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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (34 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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Durante tres días luchó contra su terror aferrándose a esa distracción, luego la verdad apareció ante el clara y fría, imposible de eludir. Quizás estuviera enferma, quizás hubiera muerto, pero no podía creer que le hubiera traicionado. Siguió una semana de tristeza. Entonces supo que ella era lo único que merecía la pena tener en la vida. No sabía dónde vivía y poco de su entorno porque había formado parte del encanto de su romance que él no supiera nada de ella, nada de la diferente posición social. Las rutas de la ciudad se abrían ante él al este y al oeste, al norte y al sur. Incluso en tiempos de la reina Victoria Londres era un laberinto, aquel pequeño Londres con sus escasos cuatro millones de habitantes, pero el Londres que él exploraba, el Londres del siglo xxII era un Londres de treinta millones de almas. Al principio fue enérgico y tozudo, no tomándose tiempo para comer ni para dormir. Indagó durante semanas y meses. Pasó por todas las fases imaginables de fatiga y desesperación, sobreexcitación e ira. Mucho después de haber perdido la esperanza, por la pura inercia del deseo, todavía iba de acá para allá mirando a las caras por las incesantes cintas transportadoras, ascensores y pasillos de aquella interminable colmena de hombres. Finalmente la fortuna fue amable con él y la vio.

Fue en una fiesta. Él estaba hambriento. Había pagado la entrada y había ido a uno de los gigantescos comedores de la ciudad. Se abría camino entre las mesas y escudriñaba por la pura fuerza de la costumbre a todo grupo que pasaba. Se quedó paralizado, incapaz de moverse, con los ojos como platos y los labios separados. Elisabeth estaba sentada a apenas veinte yardas de él, mirándolo directamente. Sus ojos lo miraban con la misma dureza, falta de expresión y ausencia de reconocimiento que los ojos de una estatua.

Ella lo miró un momento y luego su mirada siguió más allá. Si hubiera dependido únicamente de esa mirada para juzgar habría dudado de si en realidad era Elizabeth, pero la conoció por el gesto de la mano, por la gracia de un fantástico ricito que flotaba sobre su oído cuando movía la cabeza. A ella le dijeron algo y se volvió sonriendo con aire tolerante hacia el hombre que tenía al lado, un hombrecillo con una indumentaria estúpida, llena de nudos y puntiaguda como un extraño reptil con cuernos neumáticos, el Bindon escogido por su padre. Durante un momento Denton estuvo pálido y furioso, luego le dio un terrible desfallecimiento y se sentó delante de una de las mesitas. Se sentó de espaldas a ella y durante un rato no se atrevió a mirarla otra vez. Cuando por fin la miró de nuevo, ella, Bindon y dos personas más estaban poniéndose en pie para irse. Los otros eran su padre y la señorita de compañía.

Siguió sentado como si fuera incapaz de cualquier acción hasta que las cuatro figuras se volvieron remotas y pequeñas. Entonces se levantó, dominado por la sola idea de perseguirla. Durante un rato temió haberlos perdido, pero después se encontró de nuevo con Elizabeth y la señorita de compañía en una de las calles con cintas transportadoras que cruzaban la ciudad. Bindon y Mures habían desaparecido.

No pudo dominarse. Sintió que tenía que hablar directamente con ella o morir. Se abrió camino hasta donde estaban sentadas y se sentó junto a ellas. Tenía la cara pálida y convulsionada por una excitación medio histérica. Le puso la mano en la muñeca.

—¿Elizabeth? —preguntó.

Ella se volvió con cara de asombro no disimulado. Su rostro no expresaba otra cosa que el miedo ante un extraño.

—¡Elizabeth —gritó con una voz que le resultó extraña—, mi amor!, ¿ no me conoces?

El rostro de Elizabeth no mostró más que alarma y perplejidad. Se apartó de él. La señorita de compañía, una mujer diminuta de pelo gris y rasgos versátiles, se inclinó hacia adelante para intervenir. Examinó a Denton con ojos vivos y resueltos.

