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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (28 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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Oscuras imaginaciones le corrían a Ugh-lomi por la cabeza mientras observaba —gracias a ellas dos conejos disfrutaban de una vida más larga. Y cuando dormía, su inteligencia se volvía más clara y atrevida, porque así ocurría en aquellos tiempos. Se acercaba a los caballos, soñaba y luchaba, piedra de matar contra cascos, pero entonces los caballos se convertían en hombres, o, al menos, en hombres con cabezas de caballo y se despertaba con un sudor frío de terror.

No obstante, al día siguiente por la mañana, mientras los caballos pastaban, una de las yeguas relinchó y vieron a Ugh-lomi acercándose con el viento. Todos dejaron de pastar y lo observaron. Ugh-lomi no iba hacia ellos, sino que cruzaba transversalmente el campo abierto sin mirar otra cosa en el mundo que no fueran los caballos.

Había puesto tres ramas de helecho en la maraña de pelo, lo que le daba una apariencia notable, y caminaba muy despacio.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó el caballo jefe, que era capaz, pero inexperto.

—Se parece más a la mitad delantera de un animal que a ninguna otra cosa en el mundo —opinó—. Patas delanteras y nada de cuartos traseros.

—Sólo es uno de esos monos rosados —explicó la yegua más vieja—. Son una especie de mono dé río. Son muy abundantes en los llanos.

Ugh-lomi continuó su avance transversal. A la yegua mayor la sorprendió la falta de motivo para sus procedimientos.

—¡Estúpido! —decidió la yegua mayor de forma rápida y concluyente, característica suya, y volvió a pastar.

El caballo jefe y la segunda yegua hicieron lo mismo.

—¡Mirad! Está más cerca —dijo el potro con un respingo.

Uno de los potros más jóvenes hizo movimientos nerviosos. Ughlomi se agachó y se sentó mirando a los caballos fijamente. Al poco rato estaba satisfecho de que no mostraran intención de lucha ni de hostilidad. Empezó a considerar el paso siguiente. Aunque llevaba el hacha con él no sentía ansias de matar, le dominaba el espíritu deportivo. Cómo iba uno a matar a una de esas criaturas —¡esas criaturas grandes y bellas!

Eudena, que lo observaba con medrosa admiración tapada por los helechos, lo vio al poco ir a cuatro patas y de esa guisa proseguir de nuevo. Pero los caballos le preferían bípedo a cuadrúpedo y el caballo jefe levantó la cabeza y dio orden de irse. Ugh-lomi pensó que se marchaban para siempre, pero después de un galope de unos minutos dieron la vuelta en una gran curva y le rodearon. Luego, como un levantamiento del terreno le ocultaba, siguieron, el caballo jefe al frente, y se acercaron a él en espiral.

Era tan ignorante de las posibilidades de los caballos, como éstos de las suyas. Y en este momento parecía que se echaba atrás. Sabía que este tipo de acecho impulsaría al ciervo y al búfalo a cargar si se persistía en él. En todo caso Eudena lo vio saltar y venir caminando hacia ella con las plumas de helecho en la mano.

Ella se puso en pie y él sonrió para mostrar que todo era una inmensa broma y que lo que había hecho era exactamente lo que había planeado hacer desde el mismísimo principio. Y así acabó aquel incidente. Pero estuvo muy pensativo todo aquel día.

Al día siguiente esta estúpida criatura parduzca de melena leonina, en lugar de ocuparse de pastar o cazar que era para lo que estaba hecha, estaba merodeando en torno a los caballos otra vez. La yegua mayor era toda silencioso desprecio.

—Supongo que quiere aprender algo de nosotros —dijo, y añadió—: Dejadle.

Al día siguiente estaba allí de nuevo.

El caballo jefe decidió que no pretendía nada en absoluto. Pero de hecho, Ugh-lomi, el primer hombre en sentir ese curioso embrujo del caballo que nos domina incluso hasta nuestros días, pretendía muchísimo.

