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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (41 page)

BOOK: El cebo
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Mientras hablaba me contemplaba la mano vendada que descansaba sobre mis vaqueros. Al levantar la vista descubrí que Valle estaba pálido.

—Una de las primeras cosas que nos enseñan es a refugiarnos en nosotros mismos cuando llega el dolor. Pero Renard se encargó de destruir todos los refugios de Claudia, uno tras otro, hasta que ella ya no pudo retroceder más. La policía francesa encontró el zulo antes de que Renard la matara, pero Claudia ya había caído al foso... Es la expresión que usamos para indicar que uno de nosotros ha perdido la chaveta. Sigue con vida, pero no ha vuelto a recuperarse.

—¿Y qué ocurrió con ese... Renard?

—Lo mató a tiros la policía.

Valle realizó una inspiración profunda y se frotó los ojos bajo las gafas.

—Desde luego, fue algo horrible, Diana. Comprendo que...

—Eso no es lo
peor
—lo interrumpí.

Le hablé entonces de la extraordinaria similitud entre el túnel de la granja y el lugar donde Claudia había sido torturada. No mencioné el suicidio de Álvarez ni las muñecas ahorcadas, por mucho que me parecieran pruebas del remordimiento de uno de los supuestos culpables. Valle me escuchaba con creciente nerviosismo.

—¿Estás tratando de decirme que Renard
colaboraba
con tus jefes?

—Estoy tratando de decirte que quizá Renard
ni siquiera existió.
—Ahora me costaba esfuerzo hablar. Todo el cansancio y el dolor se habían desplomado sobre mí como una nevada. Me froté los brazos, desnudos e inermes—. Trato de decirte que quizá fue un experimento, algo que querían lograr con nosotros... Y puede que esos experimentos continúen: mi hermana y otra compañera llevan días desaparecidas... El análisis informático afirma que han sido víctimas del asesino de prostitutas, pero hay... —Al llegar a este punto titubeé. ¿Qué había? ¿La palabra del Espectador contra la de aquellos en quienes confiaba? Pero decidí que ya no confiaba en nadie—. Hay datos que hacen sospechar que ese análisis ha sido amañado —concluí, mirando a Mario Valle a los ojos.

Las luces convertían la pared a nuestro alrededor en un vacío blanco: el rostro de Valle era del mismo color.

—Tienes que denunciarlos... —murmuró al fin.

—Carezco de pruebas, solo el recuerdo de una compañera enferma. —«Y la palabra de un asesino», pensé.

—¡Debes conseguirlas! ¡Yo te ayudaré!

—Ya estás ayudándome solo con escucharme.

—¿Solo con...? ¡Diana, por favor, cómo es posible!

Valle se levantó bruscamente y se llevó la mano a la boca como si quisiera impedir que de ella fluyeran palabras sin sentido. Luego empezó a ir de un lado a otro mientras hablaba, con una ansiedad que él mismo no parecía advertir.

—Escucha, te lo diré de una vez: ¡deja de pensar como un soldado en tiempo de guerra, por favor! Te concedo que tu trabajo ha hecho mucho bien a la sociedad, ¡te lo concedo! Pero
ya
ha terminado, ¿comprendes? ¡No les debes nada! ¡No debes nada a
nadie
—Yo lo miraba ir y venir—. ¿Qué más quieren de ti? Te guste o no lo que haces, ¿qué más te queda por hacer? ¡Mírate! ¡Mira tu cuerpo! Has luchado, te han herido cruelmente, has hecho lo que ellos querían... ¿Y cómo te pagan? ¿Con engaños? ¿Esa es la clase de justicia que proponen? ¡Ya basta, Diana! ¡Por mucho que ellos sean los lobos, tú no eres el plato de carne...!

Había un espejo en forma de sol azteca. Valle se detuvo ante él de repente.

