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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (24 page)

BOOK: El cebo
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Pero tal eventualidad no tenía que preocuparle, ya que la entrevista que se disponía a realizar era completamente normal. Los códigos habían sido verificados. Iba a reunirse exactamente con la persona que conocía, como de costumbre.

Y sin embargo, de repente estaba preocupado.

Imagínate a cualquiera de esos monstruos que cazan tus «chicos» aguardándote aquí, dentro de este coche.

La idea era absurda, pero no era la primera vez que se veía asaltado por los inquietos fantasmas que albergaba. Su trabajo le obligaba a abandonar los pasillos de museo de los ministerios para enfrentarse al horror de uno y otro bando: locos peligrosos, cebos terribles. Nadie era capaz de comprender cuánto valor, cuánto coraje era necesario para, simplemente, seguir siendo él mismo cada día.

Abrió la portezuela y la desplazó un poco. El interior del coche que podía vislumbrar desde su posición seguía oscuro y vacío. Una ráfaga de aire llevó hasta sus fosas nasales un ligero aroma a loción.

—¿Hola? —dijo cautelosamente.

—Pasa —repuso una voz conocida.

Sintiéndose más tranquilo, Álvarez se agachó y ocupó el sitio del pasajero, colocando el maletín en el regazo y recogiéndose los faldones del abrigo al cerrar la puerta.

—Espero que esto dure solo una hora —dijo en dirección a la persona que se hallaba tras el volante—, y que valga la...

Y entonces lo supo.

No estaban solos. Sin duda, el otro individuo había permanecido agazapado en el asiento posterior hasta ese instante, y ahora se erguía. Álvarez vio crecer su sombra en el salpicadero.

Lo último que pensó al volverse y encontrar la oscuridad fue que no llegaría a tiempo para la holoconferencia con su hijo desde Londres.

17

Como siempre, hice mi trabajo con desprecio. Y como siempre, intenté usar ese desprecio a mi favor.

Aún resonaba en mi oído su gangoso tono de voz cuando, minutos antes, me había dicho lo que quería:

—Dame una Belleza. Integra. Hace tiempo que no la veo... Engánchame con ella.

—No puedo engancharlo con una Belleza. No es su filia.

Por supuesto, Gens no se había tragado la objeción.

—Soy fílico de Aura, y sabes que puedes, si lo haces bien y lo das
todo.
.. Y lo darás —afirmó con suave certidumbre—. Tus padres fueron torturados y asesinados y tu hermana golpeada salvajemente cuando tenías doce años. Tú también estabas allí, pero a ti apenas te hicieron daño. ¿Sabes por qué?

—No lo recuerdo —contesté, trémula.

Gens asentía desde su asiento.

—Oh, claro, has bloqueado ese recuerdo porque te sientes culpable. Desde entonces consideras que tienes una deuda con Vera. Quieres sacrificarte por ella, quieres salvarla, y sabes que soy tu única posibilidad de cazar al Espectador... Por eso vas a darme esa Belleza con todas tus fuerzas. Si me enganchas, te ayudaré.

Su repulsivo chantaje no me tomó por sorpresa. Aquel era el Víctor Gens de siempre, no el viejecito de apariencia amable que realizaba su chequeo médico rutinario o tomaba naranjas y café con leche. Yo ya estaba acostumbrada a odiarlo. Me había preparado mentalmente el día previo para aquel encuentro.

—De acuerdo —musité.

Sentía rabia y desprecio hacia mí misma. Sabía que Gens quería
drogarse
conmigo. Que un entrenador usara a un cebo para su propio placer era algo perverso, aberrante. Por supuesto, se daban casos, aunque yo no conocía a ningún cebo que aceptara de buen grado tal humillación. Pero pensé que, si lo enganchaba, podría conseguir la información que quería aunque él se negara a dármela. Si Gens deseaba jugar sucio, yo iba a devolverle el golpe.

Examiné la pared que tenía detrás. La del recibidor del salón. Había un espejo de marco grueso y una cómoda alabeada, muebles quizá demasiado vistosos, pero la luz que me llegaba de frente los neutralizaría con mi propia sombra. Usaría mi desprecio a modo de barrera para incrementar el efecto.

La Belleza necesita distancia: tocarla es destruirla. Se trata de una máscara de la voluntad. Consiste en hacer creer a tu presa que eres
inalcanzable.
El grado de Belleza se incrementa cuanto más inaccesible y remota finges ser. Su clave reside en la comedia
Noche de Reyes,
donde cada personaje ama, o aparenta amar, a la pareja inadecuada.

Gens aguardaba el comienzo de mi teatro en silencio. Yo no lograba distinguir su expresión debido a la luz de la lámpara, pero lo imaginé sonriendo, encorvado, jadeante como un viejo verde que ha pagado por un rato de placer. Eso me ayudaba a distanciarme de él.

Lo primero que hice fue retroceder unos pasos y apoyarme en la cómoda. Relajé los brazos, flexioné un poco las rodillas y realicé un «cambio de estado»: abrí la boca, solté el aliento, sonreí de repente.