Él los admiraba sin reservas. Había en él un rudimento de esnobismo, me temo, y quería estar cerca de estos animales bellamente curvados. Entonces abrigaba vagas ideas de matar. ¡Ojalá le dejaran acercarse! Pero ellos, como observó, ponían el límite en las cincuenta yardas. Si las sobrepasaba se alejaban, con dignidad. Supongo que fue la forma de cegar a Andú la que le hizo pensar en saltar a la espalda de uno de ellos. Pero aunque después de un tiempo también Eudena salía a campo abierto y practicaban cierto acecho discreto, las cosas terminaban ahí.

Más tarde, un día memorable, a Ugh-lomi se le ocurrió una idea nueva. Los caballos miran abajo y a su nivel, pero no miran arriba. Ningún animal mira hacia arriba (tienen demasiado sentido común). Era sólo esa fantástica criatura, el hombre, la que podía derrochar su ingenio en dirección al cielo. Ugh-lomi no hizo deducciones filosóficas, pero percibió que era así. De modo que pasó un aburrido día en un haya que estaba en campo abierto mientras Eudena acechaba. Generalmente los caballos iban a la sombra en las horas de calor del mediodía, pero ese día el cielo estaba nublado y no iban, a pesar de la solicitud de Eudena.

Fue dos días después cuando Ugh-lomi consiguió lo que deseaba. El día era abrasador y las moscas se multiplicaban e imponían. Los caballos dejaron de pastar antes de mediodía y se pusieron a la sombra debajo de él en parejas, hocico con cola, nerviosos.

El caballo jefe, por razón de su autoridad, fue el que más se acercó al árbol. Y de repente hubo un ruido de movimiento, un crujido, un golpe sordo… Luego el pedernal afilado lo golpeó en la mejilla. El caballo jefe tropezó, cayó sobre una rodilla, se puso en pie y salió disparado como el viento. El ambiente se llenó de un remolino de miembros, encabritarse de cascos y bufidos de alarma. Ugh-lomi salió lanzado un tercio de yarda en el aire, bajó de nuevo, arriba otra vez, su estómago fue golpeado violentamente y entonces se agarró a algo con las rodillas. Se encontró sujetándose con rodillas, pies y manos, corriendo violentamente y oscilando de forma extraordinaria en el aire —el hacha había ido a parar Dios sabe dónde.

—¡Agárrate fuerte! —dijo el padre instinto, y así lo hizo.

Sentía en la cara gran cantidad de pelo áspero, parte de él entre los dientes, y verde césped pasándole a toda velocidad por delante de los ojos. Vio los hombros del caballo jefe, vastos y lustrosos, con los músculos fluyendo rápidos bajo la piel. Se dio cuenta de que tenía los brazos rodeando el cuello del caballo y que las violentas sacudidas que experimentaba tenían una especie de ritmo.

Luego estaba en medio de una silvestre confusión de troncos de árboles y después había ramas de helechos y a continuación más césped. Luego una corriente con guijarros moviéndose precipitadamente, pequeños guijarros que salían disparados a uno y otro lado a través de la corriente por los golpes de los rápidos cascos. Ugh-lomi comenzó a sentirse terriblemente mareado y con vértigo, pero no era de los que abandonan sólo porque están incómodos.

No osó soltarse, pero trató de ponerse más cómodo. Deshizo su abrazo del cuello y en lugar de eso se agarró a las crines. Deslizó las rodillas hacia adelante y echándose hacia atrás vino a sentarse donde se ensanchan los cuartos traseros. Fue un trabajo nervioso, pero se las arregló y finalmente estaba bastante bien sentado a horcajadas, sin aliento, desde luego, e inseguro, pero en todo caso aliviado de aquel terrible batir de su cuerpo.

