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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

Días de amor y engaños (6 page)

BOOK: Días de amor y engaños
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Cerró su despacho con llave y, sin mirar en ninguna dirección concreta —no mirar era la mejor manera de no ser visto—, se dirigió hacia su todoterreno y lo puso en marcha.

En cuanto traspasó las verjas de la colonia se sintió aligerado y tuvo la sensación de que el aire que entraba por la ventanilla era más respirable. Le fastidiaba tener que largarse de su propia casa como un prófugo, pero no podía quedarse tranquilo hasta que no había salido del lugar. Incluso cuando ya estaba subido en su coche y rodaba por los jardines de la colonia, siempre temía oír una voz femenina pronunciando su nombre: «¡Darío, un momento, por favor!» Vivir allí era como hacerlo con veinte madres a la vez, y todas dispuestas a recordarle en cualquier momento sus obligaciones o encargarle pequeños recados.

Puso música a toda potencia y dejó que su cuerpo fuera masajeado por los baches que encontraba a lo largo del camino. Se trataba de un viaje bastante incómodo, pero a él le parecía una vía dorada hacia la libertad.

Avistó El Cielito en la amplia llanura polvorienta, sólo rodeado de varios árboles cansados. Observado desde lejos, era un enorme almacén de dos pisos construido en madera y pintado de rojo. En ningún otro país debía de existir un local como aquél, destartalado, en medio de ninguna parte, con aspecto de cuadra para caballos. Pero el propietario había demostrado ser más listo que el hambre, porque aquel corral dejado de la mano de Dios se llenaba de clientes todas las noches como si fuera el Moulin Rouge. A menudo, Darío se había preguntado de dónde salían todos aquellos hombres que aparecían allí como setas en la humedad. Campesinos solitarios, pequeños grupos de trabajadores de los pueblos cercanos...

El interior no era mucho más sugerente desde el punto de vista decorativo. Pintado también de rojo, consistía en una pista algo mugrienta rodeada de vetustas mesas y bancos corridos.

En una esquina, la exigua orquesta, vestida de blanco con lamparones, tocaba con discutible afinación. Cuando se iban a descansar, el ambiente quedaba inundado de música enlatada. La barra estaba atendida por hermosas chicas, y se servían las bebidas habituales: tequila, pulque, mezcal y grandes jarras de cerveza. La comida presentaba poca variación de platos: frijoles, mole, carne de cerdo en salsa y arroz. Dada la vulgaridad de todos los componentes, podía decirse que el atractivo principal lo constituían las chicas. Había muchas. Darío tenía la impresión fantasiosa de que se contaban por cientos: Lupes, Ágatas, Rositas, Estrellitas y Dolores. Todas de cabello moreno, de piel morena, de ojos negros y risueños. Todas con blusas llamativas, collares vistosos, faldas vaporosas, pendientes colgantes y algunas con flores en el pelo. Reunidas en aquel lugar, formaban el batallón que un hombre, cualquier hombre, hubiera soñado con encontrarse al llegar a México. Pero no eran la única razón por la que los varones solían encontrarse a gusto en El Cielito. En realidad, el conjunto de todos aquellos elementos tan sencillos: la música, la compañía, las bebidas e incluso la madera basta pero cálida de las mesas le daba a aquel local un encanto innegable. Por eso estaba siempre lleno. A Darío se le antojaba que todos los clientes venían huyendo de otras mujeres; en su caso, de un montón de esposas ajenas.

Se sentó, acodado en la barra, y pidió la primera cerveza.

Victoria jugaba al tenis con Manuela todos los martes. Era un partido igualado, a pesar de la diferencia de edad. Aun con sesenta años, Manuela se mantenía fuerte, con las piernas musculosas y la muñeca flexible. Aquella mañana ganó con cierta rotundidad. Mientras se duchaban, le comunicó sus dudas a la derrotada:

—Creo que te he ganado con demasiada facilidad. Me ha parecido que no estabas prestando mucha atención al partido.