—He conocido mucho sufrimiento —agregó, con voz queda—. Las injusticias adoptan múltiples formas, como las drogas de las que te hablé... He visto a niños vender sus cuerpos para vivir, y aun así no vivían. La miseria es el psicópata del mundo, el más cruel. Tú hablas de Renard, del asesino de prostitutas, de células terroristas y secuestradores... Es como ver fotos de judíos en campos nazis y decir: «Ahí está el
único
mal, la única depravación»... Pero todo eso es el teatro de esta santa civilización occidental, la excusa del Primer Mundo para cerrar los ojos ante el mayor de los crímenes. ¿Sabes cuántos niños he visto con el mismo aspecto que esos judíos, Diana? ¿Sabes cuántos niños sigue habiendo en el campo de concentración de los países subdesarrollados? Todos ellos son cebos como tú. Trabajan ofreciendo su carne y sangre para ser devorados. Y mientras tanto, nuestra sociedad monta una farsa de crímenes, terroristas, asesinos... y les da la espalda. —Giró y me miró. Sus ojos, tras las gafas, brillaban como si también ellos fueran de cristal—. Deja este teatro, Diana... Baja del escenario, no les sigas el juego a los hipócritas, a los pequeños amos... Te lo suplico, como amigo.

—¿Tú no les sigues el juego?

La pregunta lo sumió en el silencio. Sus cejas se alzaron con expresión de dolor.

—Yo no admito la farsa —dijo al fin—. Vivir con esos pueblos de la jungla me enseñó a ser lo que soy. Sin máscaras. —Dio varios pasos hacia mí—. Te lo pedí un día, sin conocerte, y te lo pido ahora otra vez: deja las máscaras a un lado y sé tú misma.

—Ya no soy tu paciente —repliqué con cierta rabia—. Me he curado.

—No te hablo como psicólogo, sino como... como el hombre al que besaste la otra noche.

Había dicho aquello en un tono muy bajo, pero aun así con extraordinaria nitidez. Me levanté. Estábamos frente a frente.

—Me he equivocado contigo... —dije, y me pareció que cada palabra me ocasionaba un dolor súbito—. Cuando supiste que no me llamaba Elena, tuve que abandonar... ¡Tuve que salir de tu consulta y no volver a verte! Pero ¿qué hice? ¡Involucrarte cada vez más! —Valle decía que no, pero yo atropellaba su negativa con mis sollozos—. ¡Te he puesto en peligro, hablándote así! ¡Y he seguido haciéndolo! ¡Conozco los riesgos, pero solo pienso en desahogarme!

—Pues desahógate —dijo con suavidad, abriendo los brazos hacia mí.

—¡Te estoy utilizando... para poder
ser yo misma!

—Eso me parece bien...

—¡Pero te he puesto en peligro! —Me interrumpí y susurré—: Y tú me importas.

—Y tú a mí, Diana.

Me eché en sus brazos, en su afable oscuridad, me tendí sobre él como si su apellido fuese su cuerpo: un valle acogedor y protector, oreado por su respiración. Cerré los ojos, pero mis lágrimas atravesaron los párpados y brotaron como rocío.

—Déjame ayudarte... —murmuraba Mario Valle apretándome contra él, haciéndome daño involuntariamente en mis heridas, pero sin que me molestase—. ¡Por favor, para ya de hacer de padre y madre de ti misma y deja que alguien te
ayude
alguna vez!

Durante el primer beso apenas pensé en otra cosa que no fuese su boca. Alcé la mano y le quité las gafas como quien despoja a su pareja de una máscara durante un baile. Volvimos a besarnos, y de repente sentí esa inclinación, esa caída acelerada, ese tobogán de la carne por el que, una vez te deslizas sobre él, ya no hay vuelta atrás porque no puedes ni quieres frenar y sigues hasta el final.

Me di cuenta de que aún sostenía sus gafas mientras él me guiaba al dormitorio.

Mario Valle amaba con pasión y delicadeza, con una ternura sorprendente que Miguel no solía entregarme, pero en los momentos finales sus jadeos se convirtieron en sollozos, como si le doliera su propio placer, o el hecho de provocármelo.

Al acabar, ambos boca arriba sobre la cama, buscó mi mano y permanecimos unidos por ellas como si quisiéramos pasear rumbo al techo. El dormitorio era un espacio de luz tenue con paredes de ese color terroso de los ríos que surcaban su Amazonas.