—¿Qué dice usted? —preguntó.

—Esta joven —respondió Denton— me conoce.

—¿Lo conoces, cariño?

—No —dijo Elizabeth con una voz extraña y una mano en la frente, hablando casi como quien repite una lección—. No, no lo conozco. Sé que no lo conozco.

—Pero bueno… ¡que no me conoce! Soy yo, Denton. ¡Denton! Con el que solías charlar. ¿No te acuerdas de las plataformas de aterrizaje? ¿El pequeño banco al aire libre? Los versos…

—¡No! —gritó Elizabeth—, no. No lo conozco. No lo conozco. Hay algo… Pero no sé. Todo lo que sé es que no lo conozco. —Una angustia infinita se asomaba a su rostro.

La escrutadora mirada de la señorita de compañía voló de la joven al caballero.

—¿Ve usted? —dijo con la débil sombra de una sonrisa—. Ella no lo conoce.

—Yo no lo conozco —repitió Elizabeth—. Estoy segura de eso.

—Pero, cariño… las canciones… los versitos…

—Ella no lo conoce —dijo la señorita de compañía—. Usted no debe… Ha cometido un error. Y ya no debe seguir hablando con nosotras. No debe molestarnos en la vía pública.

—Pero… —dijo Denton, y durante un momento aquel rostro miserablemente demacrado apeló contra el destino.

—No debe insistir, joven —protestó la señorita de compañía.

—¡Elizabeth! —gritó él.

Ella tenía la cara de alguien que está atormentado.

—Yo no lo conozco —gritó con la mano en la frente—. ¡Oh, yo no lo conozco!

Durante un instante Denton se sentó, aturdido. Luego se puso en pie y gimió en voz alta.

Hizo un gesto extraño implorando hacia el remoto techo de cristal de la vía pública, después se volvió y se precipitó temerariamente de una cinta transportadora a otra, desapareciendo entre la multitud de gente que en ellas iba y venía. Los ojos de la señorita de compañía le siguieron y luego miraron a los rostros curiosos a su alrededor.

—Querida —preguntó Elizabeth, apretando su mano, y demasiado profundamente emocionada para preocuparse de los que observaban—, ¿quién era ese hombre? ¿Quién era ese hombre?

La señorita de compañía arqueó las cejas y habló con voz clara y audible.

—Algún medio atontado. No lo había visto nunca.

—¿Nunca?

—Nunca, querida. No te preocupes por algo así.

Al poco tiempo de esto el famoso hipnotizador que vestía de verde y amarillo tuvo otro cliente. El joven daba pasos impacientes por su consulta, pálido y desordenado.

—Quiero olvidar —gritaba—. Tengo que olvidar.

El hipnotizador lo observó con ojos tranquilos, estudió su rostro, los vestidos y el porte.

—Olvidar algo, placentero o doloroso, es ser menos de lo que se era antes de olvidarlo. Pero usted sabrá lo que le conviene. Mis honorarios son elevados.

—Con tal que pudiera olvidar…

—Eso será bastante fácil en su caso. Usted lo desea. He hecho cosas mucho más difíciles. Muy recientemente. Yo apenas si esperaba conseguirlo: lo hice en contra de la voluntad de la persona hipnotizada. Un romance también, como el suyo. Una chica. Así que delo por seguro.

El joven vino a sentarse junto al hipnotizador. Tenía ademán de calma forzada. Miró al hipnotizador a los ojos.

—Le contaré. Por supuesto querrá saber de lo que se trata. Había una chica. Se llamaba Elizabeth Mures. Bueno…

Se detuvo. Había visto la sorpresa inmediata en la cara del hipnotizador. En ese instante comprendió. Se levantó. Parecía dominar a la figura sentada a su lado. Agarró los hombros vestidos de verde y oro. Durante algún tiempo no pudo encontrar palabras.

