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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (12 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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Me sorprendió oír un tipo de risa muy peculiar, y vi a Davidson tambaleándose en medio de la habitación, con el rostro como deslumbrado. Mi primera impresión fue que estaba borracho. No advirtió mi presencia. Trató de agarrar algo invisible que estaba a una yarda delante de él. Alargó despacio la mano, dubitativamente, y después la cerró sin haber cogido nada.

—¿Qué ha pasado? —se preguntó—. ¡Por el gran Scott! —gritó.

La historia sucedió hace tres o cuatro años, cuando todo el mundo juraba por ese personaje. Luego empezó a levantar los pies torpemente, como si pensara que los tenía pegados al suelo.

—¡Davidson! —grité—. ¿Qué te pasa?

Se volvió hacia mí y miró alrededor para localizarme. Me miró, me miró de arriba abajo y a ambos lados, pero sin la menor señal de verme.

—Olas —dijo—, y una goleta extraordinariamente nítida. juraría que era la voz de Bellows. ¡Hola! —gritó de repente con todas sus fuerzas.

Pensé que estaba tramando alguna broma. Entonces vi, esparcidos a sus pies, los destrozados restos de nuestro mejor electrómetro.

—¿Qué pasa? —exclamé—. ¡Has hecho pedazos el electrómetro!

—¡Otra vez Bellows! —dijo—. Los amigos marcharon, si mis manos han desaparecido. Algo sobre electrómetros. ¿Por dónde andas, Bellows?

De repente vino hacia mí tambaleándose.

—Condenado material, se corta como la mantequilla —comentó. Avanzó directamente contra el banco y retrocedió.

—¡Qué golpe! No tiene nada que ver con la mantequilla —explicó mientras se tambaleaba.

Yo estaba mosqueado.

—Davidson —le pregunté—, ¿qué diablos te pasa?

Miró a su alrededor por todas partes.

Juraría que era Bellows. ¿Por qué no das la cara como un hombre, Bellows?

Se me ocurrió que debía de haberse quedado ciego de repente. Di la vuelta a la mesa y le puse la mano en el brazo. Jamás en toda mi vida vi un hombre tan alarmado. Se separó de mí bruscamente, adoptando una actitud defensiva, con la cara descompuesta por el terror.

—¡Dios mío! —gritó—. ¿Qué ha sido eso?

—Soy yo, Bellows. ¡Maldita sea, Davidson!

Dio un salto cuando le respondí y miró fijamente, ¿cómo lo diría?, a través de mí. Comenzó a hablar, no a mí, sino consigo mismo.

—Aquí, a plena luz del día en una playa abierta. Ni un sitio donde esconderse —miró a su alrededor desesperadamente—. ¡Aquí! Ya no se me ve.

De repente se volvió y fue a darse de bruces contra el electroimán grande, con tanta fuerza que, como descubrimos después, se hizo serias magulladuras en los hombros y la mandíbula. Al hacerlo retrocedió un paso y gritó casi sollozando:

—¡Santo cielo! ¿Qué me ha pasado?

Estaba de pie, pálido de terror y temblando violentamente, con el brazo derecho apretando el izquierdo en la parte golpeada contra el imán.

Por entonces yo estaba excitado y bastante asustado.

—Davidson —le dije—, no temas.

Mi voz le sorprendió, pero no tan exageradamente como antes. Repetí las palabras en el tono más claro y firme que pude.

—Bellows —preguntó—, ¿eres tú?

—¿No ves que soy yo?

Se rió.

—No puedo verme ni siquiera a mí mismo. ¿Dónde diablos estamos?

—Aquí —le respondí—, en el laboratorio.

—¡El laboratorio! —exclamó en tono perplejo llevándose la mano a la frente—. Estaba en el laboratorio hasta que brilló aquel relámpago, pero que me cuelguen si estoy allí ahora. ¿Qué barco es ése?

—No hay ningún barco —le dije—, sé razonable, amigo.

—¡Ningún barco! —repitió, y pareció olvidarse sin más de mi negativa.