—Creía conocerle, profesor... Pensé que era un científico, un sabio... Pero veo que lo único que le importa es pasarlo bien...

Estaba actuando. Soltaba un texto cualquiera, improvisado para emplear el tono de voz distante, propio de los preliminares de la Belleza.

—Quiere ver el espectáculo, ¿no? —agregué—. Pues voy a complacerlo...

—El espectáculo no es distinto de la verdad —susurró Gens desde las sombras—. Yo sé por qué estás haciendo esto. Tú sabes por qué estás haciendo esto. No hay engaño. También sabías por qué elegiste hoy vestirte así, con esa malla transparente en los costados... —Sus rodillas se extendieron desde la zona de sombras, y mientras hablaba, sus manos alisaban el arrugado pantalón turquesa—. Nunca, nunca has entendido del todo esa sutil diferencia, Diana... Si tú finges y yo me lo
creo,
entonces, ¿qué importa la verdad?

—La verdad sigue siendo importante, sea cual sea.

—Vamos, por favor. Si creo que me amas, para mí eso será verdad. Y si creo que eres bella, entonces lo eres. No puedo llegar más allá de tu máscara. Nadie puede. Lo que
creemos
que es,
es.
Ahora mismo te veo ahí de pie, y no sé muy bien qué pretendes... Tus palabras, tus gestos... ¿pertenecen todos a la máscara? Eres un misterio para mí, como yo lo soy para ti. Pero si me ofreces una solución para tu misterio y yo la acepto, entonces, ¿qué importancia puede tener que sea falsa, dime? Para mí esa será
la solución.
—Y agregó, tras una pausa—: Pero no sé por qué te estaba diciendo esto... Disculpa la interrupción, por favor...

Me di cuenta de la ingeniosa trampa que me tendía. Aquellos razonamientos, aparentemente bien enhebrados, constituían su defensa. Gens sabía lo que se avecinaba y estaba levantando una muralla protectora con ladrillos de lógica vulgar.

Sin embargo, al añadir que no sabía por qué me lo decía, me hacía dudar de su propósito real.

Era un zorro, pero no tenía delante a una novata.

Mientras Gens hablaba, yo había estado haciéndome una idea de la forma en que la luz de la lámpara se reflejaba en mi ropa. La Belleza requiere de luz cenital, pero los cebos teníamos que improvisar con los elementos disponibles. Me incliné, haciendo ondular los reflejos sobre mi malla, separé las piernas, llevé la mano derecha al muslo. Mi expresión era neutra.

—Sea como sea, si quiere que finja, lo haré —dije sin énfasis—. Le daré lo que me pida. Y me importan una mierda sus motivos. —Apoyé la mano izquierda en forma de garra sobre el borde de la cómoda—. Lo que me pida... —Manos al pelo, como para alisarlo, acompañando el gesto de un jadeo muy suave. Así, la atención de mi presa quedaba atada a mi rostro enmarcado entre mis brazos y la luz. Mano derecha descendiendo con lentitud, la palma hacia arriba: la mirada de Gens tendería a seguir su recorrido. La detuve a la altura del muslo y la aparté de mi cuerpo.

Una súbita calma pareció apoderarse de la escena. Un testigo cualquiera creería que el anciano frente a mí se había dormido, pero yo sabía que había logrado abrir una brecha en sus defensas. Gens mismo llamaba a aquella fase «el toque de queda»: el psinoma, anegado de placer, empieza a amotinarse y la razón tiende a reprimirlo con la mordaza de una paz forzada.

—Eres... buena —susurró—. Pero existe un límite, un techo en esta máscara, y lo sabes... Ningún cebo lo traspasa. Perderás.

—Es posible.

—Me gusta que no te rindas. Que sigas... luchando.

—No soy yo quien está luchando. Es usted.

Alcé el mentón. De inmediato incliné la cabeza con cierta brusquedad. A eso lo llamábamos
«zoom»:
la vista del público enfoca la parte del cuerpo que mueves dos veces seguidas. Los magos también lo hacen. Aproveché para cambiar de expresión: ligero matiz de orgullo. Eso lo distraería lo suficiente como para que mi gesto de cruzar las manos sobre el pubis lo sorprendiera.

Cuando me disponía a moverme de nuevo, Gens dijo:

—Quizá deberíamos dejarlo... Parar aquí, en este punto.

Al principio aquel comentario me confundió. Pero al comprobar que no hacía ni decía nada más, comprendí que me había entregado otro texto burdo para frenar el placer que yo le provocaba. Usé aquella débil defensa para acentuar la presión.

—Usted lo pidió, yo se lo daré.

Había improvisado un truco para mostrarme inaccesible: aparentar que hacía la Belleza bajo
coacción.
Fingí nervios de debutante. Pequeños temblores en la punta de los dedos, parpadeos, labio inferior pellizcado entre los dientes. Lo complacía demostrándole que me
asqueaba
complacerle. Lo cual era la verdad. Pero, en nuestro teatro, los cebos usábamos la verdad para fingir.