Lentamente, los fragmentos de la mente de Ugh-lomi fueron ordenándose de nuevo. La velocidad le parecía tremenda, pero una especie de exaltación estaba empezando a ahuyentar a los primeros terrores frenéticos. El aire pasaba veloz, dulce y maravilloso, el ritmo de los cascos cambiaba y se rompía y volvía a restablecerse de nuevo. Estaban ahora sobre césped, un amplio claro —las hayas a cien yardas de distancia por ambos lados con una suculenta franja de verde tachonada de flores color rosa y salpicada aquí y allá de plateadas aguas que bajaba serpenteando por el medio. Lejos —muy lejos— se avistaba un valle azul. Aumentó la exaltación. Era la primera vez que un humano saboreaba la velocidad.

Después vino un amplio espacio moteado de gamos que huían esparciéndose por aquí y por allí, y luego una pareja de chacales que, confundiendo a Ugh-lomi con un león, vinieron apresuradamente tras él. Cuando vieron que no era un león siguieron todavía por curiosidad. Allá continuaba galopando el caballo, con la única idea de escapar, y tras él los chacales con las orejas estiradas haciendo observaciones en rápidos ladridos.

—¿Quién mata a quién? —preguntó el primer chacal.

—Es el caballo al que matan —respondió el segundo.

Dieron un aullido de continuar y el caballo reaccionó como los caballos responden ahora a la espuela.

Allá siguieron precipitadamente, un pequeño tornado en el apacible día, espantando pájaros sobresaltados, lanzando como flechas a docenas de inesperados seres en busca de refugio, echando a volar a miríadas de indignadas moscas del estiércol, triturando florecillas que crecían contentas, a las que devolvían a su césped paterno. De nuevo árboles, luego chapoteo, cruzar chapoteando un torrente, después una liebre salió disparada de una mata de hierba bajo los mismísimos cascos del caballo jefe y los chacales los abandonaron atropelladamente. De esa manera entraron pronto otra vez en campo abierto, una ancha extensión de ladera con césped —las mismísimas llanuras de hierba que en la actualidad caen hacia el norte desde Epson Stand.

La primera reacción enérgica del caballo jefe hacía tiempo que se había agotado. Estaba bajando a un trote pausado y Ugh-lomi, aunque extraordinariamente magullado y completamente inseguro sobre el futuro, se encontraba en un estado de glorioso disfrute. Entonces se presentó una nueva fase. La velocidad se rompió otra vez, el caballo jefe dio la vuelta en una pequeña curva y se quedó clavado.

Ugh-lomi se puso alerta. Deseó haber tenido un pedernal, pero el pedernal arrojadizo que había llevado en una correa alrededor de la cintura, igual que el hacha. Dios sabía dónde estaba. El caballo jefe volvió la cabeza y Ugh-lomi se percató de un ojo y de dientes. Movió rápidamente la pierna a una posición segura y con el puño golpeó al caballo en la mejilla. Después la cabeza desapareció aparentemente de la existencia echándose hacia abajo y el lomo sobre el que estaba sentado se elevó como una bóveda. Ugh-lomi volvió de nuevo al puro instinto —estrictamente prensil. Se agarró con rodillas y pies, y la cabeza pareció deslizarse hacia el césped. Tenía los dedos apretados a la greña de crines y el áspero pelo del caballo le salvó.

La pendiente en la que estaba descendió otra vez y luego —¡Ahexclamó Ugh-lomi atónito y la inclinación se hallaba por el otro lado. Pero Ugh-lomi estaba mil generaciones más próximo a los orígenes que el hombre: ningún mono podía haber aguantado mejor. Y el león había entrenado al caballo durante incontables generaciones contra las tácticas de revolcarse y ponerse otra vez de manos. Pero pateaba como un jefe y se ponía de manos con bastante pulcritud. En cinco minutos Ugh-lomi vivió toda una vida. Estaba seguro de que, si desmontaba, el caballo le mataría.