—Supongo —dijo despacio— que estamos los dos muertos. Pero lo extraño es que me siento exactamente igual que si tuviera un cuerpo. Uno no se acostumbra de inmediato, me imagino. El viejo barco fue alcanzado por el rayo, supongo. Algo muy rápido, ¿eh, Bellows?

—No digas tonterías. Estás tan vivo como el que más. Estás en el laboratorio diciendo disparates. Acabas de hacer pedazos un electrómetro nuevo. No te envidio cuando llegue Boyce.

Apartó de mí la mirada y la fijó en los diagramas de criohidratos.

—Debo de estar sordo —dijo—; han disparado un cañón, porque ahí va la nubecilla de humo y yo no he oído ni un ruido.

Le puse de nuevo la mano en el hombro y esta vez se alarmó menos.

—Parece que tenemos una especie de cuerpos invisibles —comentó—. ¡Por Júpiter! Hay un bote que viene por detrás del promontorio. Esto es casi como la vida anterior, después de todo, aunque en un clima diferente.

Le sacudí el brazo.

—¡Davidson —grité—, despierta!

Fue entonces cuando entró Boyce. Tan pronto como habló, Davidson exclamó:

—El viejo Boyce, ¡muerto también! ¡Qué divertido!

Me apresuré a explicar que Davidson estaba en una especie de trance sonámbulo y Boyce se interesó al instante. Los dos hicimos lo que pudimos para sacarle de aquel estado singular. Él respondía a nuestras preguntas y, a su vez, nos hacía otras, pero su atención parecía dominada por la alucinación sobre una playa y un barco. Seguía interpolando observaciones referentes a un bote y a los pescantes, y a las velas henchidas por el viento. Oírle decir cosas semejantes en aquel oscuro laboratorio le hacía a uno sentirse raro.

Estaba ciego y desvalido. Tuvimos que caminar con el por el pasillo, sujetándolo a cada lado hasta el despacho de Boyce, y mientras Boyce charlaba allí con el, bromeando sobre la idea del barco, yo fui por el corredor a pedir al viejo Wade que viniera a verlo. La voz de nuestro decano le serenó un poco, pero no mucho. Le preguntó dónde tenía las manos, y por qué tenía que caminar con tierra hasta la cintura. Wade reflexionó sobre él durante un buen rato —ya sabéis cómo frunce el ceño—, y luego le hizo tocar el sofá llevándole las manos.

—Es un sofá —dijo Wade—. El sofá del despacho del profesor Boyce. Relleno con crines de caballo.

Davidson lo palpó, se extrañó, y a continuación respondió que podía sentirlo perfectamente, pero que no podía verlo.

—¿Qué ves? —preguntó Wade.

Davidson dijo que no podía ver más que cantidad de arena y conchas rotas. Wade le dio a tocar otras cosas, diciéndole lo que eran y observándolo atentamente.

—El barco tiene el casco casi hundido —dijo al poco Davidson sin venir a cuento.

—No te preocupes por el barco —le dijo Wade—. Escúchame, Davidson, ¿sabes lo que significa alucinación?

—Más bien —respondió Davidson.

—Bueno, pues todo lo que ves son alucinaciones.

—Teorías del obispo Berkeley —observó Davidson.

—No me malinterpretes —explicó Wade—. Estás vivo y en el despacho de Boyce. Pero algo les ha sucedido a tus ojos. No puedes ver, puedes sentir y oír, pero no ver. ¿Me sigues?

—A mí me parece que veo demasiado —Davidson se frotó los ojos con los nudillos de la mano—. ¿Y bien? —preguntó.

—Eso es todo. No dejes que te aturda. Aquí Bellows y yo te llevaremos a casa en un taxi.

—Un momento —dijo Davidson pensativo—. Ayúdeme a sentarme —continuó de inmediato—; y ahora, siento molestarle, pero ¿quiere repetírmelo todo otra vez?

Wade se lo repitió con mucha paciencia. Davidson cerró los ojos y apretó las manos contra la frente.

