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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (43 page)

BOOK: El cebo
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—Me han contado que hiciste una captura increíble —dijo—. Oh, no es preciso que me des las gracias... Fue un canje: tú me regalaste una agradable sesión de Belleza y yo te entregué la técnica adecuada... Ganaste por goleada, según veo. No te estropeó mucho, ¿verdad? Solo unos cuantos arañazos en la cara, algunos golpes y... —Señaló con el bastón el vendaje de mi mano—. Oh, ¿qué fue? ¿El meñique? Sabía que el niño haría algo así... Es una máquina ese chaval: he visto los holovídeos del centro psicológico y he remitido un informe recomendando que lo trasladen al colegio y lo hagan «Arthur». Tiene todo lo que se necesita para ser como tú: es bello, listo, moldeable, y le gusta tanto engañar que ni siquiera se da cuenta de cuándo miente... Por si fuera poco, posee el trauma familiar exacto. Un verdadero «hijo de Coriolano», dedicado a desgarrar mariposas vivas. Bien entrenado, será un cebo excelente...

—¿Y usted hará experimentos con él, igual que con Claudia? —inquirí. Gens repitió el nombre con cierta desgana, como aparentando que ya daba igual lo que pudiéramos hablar sobre ella, pero yo no me arredré—. Déjeme preguntarle algo: ¿por qué ha venido hoy aquí, doctor? ¿Quería contemplar el resultado de sus pruebas o es que todavía es capaz de sentir remordimientos?

Me devolvió la mirada.

—Ya que veo que estás en plena crisis ética, te haré una pregunta también —dijo—: ¿habrías podido eliminar a alguien como el Espectador con remordimientos? ¿Fueron remordimientos lo que sentiste al destruir a ese... diamante tallado de placer puro?

—¿Quiere saber lo que sentí? Asco. De mí misma y de mi trabajo. Como si al aplastar a un insecto me diese cuenta de que soy un insecto también.

—Sentiste asco porque sentiste placer: no es culpa mía que nos hayan enseñado desde niños a que detrás de uno debe venir el otro a la fuerza. Él sintió placer desnudándote y atándote. Su hijo sintió placer amputándote un dedo. Tú sentiste placer destruyéndolos. Nunca has asumido qué significa ser cebo, por eso eres un cebo tan bueno.

Yo negaba con la cabeza. No quería entrar en su juego dialéctico.

—¿Y qué cree que sintió Claudia al comprender que Renard nunca existió? ¿O cuando recordó que usted también estaba presente cuando la torturaban?

—Diana. —Gens se pasó una mano enguantada por la cara—. Tengo un chequeo
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con el médico dentro de una hora... —Me mostró la pulsera clínica—. Ya sabes, el corazón, la tensión, todas esas chorraditas de los viejos... Y me gustaría estar en casa. Así que dime, por favor, qué quieres de mí...

—Quiero saber para quién he estado trabajando hasta ahora.

—Nadie dijo que tu trabajo fuera fácil.

—Nunca lo ha sido —convine—. Pero ni Claudia ni yo sabíamos que la mayor dificultad era usted.

Sobre nuestras cabezas, en el cielo gris, estalló un trueno que fue como un ruido de océano. Los faldones negros del abrigo de Gens echaron a volar con una ráfaga de viento. Ambos alzamos la mirada, pero yo la bajé antes.

—Fue por la máscara Yorick, ¿verdad? Su delirio personal, su asqueroso afán de descubrirla... Construyó en secreto ese túnel, inventó a un
psico,
o lo tomó prestado de los archivos, y encerró a Claudia haciéndole creer que trabajaba en una misión real. Ella intentó una y otra vez la máscara de la filia de Renard, pero no surtió efecto, y ahora sé por qué. Claudia misma me lo dijo, sin comprenderlo: Renard siempre tenía el rostro cubierto. Eran
distintos
hombres, ¿me equivoco? Cada día la torturaba un tipo con un psinoma diferente, y ella se esforzaba por engancharlos a
todos
con una sola máscara. Ese fue su método para hallar el Yorick, ¿verdad, doctor? Muy hábil.

