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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (35 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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Sin embargo los desarrollos del siglo XIX eran sólo la aurora del nuevo orden. Las primeras grandes ciudades de la nueva época eran horriblemente incómodas, oscurecidas por nieblas llenas de humos, insalubres y ruidosas, pero el descubrimiento de nuevos métodos de construcción, nuevos métodos de calefacción, cambiaron todo eso. Entre el 1900 y el 2000 el ritmo del cambio fue todavía mucho más rápido y entre el 2000 y el 2100 el progreso constantemente acelerado de la invención humana hizo que el reinado de Victoria la Buena pareciera finalmente una visión casi increíble de días tranquilos, idílicos.

La introducción de los ferrocarriles fue sólo el primer paso en el desarrollo de los medios de locomoción que finalmente revolucionaron la vida humana. En el año 2000 los ferrocarriles y las carreteras habían desaparecido al mismo tiempo. Los ferrocarriles, privados de los raíles, se habían convertido en promontorios llenos de hierbas y cunetas sobre la superficie del mundo; las viejas carreteras, extrañas y bárbaras pistas de pedernal y tierra hechas a mano a golpe de martillo o apisonadas con ásperos rodillos de hierro, salpicadas de las más variadas inmundicias y cortadas por herraduras y ruedas de hierro en roderas y charcos a menudo de muchas pulgadas de profundidad habían sido reemplazadas por calzadas patentadas hechas de una sustancia llamada Eadhamita. Esta Eadhamita, llamada así por el nombre de su inventor, figura con la invención de la imprenta y el vapor, como uno de los descubrimientos que marcan época en la Historia del Mundo.

Cuando Eadham descubrió la sustancia probablemente pensó en ella como un mero sustituto barato del caucho, la tonelada costaba unos pocos chelines. Pero nunca se sabe para qué servirá un invento. Fue el genio de un hombre llamado Warming el que apuntó la posibilidad de emplearlo no sólo para los neumáticos de las ruedas sino como revestimiento de carreteras, y quien organizó la enorme red de vías públicas que rápidamente cubrieron el mundo.

Estas vías públicas estaban hechas con divisiones longitudinales. En el extremo exterior de cada lado iban los ciclistas pedaleando con el pie y los transportes que viajaban a velocidad inferior a 25 millas por hora; en el medio, motores capaces de llegar a las cien millas, y el interior Warming, haciendo frente a un gran ridículo, lo reservó para vehículos que viajaran a velocidades de 100 millas o más.

Durante 10 años estos carriles interiores estuvieron vacíos. Antes de que muriera eran los más abarrotados de todos, y enormes y ligeros armazones con ruedas de veinte y treinta pies de diámetro iban lanzados por ellos a velocidades que año tras año ascendían de forma constante hacia las doscientas millas por hora. Y al tiempo que concluía esta revolución, otra revolución paralela había transformado las ciudades que no dejaban de crecer. Con el desarrollo de la ciencia práctica, las nieblas y la suciedad de la época victoriana desaparecieron. La calefacción eléctrica reemplazó a los fuegos —en el año 2013 el encendido de un fuego que no consumiera completamente su pro pio humo se consideró una molestia denunciable— y todas las vías de la ciudad, todas las plazas y lugares públicos estaban cubiertos con una sustancia como de cristal de reciente invención. Poner techo a Londres se convirtió en una tarea prácticamente continua. Cierta legislación miope y estúpida contra los edificios altos fue abolida, y Londres, de una achaparrada extensión de pequeñas casas —ligeramente arcaicas en cuanto a diseño—, se levantó sin parar hacia el cielo. A las responsabilidades municipales respecto del agua, la luz y el alcantarillado se añadió otra, y ésa fue la ventilación.

Pero hablar de todos los cambios en las comodidades humanas que estos doscientos años produjeron, hablar de la invención de la aviación, desde hacía tiempo prevista, descubrir cómo la vida en los hogares fue suplantada de forma constante por la vida en hoteles interminables, cómo finalmente incluso aquellos que todavía estaban dedicados al trabajo agrícola vinieron a vivir a las ciudades y se iban acá y allá a su trabajo todos los días, descubrir cómo finalmente en toda Inglaterra sólo quedaron cuatro ciudades, cada una con muchos millones de habitantes y cómo no quedaron casas habitadas en todo el campo: hablar de todo esto nos alejaría de nuestra historia de Denton y Elizabeth. Habían sido separados y vueltos a unir de nuevo, pero todavía no se podían casar, pues Denton —era su única pega— no tenía dinero. Tampoco lo tenía Elizabeth hasta que cumpliera los veintiún años, y todavía no tenía más que dieciocho. A los veintiuno, todas las propiedades de su madre serían suyas, pues ésa era la costumbre de la época. Ella no sabía que era posible anticipar la herencia y Denton era un amante demasiado delicado para sugerir algo semejante. Así que las cosas se interponían desesperadamente entre ellos. Elizabeth decía que era muy desgraciada, que nadie la comprendía sino Denton y que cuando estaba lejos de él se sentía desdichada, y Denton decía que su corazón la anhelaba noche y día. Y se juntaban todo lo a menudo que podían para disfrutar con la discusión de sus penas.