—Sí —dijo—. Es verdad. Ahora, con los ojos cerrados, sé que tiene razón. Éste eres tú, Bellows, que estás sentado junto a mí en el sofá. Estoy en Inglaterra de nuevo. Y estamos a oscuras.

Luego abrió los ojos.

—Y ahí —continuó— está justo saliendo el sol, y las vergas del barco, y un mar ondulante y un par de pájaros volando. Nunca vi algo tan real. Y estoy sentado en un banco de arena cubierto hasta el cuello.

Se inclinó hacia adelante tapándose la cara con las manos. Después abrió los ojos de nuevo.

—¡Tenebroso mar y salida del sol! ¡Y sin embargo estoy sentado en un sofá en el despacho del viejo Boyce! ¡Que Dios me ayude!

Ése fue sólo el comienzo, pues la extraña afección de los ojos de Davidson continuó sin remitir durante tres semanas. Era mucho peor que estar ciego. Se encontraba absolutamente desvalido: había que darle de comer como a un pájaro recién salido del cascarón, ayudarle a caminar y desvestirlo. Si intentaba moverse tropezaba contra las cosas o se daba contra las paredes o las puertas. Pasado un día más o menos se acostumbró a oír nuestras voces sin vernos, y de buena gana admitía que estaba en casa y que Wade tenía razón en lo que le había dicho. Mi hermana, con la que estaba prometido, insistía en venir a verlo, y todos los días se pasaba horas sentada mientras el hablaba de aquella playa suya. Estrechar su mano parecía darle un gran consuelo. Contaba que cuando salimos de la escuela en dirección a su casa —él vivía en Hampstead—, le pareció como si lo estuviéramos llevando por una montaña de arena —todo estaba completamente oscuro hasta que emergió de nuevo—, y atravesando rocas, árboles y obstáculos sólidos, y cuando le subieron a su habitación estaba aturdido y casi frenético de miedo a caerse, porque subir al piso de arriba era como levantarlo treinta o cuarenta pies por encima de las rocas de su isla imaginaria. Repetía una y otra vez que rompería todos los huevos. Al final hubo que bajarlo a la sala de consulta de su padre y acostarlo en un sofá que había allí.

Describía la isla como un lugar desértico en su conjunto, con muy poca vegetación, excepto algo de turba, y llena de rocas desnudas. Había multitud de pingüinos, lo que hacía las rocas más blancas y desagradables a la vista. El mar estaba encrespado a menudo, y una vez hubo una tormenta y él se resguardó y gritaba a los relámpagos silenciosos. Una o dos veces las focas se detuvieron en la playa, pero sólo durante los dos o tres primeros días. Dijo que resultaba muy divertida la manera en que los pingüinos solían moverse atravesándolo, y cómo él parecía estar entre ellos sin molestarlos.

Recuerdo algo raro que sucedió cuando le entraron unas ganas desesperadas de fumar. Le pusimos una pipa en las manos, casi se saca un ojo con ella, y la encendió. Pero no le sabía a nada. Desde entonces he descubierto que a mí me ocurre lo mismo, no sé si se trata de un caso habitual, y es que no disfruto del tabaco en absoluto si no veo el humo.

Pero el aspecto más curioso de su alucinación se presentó cuando Wade mandó sacarle en una silla de ruedas para que respirase aire puro. Los Davidson alquilaron una silla y consiguieron que aquel criado suyo, sordo y obstinado, Widgery, se hiciera cargo de ella. Widgery tenía ideas muy particulares sobre las expediciones saludables. Mi hermana, que había estado en casa de los Dog, se los encontró en Camden Town, en dirección a King's Cross; Widgery trotando complacientemente y Davidson visiblemente angustiado, intentando, a su manera ciega y débil, atraer la atención de Widgery.

Se echó realmente a llorar cuando mi hermana le habló.

—¡Oh, sácame de esta oscuridad horrible! —gritó buscando a tientas su mano—. Tengo que librarme de ella o moriré.