Yo estaba segura de tener razón, pero Gens no iba a decírmelo. En aquel momento ni siquiera parecía escucharme: alzaba la cara con gesto orgulloso hacia el cielo de tormenta, o hacia lo alto de las columnas que nos rodeaban.

—El psinoma —dijo, como si aquella palabra explicara todo lo ocurrido—. El paso más importante que ha dado la Humanidad desde que adquirió conciencia de sí misma. No fuimos los primeros en sospechar su existencia, claro. Los antiguos cabalistas hablaban de algo intermedio entre el cuerpo y el espíritu, lo llamaban el
zelem,
que algunos identifican con el
golem,
una imagen hecha a semejanza nuestra, paradisíaca, portadora de placer. No de felicidad —recalcó—. De placer. Lo cual puede ocasionarnos felicidad o desdicha supremas. John Dee era cabalista, y aprovechó esos conocimientos para fundar su Círculo Gnóstico. Quizá Shakespeare fue educado por el Círculo desde niño y concibió obras que no eran sino rituales basados en lo que había aprendido. El psinoma... El hecho de que los gestos de un cuerpo o una voz nos lleven a la locura o el éxtasis. La razón de las creencias y las pasiones. La posibilidad de controlar a las masas con una sola persona... ¿Y vamos a entorpecer la exploración de este universo de carne y espíritu con obstáculos falsamente morales? —Volvió a dirigir hacia mí los huecos negros de sus gafas de sol, innecesarias en la gris soledad del día—. ¡Claro que Padilla y Álvarez lo aprobaron! ¡Y lo habrías aprobado tú, en su lugar! No podía hacerse de otra manera: vuestros ensayos eran muy duros, pero
sabíais
que eran ensayos. Con el Yorick resultaba imprescindible que el cebo creyera que la situación era
real.
Hubo sangre, sí, pero, como dice Coriolano, «curativa»... Claro que lo aprobaron... Y luego lo enterraron todo, hasta que al gilipollas de Álvarez se le ocurrió revelarlo...

—Al menos él tuvo la decencia de matarse.

No pareció oírme: su semblante se deformaba de rabia.

—¿Sabes por qué intentaron enterrarlo todo luego? Yo te lo diré: porque fracasé. Si hubiese obtenido el Yorick, ahora estaría dirigiendo cebos en toda Europa. Pero, en cambio, ¿qué conseguí? Que Álvarez y Padilla decidieran mi «muerte» oficial, que el gobierno español casi desinfectara los lugares por los que pasé y, ahora... he conseguido tu odio. Porque fracasé. O mejor dicho, porque Claudia
fracasó.

Esa vez sí. Esa vez lo hice.

Un segundo después me miré la mano, como si me costara creer que había abofeteado a un viejo. Las gafas de Gens habían caído al suelo sin hacer ruido, y este apoyó el bastón en la columna y se dedicó a buscarlas en silencio, quizá exagerando su temblor para acrecentar mi culpa. Pero no era culpa lo que yo sentía, y ya ni siquiera repulsión: solo una inmensa, inagotable tristeza.

—Siempre me he preguntado por qué acepté convertirme en cebo —dije viéndole tantear como un ciego en el césped—. Ahora lo sé: quería serlo para librar al mundo de seres como usted.

No volvimos a hablar hasta que Gens no tuvo las gafas en su sitio, el sombrero ajustado como deseaba y el bastón de nuevo en la mano enguantada. Luego se frotó la mejilla que la huella de mis dedos empezaba a tornar rojiza, y me di cuenta de que aquel era el único rubor que alguien como Gens podía permitirse. Para entonces, las primeras gotas de lluvia habían comenzado a caer junto con mis lágrimas.

—¿Por qué Claudia? —sollocé—. Ella lo amaba a usted, lo adoraba... ¿Por qué tuvo que ser
ella?
Dios mío, Gens... ¿por qué
ella?

—Por esa misma razón. Porque me amaba, y sabía que no se rendiría. Claudia era como parte de mí. Estaba completamente entregada. Ella me daría el Yorick...

