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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

Días de amor y engaños (4 page)

BOOK: Días de amor y engaños
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La mujer del cónsul general de España en Oaxaca sonreía. Había sido educada para oír sin escuchar, para escuchar sin oír, pero sobre todo había sido educada para sonreír. Tenía una nariz recta y fina, casi perfecta. Paula alzó su copa ante ella a modo de colofón de su larga perorata y se largó. Aquello estaba convirtiéndose en una especie de auto sacramental con el ángel y el diablo batallando entre bambalinas. Rugió para sus adentros. La fiesta era agradable. Todos se reían, felices. ¿De dónde sacaban sus compañeras de gueto vestidos tan elegantes? ¿Habían venido desde España hasta aquel rincón del mundo con las maletas cargadas de satén y guipur?

Susy pasó por delante de ella con un vaso de cóctel de papaya en la mano. La atrapó por un brazo, no podía dejar que se le escapara su hacedora de pasteles rituales, su única esperanza en aquel lugar.

—Susy, querida, el otro día me hablaste de tu madre. Pues bien, voy a contarte la historia de la mía, te gustará. Es un drama que cualquier mente anglosajona y, por tanto, amante de Dickens debería apreciar. Verás, mi madre era londinense. Una huérfana. Vivía en un modesto hotel porque seguramente era hija de alguna camarera que, después de parir infamantemente, la había dejado allí, o bien de alguna puta rehabilitada gracias al trabajo de hacer camas y limpiar muebles. Pues bien, hete aquí que el dueño de aquel hotel organizaba partidas de póquer clandestinas donde se apostaba fuerte y a las que solía asistir algún cliente alojado allí. Una noche, el dueño perdió tanto dinero que se quedó sin fondos. No estaba dispuesto a deshacerse de ninguna de sus propiedades, de modo que, para aceptar el envite de otro jugador, decidió apostar a la niña que tenía recogida en su casa. Pero un caballero español asistía a la partida y, horrorizado, amenazó al malvado hotelero con denunciarlo a las autoridades. Puso fin a aquella infamia y, en
petit comité,
le pidió a aquel mangante que le diera a la niña en adopción. Después de intensos papeleos, todo era sin embargo más fácil entonces, adoptó a la niña y se la trajo a España. Así puede decirse que yo tengo, tuve, porque ya murió, una madre importada. ¿Qué te parece?

Susy la miraba como si fuera un trasgo. Se echó a reír con acento americano.

—Pero, Paula, ¿qué demonios estás diciendo?

—Estaba contándote la compraventa de mi difunta madre. Es una de mis historias familiares favoritas.

—¡Por todos los santos, estás como una cabra!

—¿Adónde vas tan de prisa?

—Estoy intentando localizar a Henry, pero hay tanta gente... Por cierto, Paula, nos han propuesto una excursión que puede ser muy agradable. Al parecer hay unas ruinas aztecas muy cercanas a la colonia. Vamos a visitarlas todas las esposas un día de la próxima semana. ¿Te apuntas?

—Sí, de acuerdo, muy instructivo. Los americanos pensáis que lo único estimable de los europeos son nuestras ruinas, y de los mexicanos, la comida; pero ya ves que aquí también hay ruinas. Es curioso, los pueblos civilizados vivimos felices entre nuestros restos, como los cerdos.

—Estás imposible, pero divertida. No creí que fueras tan divertida.

—Me sienta bien la bebida... a veces —hizo un arabesco espectacular con la mano.

Susy sonrió y fue en busca de su marido. Obviamente se lo había tomado todo a broma, también el terrible trauma de la madre objeto de mercadería. Sólo le interesaban las ruinas. Quizá el mundo debería reducirse a cenizas para poder alabar después los refinamientos que nuestra cultura había alcanzado. Susy parecía feliz, todos parecían felices, ella misma había olvidado ya a su madre muerta. Los cadáveres deben permanecer instalados en sus tumbas. Hay que perdonar a los muertos para lograr la paz interior. Ahí es donde dicen que reside la armonía. Una vez conseguida, nada te altera. Los campos que te rodean pueden arder sin que te inmutes. O, como el cónsul, puedes organizar fiestas deliciosas mientras los campesinos que malviven a tu alrededor pasan hambre y pergeñan revoluciones.

Se sintió hermosa paseando entre los invitados. El vestido blanco que llevaba, lánguido y sin vuelos, le daba el aspecto distinguido de una "tenista antigua". Vio al doctor Méndez, médico mexicano que tenía a su cargo la salud general en la colonia.

—Querido doctor, ¿qué opina de esta segunda oleada de conquistadores españoles que asola su país?

—Siempre es mejor ser colonizado por mujeres inteligentes que por ejércitos de condenados a galeras.

—Muy bien, doctor, buena réplica, pues ha de saber usted que las mujeres inteligentes nos movemos aquí como peces en el agua, como bacterias en la descomposición. Nuestros maridos, contratados por el gobierno mexicano, contribuyen al engrandecimiento de este de por sí ya grande país. De modo que somos como una especie de invitados y debemos comportarnos bien. No beberé ni una copa más, y voy a pedirle ahora mismo a mi marido que nos marchemos a casa. Estoy exhausta, o borracha. Buenas noches.

