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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (18 page)

BOOK: El cebo
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Fin. Tiempo total de mi teatro: unos ocho segundos.

Pedro estaba ya fuera de combate. Era un simple Líquido, y su desván era vulgar. La disrupción lo había inmovilizado con el brazo derecho apoyado en el largo respaldo, la mano izquierda sosteniendo aún el teléfono por el que había hablado, la cara vuelta hacia mí y los ojos muy abiertos, como si me hubiese visto practicar una acrobacia fascinante. Los labios le temblaban ligeramente. Pero toda iniciativa por su parte resultó superada con creces por la reacción de Leo tras el volante.

—¿Qué coño...? —chilló—. ¿Qué has...? —Había perdido la concentración y el coche empezaba a dar tumbos—. ¡Este no es tu puto coche, rusa! —Pensé que ya no era el suyo tampoco—. ¡La próxima vez pides permiso antes de tocar nada, eh! ¿Me oyes? ¡Pides permiso! —Sin embargo, Leo aún ocultaba cosas, y yo quería verlas todas.

—Lo... siento —dije, entregando aquel simple texto en el instante exacto, tras un breve ejercicio respiratorio, expeliendo las palabras como si fuesen humo.

Casi sentí cómo aquel disparo de mi voz daba en el centro justo de su Holocausto. El psinoma es una fruta frágil y jugosa encerrada en la cascara más gruesa de todas. En aquel momento la cascara de Leo se quebró.

—¿«Lo... siento»?
¿¿«Lo siento»??
—Sus ojos, en el retrovisor, iban de la carretera a mi rostro en un zigzagueo constante, y el coche, en armonía, empezó a perder velocidad, todo lo contrario que su verborrea, que se aceleraba—. ¿Sabes lo que voy a hacerte por ese «lo siento»? ¿Sabes lo que le hago a las chicas, perra rusa? ¿Lo sabes, perra en celo...? ¡Ah, caramba!

Lo único que supe en ese instante fue que el psinoma de alguien que torturaba, o veía torturar, a sus víctimas no clamaba con la desesperación del de Leo al quedar en libertad. Aquel deseo vociferante revelaba a un pobre diablo viviendo un pobre infierno.

El capullo del señor Caramba no era mi
amor secreto,
mi Gran Hijo de Puta, mi objetivo. Menos aún su compañero. Ni siquiera estaban relacionados con el Espectador. Eran otro falso positivo.

De súbito ya no teníamos la carretera delante, sino árboles y matorrales. El guardabarros chocó contra la barrera del arcén, y mientras derrapábamos tuve tiempo de pensar que un accidente grave me importaba mucho menos que aquel nuevo fracaso. Al fin todo cesó junto a un pequeño árbol de ramas tan torcidas como mis planes.

—¡Cristo! —barbotó Leo y apagó el motor—. ¡Joder, me cago en...!

Miré a su compañero. Seguía disrupcionado, pero aquel estado cesaría en cuanto yo me marchase. Igual le ocurriría a Leo, pero mientras que el primero expresaba su disrupción con parpadeos y rigidez, Leo bufaba, elevaba la voz, se envalentonaba.

—¡Anda, lárgate! ¡Mueve el culo, zorra! ¡Te vas a ir a Madrid a patita, caramba! ¡Ah, caramba: te vas a ir a follarte a tu puto papá...!

Comprobé que había desactivado el bloqueo de puertas. Saqué el dinero que me habían entregado y lo dejé en el regazo de Pedro.

—¡Eso es, puta cabrona! ¡Vete! ¡A follarte a papá! ¡Lárgate!

Iba a irme. Juro que iba a hacerlo.