Hablaba alto, para hacerse entender por encima del ruido del agua. Victoria no se sentía con fuerzas para contestar con el mismo volumen. Soltó una audible carcajada falsa para poner punto final a una posible conversación de compartimento a compartimento. Tenía la esperanza de que fuera suficiente para zanjar el tema, pero en cuanto estuvieron fuera de los cubículos, secándose, Manuela reincidió en sus recriminaciones:

—Sabes que no soy de las que se toman el juego como algo sagrado, pero sí que me gusta que mi contrincante eche su carne en el asador, y tú has echado muy poca hoy. Estabas distraída. ¿Te pasa algo?

—Nada. Debe de ser sólo un mal día.

—¿Y si justamente hoy hubieras tenido que jugar la importante final de un campeonato?

—A ver... déjame pensar... supongo que hubiera intentado doparme.

Manuela rió brevemente, se quedó desnuda y empezó a tararear algo entre dientes. Victoria observó la ropa interior que sacó de su bolsa de deporte. Bragas y sujetadores a juego, con florecitas y encajes, muy sexy. ¿Dónde una mujer de una talla cincuenta conseguía aquellas prendas tan sugerentes?; pero, sobre todo, ¿cómo reunía el suficiente buen humor y optimismo que revelaba el hecho de usarlas? ¿De qué manera se llega a ser completamente feliz?, se preguntó. Manuela parecía serlo. No cuestionaba el llamado orden natural de las cosas. Se sentía privilegiada por tener un marido, unos hijos, una desahogada posición social. Probablemente llevaba razón. Para ser feliz, todo lo demás, sin ser negado, debía permanecer en penumbra: el envejecimiento, la seguridad de la muerte, las sucesivas pérdidas a las que la vida te va sometiendo.

—Te perdonaré por esta vez, pero la próxima a ver si procuras darle a la pelota con más entusiasmo.

—¡Es el colmo! Nunca he visto a nadie que te derrote y a quien, encima, haya que pedirle disculpas.

Emitió un gritito lleno de alegría y deslizó la blusa de seda ligera por encima del generoso busto.

—¿Qué te pareció el numerito de Paula el otro día?

Victoria fingió no recordar.

—¿El numerito?

—¡Victoria, lo preguntas como si aquí todo el mundo montara numeritos diariamente! ¿No te acuerdas?, en la fiesta del cónsul.

—¡Ah, bueno, no fue nada! Estuvo divertida.

—¿Divertida? Había bebido demasiado. No es malo que la gente se achispe un poco y diga algunas tonterías, pero no creo que sea conveniente pegarle a la bebida de esa manera para luego ir hablando por los codos con todo el mundo. Además, era imposible entender la serie de cosas sin sentido que iba soltando.

—A mí no me molestó. Tenía gracia.

—¿De verdad lo crees? A la mayor parte de los invitados les chocó. Fue un modo de dejar a su marido en mal lugar.

—Me dio la impresión de que su marido estaba muy tranquilo.

—Supongo que sólo en apariencia. Según Adolfo, es un hombre bastante impasible ante todo.

—En cualquier caso, lo que ella haga o deje de hacer...

—¡Vamos, Victoria, no seas ingenua! Aunque cada una de nosotras tenga una vida personal y profesional, aquí estamos en función de nuestros maridos. ¡No irás a negarlo!

