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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

Días de amor y engaños (3 page)

BOOK: Días de amor y engaños
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Volvió a mirar por la ventana. Victoria se afanaba con sus flores. Al menos era una mujer amable que no tenía inconveniente en dejarse ver, no como aquella nueva habitante de la colonia, tan esquiva y antipática. Claro que era pronto para juzgarla, podía tratarse de un problema de adaptación, como había llegado a la colonia cuando los demás ya llevaban tiempo allí, la sensación de extrañamiento debía de ser mayor. Y los cuarenta años no son una buena edad, ella los recordaba sin ningún agrado. Debía hacer un esfuerzo e ir a visitarla. No podía ser tan insociable como aparentaba. Según Adolfo, su marido era un excelente profesional, y muy agradable. No había encontrado ninguna dificultad con el resto de las esposas que vivían allí, todas le parecían encantadoras. Cuestión de suerte, suponía, aunque también un poco de buena voluntad. Aquella estancia en México estaba resultando para ella francamente feliz, como una vuelta a sus años de recién casada. Sólo veía a Adolfo los fines de semana, lo cual no dejaba de ser un alivio. Sonrió por haberse permitido semejante maldad.

De pronto recordó que conservaba en el garaje un abono sintético para plantas que había comprado en el pueblo. Iría inmediatamente a ofrecérselo a Victoria. La verdad es que, a pesar de lo mucho que se desvelaba por su jardín, lo tenía en un estado lamentable.

La mujer del jefe dirigiéndose con una botellita en la mano a la casa de enfrente.

¿No podían estarse quietas nunca, cada una en su sitio, ocupándose de sus cosas, enfrascadas en la lectura o haciendo macramé? Pues no, se pasaban el día danzando y tocando las pelotas. Cuando empezaba a verlas circular por los jardines, transitando de un lado a otro, se echaba a temblar. Eso significaba que se aburrían, y que se aburrieran era una mala señal. En última instancia, el aburrimiento se traducía en trabajo para él, posibles complicaciones, recados, incordios. Llevar las cuentas y la organización de la colonia no le resultaba demasiado difícil, otra cosa era tratar con las señoras, ver qué les hacía falta, con qué problemas se encontraban, qué soluciones podía proponerles. A veces tenía miedo de meter la pata, aunque no era frecuente que le pasara, tras casi dos años ya había cogido el tranquillo. Todo consistía en sonreír y no llevar la contraria en exceso. Cuando lo que se esperaba de él era demasiado engorroso, o demasiado exigente, o pesado, o absurdo, el sistema más eficaz pasaba por ponerse serio de repente, como si se encontrara profundamente reconcentrado, dar varios golpes afirmativos con la cabeza y soltar: «Veremos qué puedo hacer.» Con un poco de suerte se olvidaban. Por lo demás, era un trabajo agradable, y sobre todo bien pagado. Guardaba casi todo el dinero que ganaba para su regreso a España. Él y Yolanda comprarían un piso y se casarían o se irían a vivir juntos, se enrollarían bien. Mientras tanto tenían que vivir separados, cada uno en un país. Yolanda le había prometido que lo visitaría para las Navidades del segundo año, y ya no faltaba tanto. Releyó párrafos de su última carta, que guardaba en el cajón de la mesa. «Mi querido único hombre entre mujeres: ...» Encima, cachondeo. Sonrió. Sin duda su novia era una tía estupenda, guapa a rabiar. Pero estaba lejos, y él necesitaba follar. ¿Tres años o más sin follar? Ni se lo había planteado cuando aceptó el puesto en México. Nadie se plantea ese tipo de cosas en frío, quizá porque no son cosas para pensar hasta que no se sienten. ¡Y vaya si se sentían!, a los dos meses ya no podía aguantar el deseo, sólo pensaba en follar, en follar todo el tiempo. Se retorcía en la cama, incluso durante el sueño. Se masturbaba como un salvaje, pero daba igual, la obsesión no desaparecía, no lo dejaba descansar ni un minuto. Llegó a ser tan fuerte la ofuscación que sentía que se pasaba el día atisbando a las esposas de los ingenieros, a las de los técnicos de grado medio, todas casadas, muchas con hijos, justamente aquellas mujeres a las que se suponía que debía atender y, en cierto modo, proteger. Un día se descubrió a sí mismo pendiente de las tetas de doña Manuela, la mujer de don Adolfo, el ingeniero jefe. Y doña Manuela debía de andar por los sesenta, pero hasta ella lo excitaba. ¡Joder, no estaba mal!: entrada en carnes, pero prieta, con el cabello sedoso y un par de tetas monumentales que se resistían al influjo de la gravedad. El día en que se dio cuenta de que estaba teniendo una erección mientras doña Manuela le pedía que le mandara unos operarios para que arreglaran la valla de su jardín se alarmó. Aquello podía acabar mal, su salud mental peligraba. Consultó con uno de los técnicos venidos de España, un electricista que tenía su edad, y él fue quien le dio noticia de El Cielito. Naturalmente, no podía ser de otra manera, se había comportado como un pardillo no imaginándoselo. Todos los trabajadores de la obra que no habían traído a sus familias a México acudían allí. También iban los ingenieros, pero se limitaban a tomar una cerveza en grupo y no subían a las habitaciones con ninguna mujer, o al menos eso aparentaban delante de los demás. Un pardillo. Claro que, ¿quién podría haberse hecho una idea de que existía un burdel en medio de ninguna parte: alegre, bullanguero, lleno de gente y animación? Un burdel enorme, feo, desangelado, con las paredes pintadas de verde gallinero pero cargado de música y alcohol. México era así, y los mexicanos estaban medio locos. Cuando pensabas que ya los conocías, salían con novedades imprevistas que nunca hubieras llegado a concebir. Tan callados, pero tan habladores de pronto, con aquella pronunciación española tan graciosa, tan especial. Se había convertido en un habitual de El Cielito. No pasaba nada, el secreto estaba en no beber demasiado. Ni pulque, ni tequila, ni mezcal. Un par de cervecitas bien frías, eso era todo. Y al día siguiente, a trabajar: las cuentas, la intendencia y los entretenimientos de las señoras, que era lo peor.