Ya había salido del coche, incluso. Pero entonces giré y lo vi, abotargado por sus propios gritos y un notable exceso de grasa, embutido en su traje a medida. Noventa kilos de dinero y frustraciones con los que atormentar a chicas abnegadas. Una masa calva con un orificio central que eructaba injurias. Un montón de mierda de ejecutivo del siglo XXI bajo los efectos de la neococa. Me pregunté vagamente qué les habría hecho a las chicas que había llevado a sus fiestas privadas en compañía del sumiso Pedro. Tal pensamiento bastó para que, aún de pie junto al coche, abriese la portezuela del copiloto, me agarrase al techo, apoyase una bota en el asiento y lanzase la otra hacia su rostro. Oí el crujido en mitad de su último «fóllate a papá». Luego vino un saludable silencio. En el asiento de atrás, Pedro gimió y se encogió sobre sí mismo.

Miré a Leo, deformado, sangrante, y pensé que, como mínimo, le había roto la nariz a otro falso positivo. Quizá incluso lo había matado, lo cual, decidí, sería una verdadera pena.

—Ah, caramba —dije, y cerré de un portazo.

Luego me alejé por el campo nocturno mientras revisaba la cobertura de mi móvil para llamar a un taxi.

13

Era lunes, ocho y cuarto de la tarde. Me encontraba en casa, de pie frente al receptor de voz de mi teléfono. El parpadeo del LED del receptor me indicaba que podía pronunciar un número de teléfono cualquiera, y la comunicación se establecería.

Miraba aquel receptor sabiendo que jamás me atrevería.

Tomaría la decisión más lógica, más fácil. Optaría por la vida. Regresaría con Miguel, esta vez para siempre. Intentaría convencer a Vera de que abandonase aquella locura. Yo misma abandonaría también, conseguiría otro empleo. El Espectador caería, tarde o temprano, y Vera y yo estaríamos a salvo.

Tenía un espejo colgado en la pared, sobre el receptor. Alcé la vista y me observé reflejada. Una mujer de cabello pajizo, rostro ojeroso y ropa descuidada me devolvía la mirada. Aquella mujer me decía otras cosas. «Sucia cobarde», por ejemplo. También decía: «La dejarás sola, como cuando mataron a papá y mamá. No intentes excusarte. ¿Sabes lo que vas a hacer? Vas a poner a resguardo tu culito, para que no te hagan daño. Y ella se quedará sola, y no abandonará. Porque, en el fondo, Diana Blanco,
super-woman,
en el fondo, ¿sabes qué te pasa? Que tienes un miedo atroz al Espectador, a que te deje idiota para siempre como le ocurrió a Claudia, y eso en el mejor de los casos. Tu miedo te obliga a ser egoísta. Eso te pasa. A mí no puedes mentirme».

Pero no era cierto. No del todo. Siempre he tratado de ser muy injusta conmigo misma, y eso me ha ayudado a mejorar. Sin embargo, pese a los abucheos de mi conciencia, sabía que lo había dado todo. Había pasado tres noches entregándome por completo, sin reservas. La suerte había estado en mi contra, tan solo. El Espectador no había salido a cazar, pese a las probabilidades que indicaban lo opuesto. O sí, pero uno de sus «empleados» había optado por nuevas e inesperadas áreas de caza. O quizá habían recorrido las áreas probables, incluso me habían visto, por no me habían elegido por cualquier motivo. O puede que fuese
su truco,
esa artimaña desconocida que le hacía eludir a los cebos. «Pero yo, óyeme bien, espejo, espejito, he hecho
todo
lo que he podido.»

«No —contestó mi reflejo con absoluta calma—, no lo has hecho
todo.»

Eso me llevó de nuevo a mirar el teléfono.

Era lunes, casi las ocho y media ya. Llevaba una hora allí de pie, frente al receptor. Recordé entonces lo que habíamos hablado Valle y yo aquella misma tarde.

Había decidido visitar por sorpresa al doctor Valle. No supe bien por qué, fue un impulso. Su secretaria me anunció, pero cuando entré en el despacho Valle mantenía la expresión de sorpresa.

—Elena... ¿Cómo estás? No esperaba verte... Siéntate, por favor.

—No me llamo Elena —dije, sin sentarme—. Mi nombre es Diana Blanco. Usted tenía razón: le he mentido.