—¿Has sido... tú? —preguntó de repente, mirándome—. ¿No ha habido... otra cosa?

Al principio no entendí qué quería decir, pero luego caí en la cuenta: seguía pensando en la máscara que yo había hecho en su consulta días atrás. Tenía aquel placer clavado como una espina en su psinoma. Le dije que no había habido nada más que yo.

—Quiero vivir contigo —murmuró.

—Estás loco —repliqué.

—Sí.

Aún en la cama, se ofreció a darme un «masaje curativo indígena». Puso la palma de la mano hacia abajo y me acarició con infinita suavidad los hematomas del vientre. Me dolían, pero no quise decirle nada. Estuvo un rato pasando su mano por mi cuerpo y luego susurró:

—Diana, sé que amas a otro... A un compañero, me dijiste... Escúchame... Solo te pido... una decisión. Tu trabajo, la entrega constante a ese mundo que te está utilizando, o mi mundo y yo tal como eres, sin máscaras. Ambos lucharemos por que se conozca la verdad, encontraremos a tu hermana y llevaremos a los tribunales a toda esa basura... Piénsalo y decide. Si vienes conmigo, será para ser tú misma. No puedo aceptar que sigas sufriendo. No
acepto
el sufrimiento. Pídeme cualquier cosa, menos eso. Pero si deseas seguir como hasta ahora, entonces... —Enarqué una ceja, y de repente Valle giró hacia mí y me besó—. Entonces, un carajo. No te librarás de mí... —Reí con suavidad—. No, en serio: tú decides. Seguiré ayudándote, sea cual sea tu decisión, pero si optas por seguir tu camino, yo... te juro que no te molestaré nunca...

—Gracias —dije.

—¿Me prometes que lo pensarás?

—Te lo prometo.

El teléfono fue creado para destrozar momentos así. Sonó el mío entre mi ropa dispersa por el suelo. Imaginé quién podía ser, y cogí el aparato con sensación de vergüenza.

Pero la voz aterrorizada que saltó a mi oído pidiendo ayuda no era la de Miguel.

—¡No sé qué le pasa! —gimió Nely angustiada, esperándome en la puerta—. ¡Te lo juro! ¡Debería saberlo, pero no lo sé! ¡Lo siento!

—Tranquila, Nely, cariño. —Entré en la casa y fue como hacerlo en una tumba: toda oscuridad y silencio—. ¿Por qué no hay luces?

—¡No quiere que las encienda! ¡Se pone hecha una fiera! ¡Desde que te fuiste está muy nerviosa, Diana...! —Me guió como una sombra por los pasillos oscuros—. ¡No sé de qué hablasteis, pero no ha vuelto a ser la misma...! No ha querido comer nada, y cuando iba a bañarla esta tarde, se negó... ¡Estoy tan asustada!

—¿Has llamado a alguien?

—¡No me deja! —sollozó Nely—. ¡Ni médicos ni a Padilla! ¡Solo repite: «Que venga Diana, llámala, quiero ver a Diana»...! ¡Al principio pensé que podía arreglármelas sola, pero son casi las once de la noche y sigue igual! Siento haberte molestado...

—Has hecho bien, bonita. —Pensé que Mario Valle no opinaría así: me había marchado apresuradamente de su casa y lo había dejado tenso, preocupado.

Nely abrió las puertas dobles que había al fondo del salón. Claudia se hallaba de pie al otro extremo del cuarto, tenuemente iluminada por el resplandor de las farolas que penetraba por la ventana abierta. Llevaba el mismo sencillo vestido turquesa y parecía tan pequeña y delgada que apenas destacaba entre los muebles. Cuando giró el rostro para mirarme percibí su palidez de cadáver.

—He estado... recordando, Jirafa... —dijo nada más verme—. Cosas.

—Cálmate, Cecé, ya estoy aquí... —Hice un gesto a Nely, que retrocedió—. ¿Puedo encender las luces, Cecé?