Gimió. Supe que podía seguir subiendo el dial.

—Quizá... consigas engancharme —reconoció—. Pero nunca lograrás convertirte en... ¿Cómo dijiste...? El equilibrio entre el deseo y el miedo del Espectador... Los
psicos
gozan de la
apariencia.
Para ellos no hay diferencia entre el escenario y el patio de butacas... Un personaje es igual al actor, para un
psico, y...
Oh, Dios...

Aquel tono quejumbroso no era fingido. Yo estaba afectándole.

Me abría paso hacia su psinoma de manera inexorable.

Pero Gens no se rendía: continuaba su perorata con la obstinación de un capitán de barco que se negara a abandonar la nave que naufraga.

—La Belleza tiene un techo... Te diré cuál es: no puedes evitar fingir. Ahora estás fingiendo que finges... Produces reacciones en mí, pero mi conciencia
sabe
que finges. Estás encerrada en tu propio teatro... De ahí tu fracaso...

—Haré lo que pueda.

Crucé las manos sobre los muslos. Giré de manera que Gens pudiese ver mi espalda reflejada en el espejo detrás de mí. Mi espalda le hablaría otro lenguaje. Dos cuerpos, dos mensajes distintos.

El gesto hizo que interrumpiera su cháchara y se inclinara hacia atrás. Entonces corté con rapidez el contacto entre mis ojos y los suyos, como si de repente me interesara un punto en la pared. Así le concedía un respiro, pero sin aflojar la presión.

Gens aprovechó la pausa para volver a la carga.

—¿Y cómo convences a un público de que lo que finges es real... ? Por definición, el público es incrédulo... ¿Cómo avanzar más allá? Sucede igual ahora... Una máscara puede embellecerte todo lo que quieras, pero jamás lograrás ocultar que la llevas. Cuanto más bella es, más ostensible resulta...

Intenté no distraerme con sus hábiles palabras, y cambié de táctica por sorpresa.

Me situé de perfil. La luz dio de lleno en el área transparente de la malla. Gens no había
esperado
aquel movimiento, y enmudeció. Tentarle con el costado de mi cuerpo, desnudo bajo la abertura del cuello a las botas, era un aparente error de novata. Se perdía, así, la inaccesibilidad que tanto trabajo me había costado construir. Pero entonces fui
más lejos.
Me incliné, deslicé las manos por la pantorrilla hacia la cremallera de la bota derecha, la abrí. Me la quité como si estuviese untándome algún tipo de crema en la pierna, con suaves y repetidos gestos. Mientras me descalzaba no cesaba de hablar, entregando el texto en un tono espontáneo, como si estuviese decepcionada:

—Oh, vamos, profesor... ¿Por qué disimular? Si lo que quiere es esto, ¿por qué no decirlo? No me importa, incluso lo esperaba... ¿Qué otra cosa podía buscar alguien como usted? Lleva años viviendo solo... ¿Desde cuándo no ve a una mujer? —Era un texto muy burdo, pero yo confiaba en el
tono
sincero con que lo expresaba.

Me quité la otra bota y las cortas medias con idénticos ademanes, sin pausas. Un error común del cebo principiante en la Belleza es vender muy cara la desnudez, como si se tratara de un espectáculo erótico, sin percatarse de que la tentación de lo oculto juega contra sí misma a cada instante. El camino correcto consiste siempre en restar importancia a la revelación, de modo que esta no sea un «límite» sino el comienzo de algo más. De esa forma es posible continuar aumentando la tensión hasta el enganche.

Sin duda, Gens adivinaba lo que yo pretendía, porque su silencio era absoluto.

—Vamos, profesor, ¿no es esto lo que quiere?

Descalza, me situé frente a él. Separé las piernas. Al principio había pensado en desnudarme por completo, pero de nuevo supuse que Gens estaba
esperando
eso. Sin embargo, interrumpir mi desnudez con brusquedad era también erróneo. De modo que opté por un tercer camino, intermedio, para continuar inaccesible.

La malla poseía una cremallera en la espalda. Coloqué las manos en ella pero no hice amago de abrirla. Fue un gesto natural que hilvané con los anteriores. Me puse de puntillas. En mi imaginación, me comportaba como si una ducha invisible me bañara o me restregara algún tipo de crema en la espalda, pero lo que en realidad le enviaba era la
apariencia
de que me quitaría la ropa del todo al
instante siguiente.
No lo hacía, pero con mis gestos creaba el mismo mensaje una y otra vez. Improvisé un texto:

—Pobre profesor... El ídolo caído...

Sin embargo, al mismo tiempo me daba cuenta de que había llegado al final del camino. El texto se debilitaba, y perdería inaccesibilidad tanto si optaba por continuar desnudándome como si lo seguía demorando. Progresar en una Belleza estando completamente desnuda era posible, pero eso solo se hallaba al alcance de los cebos más expertos en aquella máscara, y yo no lo era.

Callé. Detuve el teatro. Comprobar mi derrota me dejó desanimada.

Escuché aplausos, débiles, sarcásticos.

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