—Y a cambio, usted la traicionó... y la destruyó.

—No fue conmigo con quien se roció un bidón de gasolina —susurró, devolviéndome la bofetada a su manera. Me gustó aquella crueldad: detuvo mi llanto. Y quizá fue percatarse de su desventaja lo que le hizo cambiar de tono y aparentar compasión—. Pero no me he llevado a Vera, si eso es lo que crees... Los experimentos clandestinos finalizaron tras el montaje fracasado de Renard. Yo estoy fuera de juego desde hace años...

—Una mierda: tiene guardaespaldas que conocen técnicas de cebos. ¿Por qué? No me parece que eso sea estar fuera de juego...

—Piensa lo que quieras. En lo que a mí respecta, te repito, no he vuelto a hacer ensayos, ni prohibidos ni oficiales. —Las gotas de lluvia, cada vez más numerosas, rebotaban en su sombrero—. Y ahora, si has terminado de pegarme, debo regresar a casa; esta lluvia es perjudicial para mi psinoma... —Inició la marcha con paso vacilante, pero aún dijo algo más, como tenía por costumbre, sin volverse—: Es a Padilla a quien debes preguntar... Si hay algo oculto, solo lo sabe él.

Sin embargo, mientras lo veía alejarse, tuve la sensación de que mentía.

29

Julio Padilla se hallaba inquieto.

No era un temor racional ante una amenaza concreta, sino la vaga ansiedad de quien espera un acontecimiento aún indefinido pero desagradable.

Ignoraba la causa de aquella sensación, aunque admitía que habían surgido problemas. No necesitaba tener el título de psicólogo criminalista colgado de la pared de su despacho para comprender que los suicidios de Álvarez y Claudia habían devuelto a la superficie la basura hundida, y, para colmo, Diana Blanco estaba escarbando en ella.

Sin embargo, no atribuía su malestar a eso. Aquellos problemas eran conocidos, y susceptibles de ser controlados. No llegas a convertirte en jefe de un departamento como Psicología Criminal permitiendo que los obstáculos te abrumen.

Quizá era aquel clima de tormenta, o el deprimente funeral al que acababa de asistir, todo ello mezclado con un fuerte dolor de cabeza y varias noches de sueño intranquilo. Nada que no pudiese arreglar un buen descanso, decidió.

Mientras lo pensaba, sintió la mano de Olga Campos en su rodilla, e inconscientemente miró hacia el chófer que los trasladaba desde el tanatorio al teatro de Los Guardeses, pero los ojos del conductor seguían fijos en el tráfico. Se volvió hacia Olga y contempló sus labios gruesos y sensuales.

Le encantaba Olga, había sido un cebo muy notable y era una estupenda colaboradora y, a ratos, una amante excepcional. Por un tiempo la relación entre ambos se había deteriorado, ya que Padilla estaba casado y no albergaba la más mínima intención de abandonar a su mujer, pero, tras varias rupturas y reconciliaciones, mantenían ahora una distancia cordial y trataban de respetarse mutuamente. Olga era muy lista, además de mucho más joven y ambiciosa, y Padilla sabía que ella lo utilizaba para medrar, de igual forma que él la utilizaba a ella cuando la visitaba en su apartamento. Estaban empatados, suponía, y mientras todo siguiera así, a él no le importaría.

—¿Cómo estás? —preguntó Olga.

—Bien —mintió—. Sobreviviendo.

—Siento lo ocurrido. —Ella continuaba acariciando su rodilla—. Pero no debiste invitar a Diana al funeral.

—No fui yo quien lo hizo, fue Seseña.

—En todo caso, no ha contado nada que Seseña no supiera ya.

Padilla asintió.

—Diana está pirada desde que capturó —añadió Olga a modo de explicación—. Y la desaparición de su hermana no ayuda a calmarla. Quizá incluso haya caído al foso. Habría que vigilarla de cerca. ¿Quieres que lo hagamos?

