Read El cebo Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (20 page)

BOOK: El cebo
5.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Hola, señor Peoples —dije.

Una débil sonrisa torció la barba nevada bajo las huesudas chapetas y las redondas gafas negras.

—Hola, Diana —dijo el doctor Víctor Gens.

—Suelo pasear por el parque de la Bomba. Me hace pensar en mí mismo: algo nuevo edificado sobre ruinas y muertos. Un buen lugar para que nadie te moleste. Por cierto, no te han seguido, ¿verdad?

—No, claro que no. —Me sorprendió la pregunta y miré a mi alrededor. Había escasos transeúntes por el parque, moviéndose como en esas mascaradas de preparación en las que tenías que avanzar con los ojos vendados y murmurando como en trance.

—Ah, antes de que se me olvide... —Gens emitió una ronca carcajada—. Te agradezco que no hayas dicho nada más después de saludarme, ni siquiera cuando me he callado. Nada de «me alegro de...» o «qué bien que...». Te alegras tanto de verme como de que una cucaracha pasee por tu cara, lo sé. Y eso está bien, porque no finges. Lo cual significa que finges bien.

Sonreí sin ganas para ocultar cierta timidez que me sorprendía. Habían pasado solo dos años, pero me hallaba ante un Gens diferente. Una mezcla alquímica de fuerza y debilidad. Me llamaban la atención los tendones que semejaban sostener su cabeza como cuerdas de mástil, o el conjunto de arrugas que rodeaban sus ojos ocultos bajo las gafas negras, o el temblor jadeante que imprimía a sus manos un aleteo de
homeless
aterido. Todo aquello me chocaba, no lograba asimilarlo. Tuve que esforzarme en pensar que se trataba de él. Era Víctor Gens haciendo de viejo. Y fingía bien.

—Me tendrás que contar cómo va el mundo... Me entero de cosas, no de todas. Estoy un poco volcado hacia mí mismo. Citas con el médico
online,
color de pastillas de la mañana, color de pastillas de la tarde, ya sabes... Llevo una especie de diario de mi estreñimiento. Antes pasaba mañanas enteras intentando recordar si había ido al baño al levantarme de la cama o no... Cuando uno se olvida de su propia mierda, puede decirse que ha llegado el momento de cerrar la tienda... Entonces me dan ataques de preguntas, como yo los llamo... Una pregunta tras otra... Pero todas vienen a significar lo mismo: ¿he hecho algo en esta vida? Algo que merezca la pena, quiero decir... ¿Y sabes lo que me respondo? Que sí, que he hecho algo que merece la pena. Y ahora ese algo está paseando conmigo por el parque. —Empecé a murmurar una frase de cortés agradecimiento pero me interrumpió—. Bah, cállate. Te he dicho lo único bueno que pienso de ti.

—No quería agradecerle sus palabras, sino que haya accedido a verme —repliqué.

Gens movió el bastón con brusquedad.

—Oh, venga ya, Diana, fui yo quien te dejó la puerta abierta, y solo yo podré cerrarla en tus narices. Pero quería hacerlo. Eres mi herencia, mi legado, ¿por qué no iba a querer verte? Claudia Cabildo y tú, mis dos legados al mundo... A este mundo en ruinas, siempre tan joven y tan viejo, que duerme plácidamente... —Miró a su alrededor con cierta fijeza, como si estuviese viendo a alguien dormir así—. ¿Qué estaba diciendo? —Se lo recordé. Asintió pero no siguió con el mismo tema, como si le aburriera. Se rascó la arrugada barbilla—. Ya te dije que podías acudir a mí, te di el número y el nombre de Peoples. Nadie más conoce esa clave. No quiero ver a nadie. No quiero saber nada. Para mí, el mundo se acabó.

Tras un breve silencio que subrayó aquella frase, y mientras bordeábamos los límites del parque, Gens alzó el arrugado rostro bajo aquel sombrero sin pretensiones.

—¿La ves? —dijo—. ¿A Claudia?

—De vez en cuando.

Otra pausa. Otra pregunta:

—¿Cómo está?

—Tiene momentos —dije—. Estuve viéndola la semana pasada y creo que me reconoció. Pero, en general, no sale del estado de estupor. A veces ni se da cuenta de que estoy con ella.

