Read El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo Online

Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (27 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
13.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Por fin Ugh-lomi se levantó como alguien que ha tomado una decisión. Volvieron hacia el barranco, Eudena pegada a él, y juntos escalaron hasta el saliente. Cogieron la piedra del fuego y un pedernal y luego Ugh-lomi bajó al pie del acantilado con mucho cuidado y encontró el hacha. Volvieron al acantilado tan silenciosamente como pudieron y con paso enérgico se pusieron en marcha. El saliente ya no era un hogar con semejantes visitas en el vecindario. Ugh-lomi llevaba el hacha y Eudena la piedra del fuego. Así de sencilla era una mudanza paleolítica. Marcharon corriente arriba, aunque eso les podía llevar a la mismísima guarida del oso de las cavernas, porque no había otro camino que tomar. Corriente abajo estaba la tribu, y ¿no había Ugh-lomi matado a Uya y a Wau? Junto a la corriente tenían que mantenerse a causa de la bebida. Así que marcharon entre las hayas con el desfiladero haciéndose más profundo hasta que el río corría en rápidos llenos de espuma a quinientos pies por debajo de ellos. De todas las cosas cambiantes en este mundo de cambios los cursos de los ríos de los valles profundos son lo que menos cambia. Era el río Wey, el río que hoy conocemos, y ellos andaban por los mismísimos lugares donde hoy se alzan los pequeños Guildford y Godalming —los primeros seres humanos que vinieron a esta tierra. Una vez un mono gris parloteó y desapareció, y por todo el borde del acantilado, vasto y uniforme, se extendía la pista del gran oso de las cavernas.

Después el rastro del oso se apartaba del acantilado, indicando, pensó Ugh-lomi, que venía de algún lugar a la izquierda, y siguiendo por el borde del acantilado pronto llegaron a un extremo. Se encontraron mirando hacia abajo a un gran espacio semicircular producido por el colapso del acantilado que se había desplomado justo por el medio del desfiladero, obligando al agua de la parte superior de la corriente a volver hacia atrás a un charco que rebosaba y se desbordaba en un rápido.

El desprendimiento había ocurrido hacía mucho tiempo. Tenía hierba por encima, pero la cara de los acantilados que se erguían en torno al semicírculo tenía todavía un aspecto casi fresco y blanco como en el día en que la roca debió de haberse fracturado y desprendido. Completamente negras y al descubierto a los pies de estos acantilados, se hallaban las bocas de varias cavernas. Y según estaban allí mirando el lugar, poco dispuestos a bordearlo porque pensaban que la guarida de los osos estaba por algún sitio a la izquierda en la dirección que ellos tenían que tomar necesariamente, vieron súbitamente primero un oso y después dos que subían por la pendiente con hierba de la derecha cruzando el anfiteatro hacia las cavernas. Andú era el primero, cojeaba un poco de la pata delantera y tenía un aire abatido, y la osa venía arrastrándose detrás.

Eudena y Ugh-lomi retrocedieron del acantilado hasta que pudieron ver sólo a los osos por encima del borde. Entonces Uglilomi se detuvo. Eudena le tiró del brazo, pero él se volvió con un gesto de prohibición y ella dejó caer el brazo. Ugh-lomi estuvo observando a los osos con el hacha en la mano hasta que hubieron desaparecido dentro de la cueva. Gruñó suavemente y agitó el hacha a las ancas de la osa que se alejaba. Luego, para terror de Eudena, en lugar de marcharse sigilosamente con ella, se tumbó en el suelo y avanzó a rastras hasta una posición desde la que podía ver la cueva. ¡Eran osos, y él lo hacía con tanta calma como si fueran conejos lo que observaba!

Yacía quieto, como un leño desnudo, moteado por el sol, a la sombra de los árboles. Estaba pensando. Y Eudena había aprendido ya de niña que cuando Ugh-lomi se quedaba quieto de esa manera con la mandíbula sobre el puño pronto empezaban a suceder cosas novedosas.