Luego el caballo jefe decidió atenerse de nuevo a sus viejas tácticas y de repente salió al galope. Se dirigió ladera abajo tomando los sitios escarpados de una acometida, sin torcer ni a la izquierda ni a la derecha, y, según bajaban, la ancha extensión del valle desapareció de la vista detrás de las escaramuzas de robles y espinos que se aproximaban. Bordearon un agujero repentino con el charco de un manantial, tupidos hierbajos y arbustos plateados. El suelo se tornó más suave y la hierba más alta, y por la derecha y por la izquierda aparecían dispersos arbustos de espino, todavía salpicados de flores tardías.

Pronto los arbustos fueron tupiéndose hasta que azotaban al jinete que pasaba, y pequeños destellos y gotas de sangre aparecieron en caballo y jinete. Luego el camino se abrió de nuevo. Entonces ocurrió una aventura maravillosa. Un repentino chillido de desaforada ira salió de entre los arbustos, el chillido de alguna criatura amargamente agraviada. Y arrasando tras ellos apareció una gran figura azul-gris. Era Yaaa, el rinoceronte de cuerno grande, en uno de esos ataques de furia típicos suyos, cargando a toda velocidad, como lo hacen los de su especie. Le habían sobresaltado cuando comía, y alguien, no importaba quién, tenía que ser pisoteado y abierto en canal por ello. Les atacaba por la izquierda con el malvado ojillo rojo, el gran cuerno bajado y el rabo como un banderín por detrás.

Durante un minuto Ugh-lomi estuvo pensando en deslizarse y escurrir el bulto, y luego, ¡atención!, el picado de los cascos se hizo más rápido y el rinoceronte con sus cortas y presurosas patitas parecía desaparecer por el rabillo del ojo de Ugh-lomi. En dos minutos atravesaban los arbustos de espino y salían a campo abierto a toda prisa. Durante un rato pudo oír los pesados pasos del perseguidor alejándose detrás de él, y entonces fue igual que si Yaaa no hubiera perdido los estribos, como si Yaaa no hubiera existido jamás. La marcha no desfallecía, cabalgaron y siguieron cabalgando.

Ugh-lomi estaba ahora exultante. Exultar en esos tiempos era insultar.

—¡Ya-ha! ¡Narizotas! —dijo tratando de estirar el cuello hacia atrás para ver algún remoto rastro del perseguidor.

—¿Por qué no llevas tu piedra de matar en el puño? —concluyó con un alarido frenético.

Pero aquel alarido fue desafortunado, pues produciéndose junto al oído del caballo y siendo totalmente inesperado, sobresaltó extraordinariamente al semental. Se espantó violentamente. Ugh lomi súbitamente se encontró incómodo de nuevo. Notó que colgaba del caballo por un brazo y una rodilla.

El resto de la cabalgada fue honroso, pero desagradable. Lo que se veía era principalmente el cielo azul e iba combinada con las sensaciones físicas más desagradables. Finalmente un arbusto de espino le azotó y se soltó.

Golpeó el suelo con la mejilla, con el hombro y luego, después de un complicado movimiento extraordinariamente rápido, golpeó otra vez con el extremo de la columna vertebral. Vio como chapoteos y chispas de luz y de color. El suelo parecía que rebotaba igual que lo hacía el caballo. Entonces observó que estaba sentado en el césped a seis yardas más allá del arbusto. Delante de el había un espacio con hierba que crecía cada vez más verde y unos cuantos seres humanos a lo lejos, y el caballo estaba dando la vuelta a todo galope a bastante distancia por la derecha.

Los seres humanos estaban en la orilla opuesta del río, algunos todavía en el agua, pero todos huían corriendo todo lo que podían. La aparición del monstruo que se hizo pedazos no era la clase de novedad que les interesaba. Durante todo un minuto Ugh-lomi estuvo sentado mirándolos con un espíritu puramente espectador, el recodo del río, la loma entre los juncos y los helechos reales, las delgadas columnas de humo ascendiendo al cielo le eran todos plenamente familiares. Era el lugar de acampada de los hijos de Uya, de Uya, de quien había huido con Eudena y a quien había atacado en los bosques de castaños y matado con la Primera Hacha.

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