Me dedicó una mirada evaluadora, como si quisiera adquirirme y no estuviese seguro de que yo pudiera valer el precio que iba a pagar.

—No hay problema —dijo—. No vengas a la defensiva. El principio básico de cualquier terapia es que el paciente nunca dice toda la verdad. Pero debemos asumirla, y tú has dado un paso positivo decidiendo regresar. No te culpes por haberla ocultado.

—No he sido yo quien la ha ocultado —repliqué.

—No entiendo.

—La han ocultado aquellos para quienes trabajo.

Valle se ajustó las gafas en el puente de la nariz.

—Ya que has venido, ¿por qué no te sientas un rato?

Lo hice. Había percibido un cambio sustancial en su tono, más frío, más profesional. La sorpresa se había convertido en sospecha. Imaginé que, hasta entonces, había estado intentando clasificarme sin éxito. Yo no era la muchachita tímida y acomplejada. Yo no era la mujer casada y frustrada. Yo no era buceadora en la piscina de las drogas. Pero la implicación de «otros» en mi existencia le hacía pensar, sin duda, que, después de todo, yo

era clasificable, aunque quizá necesitaría algo más que un psicólogo. A esas alturas yo ya había conocido muchos locos, y sabía que no pocos se delataban con frases como la mía.

No sonreí, aunque sentí la tentación de hacerlo. No había venido a frivolizar, sino a despojarme de todo. Así que comencé, con mucha calma, antes de que él pudiese preguntarme nada. La consulta, como siempre, se hallaba en penumbra, solo el ordenador iluminando su rostro y algunas luces indirectas en rincones revelando arte indígena, diplomas, un tablero de ajedrez.

—No encontrará nada mío en Winf-Pat, ni en ningún otro sitio. Mi documento de identidad y mi número de Seguridad Social están a nombre de Elena Fuentes. Todos esos datos son ficticios. No hay nada realmente mío, salvo mis iniciales en esa noticia. Nada más. Yo no soy nadie. —Pareció creer que esta declaración era producto de mi tristeza, pero me apresuré a añadir—: Y esto que le estoy diciendo no es nada. Usted no lo está oyendo. Esta entrevista no ha ocurrido nunca. Soy como una actriz, pero mi vida real es secreto de Estado. Si sale por esa puerta ahora mismo y le dice a su secretaria la mitad de lo que le estoy contando, ninguno de ustedes durará veinticuatro horas. Imagine que soy un gas venenoso encerrado en un cristal. Manéjeme con cuidado.

—¿Me harás daño? —preguntó, inalterable.

—No seré
yo
quien se lo haga. Usted piensa que la gente oculta la verdad para protegerse. Yo la oculto para proteger a otros. Por eso me marché el otro día de su consulta cuando usted empezó a rascar en mi cristal. No le mentí en lo de mis síntomas: duermo mal, tengo dolores de cabeza... Hay médicos oficiales que habrían podido atenderme, pero quise hablar con alguien
ajeno
a mi vida. Al principio pensé que usted me ayudaría sin que yo tuviese que contar nada, con recetas de cocina psicológica, no sé si me entiende. Algo así como «tómate esto, haz lo otro». Fue una estupidez. Es usted demasiado bueno. Y cuando me dijo lo de Winf-Pat, comprendí que debía irme para protegerle.

Hice una pausa. La expresión de Valle era la del profesional que ya ha llegado a una conclusión. Me veía como la pobre chica que «quiere hacerse la importante», y para ello no duda en enloquecer. «Mire, doctor, lo importante que soy.» Estaba decidida a sacarlo de su error, pero quería ir despacio, sin saltar a la pasarela como una debutante.

—Esa es mi parte buena —continué—. La mala es que soy una egoísta y... y con usted me he sentido por primera vez calmada y acogida. Eso me ha hecho volver a necesitarlo... De modo que esta mañana decidí regresar y ponerlo en peligro para recibir otra dosis de ayuda. Pero la decisión es suya: si no quiere escucharme más, lo comprenderé. Me iré y no volverá a verme. Ya le he advertido de los riesgos.