—Renard realizó un legrado a fondo de su conciencia y sus impulsos. Se especializaba en eso, entre otras cosas. Sí, sí, la chica-soldado... Mi chica-soldado... Pienso mucho en ella. A fin de cuentas, yo la formé, como a ti. Diana, mi Diana...

—Dejó que su voz se extinguiera mientras repetía mi nombre. Luego rió—. ¡Cuánto te costaban las mascaradas de obediencia! Hacer de alumna arrojada a un banco, horas y horas sobre aquella sábana, y al mismo tiempo de soldado, de marine testosterónico... «¡Señor, sí, señor!». ¡Qué mal lo hacías! A Claudia, en cambio, eso le resultaba fácil.

Se detuvo. Al mirar atrás me di cuenta de que no habíamos recorrido tanto camino como yo creía. Seguía viendo a los chavales junto al murete y oyendo sus risas. Comprendí que moverse en el espacio junto a Gens era como hacerlo en su tiempo. Ahora estábamos a un paso de la acera. La pequeña calle frente a nosotros seguía siendo Corin, y más allá, una sucursal de banco, un supermercado y un bloque de apartamentos ofrecían aires de falsa tranquilidad.

Una ráfaga de viento levantó a la vez los faldones de mi abrigo y la gruesa chaqueta de lana de Gens.

—¿Y tú? —preguntó—. He oído decir que te retiras...

No me sorprendió que estuviese al tanto de la noticia.

—Bueno... estoy terminando algunos trabajos. Cuando acabe, lo dejaré, sí.

—Ya —dijo Gens.

Me odié a mí misma por el tono avergonzado con que hablaba y decidí añadir, desafiante:

—Estoy enamorada. Quiero pasar otras experiencias, tener hijos, quién sabe... Recuerda a Miguel Laredo, ¿verdad? Nos relacionamos desde hace un año, o cosa así. Vamos a vivir juntos.

Gens estuvo asintiendo y diciendo «ah» mientras me escuchaba. Sostuve su mirada, pero no pude traspasar los negros cristales de sus gafas. En cambio, tuve la absurda impresión de que él sí podía traspasar los míos. Cuando callé, dijo:

—¿Y tu hermana? Tengo entendido que sigue entrenándose...

—Se ha vuelto un grano en el culo. —Sonreí—. Está empeñada en hacer algo gordo.

—Ah, sí. El Espectador. No te sorprenda que lo sepa —advirtió—: Padilla me envía puntualmente los informes.

—Ignoraba que Padilla supiese que está usted vivo.

—Oh, por Dios, claro que sí. Y ese mercachifle... Se me ha ido el nombre ahora... Álvarez, sí... Álvarez Correa. Esos dos lo saben todo. Puede que uno visite al otro, compartan cama e información... —Graznó de nuevo su risa—. Lo que no saben es
dónde
estoy. Por eso no quiero que les digas que me has visto. Piensan que sigo en París, o en la granja... —La sola mención de la granja, como la llegada de una visita esperada y temida, hizo que me estremeciera. Por fortuna, Gens cambió de tema, distraído—. Precisamente fue a Padilla a quien se le ocurrió la idea de utilizar mi costumbre de navegar con el balandro para fingir mi muerte... De ese modo tenían la excusa perfecta para no encontrar mi cadáver. Ya comprenderás que yo no podía montar el teatro de mi muerte sin contar con ellos... Es como robar en un local de la mafia: no puedes hacerlo solo. Pero a ellos les negué la posibilidad de verme bajo ninguna circunstancia... Me envían los informes a un buzón anónimo de correo electrónico, yo los hago pasar por varios filtros y luego los reenvío a mi propio servidor. Son medidas muy banales: el día en que les dé la gana, me encontrarán, pero lo bueno es que yo me enteraré. Y no les va a dar la gana nunca. Me necesitan.

De pronto sentí el estúpido impulso de adularlo.

—No pueden prescindir de alguien como usted.

Me miró sin cambiar de expresión, y recordé que era su pose con cualquier cebo: demostrarnos que no podíamos afectarlo con halagos.