Vio cómo doña Manuela le pasaba el frasquito misterioso a Victoria y cómo después de hablar y hablar, requisito imprescindible con la mujer del jefe, empezaban a echar gotas de líquido sobre las plantas del jardín. Debía de ser un insecticida, un abono, cualquier gilipollez que se le hubiera ocurrido a aquella señora que no se estaba nunca quieta, que siempre aspiraba a organizarlo todo, que lo llevaba a mal traer: «Darío, sería cuestión de poner una barrera alrededor de la piscina. Por los que tienen niños pequeños, ya sabes... Darío, deberías buscar un pintor para que repasara las paredes exteriores del club, he visto unos desconchados de muy mal efecto, y eso que sólo hace un año que las construyeron, pero ya conoces a la gente de aquí, siempre hacen las cosas sin ganas, y usan materiales de mala calidad...» Mandaba más que un general, mucho más que su marido, el auténtico jefe a fin de cuentas, un hombre tranquilo y de pocas palabras. Pero no era mala mujer. A menudo le preguntaba por Yolanda, y la había invitado a permanecer en la colonia con todo pagado cuando fuera por Navidad. Yolanda. Le daba coraje por ella, las visitas a El Cielito y todo aquello, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Nada, absolutamente nada, no podía luchar contra su propia naturaleza; además, ¿se podía considerar aquello como una infidelidad? Le hubiera extrañado muchísimo que así fuera. Nadie puede soportar meses y meses sin hacer el amor, sobre todo cuando se está acostumbrado a hacerlo regularmente. Le cayó una gota de sudor por la frente. ¿Le pasaría lo mismo a Yolanda? Otra gota de sudor. No estaba seguro de que para las mujeres fuera igual, probablemente, no; ellas sólo se van a la cama con un tipo si están enamoradas. ¿Sería así para Yolanda? No hay alegres burdeles para mujeres, si una chica quiere darle una alegría a su cuerpo tiene que ligar, y si se liga... todo adquiere un tono diferente. Prefería no pensar. Había llegado hasta allí para ganar dinero, mucho más del que hubiera ganado en España, y no para pensar.