Un día se reunieron en su banquito sobre la plataforma de aterrizaje. El sitio exacto de este encuentro fue donde en la época victoriana la carretera de Wimbledon salía a los campos comunales. Estaban, sin embargo, a cien pies de altura por encima de ese punto. Su banco daba a lo lejos hacia Londres. Proporcionar una semejanza de todo esto a un lector del siglo xix habría sido difícil. Habría que decirle que pensara en el Palacio de Cristal, en los recientemente construidos hoteles
mamuts
, como se llamaba entonces a aquellas pequeñas empresas, en las estaciones de ferrocarril más grandes de la época, y que imaginara esos edificios agrandados hasta proporciones enormes y todos juntos y formando un espacio continuo por toda el área metropolitana. Si entonces le dijéramos que este techo continuo soportaba un enorme bosque de ventiladores habría comenzado a entrever muy oscuramente lo que para estos jóvenes era el panorama más frecuente de sus vidas.

A sus ojos tenía algo de prisión, y hablaban, como habían hablado cientos de veces antes, de cómo podrían escapar de allí y ser felices juntos por fin: escapar de allí, es decir, antes de que los tres años señalados llegaran a su fin. Era, los dos estaban de acuerdo, no sólo imposible, sino hasta casi perverso, esperar tres años.

—Antes de eso —dijo Denton con una voz que delataba un pecho espléndido—, ¡podríamos estar muertos los dos!

Ante esa idea sus jóvenes y vigorosas manos se volvieron puños, y luego Elizabeth tuvo un pensamiento todavía más conmovedor que hizo brotar lágrimas de sus saludables ojos, lágrimas que descendían por sus igualmente saludables mejillas.

—Uno de nosotros —precisó ella—, uno de nosotros podría estar…

Se interrumpió. No pudo articular la palabra que es tan terrible para los que son jóvenes y para los que son felices.

No obstante, casarse y ser muy pobre en las ciudades de aquel tiempo era, para cualquiera que hubiera vivido desahogadamente, algo verdaderamente horrible. En los viejos tiempos agrícolas que llegaron a su fin en el siglo XVIII había habido un bonito refrán sobre amor en una cabaña. Desde luego, en aquellos días, el pobre del campo había vivido en casitas de enlucido con techumbre de paja y ventanas como diamantes, cubiertas de flores y rodeadas de aires y tierras llenas de fragancia, entre enredados setos y canciones de pájaros, con el cielo siempre cambiante por encima. Pero todo esto había cambiado —el cambio había comenzando ya en el siglo XIX— y un nuevo tipo de vida se abría para el pobre… en los barrios bajos de la ciudad.

En el siglo XIX los barrios bajos estaban todavía bajo el cielo. Se levantaban sobre terrenos arcillosos u otro tipo inapropiado de suelo, sujeto a inundaciones o expuesto al humo de distritos más afortunados, con insuficiente suministro de agua y tan insalubres como lo permitía el gran miedo que las clases más ricas tenían a las enfermedades infecciosas. En el siglo XXII, sin embargo, el crecimiento de la ciudad, piso sobre piso, y la contigüidad de los edificios había conducido a una organización diferente. La gente próspera vivía en vastas series de hoteles suntuosos en los pisos y estancias superiores de la fábrica ciudadana. La población industrial vivía debajo, en los terribles pisos a nivel del suelo o sótanos, por así decirlo, del lugar.

En cuanto a refinamiento y modales, estas clases bajas diferían poco de sus antepasados, los habitantes del East End de la época de la reina Victoria, pero habían desarrollado un dialecto distintivo. En estos subterráneos vivían y morían, ascendiendo rara vez a la superficie excepto cuando el trabajo allí les llevaba. Dado que para la mayoría de ellos ésta era la clase de vida para la que habían nacido, no encontraban gran miseria en tamañas circunstancias, pero a gente como Denton y Elizabeth semejante inmersión les habría parecido más terrible que la muerte.

—¿Y qué más nos queda? —preguntó Elizabeth.

Denton confesó que no lo sabía. Aparte de su propia delicadeza, no estaba seguro de cómo tomaría Elizabeth la idea de conseguir un préstamo sobre su futura herencia.

Hasta el billete de Londres a París —decía Elizabeth— estaba fuera de su alcance. Y en París, como en cualquier otra ciudad del mundo, la vida sería tan costosa e imposible como en Londres.

A lo que Denton podía muy bien lamentarse en voz alta:

—¡Ojalá hubiéramos vivido en aquellos tiempos, cariño! ¡Ojalá hubiéramos vivido en el pasado!

Pues para ellos hasta el Whitechapel del siglo XIX aparecía envuelto en un halo romántico.

—¿No hay realmente nada? —gritó Elizabeth llorando de repente—. ¿Tenemos de verdad que esperar esos tres largos años? Imagínate tres años, ¡treinta y seis meses!