—Estoy retirado, en todo caso. Desterrado en mi bosque de Arden... —Alzó los brazos mientras sonreía—. Soy...¿quién? ¿El viejo Adam? ¿Jacques, el melancólico? ¿Sabes? Se cuenta que Shakespeare hacía de Adam en
Como gustéis.
Es curiosa, ¿no? Digo esa leyenda de que siempre interpretaba a viejos: Adam, el fantasma del padre de Hamlet... Quería fingir vejez, quizá... No recuerdo por qué estaba contando esto...

—Decía que está retirado.

—Sí, así es... Exiliado en mi bosque de Arden... hasta que tú, una preciosa Rosalinda, has venido a sacarme a la luz del sol.

—No he venido a sacarlo de ningún sitio —repliqué—. Solo quiero pedirle ayuda.

Esperé en vano a que me preguntase para qué. Se limitó a asentir en silencio. Durante la pausa intenté colocar mejor una maldita hebra de pelo que no había recogido en el apresurado moño que me había hecho antes de salir y que ahora el viento usaba para martirizar mi rostro. En la calle, frente a nosotros, una pequeña furgoneta se detuvo con un súbito frenazo. Bajaron dos personas que entraron en el supermercado, una era una mujer robusta que se contoneaba bajo una boina de cuero. Gens dijo entonces:

—Ayuda para tu hermana, claro. Quieres salvarla del monstruo.

—¿Ha leído su perfil? —pregunté.

—Claro que lo he leído. Buena pieza, el Espectador. De trofeo.
El psico
más astuto que hemos tenido en muchos años. Cuánto daría por estar todavía al frente y dedicarme a él... Pero yo haría lo mismo que Padilla: usaría a tu hermana. A estas alturas deberías saber tan bien como yo que ella es el cebo ideal para cazarlo.

Procuré mantener la calma.

—No lo creo, pero aun si fuese así, no es la ideal para eliminarlo.

—Vamos, Diana, con diez años de experiencia, ¿es necesario leerte la cartilla? El paso clave para eliminar a la presa consiste en que te elija. No solo eso... —Llevó la temblorosa mano izquierda a la boca y movió los dedos frente a ella—: Que
babee
al elegirte.

—Pero Vera no podrá eliminarlo. Este
psico
me recuerda a Renard... Él...

Gens alzó el índice, interrumpiéndome.

—Tú no conociste a Renard. —Y repitió, con dureza—: No lo conociste. No hables de lo que no sabes. —Apoyó de nuevo las dos manos en el bastón mientras retornaba a la calma—. Los cebos veteranos sois graciosos. Os retiráis antes que los futbolistas, ganáis un pastón y una pensión de por vida. Ese abrigo de piel sintética verde o esa malla que llevas... ¿Qué chica a tu edad puede permitirse comprar todo eso? ¿Y qué es lo que has hecho para conseguirlo? Gozar. Complacer tu psinoma. El resto es silencio, querida. Ignorancia, más bien. No tienes que saber nada; el cebo perfecto es el cebo ignorante. Y la ignorancia es una aceptable imitación de inocencia... La inocencia es lo
opuesto
al fingimiento. Es un estado adánico previo al pecado en el que ni siquiera nos diferenciábamos sexualmente. Tu hermana es lo bastante ignorante como para parecer inocente. Si el monstruo la muerde, su psinoma puede disrupcionar de placer, y quizá se elimine a sí mismo. En eso confían en el departamento, y lo sabes.

—No, no lo sé.

—Lo
sabes
—insistió Gens—. No con tu cerebro emocional, claro. Tu parte emocional te lleva a querer protegerla. Pero, fíjate bien, cuanto más deseas protegerla, más inocente se vuelve ella, porque te rechaza y elige al Espectador. Es como si la
condimentaras
con tu protección. Perdona el símil, pero a estas horas me entra siempre hambre y suelo pensar en comida... La sazonas al querer ayudarla. Y tu hermana se convierte así en el bocado más exquisito, dulce, casi empalagoso... Los
perfis
piensan que el Espectador morirá de un empacho. ¿Comprendes ahora por qué no la retiran? Estás enrojeciendo, veo que lo comprendes.