De pronto, observó cómo la esposa del nuevo ingeniero salía de su casa y se encaminaba hacia su despacho. Sí, venía directa a él, nadie podía evitarlo ya. ¿Qué demonios querría? ¡Vaya por Dios, y eso que le había parecido de las que no dan la tabarra! ¡Y a aquellas horas de la mañana! Buscó rápidamente su nombre en la lista de residentes.

—¿Qué tal, doña Paula, cómo está?

—Llámame Paula o empezará a dolerme el estómago. No recuerdo cómo te llamas tú.

—Darío.

—Darío Codomano, buen personaje histórico. Oye, Darío, me preguntaba dónde hay un bar por aquí. Un bar con cierta gracia, con chispa.

—Ya conoce el club de la colonia, ¿verdad?

—Sí, lo conozco, pero lo que quiero es un bar.

—Tiene los bares de la plaza, en San Miguel. Sirven buena cerveza mexicana, e internacional. Están muy animados a la hora del aperitivo.

Paula pestañeó varias veces con afectación, para que él se diera cuenta de que estaba impacientándose.

—Entonces, ¿ningún bar interesante, de esos a los que no van los niños con sus mamás?

Darío la miraba, cada vez más nervioso. Ella le estaba clavando los ojos en profundidad, como dos garfios que se engancharan en la carne.

—No sabría decirle, pero veremos qué puedo hacer, quizá en las afueras... Preguntaré a alguien de por aquí, eso es lo que haré.

—Muy bien, muchacho, haz una encuesta y luego me pasas los resultados, ¿sí?

—Mañana estamos todos invitados a una fiesta que da el cónsul de Oaxaca... no es un bar, pero esas fiestas siempre suelen ser divertidas. Además, como es por la noche, no hay niños.

Paula sonrió, con parte de simpatía y parte de desdén.

—Perfecto, Darío, no faltaré. Espero que el cónsul sí pueda decirme dónde hay un buen bar.

Salió del despacho y se alejó caminando desganadamente. Era alta, de espalda ancha y hermosas piernas. « ¡Joder! —pensó—. ¡Esto era lo que me faltaba, una tía que no sé de qué palo va!»

Pensó que su primera fiesta en México requería mucha preparación. ¿Tres copas previas, mejor cuatro? ¿Una raya de coca, mejor dos? Todo eso sumado a su encanto personal de hermosa mujer. «Allá voy —pensó—, allá voy.»

