descanso. Santiago conocía bien sus viviendas, casitas perdidas en el campo, pequeñas y pobres, pero todas cubiertas por una especie de bendición bíblica: niños corriendo, gallinas que picoteaban el suelo, ropa tendida, árboles... Hacía años que envidiaba a sus obreros en España, sus vidas sencillas, exentas de cualquier complicación que no proviniera de la escasez de dinero o la incidencia de una enfermedad. A menudo, oía sus risotadas y bromas en el comedor. Los imaginaba regresando a casa el viernes, cansados. Sus esposas los aguardaban tras haber realizado un montón de tareas domésticas. Cenaban. Dormían juntos y hacían el amor. A veces se reían y otras se enfadaban. Veían televisión. No era la imagen de una vida apasionante, pero le hacía sentir deseos de seguir ese camino, vulgar aunque lleno de calma. Hubiera querido ser un campesino, tener una esposa alta y fuerte, de necesidades primarias, amante de la vida tal y como la vida es. Quince años junto a Paula arrojaban aquel resultado: fantasías escapistas hacia mundos de serenidad. Se había refugiado en el trabajo durante mucho tiempo, el trabajo es una salida idónea para muchos hombres infelices en su matrimonio. Lo había sido también para él, pero las soluciones paliativas acaban siempre como simples parches temporales, con el tiempo se despegan y dejan de nuevo la llaga al aire, quizá más purulenta y encapsulada de lo que estaba antes.

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