En realidad, sentía furia. Sabía que Gens tenía razón: Padilla nunca había pensado en retirar a Vera. Confiaba en su inconsciencia como en una bomba envuelta en papel de regalo. Tras un breve acceso de tos resuelto con el pañuelo, Gens añadió:

—El punto de vista a adoptar aquí es cuánto placer puedes ofrecerle al monstruo. ¿Mucho? Entonces, no sirves. ¿Todo? Entonces
quizá
sirvas.

—Sé cuál es el punto de vista.

—Oh, pero lo sabes teóricamente. No lo has asumido. ¿Dónde coño tengo el bolsillo? —Intentaba guardar el pañuelo húmedo en sus pantalones de color verde claro—. Una señora me compra ropa de vez en cuando, pero parece que la elige como un
test
para prevenir mi Alzheimer... Ah, ya está...

Viéndolo tan viejo, tan aparentemente derrotado, cometí el error de apelar a su compasión.

—Se trata de mi hermana... Puede que sea cierto lo que usted dice, pero es Vera...

—Oh, no, señorita. No, no, ahí se equivoca usted: se trata del Espectador. Siempre se ha tratado de
él.
Los cebos importáis en la medida en que atraéis a los monstruos. Tú eres bastante venenosa, pero no le das tanto placer como Vera, y por ese motivo no va a elegirte a ti, por mucho que jadees y te ofrezcas. Además,
ese psico
es un genio y nunca elegiría a un cebo profesional. Usa un truco. Vera posee la torpeza exacta...

—Eligió a Elisa Monasterio.

Gens se me acercó con breves pasitos de repente. En los cristales de sus gafas contemplé una doble maqueta de mí misma, una muñeca vudú ensartada por su mirada.

—No juegues conmigo, querida. Monasterio era otra inexperta... Aunque debo admitir que en el caso de esa chica hay detalles chocantes... Habrá que esperar a...

De súbito creí escuchar algo. Pensé que me engañaba, pero vi que Gens también movía la cabeza en dirección a la calle. Durante un instante ambos nos quedamos absortos, sin oír nada más, y supuse que el grito, si había sido eso, había provenido de algún televisor. Gens volvió a mirarme, irritado. Siempre había sido tan alto como yo, pero su espalda encorvada lo había dejado al nivel de mi cuello. Parecía un viejo verde observándome los pechos.

—Bueno, y a fin de cuentas, ¿a qué has venido?

—Se lo he dicho: quiero ayuda. Llámelo como guste. Amo a mi hermana. Usted puede pensar que es el psinoma. Acepto ese juego, de verdad. Pero amo a mi hermana, y quiero ser yo, no ella, quien cace a ese cabrón. Usted conoce el truco que utiliza para eludir a los cebos profesionales. ¿Qué quiere a cambio de decírmelo?

—«Quiero... Quiere...» —Un golpe de viento hizo que Gens se sujetara el ala del sombrero—. ¿Desde cuándo la voluntad de un cebo lo ha hecho más idóneo para cazar?

—Siempre he sido el cebo más idóneo cuando usted me preparaba.

Esta vez percibí que el elogio lo suavizaba.

—Diana Blanco... —Se detuvo y rió con voz ronca—. Recuerdo que, cuando me fijé en ti por primera vez, te dije: «Con ese nombre, no puedes ser otra cosa que un cebo... "Diana Blanco"... Hacia ti apuntarán todos los monstruos del mundo... Por favor, ¡es ideal!». —Estuvo un rato riéndose de su viejo chiste—. ¿Cómo se llamaba esa chica que se retiró antes de ser cebo? «La Mandona», la llamabais vosotras... —Se lo recordé y asintió, divertido—. Sí, Teresa Obrador... La recuerdo en las pantomimas con una boa de plumas tan amarillas como este traje de piel que llevas... Y tú no podías aceptar su dominio. Te rebelabas. Claudia no era más sumisa, pero cometía el error
de forzarse
a serlo, mientras que tú eras natural...

BOOK: El cebo
5.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dakota by Gwen Florio
Dreams’ Dark Kiss by Shirin Dubbin
The Faces of Angels by Lucretia Grindle
Must Love Scotland by Grace Burrowes
La última concubina by Lesley Downer
Bill's New Frock by Anne Fine
The Snowy Tower by Belinda Murrell