Pasó una hora pensando. Era mediodía cuando los dos pequeños salvajes lograron encontrar el camino hacia la cresta del acantilado que sobresalía por encima de la cueva de los osos, y toda la larga tarde lucharon desesperadamente con una gran piedra caliza haciéndola rodar sin otra ayuda que sus robustos músculos desde el barranco donde estaba colgada como un diente suelto hacia la parte superior del acantilado. Medía sus dos buenas yardas y en altura le llegaba a Eudena a la cintura, de ángulos obtusos y dentada con pedernales. Cuando se puso el sol estaba colocada a tres pulgadas del borde por encima de la cueva del gran oso de las cavernas.

En la cueva la conversación languidecía durante aquella tarde. La osa dormitaba de mal humor en su rincón —pues le gustaba el cerdo y el mono— y Andú estaba ocupado lamiendo el costado de su garra y untándose la cara para enfriar el escozor y la inflamación de sus heridas. Después fue a sentarse justo a la entrada de la cueva, pestañeando al sol vespertino con el ojo sano y pensando.

—Nunca estuve tan asustado en mi vida —dijo finalmente—. Son las bestias más extraordinarias. ¡Atacarme a mí!

—No me gustan —dijo la osa desde atrás en la oscuridad.

—Jamás vi un tipo de bestia más endeble. No sé adónde va a ir a parar el mundo. Áspera, de piernas flacuchas… Me pregunto cómo mantendrán el calor en invierno.

—Lo más probable es que no lo mantengan —intervino la osa.

—Supongo que es una especie de mono que ha salido mal.

—Es una mutación —explicó la osa.

Hubo una pausa.

—La ventaja que tuvo fue puramente accidental —reflexionó Andú—. Estas cosas suceden a veces.

—No entiendo por qué no lo dejas ya —opinó aburrida la osa.

El tema había sido discutido antes y zanjado, por eso Andú, que era un oso con experiencia, se quedó silencioso un rato. Después retomó el asunto desde un ángulo diferente.

—Tiene una especie de garra, una garra larga que parecía estar primero en una pata y después en la otra. Sólo una garra. Son cosas muy raras. También esa cosa brillante que parecía que tenían… semejante al resplandor que aparece en el cielo con la luz del día… sólo que salta por ahí… realmente merece la pena verlo. Es una cosa con raíz, además, como la hierba cuando hace viento.

—¿Muerde? —preguntó la osa—. Si muerde no puede ser una planta.

—No… No se —respondió Andú—. Pero es curioso de todas formas.

—¿Sabrán bien? —preguntó la osa.

—Parece que sí —respondió Andú con apetito, pues el oso de las cavernas, como el oso polar, era un carnívoro incurable, nada de raíces ni de miel para él.

Los dos osos estuvieron meditabundos durante un rato. Luego Andú volvió a los sencillos cuidados de su ojo. La luz del sol en lo alto de la verde ladera delante de la entrada de la cueva adquirió un tono cada vez más cálido, hasta que fue de un ámbar rojizo.

—Cosa curiosa… el día —opinó el oso de las cavernas—. Tenemos demasiado con mucho, me parece a mí. Completamente inadecuado para cazar. Siempre me deslumbra. De día no huelo ni la mitad de bien.

La osa no respondió, pero de la oscuridad llegó un acompasado ruido de ronchar. Había cogido un hueso. Andú bostezó.

—Bueno —dijo.

Caminó hasta la boca de la cueva y sacó la cabeza supervisando el anfiteatro. Notó que tenía que girar completamente la cabeza para ver los objetos de su lado derecho. Sin duda aquel ojo estaría perfectamente al día siguiente.

Bostezó otra vez. Hubo un ruido por encima y una gran masa de caliza salió volando de la cara del acantilado, cayó a una yarda de sus narices y se fragmentó en una docena de pedazos desiguales. Le sobresaltó en extremo.

