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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (32 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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Y después de lo que le pareció un rato larguísimo Ugh-lomi reapareció sobre el montículo y volvió hasta Eudena, triunfante y jadeando mucho. Ella estaba en pie con el pelo por los ojos, la cara encendida y el hacha manchada de sangre en la mano, en el lugar donde la tribu la había ofrecido como sacrificio al león.

—¡Guau! —gritó Ugh-lomi al verla, con la cara iluminada con la camaradería de la batalla, y ondeó la nueva maza, ahora de color rojo y con pelos, y a la vista de su cara resplandeciente ella relajó algo su postura tensa y siguió en pie llorando de alegría.

Ugh-lomi tuvo una extraña e inexplicable punzada al ver sus lágrimas, pero gritó solamente «¡Guau!» aún más alto y agitó el hacha de este a oeste. La llamó varonilmente para que le siguiera, se dio la vuelta y se dirigió al campamento a grandes zancadas balanceando la maza en la mano como si nunca hubiera dejado la tribu, y ella dejó de llorar y le siguió rápidamente como debe hacerlo una mujer.

Así que Ugh-lomi y Eudena volvieron al campamento del que habían marchado muchos días antes huyendo de Uya y, esparcidos por él, estaban los restos medio comidos de un ciervo, igual que lo habían estado antes de que Ugh-lomi fuera un hombre y Eudena una mujer. Y Ugh-lomi se sentó para comer con Eudena a su lado como un hombre y el resto de la tribu los miraba desde escondrijos seguros. Y después de un rato una de las niñas mayores volvió tímidamente, llevando a la pequeña Si en los brazos, y Eudena las llamó por su nombre y les ofreció comida. Pero la niña mayor estaba asustada y no se acercaba, aunque Si forcejeaba por ir hacia Eudena. Después, cuando Ugh-lomi hubo comido, se sentó dando cabezadas y por fin se durmió, y despacio los otros salieron de sus escondrijos y se acercaron. Y cuando Ugh-lomi se despertó, salvo porque no se veían hombres, parecía como si nunca hubiera dejado la tribu.

Pues bien, hay una cosa extraña, pero cierta: que a lo largo de su lucha Ugh-lomi había olvidado que era cojo, y no era cojo, y después de descansar, ¡atención!, era cojo y siguió siéndolo hasta el fin de sus días.

Piel-de-gato, el segundo pelirrojo y Wau-Hau, que tallaba pedernales hábilmente como su padre lo había hecho antes que él, huyeron de Ugh-lomi y nadie supo dónde se escondían. Pero dos días después vinieron y acamparon a bastante distancia del montículo entre los helechos bajo los castaños y observaron. La rabia de Ughlomi había pasado. Se puso en movimiento contra ellos, pero se detuvo y a la puesta del sol se marcharon. Aquel día también encontraron a la anciana entre los helechos donde Ugh-lomi había tropezado con ella cuando perseguía a Wau-Hau. Estaba muerta y más fea que nunca, pero completa. Los chacales la habían probado y la habían dejado —siempre fue una vieja sorprendente.

Al día siguiente los tres hombres volvieron y acamparon más cerca, y Wau-Hau tenía dos conejos que mostrar y el pelirrojo una paloma torcaz y Ugh-lomi, de pie delante de las mujeres, se burlaba de ellos.

Al otro día se sentaron todavía más cerca, sin piedras ni palos, y con las mismas ofrendas, y Piel-de-gato tenía una trucha. Era raro que los hombres pescaran en aquellos tiempos, pero Piel-de-gato permanecía silencioso en el agua durante horas y los cogía con la mano. Y al cuarto día Ugh-lomi consintió a regañadientes que los tres volvieran en paz al campamento con la comida que tenían. Ughlomi comió la trucha. Desde entonces, durante muchas lunas, Ughlomi fue el jefe e impuso su voluntad sin resistencia alguna. Y con el tiempo lo mataron y comieron del mismo modo que a Uya.

UNA HISTORIA DE TIEMPOS FUTUROS
I

La cura para el amor

El señor Morris, persona excelente, era inglés y vivía en tiempos de la reina Victoria la Buena. Era hombre próspero y sensato. Leía el
Times
e iba a la iglesia, y, al acercarse a la madurez, los rasgos de su rostro adoptaron una expresión de tranquilo y satisfecho desprecio hacia todos aquellos que no eran como él. Era uno de esos que hacen todo lo que es correcto, apropiado y sensato con regularidad inevitable. Siempre vestía las prendas correctas y adecuadas siguiendo la estrecha senda entre la elegancia y el desaliño. Siempre apoyaba las obras benéficas convenientes, justo aquellas que representaban el compromiso juicioso entre la ostentación y la mezquindad, y nunca dejó de cortarse el pelo exactamente a la altura adecuada.

Poseía todo lo que era correcto y apropiado en un hombre de su posición, y no tenía nada que no fuera correcto y apropiado a su condición.