—¡Devuélvamela! —dijo finalmente—. ¡Devuélvamela!

—¿Qué quiere decir? —jadeó el hipnotizador.

—Devuélvamela.

—¿Devolver a quién?

—Elizabeth Mures, la chica.

El hipnotizador intentó liberarse. Se puso en pie. Denton lo agarró con más fuerza.

—¡Suélteme! —gritó el hipnotizador lanzando su brazo contra el pecho de Denton.

Al momento los dos hombres estaban enzarzados en una lucha torpe. Ninguno tenía el más mínimo entrenamiento, pues el atletismo, excepto para exhibición y como oportunidad para apostar había desaparecido de la tierra, pero Denton no sólo era el más joven, sino el más fuerte de los dos. Se tambalearon por la habitación y luego el hipnotizador quedó debajo de su antagonista. Los dos cayeron juntos…

Denton se puso en pie de un salto, consternado de su propia furia, pero el hipnotizador yacía inmóvil, y de repente, de una pequeña marca blanca donde la frente había golpeado un taburete brotó una precipitada raya de color rojo. Durante un rato Denton estuvo sobre él, sin saber qué hacer, temblando.

El miedo a las consecuencias irrumpió en su conciencia, esmeradamente educada. Se dirigió hacia la puerta.

—No —dijo en voz alta, y volvió al centro de la habitación. Sobreponiéndose a la repugnancia instintiva del que no ha visto un acto de violencia en toda su vida, se arrodilló junto a su antagonista y le sintió latir el corazón. Luego observó la herida. Se levantó despacio y miró a su alrededor. Empezó a comprender mejor la situación. Cuando al poco el hipnotizador recobró el sentido, la cabeza le dolía muchísimo, tenía la espalda contra las rodillas de Denton, quien le pasaba una esponja por la cara. El hipnotizador no dijo nada, pero pronto indicó con un gesto que en su opinión le había pasado ya bastante la esponja.

—Déjeme levantarme —dijo.

—Todavía no —respondió Denton.

—Usted me ha atacado, canalla.

—Estamos solos —dijo Denton— y la puerta está cerrada.

Hubo un intervalo mientras pensaba.

—Si no le paso la esponja —dijo Denton— le saldrá un cardenal tremendo en la frente.

—Puede seguir pasando la esponja —dijo el hipnotizador de mala gana.

Hubo otra pausa.

—Podíamos estar en la Edad de Piedra —dijo el hipnotizador—. ¡Violencia! ¡Lucha!

—En la Edad de Piedra ningún hombre se atrevía a entrometerse entre un hombre y su mujer —dijo Denton.

El hipnotizador se volvió de nuevo pensativo.

—¿Qué va a hacer?

—Mientras estaba inconsciente encontré la dirección de la chica en sus fichas. Antes no la sabía. Telefoneé. Pronto estará aquí. Entonces…

—Traerá a su señorita de compañía.

—Está bien.

—Pero ¿qué? No entiendo. ¿Qué pretende hacer?

—También estuve buscando un arma. Es sorprendente las pocas armas que hay hoy en día. Cuando uno piensa que en la Edad de Piedra los hombres apenas si poseían otra cosa que armas. Al fin di con esta lámpara. He arrancado los cables y cosas y la tengo así bien agarrada —la extendió por encima de los hombros del hipnotizador—. Con esto puedo aplastarle el cráneo con toda facilidad. Lo haré… a menos que haga lo que le diga.

—La violencia no es solución —dijo el hipnotizador citando el
Libro de Máximas Morales del Hombre Moderno
.

—Es una enfermedad indeseable —respondió Denton.

—Bueno, ¿de qué se trata?

—Dirá a esa señorita de compañía que va a ordenar a la chica que se case con esa bestezuela nudosa de pelo rojizo y ojos de hurón. Creo que es así como están las cosas, ¿no?