La inquietaba el cariz que estaba tomando la conversación. Podía jugar al tenis con Manuela, charlar con ella de temas triviales, pero no se identificaba con las ideas de aquella ama de casa conforme y feliz. Claro que eso Manuela no tenía medio de saberlo. Procuraba no entrar nunca en honduras de pensamiento con ella y a sus ojos debía pasar por ser también una esposa feliz. ¿Qué era sino eso, una esposa que sigue a su marido hasta su lugar de trabajo, con dos hijos jóvenes en España, una profesora en excedencia? Era como las demás a los ojos de todos. Si existían diferencias que la hacían distinta de los patrones habituales, sólo su mente accedía a ellas. Nunca se había destacado por ser especial en nada. Era muy discreta, no tenía tendencia a los excesos. No hablaba demasiado, ni frecuentaba a demasiada gente, ni se vestía de modo extravagante. No era demasiado rebelde, ni demasiado sumisa tampoco. La vida le había regalado un camino sin muchos altibajos. Su infancia fue normal, contó con unos padres afectuosos, cursó unos estudios con brillantez moderada, se relacionó con amigos de su misma formación y clase social. Se había casado con Ramón a los veintiún años, satisfecha y enamorada. Poco después nacieron sus hijos: un niño y una niña. Ninguna dificultad se había presentado en la educación de los chicos ni en su desarrollo posterior. Ambos estaban acabando sus estudios universitarios y pronto se independizarían. Aquella prolongada estancia solos en España contribuiría definitivamente a ello. Entonces, ¿por qué se sentía diferente?, y ¿en qué consistía aquella diferencia? Probablemente en nada, pensó, no se trataba más que del espacio privado que el ego de cada persona forma en torno a ella, y que siempre parece único y excepcional a quien lo vive. Era sana, mentalmente equilibrada, profesionalmente capaz, bien integrada en la sociedad. No tenía miedo a envejecer, ni a la muerte, ni a la soledad. Únicamente en los dos últimos años había empezado a echar en falta las situaciones amorosas. No se trataba de desamor ni de falta de sexo, sino de algo mucho más inmaduro y adolescente. Si se encontraba en una estación de tren o en un aeropuerto y veía a una pareja que se besaba con pasión como despedida o reencuentro, le entraban ganas de llorar. Le hubiera gustado ser ella la viajera que partía o que llegaba y verse en los brazos de un hombre que la abrazara así. No había luchado contra ese tipo de fantasías, pero regodearse en ellas le parecía ridículo. Con casi cuarenta años no debía haber lugar para nostalgias adolescentes. Ramón era un marido amable, comprensivo y leal. Su vida de esposa podía calificarse como plena y tranquila. Miró con vergüenza cómo Manuela seguía vistiéndose y canturreando. Con seguridad, ella no echaría de menos absurdas situaciones idealizadas. Un mínimo sentido de la justicia le hacía ver que no tenía derecho a desear nada más de lo que ya tenía. ¿Por qué no estaba entonces tan completamente feliz como Manuela parecía estarlo? Y, sobre todo, ¿por qué desde el paseo matinal con Santiago se descubría a sí misma pensando en aquel hombre tan a menudo? Se sonrojó, porque era la primera vez que reconocía eso frente a sí misma, pero también porque Manuela la miraba, esperando respuesta para una pregunta que ni siquiera había oído.

—¡Pero, Victoria!, ¿no me escuchas?

—¡Por supuesto que te escucho!

—¡Nadie lo diría! Te preguntaba si vendrás.

—¿Si iré?

—¡A las ruinas de Montalbán!

—Sí, claro, claro que iré.

—¡Esto es increíble! Llevo una temporada en la que nadie me presta atención.

—Yo te presto atención.

—¿Tú?, ¡pero si pareces un marido!

Rió vagamente de su propia ocurrencia. Los maridos no prestan atención, una verdad obvia y divertida para Manuela.

—¿Los maridos no prestan atención?

—¿Cuántos años llevas casada?

—Muchos.

—Pues entonces esa pregunta es improcedente. A no ser que vuestro matrimonio sea una excepción. Todas las mujeres nos quejamos de lo mismo, y ¿quieres que te diga algo?, en el fondo eso es bueno.

—¿Quejarse?

—¡No!; es bueno darse cuenta de que tu marido está junto a ti pero anda pensando en sus asuntos. Esa manera de hacer demuestra por lo menos tres cosas: una, que contigo está relajado. Dos, que tiene algo importante en lo que pensar, y tres, que tu voz le parece familiar y cercana.

—Es una teoría un poco forzada.

—Pero original, reconócelo.