Los jardines de la colonia se veían más hermosos de noche que de día. En la semioscuridad se percibía con claridad que aquel lugar acotado, plantado, domesticado, formaba sin embargo parte de una naturaleza potente. No toda la belleza de aquella tierra había zozobrado bajo la inanidad del césped inglés; algunas malas hierbas, indómitas, emergían entre los parterres. Aspiró el aire seco, casi frío. Deseaba dejarse llevar por la brisa nocturna para unirse al magma de la vida, que en aquel momento estaba formado por voces, música lejana y ladridos de perros. Algún día, pensó, sería capaz de olvidarse de su individualidad, de su propio nombre, de renunciar a todo.

Santiago cerró la puerta tras ella. La siguió hasta el dormitorio. Empezaron a desnudarse en silencio. Lucía una lámpara muy tenue en la mesilla de noche. Vio el perfil del sexo de su marido, recogido y en calma mientras se ponía el pantalón del pijama. ¿Por qué no le decía ni una palabra? Ella no pensaba discutir, simplemente podían charlar sobre cosas intrascendentes sucedidas en la fiesta, como cualquier matrimonio hubiera hecho. Pero aspirar a eso parecía ya ridículo. Se habían querido y se habían reído después de hacer el amor con un deseo superior al que puedan sentir las fieras, un deseo morbosamente denso. Ahora necesitaban darse la espalda en la cama para conciliar el sueño de modo placentero.

—Has bebido una barbaridad —dijo él por fin.

—Sí, ya lo sé; pero no te he hecho quedar mal, no te preocupes. Creo que he estado bastante simpática.

—Eso no es lo que me importa. Habías dicho que cuando estuviéramos en México...

—Me acuerdo de lo que había dicho, pero déjalo ya, por favor.

En aquel instante Paula hubiera querido con todas sus fuerzas que estallara una buena bronca de cónyuges repletos de alcohol, una escena hollywoodiense, un altercado de Hemingway y la generación perdida todos juntos y ebrios, con ataques violentos y puñetazos asestados en ambos sentidos... Pero no fue así, se hizo un silencio total y por la ventana entró una ráfaga fresca que invitaba a dormir.

Se había fijado en él la noche anterior, con detenimiento, con curiosidad. ¿Cómo reacciona un hombre cuya esposa organiza semejante vendaval? Paula, verborreica, divertida, brillante pero con dos visibles copas de más, se había prodigado en parlamentos cercanos a los de Groucho Marx, pasando con celeridad de un interlocutor a otro. Había bailado una extraña polka con el cónsul, incluso brindado con los camareros. Lo inquietante era que, mezcladas en el maremágnum de sus palabras, algunas frases denotaban obsesiones, fantasmas, tenían la dura piel de la desesperación. Se había fijado en Santiago con discreción, pero con deseos auténticos de observar su comportamiento, y en ningún momento pareció alterado. Lo máximo que le vio hacer fue huir de los círculos en los que su esposa reinaba momentáneamente con sus alocadas disquisiciones. E incluso esto lo hacía con suavidad, no se alejaba con violencia o visible determinación, sino que se desplazaba suavemente, como si fuera un visitante del Speaker's Corner y ya hubiera escuchado suficiente a un orador, y se decantara por ir a mirar qué era lo que otro ofrecía. Tenía las sienes plateadas, la nariz recta, gafas sin montura y era alto. «Una reacción perfecta —pensó Victoria—. No interfiere en los actos de su mujer, ni la incomoda con llamadas a la precaución social.» Pero había algo triste en él, en el fondo de los ojos, en la parte trasera de su expresión. Procuró dejar de mirarlo, podía darse cuenta y considerarla como una maldita cotilla. Hizo bien, porque ahora estaban juntos a la entrada de la colonia, frente a frente, y hubiera sido muy embarazoso. Bueno, pues allí se encontraron. Ella siempre procuraba mirar desde lejos que nadie estuviera a punto de salir a pasear al mismo tiempo que ella lo hacía. Resultaba violento marcharse sola, y cargar con alguien durante todo el paseo nunca le apetecía. Charlar estando atenta a un interlocutor arruinaba todo el placer del paseo. Pero aquella mañana ni lo había pensado siquiera; era muy temprano y la noche anterior todo el mundo había trasnochado en la fiesta, imaginó que la colonia estaría desierta. Pero no fue así, se encontró con Santiago en la verja de entrada.

Ninguno de los dos podía negar que se disponía a dar una vuelta matutina por San Miguel, ¿qué demonios hacían si no allí a aquellas horas? Iba a resultar una situación incómoda, una fatalidad. Quizá si ambos hubieran llevado mucho tiempo ya viviendo en la colonia, podrían haber enarbolado la bandera de la mutua confianza y echar cada uno por su lado, pero Santiago acababa de llegar, desconocía pues las costumbres, y ella debía ser amable con un recién llegado. Mientras llevaba a cabo estas complejas meditaciones de urgencia, Santiago se limitó a sonreírle, y adecuó su paso al de ella con la mayor naturalidad.