Aquel tono de voz no le pasó desapercibido a Padilla. Sabía que la ex cebo lo complacía sutilmente con preguntas retóricas, que agradaban tanto a su filia de Petición. Apretó la mano de la joven, pero lo que hizo fue apartarla con delicadeza de su rodilla.

—Muy bien. Oye, Olga, reina...

—Dime.

—Estoy cansado. Creo que tengo gripe. ¿Te ocuparías tú del resto de cosas por hoy y me dejarías cerrar la tienda e irme a casa?

—Claro. Por supuesto.

—Gracias, guapa. Nos vemos mañana.

—Mañana yo también cierro la tienda, Julio, es fiesta. —Olga no rió, pero se preparó para hacerlo: boca abierta, dentadura mostrada, semblante alegre—. ¿Lo olvidaste?

—Ay, coño. Primero de noviembre, sí. Tiene gracia.

—¿Qué es lo que tiene gracia?

Decidió no responder, porque en realidad no creía que nada de lo que pensaba tuviera demasiada gracia. Al llegar a Los Guardeses recogió sus documentos y su
notebook,
los guardó en el maletín y se marchó a casa en su propio coche. Durante el trayecto distinguió calabazas maléficas y gnomos bajo setas anunciando festejos de Halloween. Claro está: era
esa
noche. La fiesta de las máscaras. Treinta y uno de octubre, por supuesto. «En un día como este, hace tres años, comenzó el experimento Renard —pensó—. Casualidades de la jodida vida.»

Poco antes de llegar a su domicilio en Arturo Soria, la lluvia se intensificó. Los limpiaparabrisas batían como desesperados y el coche pasó a formar parte del denso embotellamiento de víspera de festivo en Madrid. En circunstancias normales, Padilla habría blasfemado y hecho sonar el claxon, pero en aquel momento los pensamientos —y la maldita
ansiedad—
lo distraían.

«Tendríamos que haber demolido esa granja hasta los cimientos... Pero todos creíamos que podía ser utilizada de nuevo... ¡Qué absurdo, joder!»

Le parecía inconcebible que el idiota de Álvarez hubiese querido destapar la caja de Pandora con su suicidio. ¿Por qué ahorcarse en el túnel? Por remordimientos, había dicho en su nota de despedida. ¿Y por qué sentir remordimientos tres años después? Gens había sido el único responsable de aquella prueba, y lo que era peor: no había tenido éxito al final. En cuanto a Claudia Cabildo, era un cebo, ¿no? Los cebos estaban para ser probados y usados. ¿Remordimientos? «¡Siéntelos por las víctimas, joder, por todos los inocentes que sufren!» Los ojos se le humedecieron y comprendió que, debido a alguna extraña asociación de ideas, estaba pensando en su hija Carolina. «Por todos los inocentes cuyas vidas han sido truncadas para siempre, qué coño, siéntelos por...»

En ese instante se dio cuenta de que ya había llegado a Arturo Soria y pasado de largo por su casa.

Esta vez sí soltó una maldición en voz alta. Al girar el volante en una rotonda para cambiar de sentido notó las manos sudorosas. Era muy posible que, después de todo, realmente estuviera incubando una maldita gripe.

Su chalet era de los últimos construidos tras la renovación de la antigua avenida y poseía los más avanzados sistemas de seguridad y un inconfundible aire a típica casa de barrio residencial, con una parcela de jardín, garaje y hasta un perro. Padilla pulsó los códigos del mando a distancia, abrió la puerta del garaje e introdujo el coche, dejando atrás el cuantioso ruido de la lluvia. Se alegró al ver que la Honda de su hijo Alvaro estaba aparcada dentro, lo cual significaba que había llegado temprano. Entonces cayó en la cuenta de que Alvaro tenía una fiesta esa noche, y lo más probable era que se hubiese marchado antes de la facultad. Recordar la fiesta le deprimió: ello significaba que su hijo saldría de nuevo con la moto y regresaría de madrugada tras haber ingerido alcohol. Por mucho que supiera que Alvaro era precavido no le agradaba demasiado el plan. Además, había cierto espinoso tema en relación con esa fiesta, por lo que se preparó para la batalla nada más entrar en casa.

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