Cuando se hubo recuperado un poco del susto fue a oler por curiosidad los trozos representativos del caído proyectil. Tenían un aroma característico que extrañamente recordaba a los dos animales parduscos del saliente. Se sentó y escarbó el trozó más grande, y caminó a su alrededor varias veces, tratando de encontrar un hombre por allí en algún sitio…

Cuando llegó la noche bajó por la garganta del río para ver si podía terminar con cualquiera de los ocupantes. El saliente estaba vacío, no había señales de la cosa roja, pero como estaba bastante hambriento no se entretuvo mucho aquella noche, sino que se apresuró a dar con una cría de ciervo. Se olvidó de los animales parduscos. Encontró un cervato, pero la cierva estaba muy cerca y presentó una fea batalla por su cría. Andú tuvo que dejar al cervato, pero como a la madre le hervía la sangre siguió con el ataque y por fin el consiguió darle un zarpazo en el hocico y la agarró. Más carne, pero menos delicada, y la osa, que la seguía, cobró su parte. La tarde siguiente, cosa curiosa, cayó la mismísima réplica de la primera roca blanca y se hizo pedazos de la misma manera.

La puntería de la tercera, que cayó la noche después, fue, sin embargo, mejor. Golpeó el cráneo poco especulativo de Andú con un crujido que hizo eco acantilado arriba, y los fragmentos blancos fueron bailando por todos los puntos cardinales. La osa, que le seguía, le olió con curiosidad, le encontró tumbado en una extraña actitud, con la cabeza húmeda y completamente deformada. Era una osa joven e inexperta, y después de haberle olido algún tiempo y de lamerle un poco y todo eso decidió dejarle hasta que se le hubiera pasado aquel extraño humor y se fue a cazar sola.

Buscó a la cría de la cierva que habían matado dos noches antes y la encontró. Pero era solitario cazar sin Andú y volvió hacia la cueva antes del amanecer. El cielo estaba gris y nublado, los árboles desfiladero arriba eran negros y desconocidos y en su mente de osezno tuvo una oscura sensación de acontecimientos extraños y tristes. Elevó la voz y llamó a Andú por su nombre. Las paredes del desfiladero le repitieron el eco.

Cuando se acercaba a las cuevas vio en la semioscuridad y oyó a una pareja de chacales que marchaban corriendo, e inmediatamente después una hiena aulló y una docena de torpes moles subían pesadamente por la ladera y se detuvieron a dar alaridos de desprecio.

—Señor de las rocas y de las cavernas… ¡Ya-ha! —bajaban con el viento.

La sombría sensación en la mente de la osa se tornó súbitamente aguda. Cruzó el anfiteatro arrastrando las patas.

—¡Ya-ha! —aullaban las hienas en retirada—. ¡Ya-ha!

El oso de las cavernas no yacía exactamente en la misma posición porque las hienas habían estado ocupadas y en un sitio las costillas aparecían blancas. Punteando el césped a su alrededor estaban los machacados fragmentos de las tres grandes piedras de caliza. El aire rezumaba un olor a muerte.

La osa se quedó paralizada. Que el grande y maravilloso Andú estuviera muerto era algo que ni ahora podía creer. Luego oyó arriba a lo lejos un sonido, un sonido raro, algo parecido al grito de una sirena pero más denso y bajo de tono. Miró hacia arriba, los ojillos cegados por la aurora que veían poco, los agujeros del hocico estremecidos. Y allá, en el borde del acantilado, muy distantes por encima de ella, destacándose contra el rosa brillante de la aurora había dos cosas, redondas, pequeñas y oscuras, las cabezas de Eudena y Ugh-lomi que se mofaban de ella a gritos. Y aunque no podía ver con claridad podía oír y oscuramente comenzó a comprender. Una novedosa sensación como de extraños males le oprimió el corazón.

Comenzó a examinar los rotos fragmentos de caliza en torno de Andú. Durante un rato se quedó quieta mirando a su alrededor y haciendo un sonido bajo y continuo que era casi un gemido. Luego volvió incrédula a Andú para hacer un último esfuerzo por levantarlo.

III

El primer jinete

En los tiempos anteriores a Ug-lomi había pocos problemas entre los caballos y los hombres. Vivían aparte, los humanos en las ciénagas y los matorrales de los ríos, los caballos en las amplias, herbosas tierras altas entre los castaños y los pinos. A veces un poni venía erráticamente a atascarse a las ciénagas para servir de comida cortada a pedernal. A veces la tribu encontraba uno que había sido presa de un león, espantaba a los chacales y lo festejaba con entusiasmo mientras el Sol estaba alto.