—Sí, así están las cosas.

—Y, mientras pretende hacer eso, restablecerá los recuerdos que ella tenga de mí.

—Eso es contrario a la ética profesional.

—Escuche, si no pudiera tener a esa chica preferiría morir. No me propongo respetar sus caprichitos. Si algo va mal no vivirá cinco minutos. Como arma esto no es más que una ruda improvisación, y es muy posible que matarlo con ella resulte muy doloroso. Pero lo haré. Es poco usual, lo sé, hacer hoy las cosas de esta manera, sobre todo porque hay tan poco en la vida sobre lo que merezca la pena ponerse violento.

—La señorita de compañía lo verá al entrar.

—Estaré en ese hueco. Detrás de usted.

El hipnotizador pensó.

—Es un joven decidido —dijo— y sólo medio civilizado. He intentado cumplir con mi deber hacia mi cliente, pero en este asunto parece probable que se salga con la suya…

—¿Quiere decir que se atendrá al trato?

—No voy a arriesgarme a que me rompan la crisma por un asuntillo como éste —y a continuación—: No hay nada que un hipnotizador o un médico odie tanto como un escándalo. Yo al menos no soy un salvaje. Estoy enfadado… Pero en un día o así se me habrá pasado el rencor.

—Gracias. Y ahora que nos entendemos ya no es necesario tenerle sentado en el suelo por más tiempo.

II

El campo despoblado

El mundo, según dicen, ha cambiado más entre los años 1800 y 1900 de lo que había cambiado en los cinco siglos anteriores. Ese siglo, el siglo XIX, fue la aurora de una nueva época en la Historia de la Humanidad, la época de las grandes ciudades, el fin del viejo orden de la vida rural.

A comienzos del siglo XIX la mayor parte de la humanidad todavía vivía en el campo como lo había hecho durante incontables generaciones. En todo el mundo las gentes vivían entonces en pequeños pueblos y aldeas, y o bien trabajaban directamente en la agricultura, o en ocupaciones que constituían servicios para el agricultor. Raramente viajaban, y vivían cerca de su trabajo porque todavía no se habían inventado medios de trasporte rápidos. Los pocos que viajaban lo hacían a pie o en lentos barcos de vela o en parsimoniosos caballos incapaces de hacer más de sesenta millas al día. ¡Piénsalo! Sesenta millas al día. Aquí y allí, en aquellos lentos tiempos, un pueblo creció más que sus vecinos por tener puerto o ser centro gubernativo, pero en todo el mundo las ciudades con más de cien mil habitantes se podían contar con los dedos de las manos. Y eso ocurría a comienzos del siglo xix. A finales de siglo la invención de los ferrocarriles, el telégrafo, los barcos a vapor, la maquinaria agrícola compleja había cambiado todas esas cosas: las había cambiado sin esperanza alguna de retorno. De repente eran posibles las grandes tiendas, los variados placeres, las incontables comodidades de las grandes ciudades, y, tan pronto como aparecieron, entraron en competencia con los domésticos recursos de los centros rurales. La humanidad se vio arrastrada a las ciudades por una atracción irresistible. La demanda de mano de obra cayó con el aumento de la maquinaria, los mercados locales fueron completamente desplazados y hubo un rápido crecimiento de los centros más grandes a expensas del campo abierto.

El flujo de la población hacia las ciudades fue la preocupación constante de los escritores victorianos. En Gran Bretaña y en Nueva Inglaterra, en India y en China se destacaba lo mismo: por todas partes, unas pocas ciudades hinchadas estaban reemplazando visiblemente al antiguo orden. Unos cuantos se dieron cuenta de que esto era el resultado inevitable de la mejora de los medios de viaje y de trasporte, de que, dados unos medios de tránsito rápidos, esto tenía que suceder… y se diseñaron los planes más pueriles para vencer el misterioso magnetismo de los centros urbanos y mantener a la gente en el campo.

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