—Señor cónsul, señora consulesa, ¿cómo están? Una fiesta realmente fantástica, como no podía ser menos. Todos estamos encantados en este país, un país maravilloso, y vivimos felices en nuestra colonia, que es muy acogedora. Este entorno está lleno de... tipismo, ésa es la palabra, un tipismo auténtico, fuera de clichés. Hay de todo en la fiesta. Canapés y frijoles, que son lo mejor. Frijoles negros nadando en sopa negra, como almas impuras en el infierno. Por cierto, ¿no contamos con un cardenal en esta fiesta, al menos un obispo? Ése sí es un fallo, lo digo sin ambages. Un representante de la Iglesia en una celebración mundana siempre imprime carácter, da esplendor, sobre todo hallándonos en el Tercer Mundo. Un cardenal tonsurado, con todos los arreos litúrgicos, con lo que daríamos en llamar el disfraz completo. Aunque, claro, nos hacemos cargo de la dificultad de semejante invitación, cada vez es más difícil encontrar quien les forre los zapatos a los cardenales, esas manoletinas ligeras de seda morada, zapatos como los que lleva Jovellanos en su célebre retrato o, si me permiten la libertad, zapatitos de maricón. La vida es hermosa en estos parajes, si bien este valle da miedo de puro grande que es, un valle exagerado, como toda la naturaleza aquí. Ciertamente la conquista española fue criticable, no nos vamos a empeñar en lo contrario, pero nadie puede negarles a los conquistadores arrojo, valentía; meterse en estas selvas, y ríos, y llanuras, llenas de peligros y plantas urticantes... Nosotros no hemos venido a conquistar, sino a construir, más exactamente nuestros maridos, queridos cónsules, ¡ah!, tras decir eso debo confesar que me siento como en el Senado romano, me siento como el mismísimo caballo de Calígula, fuera de lugar, desentonando siempre. Hace años que suelo desentonar invariablemente. Desentono incluso estando conmigo misma, en la tranquilidad de mi hogar, en soledad absoluta. Así son las cosas, me gustaría ser Mesalina pero soy el caballo de Calígula. ¿Qué opina usted de Mesalina, mi querida consulesa? No, no me refiero a las artes algo devaluadas de la mujer fatal, ni tampoco a la ninfomanía, que no deja de ser la manía que nunca existió. Me refiero a la capacidad de Mesalina para rebelarse contra el designio de los hados por vía genital. Pero verá, consulesa, no debe hacerme mucho caso esta noche, ya ve que estoy un poco dispersa. Lo cierto es que no tengo malditas ganas de hablar, y para superar tan funesta disposición en una fiesta no me queda más remedio que beber y aturdirme, de modo que las palabras fluyan de mí. Y vaya si fluyen, fluyen como ríos desbordados. Quizá no es lo oportuno en una mujer como yo, esposa de un brillante ingeniero y hombre de bien; pero en fin, tal flujo verbal, tal afluencia de vocablos es una lacra que debemos soportar; sobre todo usted, amada consulesa. Aunque está preparada para eso y mucho más, ¿no es cierto?, todas las mujeres lo estamos, somos capaces de dar todo cuanto Dios y la sociedad nos reclama. Lo malo es cuando la sociedad nos reclama cosas distintas de las que estamos dispuestas a ofrecerle. A mí la sociedad me demandaba que fuera buena madre y esposa, y no sé, creo que dejo bastante que desear como esposa y no he tenido ni un solo hijo. A cambio le devuelvo a la sociedad unas magníficas traducciones de los diarios de Tolstoi. Usted me dirá,
aimée consulette
, que los hablantes españoles bien podríamos pasar sin enterarnos de las neuras del divino conde. Pero yo disiento, me opongo y me encabrito. ¡Nada de eso!, los grandes hombres realizan en silencio sus grandes obras, y es una obligación para el género humano, hable en el idioma que hable, conocer cómo les gustaba tomar el té, qué zozobras carcomían sus almas y cuántas broncas habían tenido con sus cónyuges. Por cierto, el conde Tolstoi, muchísimas, querida consulesa. ¡Cómo son las cosas!, una tiende a pensar que el genio se ocupa en exclusiva de asuntos filosóficos, o éticos e históricos, pero luego sucede que los privilegiados cerebros también se distraen con nimiedades y montan unos cristos del diablo cuando sus esposas leen a escondidas páginas de sus diarios y van ellos mismos y leen a hurtadillas los diarios de sus esposas pensando que éstas les ponen cuernos... en fin, un catálogo de pequeñas miserias sin cuento. Yo estaba llamada a ser una genio de la literatura, amiga mía, pero como dijo el poeta Dios: «Son muchos los llamados y pocos los escogidos.» ¡Qué jodido el poeta Dios! De manera que me di cuenta de que no podía despilfarrar mi talento haciendo intentos de ser comprendida y aceptada, vitoreada. Eso comporta muchas humillaciones, aunque parezca un contrasentido. Debes llamar a muchas puertas y pedir muchos consejos, sufrir exámenes reiterados como si fueras siempre una adolescente. Y total, para luego consignar en tu diario que te ha sentado mal la merienda como hacía Tolstoi. ¡Ah, no, hasta ahí podíamos llegar!, no hemos abominado de la cotidianidad femenina, tan llena de banalidades domésticas, para ir a caer en semejante trampa. Cuando los genios sean de otra manera y se muestren más sublimes, veremos. Hay que ir desbancando a los modelos. Yo soy tan genial que he renunciado al genio debido a todos los componentes no geniales que lleva aparejados. Y bien, ¿qué puedo hacer llegados a este punto, señora consulesa, soltarle una arenga hedonista del tipo: «Pensemos todos, hermanos, en los agradables vasos de vino que nos quedan por apurar, las puestas de sol, las alegres morcillas que aún revientan en el asador?» Pues no, la verdad, la vida es como es y yo la vivo como puedo, pero con dignidad. Por eso he venido a México, en vez de ir a Moscú. En México traduzco a Tolstoi y no descarto que, estando alguna vez en Moscú, traduzca al ruso a Octavio Paz. En cualquier caso, sigo a mi marido como una buena esposa, hasta el final.

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