Transitaron despacio por la carretera que llevaba hasta San Miguel, disfrutando del aire fresco, de la luz clara. Iban en silencio, como si lo hubieran acordado previamente. Victoria, que tanto se había inquietado pensando en la posible conversación forzada, con silencios violentos y comentarios absurdos, se serenó por completo. Estaban en calma sin hablar. Su compañero de paseo olía bien, a hombre recién afeitado, a colonia suave. Emanaba de él cierta serenidad, quizá indiferencia. Llegaron al pueblo, pasaron por delante de un hotel. Todos los hoteles de la zona estaban situados en antiguas misiones españolas. Les llegó el sonido de la música desde el interior, guitarras. En México sobraban los mariachis, permanecían desde la mañana a la noche en algún rincón de los hoteles, tocando. Rasgueaban con suavidad para dotar a los conversadores de un fondo agradable, uno sólo los escuchaba si le apetecía. Victoria se sintió bien en contacto con tantas cosas placenteras: la música, el frescor de la mañana, el olor de aquel hombre, sus propios pasos ligeros, que la impulsaban hacia adelante sin prisa pero sin titubeos. A veces lo miraba de reojo: la nariz recta, el pelo grueso y abundante. Pero no quería permitirse a sí misma la más mínima curiosidad sobre él; no limitarse a permanecer en el instante en que estaba, sin ver más allá, hubiera estropeado la percepción tan fuerte de su presencia.

A medida que iban acercándose al centro se cruzaban con más gente en las calles; todos mexicanos, casi ningún extranjero en aquella época del año. Camionetas con la trasera descapotada transportaban braceros al campo. Se sentaban uno junto a otro como reses, serios y callados. Santiago dijo por fin:

—Adolfo dijo ayer que el peligro de secuestros ha disminuido. Sin embargo, si el riesgo de revueltas entre los campesinos persiste tendremos que tomar precauciones incómodas.

—¿En la obra o en la colonia?

—En los dos sitios, supongo, aunque ya te lo habrá contado tu marido.

—No hablamos demasiado. Sobre cosas de trabajo, me refiero.

Se arrepintió inmediatamente de haber dicho una cosa así. «No hablamos demasiado», ¿era eso algo propio de ser pronunciado en presencia de un hombre que acababa de conocer? ¡Debía de estar volviéndose estúpida, o loca!

—Ya veremos... De momento son todo especulaciones.

—¿Tú crees que sucederá? ¿Habrá más revueltas?

—No creo. Nunca pasa nada demasiado grave.

Esa era justamente la impresión que Santiago le causaba: «Nunca pasa nada demasiado grave», y sin embargo, parecía vivir junto a un precipicio amenazante. Su esposa era como un volcán a punto de erupcionar, picante como una especia, ubicua, desordenada en las ideas, provocadora.

Continuaron caminando sin hablar hasta que llegaron a la plaza central de San Miguel. Los grandes árboles y las terracitas de los bares, feas y agradables, el ayuntamiento siempre cerrado, sin signos de vida interior.

—¿Tomamos un café? —propuso él.

Estaban cara a cara, no el uno junto al otro de perfil como habían estado durante el paseo. Era la primera vez que se miraban directamente desde que habían salido de la colonia. Victoria se preguntó si él la veía realmente o si su mirada la atravesaba y se perdía en otra parte, en sus pensamientos. Lo miró directamente a los ojos. Sí, la veía. Se sonrieron. La tomó ligeramente de un brazo y la impulsó hacia la mesa de un bar. Victoria comprendió que habían compartido el silencio y que él era consciente de que eso había sucedido. Se sentaron. Ahora el silencio era distinto, turbador, denso, insostenible. Era el momento de la elección: o hablaba de cosas neutras, sin importancia, o le preguntaba exactamente lo que quería saber.

—¿Eres como aparentas ser?

La elección estaba hecha, y la flecha de Diana cazadora, lanzada. Se asustó ante su propio atrevimiento, pero aguantó el golpe. Santiago la miró, esta vez claramente consciente de que era ella, y no la esposa de un colega, que estaba allí a su lado por algo más que por pura casualidad.

—¿Avejentado y cubierto de cicatrices?

—No, indiferente y seguro de ti mismo.

Nunca se le hubiera ocurrido que sería capaz de decir algo así, pero estaba sucediendo, ella lo estaba haciendo suceder.

—No soy indiferente, no. Seguro de mí mismo... no lo sé.

—Me dio esa impresión —dijo Victoria, desarbolada, nerviosa, sintiendo que un flujo de sangre le subía a la cara y le hacía lagrimear los ojos.

En ese momento se hubiera acercado y hubiera puesto su boca en la boca de él, buscándole la lengua caliente. Así no podría haberla mirado, ni volver a hablar. Pero no tuvo valor. Eso le hubiera correspondido a él, y no lo hizo. Se limitó a observarla con un rictus de sonrisa en los labios. Una mariposa enorme revoloteó cercana a sus cabezas. Ella se sobresaltó y realizó un movimiento de repliegue. Rieron ambos.

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