La capacidad humana para la paciencia no había aumentado con los siglos.

Luego Denton se vio impulsado a hablar de algo que ya había relampagueado por su mente. Había dado por fin con ello. Le pareció una idea tan loca que la propuso sólo medio en serio. Pero expresar algo en palabras da siempre la impresión de hacerlo parecer más real y posible de lo que parecía antes. Y así le ocurrió a el.

—Supón —dijo— que nos fuéramos al campo.

Ella lo miró para ver si proponía semejante aventura en serio.

—¿El campo?

—Sí, más allá de aquello. Más allá de los montes.

—¿Cómo viviríamos? —preguntó—. ¿Dónde viviríamos?

—No es imposible —dijo—. La gente solía vivir en el campo.

—Pero entonces había casas.

Ahora están las ruinas de los pueblos y las aldeas. En los terrenos arcillosos han desaparecido, desde luego. Pero todavía quedan en las tierras de pastos porque a la Compañía de Alimentación no le compensa quitarlas de en medio. Estoy seguro. Además se ven desde los aviones, como sabes. Bueno, podríamos refugiarnos en alguna de ellas y repararla con nuestras propias manos. ¿Sabes?, la cosa no es tan absurda como parece. Se podría pagar a alguno de los hombres que salen todos los días a cuidar de las cosechas y los ganados para que nos trajera comida…

Se puso de pie delante de él.

—Qué extraño sería si realmente se pudiera…

—¿Por qué no?

—Pero nadie se atreve.

—Ésa no es razón.

—Sería… ¡Oh!, sería tan romántico y extraño. ¡Ojalá fuera posible!

—¿Por qué no es posible?

—Por muchas cosas. Piensa en todas las cosas que tenemos y que echaríamos de menos.

—¿Las echaríamos de menos? Después de todo la vida que llevamos es muy irreal, muy artificial. —Comenzó a desarrollar su idea y a medida que se enardecía con la exposición desaparecía el carácter fantástico de la proposición inicial.

Ella caviló.

—Pero he oído hablar de merodeadores, de criminales huidos.

Él asintió. Dudó al responder porque pensó que sonaba infantil.

Se puso colorado.

—Podría conseguir que alguien que conozco me hiciera una espada.

Lo miró con interés creciente en sus ojos. Había oído hablar de espadas, había visto una en un museo. Pensó en aquellos tiempos antiguos cuando los hombres las llevaban como algo usual. La sugerencia a ella le pareció un sueño imposible, y quizá por esa misma razón estaba ansiosa de más detalles. Inventando en su mayor parte según avanzaba, le contó cómo podrían vivir en el campo de la misma manera que lo habían hecho las gentes del mundo antiguo. Con cada detalle creció su interés, pues era una de esas chicas a las que fascinan el romance y la aventura.

La sugerencia le pareció aquel día, como digo, un sueño imposible, pero al día siguiente hablaron de ello de nuevo y, curiosamente, le pareció menos imposible.

Al principio debemos coger comida —dijo Denton—. Podríamos llevar comida para diez o veinte días.

Era una época de nutrición artificial y compacta y semejante provisión carecía por completo de las pesadas implicaciones que habría tenido en el siglo XIX.

—Pero hasta que nuestra casa… —preguntó— hasta que estuviera preparada, dónde dormiríamos?

—Estamos en verano.

—Pero… ¿qué quieres decir?

—Hubo un tiempo en que no había casas en el mundo, cuando toda la humanidad dormía siempre al aire libre.

—Pero ¡nosotros! El vacío! ¡Sin paredes! ¡Sin techo!

—Cariño —dijo—, en Londres tienes muchos techos hermosos. Los artistas los pintan y los tachonan de luces. Pero yo he visto un techo más bello que ninguno de los de Londres.

—Pero ¿dónde?

—Es el techo bajo el que nosotros dos estaremos solos.

—¿Quieres decir…?

—Cariño —dijo—, es algo que el mundo ha olvidado. Es el cielo y todos los miles de estrellas.

Cada vez que hablaban, la cosa les parecía más posible y más deseable. A la semana o así era perfectamente posible. Otra semana y era lo que inevitablemente tenían que hacer. Un gran entusiasmo por el campo se apoderó de ellos y los dominó. El sólido tumulto de la ciudad, decían, los agobiaba. Se maravillaron de que esta simple solución a sus problemas no se les hubiera ocurrido antes.

Una mañana cerca de la mitad del verano, había un nuevo oficial de segunda en la plataforma de vuelo y a Denton no habían de verlo más en aquel puesto.

Nuestros dos jóvenes se habían casado en secreto y salían resueltamente de la ciudad en la que habían pasado toda su vida. Ella llevaba un vestido nuevo de color blanco de corte anticuado y él tenía un fardo de provisiones atado con correas a la espalda y en la mano portaba, un tanto avergonzado, es verdad, y bajo el manto púrpura, un instrumento de forma arcaica, un objeto con empuñadura en cruz y de templado acero.

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