Entre otras posesiones correctas y apropiadas este señor Morris tenía esposa e hijos. Eran, desde luego, la clase de esposa correcta y la clase y cantidad adecuadas de hijos. No tenían nada de singular ni de frívolo que el señor Morris pudiera observar. Llevaban vestidos perfectamente correctos que de ninguna manera se podían considerar elegantes, ni higiénicos, ni caprichosos, sino solamente sensatos. Y vivían en una casa bonita y sensata del estilo reina Ana de imitación que estaba de moda en los últimos tiempos de la reina Victoria, con falsas maderas de yeso pintado color chocolate en los aguilones, falsos paneles de roble labrado de Licousta Walton, una terraza de terracotta imitando piedra, y cristales emplomados en la puerta principal. Los hijos fueron a buenos colegios y se dedicaron a profesiones respetables. Las hijas, a pesar de alguna fantástica rebeldía, se casaron todas con jóvenes ya maduritos, apropiados, formales y con buenas perspectivas. Y cuando fue adecuado y conveniente, el señor Morris murió. Su tumba de mármol era serenamente majestuosa, sin ninguna tontería artística ni inscripción laudatoria, tal y como mandaban los cánones de la época. Experimentó varios cambios siguiendo los hábitos aceptados en estos casos, y, mucho antes del comienzo de esta historia sus huesos se habían convertido en polvo y estaban esparcidos por los cuatro puntos cardinales. Y sus hijos y nietos y biznietos y tataranietos eran también polvo y cenizas y estaban igualmente diseminados por los cuatro vientos. Eso era algo que ni siquiera se imaginó… que llegaría un día en que sus tataranietos serían esparcidos a los cuatro vientos. Si alguien se lo hubiera sugerido le habría parecido mal, pues era una de esas personas respetables que no ponen interés ninguno en el futuro de la humanidad. Tenía, por supuesto, serias dudas de que fuera a haber algún futuro para la humanidad después de su muerte.

Parecía completamente imposible y carente de interés imaginar cualquier cosa que sucediera tras su muerte. Sin embargo las cosas son así, y cuando incluso su tataranieto estuvo muerto, enterrado y olvidado, cuando la casa con maderas de imitación hubo seguido el camino de todas las imitaciones y el
Times
había desaparecido y los sombreros de seda eran una antigüedad ridícula, y la piedra de majestuosa sencillez erigida en su memoria había sido quemada para hacer cal para mortero, y todo lo que el señor Morris había considerado real e importante se había marchitado y muerto, el mundo todavía seguía su camino y lo mismo hacía la gente, tan despreocupada e impaciente respecto del Futuro, o más aún, de todo lo que no fueran ellos mismos y sus propiedades, como lo había sido el señor Morris.

Y, cosa rara, y que habría provocado las iras del señor Morris si alguien se lo hubiera predicho, por todo el mundo se había esparcido una multitud de gente respirando el aliento de la vida y en cuyas venas fluía la sangre del señor Morris. Exactamente de la misma manera que algún día la vida que en estos momentos se acumula en el lector de este relato quizá sea también esparcida a lo largo y ancho del mundo, y mezclada con mil vetas ajenas sin que sea posible ni imaginarla ni rastrearla. Y entre los descendientes de este señor Morris hubo uno casi tan sensato y perspicaz como su antepasado. Tenía justo la misma hechura baja y robusta que aquel antepasado del siglo XIX del que descendía su apellido de Morris que él pronunciaba Mures. Tenía también la misma expresión medio despreciativa en el rostro. Era igualmente un hombre próspero, tal como andaban los tiempos, y no le gustaban ni las novedades ni las preocupaciones por el futuro ni por las clases bajas, igual que le había pasado al viejo Morris ancestral. No leía el
Times
— ni siquiera sabía que hubiera existido un periódico de ese nombre—, institución que había desaparecido en algún momento dado en aquel intervalo de años. Pero la máquina fonográfica que le hablaba mientras se aseaba por la mañana podía haber sido la voz del más famoso reportero del periódico cuando revisaba las noticias del mundo. Esta máquina fonográfica tenía el tamaño y la forma de un reloj holandés y en su parte delantera inferior llevaba indicadores barométricos que funcionaban por electricidad, un calendario, un reloj eléctrico y un notificador automático de citas, y donde había estado situado el reloj, estaba ahora la boca de una trompeta. Cuando tenía noticias la trompeta hacía glup, glup, como un pavo. Glup, glup, y luego voceaba su mensaje como lo haría una trompeta. Le contaría al señor Mures en plenos, ricos y roncos tonos los accidentes que durante la noche habían tenido las máquinas voladoras de pasajeros que hacían el servicio por todo el mundo, las últimas llegadas a los lugares turísticos de moda en el Tíbet, y mientras se vestía, todas las reuniones del día anterior de la gran compañía monopolista. Si a Mures no le apetecía oír lo que decía sólo tenía que tocar un botón, haría un pequeño ruido y hablaría de otra cosa.