Estos caballos de los tiempos primitivos eran torpes de espolón, de color pardo, con rabo basto y cabeza grande. Venían todas las primaveras al país en dirección noroeste después de las golondrinas y antes que los hipopótamos, cuando la hierba en las anchas extensiones de las tierras bajas crecía alta. Llegaban en pequeños grupos para entonces, cada manada un semental y dos o tres yeguas y un potro o así, y ocupaban su propia extensión de territorio, y marchaban de nuevo cuando los castaños estaban amarillos y los lobos bajaban de las montañas de Wealden.

Tenían por costumbre pastar fuera en campo abierto, poniéndose a cubierto sólo en las horas de más calor. Evitaban las largas extensiones de espinos y hayas, prefiriendo los grupos aislados de árboles libres de emboscadas, así que era difícil acercarse a ellos. No eran luchadores, sus dientes y talones eran para pelear entre ellos, pero en terreno abierto, una vez sobresaltados, ningún ser vivo se les acercaba aunque quizás el elefante lo hubiera hecho de haber sentido la necesidad. Y en aquellos tiempos el hombre parecía una cosa bastante inofensiva. Ningún susurro de inteligencia profética avisó a la especie de la terrible esclavitud futura, del látigo y de la espuela y de las riendas, la pesada carga y la calle resbaladiza, la comida insuficiente y el matadero de caballos que iban a reemplazar al ancho herbal y a la libertad de la tierra.

Abajo, en las ciénagas del Wey, Ugh-lomi y Eudena no habían visto nunca caballos de cerca, pero ahora los veían todos los días cuando los dos salían de caza juntos desde su guarida en el saliente del desfiladero en busca de comida. Habían vuelto al saliente después de matar a Andú, pues no tenían miedo de la osa. La osa se había vuelto medrosa de ellos y cuando los olía se apartaba. Los dos iban juntos a todas partes, porque desde que habían abandonado la tribu Eudena no era tanto la mujer de Ugh-lomi como su compañera. Ella aprendió incluso a cazar —en la medida, claro está, en que podía hacerlo una mujer. Era ciertamente una mujer maravillosa. Él yacía durante horas observando una bestia o planeando capturas en aquella sorprendente cabeza suya y ella se quedaba a su lado, con los brillantes ojos puestos en el, sin ofrecer sugerencias irritantes… tan quieta como cualquier hombre. ¡Una mujer maravillosa!

En la parte superior del acantilado había un césped herboso y abierto, luego bosques de hayas, y, atravesando los bosques de hayas, se llegaba al borde de una ondulada extensión herbosa y a la vista de los caballos. Aquí, en el límite del bosque y los helechos, estaban las madrigueras de los conejos y aquí, entre las frondas, Eudena y Ughlomi acechaban con sus piedras arrojadizas preparadas hasta que los animalitos salían a mordisquear y jugar a la caída del sol. Y mientras Eudena estaba sentada, silenciosa figura de la vigilancia, mirando las madrigueras, los ojos de Ugh-lomi estaban siempre puestos más allá del verde en aquellos maravillosos extraños que pastaban. Inconscientemente apreciaba su gracia y flexible agilidad. Y a medida que el Sol declinaba por la tarde y pasaba el calor del día se tornaban activos, empezaban a perseguirse unos a otros, relinchando, esquivándose, agitando las crines, dando vueltas en grandes curvas, a veces tan cerca que el golpeteo del césped sonaba como un trueno apresurado. Parecía tan bueno que Ugh-lomi sentía deseos irreprimibles de unírseles. A veces alguno se revolcaba en el césped, pateando con los cuatro cascos hacia el cielo, lo que parecía formidable y era, desde luego, mucho menos fascinante.

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
13.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Hijos del clan rojo by Elia Barceló
My Immortal by Voight, Ginger
Bound For Me by Natalie Anderson
The Goodbye Body by Joan Hess
Choices by Sydney Lane
Three Story House: A Novel by Courtney Miller Santo