Ignoró mi pregunta.

—He visto al doctor Gens... Lo he visto, en mi celda. Yo miraba hacia arriba. No era fácil mirar hacia arriba: me dolían hasta los ojos... ¿Te han dolido alguna vez los ojos? No podía hablar, ni moverme, pero miraba y lo veía. A Renard nunca le vi la cara: llevaba una máscara...

—Cecé, escucha...

—Yo no podía hablar ni moverme. No le gustaba que me moviera. No necesitaba atarme: Renard era muy
convincente.
—Rió con voz ronca—. ¿Sabes lo que hizo una vez? Me empapó de gasolina y me obligó a sostener un fósforo ardiendo con los dientes, mientras él... Bueno, no «me golpeaba», tampoco «me hurgaba»... Todo eso, quizá. Y lo
más interesante,
como diría Gens, lo más de lo más, era que yo estaba deseando soltar esa cerilla. Deseaba arder como mierda en el campo. —Hizo una mueca, tembló. Ahora que me hallaba más cerca, advertí su locura, que era como un sudor que la empapara, la extrañeza de todo su ser, la lejanía desde la que hablaba como desde el fondo de un pozo—. Morirme mil veces... No, muchas más. ¿Cuántas veces has deseado morirte tú?

—Ya pasó todo, Cecé... —Me acerqué a ella despacio, tendiéndole los brazos.

—Pero no soltaba la cerilla. Prefería vivir como una mierda. El doctor Gens me hizo un gran regalo... Le costó mucho, pero lo consiguió. Al final vomité todo lo que era. Al fin lo supe. Qué era, quiero decir. Por qué quise ser cebo. Lo vomité. Tú no lo sabes, Jirafa: necesitas a Renard para que te haga vomitar... Pero yo sé lo que somos.
Arcadas.
Ni siquiera bilis.
Náusea.
Eso es lo que somos, los cebos.

—Sí, Cecé, somos eso... Ahora vas a dejar que te cuidemos, ¿vale? —Miré hacia la sombra encogida de Nely, junto a la puerta—. Nely, llama al departamento y...

—¡He caído al foso!
—cortó Claudia, chillando. Luego nos miró como asustada de su propio grito—. ¿Y sabes qué es, Diana... ? Un espejo enorme. Pero lo más espantoso es que te miras en él y no ves nada...

—Nely —insistí con cuidado—, llama al departamento o deja que lo haga yo...

Al fin Nely se movió. Pero lo que hizo fue sujetarme el brazo.

—Ha sido una mala idea avisarte, ¡se está poniendo peor! —Empezó a tirar de mí—. ¡Vete, Diana! ¡Vete! ¡Me ocuparé de todo! —Yo no deseaba abandonar la habitación, pero me dejé llevar. El estado de Nely, de repente, me parecía casi peor que el de Claudia. Pasamos al salón y la cogí de los hombros.

—¡Nely, cálmate! ¡Claudia está enferma y nos necesita! ¡Debemos ayudarla!

—¡No puedo más! —Nely movía la cabeza de un lado a otro. Su manera violenta de sollozar la afeaba horriblemente—. ¡He pasado demasiado tiempo cuidándola, y ya no puedo...! ¡La quiero mucho, pero te juro que ya no puedo...!

La abracé y la dejé llorar en mi hombro. Entonces ambas lo oímos: repiqueteos en la otra habitación, cajones que se abren. Cruzamos las dobles puertas a tiempo de ver cómo Claudia arrojaba al suelo el bote de plástico cuyo contenido había volcado sobre su cabeza. Un olor fuerte y familiar se extendió como un espectro. Durante una fracción de segundo quedé desconcertada, pero de repente supe de dónde procedía aquel líquido.
«La cortadora de césped con motor de...»

Al ver la pequeña luz en las manos de Claudia reviví, en un atroz
déjà
vu,
la escena con el hijo del Espectador, dos días atrás. No recuerdo cuántas veces grité su nombre, o escuché a Nely gritarlo, mientras corríamos hacia ella.

BOOK: El cebo
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