Fue completamente incapaz de explicar lo que pasaba, pero mi hermana decidió que debía volver a casa, y al poco tiempo, según subían la cuesta hacia Hampstead, parecía que la sensación de horror le iba desapareciendo. Dijo que era bueno ver las estrellas de nuevo, aunque entonces era casi mediodía y el cielo deslumbraba.

—Parecía —me contó después— como si me estuvieran llevando irresistiblemente hacia el agua. Al principio no estaba muy alarmado. Por supuesto que allí era de noche, una noche maravillosa.

—¿Por supuesto? —le pregunté, porque me sorprendió una afirmación tan rara.

—Por supuesto —contestó—. Siempre es de noche allí cuando aquí es de día… Bueno, nos metimos directamente en el agua que estaba en calma y brillaba a la luz de la luna, sólo una ligera ondulación que parecía hacerse más débil y más plana cuando entramos. La superficie brillaba como la piel, debajo podría estar el espacio vacío por más que sabía que no era verdad. Muy despacio, puesto que entraba al través, el agua me llegó a los ojos. Luego me sumergí y la piel pareció romperse y cicatrizar de nuevo en torno a los ojos. La luna dio un quiebro allá en el cielo y se volvió verde y borrosa, y los peces, que brillaban débilmente, se precipitaban a mi alrededor, y también cosas que parecían estar hechas de cristal luminoso, y atravesé una maraña de algas marinas que resplandecían con un brillo graso. De esta forma me fui adentrando en el mar, y las estrellas desaparecieron una a una, y la luna se tornó más verde y oscura, y las algas marinas cambiaron a un luminoso color rojo púrpura. Todo era tenue y misterioso, y parecía que todas las cosas temblaban. Y mientras tanto podía oír los chirridos de la silla de ruedas, y las pisadas de la gente que pasaba y a un vendedor de periódicos voceando a lo lejos el especial de la revista
Pall Mall
.

Continué sumergiéndome más y más en las profundidades marinas. A mi alrededor la oscuridad se volvió negra como la tinta, ni un rayo de luz celeste penetraba aquellas tinieblas, y las cosas fosforescentes brillaban cada vez más. Las serpentinas ramas de las algas más profundas flameaban como las llamas de lámparas de alcohol. Los peces venían hacia mí con la mirada fija y la boca abierta, y se metían dentro de mí y me atravesaban. Jamás había imaginado peces semejantes. Tenían líneas de fuego a lo largo de los costados como si los hubieran marcado con un lápiz luminoso. Y había una cosa horrible que nadaba hacia atrás con muchos brazos que se enroscaban. Y luego, dirigiéndose hacia mí muy despacio a través de la oscuridad, vi una brumosa masa de luz que al acercarse resultó ser una multitud de peces que forcejeaban y se lanzaban sobre algo que flotaba. Me dirigí directamente hacia ello y pronto vi, en medio del tumulto y a la luz de los peces, un trozo de mástil astillado flotando ominoso sobre mí, un oscuro casco de barco ladeándose, y unas formas con luz fosforescente que se agitaban y contorsionaban cuando los peces las mordían. Fue entonces cuando comencé a intentar atraer la atención de Widgery. El horror me sobrecogió. ¡Uf? ¡Me habría metido directamente en esas cosas medio comidas de no llegar tu hermana! Les habían hecho grandes agujeros, Bellows, y mejor no pensarlo. ¡Pero fue horrible!

Durante tres semanas permaneció Davidson en este singular estado, viendo lo que entonces nosotros imaginábamos un mundo totalmente fantasmagórico, y completamente ciego para el mundo que le rodeaba. Luego, un martes, cuando fui a verlo, me encontré en el pasillo al viejo Davidson.

—¡Puede ver su pulgar! —me dijo en pleno arrebato el buen señor que forcejeaba para ponerse el abrigo—. ¡Puede ver su pulgar, Bellows! —repitió con lágrimas en los ojos—. El muchacho se pondrá bien.

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