—No vayas contándosela a nuestros maridos, les darás argumentos para seguir sin escuchar.

—¡Seguro que el marido de Paula se lleva un sobresalto cada vez que ella abre la boca! Debe de temer que diga algo desagradable, que empiece una bronca o que le haga una confesión de esas que es mejor no saber.

—Manuela, ya hace más de un año que estamos aquí, pero aún no he olvidado algo que me dijiste al poco de llegar. Dijiste que para que la vida en una colonia de esposas resulte tranquila es básico no cotillear.

—¡No estaba cotilleando, a cualquier cosa le llamas cotillear!... Sólo digo que esa chica puede crear problemas.

—¡Bah, sólo es un poco diferente!

—¿Un poco diferente? El otro día le propuse que nos diera una charla sobre Tolstoi. Prometió que lo pensaría. A la mañana siguiente se presentó diciendo que aceptaba, piensa hablarnos sobre una costumbre del escritor muy poco conocida. ¿Te imaginas cuál?: practicaba la masturbación de forma compulsiva; ahí tienes el tema que ha escogido. ¿Un poco diferente? Creo que está completamente desquiciada y, además, seguro que ni siquiera es verdad esa historia de la masturbación. Ahora no sé si programar la charla o no, porque la creo capaz de cualquier cosa, sobre todo si antes se ha tomado un par de whiskies.

—Es un tema original. Creí que valorabas lo original.

—¡Ay, Victoria, basta ya, hoy no paras de llevarme la contraria! Vamos a tomar un refresco al club, estoy seca.

¿Por qué una mujer tan poco convencional como Paula estaba casada con un hombre tan impávido, tan prudente, tan callado? Quizá sólo alguien así era capaz de vivir con una mujer de ese tipo. Pero ¿de qué tipo? ¿Sólo porque se tomara unas copas iba a considerarla como una especie de monstruo? Pensó que el mayor inconveniente que tenía una convivencia tan estrecha como la de la colonia era que podías acabar asumiendo los prejuicios ajenos sin apenas enterarte.

Manuela había iniciado la marcha hacia el club. Mientras cruzaban los jardines, la miró de reojo, volvía a canturrear. La conversación anterior estaba olvidada.

Los viernes, cuando él llegaba de la obra, les gustaba cenar solos en casa. No iban al club, ni invitaban a cenar a otros residentes, los dos solos en la amplia y agradable mesa de la cocina. Apenas llevaban dos años casados y a Susy le gustaba exhibirse un poco como cocinera. Aquella noche había preparado un buen guisado de carne con chile. Ambos eran amantes de la cocina mexicana, y ella iba perfeccionando poco a poco sus habilidades. Hacia las cinco de la tarde empezó a ponerse nerviosa. Siempre le ocurría lo mismo, tenía tantas ganas de verlo, de estar con él, que se excitaba y el tiempo le parecía muy lento. Solía caer en el extraño temor de que no recordaría la cara de su marido si dejaba de verlo. Imposible reseguir mentalmente sus facciones, se quedaba en blanco. Para conseguir representarse su imagen mentalmente debía recurrir a escenas concretas que hubieran sucedido. Sólo así volvía a ver su cara. Ese proceso la desazonaba y únicamente lograba tranquilizarse cuando lo tenía de nuevo delante. Entonces reconocía con placer su rostro, el brillo de sus ojos, y estaba segura de no olvidarlo de nuevo. Pero entonces surgían otras complicaciones. Debía hablar con él, escucharlo, moverse, y todo eso se le antojaba difícil, como si hubiera perdido la costumbre de convivir con alguien. En ocasiones hubiera preferido que Henry se quedara quieto, congelado en la imagen que por fin había reencontrado. Incluso él lo había notado, y alguna vez le había dicho: «Parece que te molesto.» Pero no era así en absoluto, sólo necesitaba un tiempo para darse cuenta de que estaba con él en realidad, y no con el recuerdo que tanto había añorado durante toda la semana.

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