Ni siquiera me dejó concluir. Cuando dije «me iré» alzó una mano como si mis palabras fuesen personas que avanzaran hacia él con ganas de lucha.

—Diana, estoy aquí para escuchar cosas. Tú has venido a contarlas, y yo las escucharé e intentaré ayudarte. —Se permitió una sonrisa—. Y no te preocupes: por muy raro que sea lo que cuentes, te aseguro que me han contado cosas aún más raras.

Yo también sonreí. La pausa fue larga como una sobremesa entre amigos. Entonces dije, sin perder la sonrisa:

—No tiene ni puta idea de lo que voy a contarle.

Hablé durante unos diez minutos antes de que me interrumpiera. Ya nada era igual, desde luego: yo era la actriz, Valle mi público. Él había ido desplazando gradualmente el centro de su interés desde mi persona a lo que yo decía. Al menos, mi lenguaje, al principio, le sonaba familiar.

—Espera un momento, conozco la teoría del psinoma...

—Qué bien —me burlé—. Así podrá explicármela. Yo nunca la he entendido.

—Viene a decir que lo que somos, pensamos y hacemos depende exclusivamente de nuestro deseo, y que estamos expresando ese deseo cada fracción de segundo: con los gestos, los movimientos de los ojos, la voz... Algunos psicólogos, incluso, plantearon hace años la posibilidad de que esa expresión fuese cuantificable. Es decir, que pudiera medirse y formularse mediante una especie de... código matemático como el genoma, de ahí el nombre de «psinoma». El psinoma sería, pues, algo así como el código de nuestro deseo. Pero se comprobó que era imposible computar los billones de datos de la fisonomía y el entorno, y sus variaciones cada cierto tiempo. Es como querer computar las infinitas posibilidades del ajedrez. —Señaló el tablero—. De modo que la teoría cayó en el olvido. No se puede comprobar. ¿Me equivoco?

—Solo en una cosa —dije sonriendo—: ahora
sí se puede.
Cuando se inventaron los primeros ordenadores cuánticos, que realizan... bueno,
tropecientas
operaciones por segundo... se registraron los gestos, los tonos de voz y las conductas de las personas ante un sinfín de estímulos y se comprobó que podían agruparse según cualidades comunes. Hay más de cincuenta grupos: se les llama «filias», y cada persona tiene una.

—Interesante. —Valle sonreía, escéptico—. Pero no conozco esos estudios.

—Son secretos —repliqué bajando la voz, y Valle pareció tomárselo de buen humor y dijo «ah» también en voz baja—. Los sujetos de la misma filia reaccionan igual ante estímulos iguales. A los cebos se nos adiestra para identificar las filias.

Me di cuenta de que Valle retornaba a su primer diagnóstico: lo que yo estaba contando tenía que ser mi «delirio».

—Ah, bien, bien... ¿Y cuál es mi «filia»? ¿Ya la sabes?

—Usted es fílico de Presa —contesté de inmediato—. No le haga caso al nombre, es una manera de llamarlo.

—¿Y qué significa? —preguntó Valle como si se tratase de su signo del zodíaco.

—En general, que a usted le gusta que las personas se sacrifiquen, pero no por usted... Le gustan las víctimas, las derrotadas, las que claudican... Pero, más aún que todo eso, lo que a usted realmente le gusta es el giro de los cuerpos para mostrar la zona posterior. No quiero decir que le guste solo el culo, pero también el culo. —Sonreí—. A su psinoma le encanta ver la zona divisoria del culo alejándose de usted. Y las imágenes partidas, como reflejadas en espejos rotos. Ya sé que no me entiende.

Arístides Valle había descolgado la boca. Supuse que era la primera vez que alguien, loco o no, le decía algo así. Pero se recobró enseguida, como yo ya esperaba.

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