Desde luego el atavío era muy diferente del de su antepasado. Es dudoso quién de los dos se habría sentido más conmocionado y dolorido al encontrarse en la ropa del otro. Mures desde luego habría preferido presentarse ante el mundo completamente desnudo antes que con el sombrero de seda, la levita, los pantalones grises y la cadena del reloj que en el pasado habían proporcionado sombría dignidad al señor Morris. Mures no tenía que estar afeitándose: hacía mucho tiempo que un hábil operador había extirpado todas las raíces del pelo de su rostro. Las piernas las llevaba envueltas en agradables prendas de color rosa y ámbar de un material hermético que, con la ayuda de una ingeniosa y diminuta bomba, hinchaba para sugerir unos músculos enormes. Por encima de esto llevaba también vestidos neumáticos debajo de una túnica de seda color ámbar de forma que estaba revestido de aire y admirablemente protegido contra repentinos extremos de calor o frío. Sobre la túnica echaba una capa escarlata con el borde curvado de forma fantástica. En la cabeza, que había sido hábilmente despojada de cualquier pizca de pelo, se ponía una agradable gorrita de un vivo color escarlata que se sostenía por succión, se inflaba con hidrógeno y curiosamente se parecía a la cresta de un gallo. De esa forma completaba su vestimenta y, consciente de estar sobria y convenientemente ataviado, se sentía dispuesto a enfrentarse a sus semejantes con la mirada tranquila.

Este Mures, el tratamiento de señor había desaparecido hacía años, era uno de los Síndicos del Monopolio de Ventiladores y Saltos de agua, la gran compañía que poseía todas las aspas eólicas y saltos de agua del planeta, y que canalizaba toda el agua y producía toda la energía eléctrica que la gente de esos tiempos necesitaba. Vivía en un vasto hotel cerca de esa parte de Londres llamada la Séptima Avenida, donde tenía aposentos muy amplios y cómodos en el piso decimoséptimo. Las casas y la vida familiar hacía mucho que habían desaparecido con el progresivo refinamiento de las costumbres y, desde luego, la constante alza de las rentas y de los costes del suelo, la desaparición de los sirvientes domésticos, la fabricación de las comidas habían hecho imposible el domicilio singular de los tiempos de la reina Victoria aun cuando alguno hubiera podido desear una soledad tan salvaje. Cuando su aseo estuvo completo fue hacia una de las dos puertas de su apartamento —había puertas en los extremos opuestos, cada una marcada con una flecha enorme indicando una dirección y la contraria—, tocó un botón para abrirla y salió a un amplio pasillo cuyo centro, con sillas, se movía a una velocidad constante hacia la izquierda. En algunas de esas sillas estaban sentados hombres y mujeres vestidos con colores alegres. Saludó con la cabeza a un conocido —en esos tiempos no estaba bien visto hablar antes del desayuno— y se sentó en una de las sillas y en pocos segundos había sido transportado a las puertas de un ascensor en el que descendió al vasto y espléndido salón en el que le servirían automáticamente el desayuno.

Era una comida muy diferente del desayuno victoriano. Las rudas masas de pan que había que cortar y untar con grasa animal para poder hacerlas apetitosas, los fragmentos todavía reconocibles de animales recientemente sacrificados, horriblemente cortados y chamuscados, los huevos retirados implacablemente de debajo de alguna gallina que se resistía… cosas semejantes que aunque constituían el pan de cada día en los tiempos victorianos no habrían despertado más que horror y repugnancia en las refinadas mentes de la gente de esa época. En su lugar había pastas y pasteles dulces, de un diseño agradable y abigarrado sin nada en el color o la forma que sugiriera los desgraciados animales de los que provenían sus jugos y sustancias. Se presentaban en pequeños platos que se deslizaban sobre un rail desde una pequeña caja a un extremo de la mesa. La superficie de la mesa, a juzgar por el tacto y la vista, le habría parecido a una persona del siglo xix que estaba cubierta con un fino damasco blanco, pero en realidad se trataba de una superficie metálica oxidada que se podía limpiar instantáneamente después de cada comida. Había cientos de tales mesitas en el salón y a la mayoría de ellas estaban sentados otros ciudadanos de la época solos o en grupos. Cuando Mures se sentó ante su elegante comida la orquesta invisible, que había estado descansando durante un intervalo, volvió y llenó el ambiente de música.

Pero Mures no desplegó ningún gran interés ni en el desayuno ni en la música. Pasaba la mirada incesantemente por el salón como si esperara a un invitado que se retrasaba. Por fin se levantó impaciente y saludó con la mano. Al mismo tiempo, al otro lado del salón apareció una figura alta y morena vestida de color amarillo y verde oliva. A medida que esta persona, que caminaba entre las mesas con medidos pasos, se acercaba, sé hacían patentes la pálida gravedad de su rostro y la infrecuente intensidad de sus ojos. Mures se volvió a sentar y apuntó a una silla junto a él.

—Temí que no viniera —observó Mures.

A pesar de los años pasados la lengua inglesa era todavía casi exactamente la misma que la que se hablaba en Inglaterra en tiempos de Victoria la Buena. La invención del fonógrafo y medios semejantes de registro de sonidos, y la gradual sustitución de los libros por tales aparatos no sólo habían salvado la vista humana del deterioro, sino que, gracias al establecimiento de una norma segura, también se había detenido el cambio de la pronunciación que hasta entonces había sido inevitable.

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